Authors: Anne Rice
Vimos las distantes aguas del Adriático, pálidas bajo el resplandor de la luna y las estrellas, más allá del habitual bosque de mástiles de los barcos amarrados en el puerto. En las islas distantes brillaban unas lucecitas. Soplaba una brisa impregnada de sal, de frescura marítima y de una deliciosa cualidad que sólo se aprecia cuando uno pierde temor al mar.
—La tuya es una petición muy valiente, Amadeo. Si lo deseas, partiremos mañana.
—¿Has viajado alguna vez a un lugar tan lejano?
—En kilómetros, en el espacio, sí, muchas veces —respondió Marius—. Pero nunca en pos de la respuesta que busca otro.
Marius me abrazó y me llevó al palacio donde se ocultaba nuestra tumba. Cuando llegamos a la sucia escalera de piedra, donde dormían los mendigos, sentí un frío que me calaba los huesos. Bajamos la escalera, sorteando los cuerpos tumbados en ella, y llegamos a la entrada del sótano.
—Enciende la antorcha, señor —le rogué—. Estoy aterido de frío. Quiero contemplar el oro que nos rodea.
—Ahí lo tienes —respondió Marius.
Nos hallábamos en nuestra cripta, ante los dos ornados sarcófagos. Apoyé la mano en la tapa del ataúd que me correspondía y de pronto me asaltó otro presentimiento: que todo cuanto amaba perduraría poco tiempo.
Marius debió de percatarse de ese instante de vacilación. Pasó la mano derecha a través de la llama de la antorcha y me tocó la mejilla con sus dedos calientes. Luego me besó donde me había acariciado, sobre la piel aún caliente, y su beso era cálido.
Tardamos cuatro noches en llegar a Kíev.
Sólo íbamos en busca de una presa en las primeras horas del día antes del alba.
Construimos nuestras tumbas en cementerios, en las mazmorras de viejos castillos abandonados y en sepulcros en los sótanos de viejas y dilapidadas iglesias que las gentes profanaban guardando en ellas sus animales y su heno.
Podría contarte muchas historias relacionadas con este viaje, sobre las nobles fortalezas que visitábamos antes del amanecer, de las agrestes aldeas en las montañas donde hallábamos al malhechor en su guarida.
Naturalmente, Marius veía lecciones en todo ello. Me enseñó lo fácil que era hallar un escondite y aprobaba la velocidad a la que me movía a través del espeso bosque. No temía irrumpir en unos primitivos asentamientos para saciar mi sed. Me felicitó por no arredrarme ante los oscuros y polvorientos nidos de huesos sobre los que yacíamos durante el día, recordándome que esos cementerios, que ya habían sido expoliados, no solían ser frecuentados por nadie, ni siquiera a la luz del sol.
Nuestras elegantes ropas venecianas no tardaron en mancharse de tierra, pero Marius y yo llevábamos unas gruesas capas forradas de piel para abrigarnos durante el viaje, las cuales nos cubrían por completo. Hasta en eso vio Marius una lección, esto es, que debíamos tener presente lo frágiles que eran nuestras prendas y la escasa protección que nos ofrecían. Los hombres mortales olvidan lucir sus ropas con ligereza y que éstas sirven únicamente para cubrirse. Los vampiros no debemos olvidarlo jamás, pues dependemos más que los mortales de nuestra vestimenta.
La última mañana antes de que llegáramos a Kíev, ya me había familiarizado con los pedregosos bosques septentrionales. El riguroso invierno del norte nos rodeaba. Nos habíamos topado con uno de los recuerdos que más me intrigaban: la presencia de nieve.
—Ya no me duele cuando la toco —comenté, oprimiendo contra mi mejilla un puñado de aquella deliciosa nieve—. No me pongo a tiritar nada más contemplarla. Es como una hermosa manta que cubre incluso las poblaciones y aldeas más pobres. Mira, maestro, fíjate cómo refleja la luz incluso de las estrellas más débiles.
