Authors: Anne Rice
Recuerdo ese momento con toda claridad. Creo que en aquel instante comprendí que nada podía herirme ni entristecerme de nuevo, que había descubierto el bálsamo de la salvación en la sangre vampírica, y lo curioso es que ahora, cuando dicto esta historia, sigo pensando lo mismo.
Aunque ahora me siento desdichado, y quizá siempre lo sea, creo firmemente en la extraordinaria importancia de la carne. Mi mente evoca las palabras de D. H. Lawrence, el escritor del siglo XX, quien en sus relatos sobre Italia recuerda la imagen de Blake de «Tigre, Tigre, que ardes en los bosques de la noche». Lawrence lo expresó así:
Esta es la supremacía de la carne, que lo devora todo, y se transfigura en una magnífica llama moteada, un bosque ardiendo.
Es una transfiguración en la llama eterna, la transfiguración a través del éxtasis de la carne.
Pero he cometido una imprudencia indigna de cualquier escritor que se precie. He abandonado mi historia, como sin duda señalaría el vampiro Lestat (quien quizás esté más dotado que yo, y enamorado de la imagen del tigre de William Blake en la noche, y que aunque se niegue a reconocerlo la ha utilizado en el mismo sentido que Blake). Debo regresar rápidamente a la Plaza del Duomo, donde me he quedado de pie junto a Marius, admirando la maravillosa obra de Ghiberti, capaz de cantar en bronce sobre sibilas y santos.
Contemplamos todo esto con calma; Marius dijo que, junto con Venecia, Florencia era su ciudad preferida, pues aquí habían florecido numerosos e importantes movimientos artísticos.
—Pero no puedo prescindir del mar, ni siquiera aquí —declaró—. Y como puedes ver, esta ciudad oculta celosa sus tesoros, mientras que en Venecia, las mismas fachadas de piedra de nuestros palacios se muestran sin recato y en todo su esplendor bajo el resplandor de la luna a Dios Todopoderoso.
—¿Nosotros le servimos, maestro? —pregunté—. Sé que censuras a los monjes que me educaron, y los desatinos de Savonarola, pero ¿acaso te propones conducirme por otro camino de regreso a Dios?
—Así es, Amadeo —respondió Marius—. No me gusta, como buen pagano que soy, confesarlo, por temor a que su complejidad sea malinterpretada. Pero es cierto. Hallo a Dios en la sangre. Hallo a Dios en la carne. No me parece una casualidad que el misterioso Jesucristo resida para siempre para sus seguidores en la carne y la sangre que contiene el pan de la Transfiguración.
Sus palabras me conmovieron profundamente. Tuve la impresión de que el mismo sol al que yo había renunciado había tornado para iluminar la noche.
Entramos por una puerta lateral en la oscura catedral del Duomo. Yo contemplé durante unos minutos el largo espacio de su suelo de piedra hasta el altar.
¿Era posible que yo recuperara a Jesucristo de otra forma? Quizá no había renunciado a Él para siempre. Traté de transmitir estos inquietantes pensamientos a mi maestro. Recuperar a Jesucristo... de otra forma. No podía explicarlo.
—Se me traban las palabras, tropiezo con ellas —me lamenté.
—Todos tropezamos, Amadeo —repuso Marius—. Incluso los que entran en la historia. El concepto de un Ser Todopoderoso viene de lejos; sus palabras y los principios que se le atribuyen se remontan a muchos siglos. Así, el predicador puritano se apodera de Jesucristo por un lado; el eremita de las catacumbas de barro por otro, e incluso el espléndido Lorenzo de Médicis, quien sin duda celebraría a su Señor en oro, pinturas y mosaicos.
—Pero ¿es Jesucristo el Dios viviente? —murmuré.
No hubo respuesta.
Sentí una profunda angustia en el alma. Marius me tomó la mano y propuso que nos dirigiéramos apresuradamente al Monasterio de San Marcos.
—Ésta es la casa sagrada que albergaba a Savonarola —me explicó—. Entraremos sigilosamente, sin que sus píos habitantes se den cuenta.