Nos hallábamos en los límites de la tierra que los hombres llaman la Horda de Oro, las estepas meridionales de Rusia, que durante doscientos años, desde la conquista de Gengis Khan, habían constituido un peligro para el labriego y con frecuencia la muerte del ejército o el caballero.
Rus de Kíev comprendía antaño esta fértil y hermosa pradera que se extendía hasta Oriente, casi hasta Europa, y hacia el sur hasta la ciudad de Kíev, donde había nacido yo. —La última etapa la cubriremos en un suspiro —dijo el maestro—. Partiremos mañana por la noche para que, cuando llegues a tu hogar, estés descansado.
Nos detuvimos sobre un escarpado risco y contemplamos la hierba que se mecía bajo el viento a nuestros pies. Por primera vez en todas las noches desde que me había convertido en vampiro, sentí una profunda añoranza por el sol. Deseaba contemplar esta tierra a la luz del sol. No me atrevía a confesárselo a mi maestro, para que no me tomara por un ingrato.
La última noche me desperté poco después del anochecer. Habíamos hallado un lugar donde ocultarnos debajo del suelo de una iglesia en una aldea que estaba desierta. Las crueles hordas mongolas, que habían destruido mi patria una y otra vez, habían prendido fuego a esta aldea, reduciéndola a cenizas, según me había contado Marius, y la iglesia ni siquiera poseía un techo. No quedaba ningún habitante para retirar las piedras del suelo con el fin de aprovechar el espacio o construir otro edificio, de modo que bajamos por una destartalada escalera para acostarnos entre los monjes que habían sido sepultados allí hacía mil años.
Al alzarme de la tumba, vi un rectángulo de cielo a través del espacio que había quedado tras haber retirado mi maestro una losa, sin duda una lápida, para que yo subiera a través de él. Sin pensármelo dos veces, doblé las rodillas y, haciendo acopio de todas mis fuerzas, me impulsé hacia arriba como si fuera capaz de volar, pasé a través de la abertura y aterricé de pie.
Marius, que invariablemente se levantaba antes que yo, me aguardaba sentado cerca de allí. Al verme aparecer, emitió una risa de satisfacción.
—¿Te guardabas este truco para este momento? —preguntó.
Eché una ojeada a mi alrededor, cegado por el resplandor de la nieve. Sentí terror al contemplar estos pinos helados que habían brotado entre las ruinas de la aldea. Apenas podía articular palabra.
—No —repuse—. No sabía que podía hacerlo. No sé qué altura puedo salvar de un salto ni cuánta fuerza poseo. Al parecer, te ha complacido.
—Claro, ¿por qué no iba a complacerme? Deseo que seas tan fuerte que nadie pueda lastimarte jamás.
—¿Quién iba a lastimarme, maestro? Viajamos por el mundo a nuestras anchas, pero ¿quién sabe adonde vamos ni cuándo volvemos?
—Existen otros, Amadeo. Aquí mismo. Si lo deseo puedo oírlos, pero tengo motivos fundados para no desear oírlos.
Comprendí lo que quería decir.
—¿Te refieres a que si abres tu mente para oírlos, ellos se percatarán de que estás aquí?
—Así es, don listillo. ¿Estás dispuesto para visitar tu hogar?
Cerré los ojos. Me santigüé según nuestra vieja costumbre, tocando mi hombro derecho antes que el izquierdo, y pensé en mi padre. Nos hallábamos en los páramos y mi padre se levantó en su silla, apoyando los pies en los estribos, empuñó el gigantesco arco que sólo él podía tensar, como el mítico Ulises, y disparó una flecha tras otra contra los hombres que nos perseguían; cabalgaba con una destreza que nada tenía que envidiar a la de los turcos o los tártaros. Mi padre colocaba flecha tras flecha en el arco, las cuales extraía con un gesto rápido del estuche que llevaba a la espalda, y las disparaba a través de la hierba mientras su montura avanzaba a galope tendido. Su barba roja se agitaba al viento y el cielo mostraba un color azul tan límpido, tan maravilloso, que...