Sabía que Marius deseaba mostrarme la obra del pintor llamado Fra Angélico, muerto hacía tiempo, que había trabajado toda su vida en este monasterio, un monje pintor, como tal vez yo estaba destinado a ser, allá en el lúgubre Monasterio de las Cuevas.
Al cabo de unos segundos, aterrizamos en silencio sobre la húmeda hierba del claustro rectangular de San Marcos, el sereno jardín rodeado por las loggias de Michelozzo, a salvo dentro de sus muros.
De inmediato llegaron a mi vampírico oído numerosas oraciones, las agitadas plegarias de los hermanos que habían sido leales o partidarios de Savonarola. Me llevé las manos a la cabeza como si este absurdo gesto humano pudiera indicar a Dios que ya no soportaba aquella algarabía.
Mi maestro interrumpió mi recepción de pensamientos con voz tranquilizadora.
—Ven —dijo, tomándome la mano—. Entraremos en las celdas una tras otra. Hay suficiente luz para que contemples las obras de este monje.
—¿O sea que este Fra Angélico pintó las celdas donde ahora duermen los monjes? —Yo creía que sus obras estaban en la capilla y en otras salas públicas o comunales.
—Por esto quiero que veas estas obras —repuso mi maestro.
Subimos una escalera hasta llegar a un amplio corredor de piedra. Marius hizo que se abriera la primera puerta sin mayores dificultades. Penetramos rápida y sigilosamente, sin despertar al monje que yacía hecho un ovillo sobre su duro camastro, con su sudorosa cabeza apoyada en la almohada.
—No le mires el rostro —dijo el maestro en voz baja—. Si lo haces, verás las pesadillas que padece. Quiero que admires la pared. ¡Fíjate! ¿Qué te parece?
Lo comprendí en el acto. El arte de Fray Giovanni, llamado Angélico en honor de su talento sublime, consistía en una extraña mezcla del arte sensual de nuestra época y el arte piadoso y caduco de antaño.
Contemplé las espléndidas y elegantes imágenes del arresto de Jesús en el Huerto de Getsemaní. Las figuras esbeltas y planas me recordaban las imágenes alargadas y elásticas del icono ruso, pero los rostros aparecían suavizados y conmovidos por una profunda emoción. Todos los seres plasmados en esta pintura parecían imbuidos de una gran bondad, no sólo Nuestro Señor, condenado a ser traicionado por uno de sus discípulos, sino los apóstoles, el desdichado soldado, vestido con una cota de malla, con la mano extendida para arrestar al Señor, y los soldados que observaban la escena. Me sentí fascinado por esta inconfundible bondad, esta inocencia que todos compartían, la sublime compasión por parte del artista hacia todos los protagonistas de este trágico drama que propiciaría la salvación del mundo.
Marius me condujo apresuradamente a otra celda. De nuevo, la puerta se abrió a una orden suya, sin que el ocupante de la celda, que dormía plácidamente, se percatara de nuestra presencia.
La pintura mostraba también el Huerto de Getsemaní y a Jesús antes de su arresto, sólo entre sus apóstoles, que estaban dormidos, implorando a su Padre celestial que le diera fuerzas. De nuevo observé la comparación con el antiguo estilo en el que yo, un niño ruso, me había desenvuelto a la perfección. Los pliegues de la ropa, la utilización de arcos, el halo que rodeaba las cabezas, la atención al detalle. Todo ello estaba ligado al pasado; sin embargo, la pintura irradiaba un calor italiano, el innegable amor del artista italiano por la humanidad de todos los personajes, inclusive Nuestro Señor.
Marius y yo nos trasladamos de una celda a otra. Avanzamos y retrocedimos a través de la vida de Jesús, visitando la emotiva escena de la Sagrada Eucaristía, en la que Jesús repartía el pan que contenía su cuerpo y su sangre como si fuera la sagrada hostia que administra el sacerdote durante la misa; y luego el Sermón de la Montaña, en el que las rocas suavemente onduladas que rodeaban a Nuestro Señor y sus oyentes parecían hechas de tejido al igual que su airosa túnica.