Interrumpí la oración que pronunciaba en silencio y tropecé. El maestro se apresuró a sostenerme.
—Reza, tu misión concluirá enseguida —dijo.
—Bésame —le rogué—. Necesito tu amor, abrázame como haces siempre. Necesito que me reconfortes. Guíame. Pero abrázame, así. Deja que apoye la cabeza en ti. Te necesito. Sí, deseo que todo termine rápidamente, y llevar a casa en mi mente todas las lecciones que extraiga de esta experiencia.
Marius sonrió.
—¿Tu casa es ahora Venecia? ¿No es muy pronto para tomar esta decisión?
—No, estoy convencido de ello. Lo que yace más allá es mi tierra natal, pero no es mi hogar. ¿Nos vamos?
Marius me tomó en brazos y echó a volar. Yo cerré los ojos, renunciando a echar una última ojeada a las inmóviles estrellas. Sintiéndome seguro en sus brazos, me quedé dormido, pero no soñé.
De pronto me depositó en el suelo.
Enseguida reconocí esta elevada y sombría colina, y el bosque de robles desnudos de hojas con sus troncos negros y helados y sus esqueléticas ramas. Más abajo vi las relucientes aguas del Dniéper. El corazón me dio un vuelco. Miré a mi alrededor, tratando de distinguir las dilapidadas torres de la ciudad, la ciudad que llamábamos la Ciudad de Vladimir, que era la antigua Kíev.
A unos metros de donde me hallaba, donde antes se alzaban las murallas de la ciudad, vi unos montones de cascotes.
Eché a andar seguido por Marius. Trepé sobre los montones de cascotes y caminé entre las iglesias en ruinas, unas iglesias que habían poseído un esplendor legendario, antes de que Batu Khan quemara la ciudad en el año 1240.
Yo me había criado entre esta selva de antiguas iglesias y monasterios derruidos, apresurándome a oír misa en nuestra catedral de Santa Sofía, uno de los pocos monumentos que los mongoles no habían destruido. En su tiempo, había constituido un magnífico espectáculo con sus cúpulas doradas que se elevaban sobre las otras iglesias; decían que era más imponente que la otra iglesia del mismo nombre en la lejana Constantinopla, pues sus dimensiones eran mayores y contenía una gran cantidad de tesoros.
Lo que yo había conocido ahora no era sino una majestuosa ruina, una cascara rota.
No me apeteció entrar en la iglesia. Me bastaba contemplarla desde el exterior, porque ahora comprendí, tras los años felices que había vivido en Venecia, lo que esta iglesia había representado antes. Comprendí por haber contemplado los espléndidos mosaicos y cuadros bizantinos que albergaba San Marcos, y la antigua iglesia bizantina de la isla veneciana de Torcello, la magnitud de los tesoros que habían existido en este lugar. Al recordar las bulliciosas multitudes de Venecia, sus estudiantes, intelectuales, letrados y mercaderes, sentí deseos de aplicar unas pinceladas de vitalidad a esta desolada escena.
El suelo estaba cubierto por una espesa capa de nieve, y pocos rusos salían a estas gélidas horas de la tarde. De modo que Marius y yo pudimos gozar caminando tranquilamente por estos parajes sin tener temor a caer y lastimarnos como los mortales.
Nos detuvimos frente a un largo bloque de almenas derruidas, una informe balaustrada bajo la nieve, y desde allí contemplé la ciudad que llamábamos Podil, la única ciudad en Kíev que se mantenía en pie, donde me había criado en una rústica vivienda de troncos y arcilla, situada a pocos metros del río. Contemplé los techados de paja cubiertos de nieve purificadora, las chimeneas que humeaban y las tortuosas callejuelas repletas de nieve. Las viviendas y otros edificios, construidos antaño junto al río en apretadas hileras, habían logrado sobrevivir a un incendio tras otro y a los salvajes ataques de los tártaros.
Era una población compuesta por mercaderes, comerciantes y artesanos, todos vinculados al río y a los tesoros que éste traía de Oriente; y el dinero que algunos estaban dispuestos a pagar por las mercancías el río lo transportaba hacia el sur, hacia el mundo europeo.
Mi padre, el indómito cazador, comerciaba con pieles de oso que él mismo traía del interior, del inmenso bosque que se extendía nacía el norte. Mi padre vendía todo tipo de pieles de animales: zorro, martas, castor y cordero; tal era su fortaleza y su suerte que ningún hombre ni ninguna mujer de nuestra familia se vieron nunca obligados a vender sus trabajos y labores para comprar comida. Si pasábamos hambre, era porque el invierno devoraba los alimentos, y no había carne ni nada que mi padre pudiera adquirir con su oro.
Desde las almenas percibí el hedor que emanaba de Podil, la Ciudad de Vladimir. Apestaba a pescado podrido, a ganado, a carne putrefacta, a lodo del río.
Me arrebujé en la capa y soplé para eliminar la nieve que se había depositado sobre mis labios. Luego observé de nuevo las sombrías cúpulas de la catedral que se recortaban sobre el cielo.
—Sigamos adelante, acerquémonos al castillo del voievoda. —Es ese edificio de madera, que en Italia nadie confundiría con un palacio ni un castillo.
Marius asintió e hizo un gesto para calmarme, para indicarme que no le debía ninguna explicación por haberle traído a este desolado lugar donde yo había nacido.
El voievoda era nuestro gobernante, y en mis tiempos éste había sido el príncipe Miguel de Lituania. Ignoraba quién ostentaba ahora ese cargo.
Me sorprendió utilizar esa palabra. En mis fúnebres visiones, no era consciente del lenguaje, y nunca había pronunciado la extraña palabra «voievoda», que significa gobernante. Sin embargo, lo había visto con toda claridad luciendo su sombrero negro redondo, su gruesa chaqueta negra de terciopelo y sus botas de fieltro.
Eché a andar, seguido de Marius. Nos acercamos al edificio bajo y alargado, más parecido a una fortaleza que un castillo, compuesto por unos gigantescos troncos. Sus muros describían una airosa curva en la parte superior; sus múltiples torres estaban rematadas por unos tejados de cuatro pisos. Distinguí el tejado central, una enorme cúpula de madera de cinco lados que se recortaba sobre el cielo estrellado. Junto al gigantesco portal y a lo largo de los muros exteriores del recinto ardían unas antorchas. Todas las ventanas estaban cerradas a cal y canto para impedir que penetrara el invierno y la noche.
De niño yo había creído que éste era el edificio más imponente que existía en el mundo cristiano. No nos costó el menor esfuerzo hipnotizar a los guardias con unas palabras suaves y unos movimientos rápidos, pasar frente a ellos y penetrar en el castillo.
Entramos a través de un almacén situado en la parte posterior del edificio y nos dirigimos sigilosamente hacia un lugar desde el cual poder espiar al pequeño grupo de nobles y caballeros ataviados con túnicas ribeteadas de piel que se hallaban congregados en el Gran Salón, debajo de las vigas desnudas del techo de madera, alrededor de un fuego crepitante.
Estaban sentados sobre una resplandeciente masa de alfombras turcas, en unos grandes sillones rusos cuyos grabados geométricos no me eran desconocidos. Bebían en copas de oro el vino servido por dos criados vestidos de cuero, y sus largas túnicas ceñidas con un cinturón, de color azul, rojo y oro, eran tan rutilantes como la multitud de dibujos que exhibían las alfombras.