Cuando llegamos a la Crucifixión, en la que Nuestro Señor confiaba a su madre a san Juan Bautista, me conmovió la angustia plasmada en el rostro del Señor. Qué expresión tan contemplativa dentro de su desesperación mostraba el semblante de la Virgen; qué resignado el santo que aparecía junto a ella, con su suave rostro florentino semejante a otras mil figuras pintadas en esta ciudad, con un breve flequillo y una barba castaño clara.
Justo cuando parecía haber comprendido perfectamente las lecciones de mi maestro, nos deteníamos ante otra pintura y sentía un vínculo aún más potente con los antiguos tesoros de mi infancia y el sereno e incandescente esplendor del monje dominico que había pintado estos muros. Al cabo de un rato, abandonamos este hermoso lugar lleno de lágrimas y oraciones musitadas.
Regresamos a Venecia, viajando a través de la fría noche plagada de murmullos. Llegamos a casa a tiempo de sentarnos un rato a la cálida luz de la suntuosa alcoba y charlar.
—¿Te has percatado de una diferencia fundamental? —preguntó Marius. Estaba sentado ante el escritorio. Mojó la pluma en la tinta y siguió escribiendo mientras hablaba, volviendo la enorme página de pergamino de su diario—. En la lejana Kíev, las celdas eran de tierra, húmeda y pura, pero oscura y omnívora, la boca que devora toda vida y acabaría por arruinar todo el arte.
Me estremecí. Miré a Marius mientras me frotaba los brazos para desentumecerlos.
—Pero en Florencia, ¿qué legó el sutil maestro Fra Angélico a sus hermanos? ¿Unos magníficos cuadros para hacerles evocar el sufrimiento de Nuestro Señor?
Marius escribió unas líneas antes de proseguir.
—Fra Angélico no se recata de deleitar tu vista, de ofrecerte todos los colores que Dios te ha concedido la facultad de contemplar, pues te ha dado dos ojos, Amadeo; no estabas destinado a permanecer encerrado en la lóbrega tierra. Reflexioné largo rato. Saber eso teóricamente era una cosa, pero recorrer las silenciosas y apacibles celdas del monasterio, contemplar los principios de mi maestro plasmados por el monje, era otra muy distinta.
—Ésta es una época gloriosa —dijo Marius suavemente—. Una época en la que todo lo bueno que existía en tiempos pasados ha sido redescubierto, y se le ha otorgado una nueva forma. ¿Me preguntas si Cristo es el Señor? Pienso que es posible, Amadeo, porque todas sus enseñanzas se basaban en el amor, tal como sus apóstoles, acaso sin reparar en ello, nos han demostrado...
Yo aguardé, pues sabía que el maestro no había concluido. La habitación era dulcemente cálida, pulcra y alegre. Conservo en mi corazón la imagen de Marius en aquel momento, mi alto y rubio maestro. Llevaba la capa echada hacia atrás para mover con facilidad la mano con la que sostenía la pluma, con su lozano rostro pensativo y sus ojos azules fijos en el infinito, como si buscaran la verdad más allá de la época presente y todas las épocas en las que él había vivido. El grueso libro estaba apoyado en un atril portátil, colocado en un ángulo sobre el que incidía la luz. El pequeño tintero reposaba en un portatintero de plata ricamente labrada. Los pesados candelabros situados detrás de él, con sus ocho velas gruesas que se derretían a medida que se iban consumiendo, ostentaban un sinfín de querubines esculpidos en relieve en la plata exquisitamente trabajada, agitando las alas, tal vez en un intento de alzar el vuelo, sus rostros de mejillas rechonchas vueltos hacia un lado y otro, mostrando unos ojos grandes de mirada satisfecha bajo unos rizos que caían sobre su frente como serpentinas.
Parecía como si el reducido público compuesto por los querubines contemplara y escuchara a Marius mientras hablaba; sus diminutos rostros enmarcados en plata observaban la escena con expresión indiferente, inmunes a las gotas de cera pura de abejas que se fundía y deslizaba por las velas.
—No puedo vivir sin esta belleza —dije de pronto, sin aguardar a que Marius terminara de hablar—. La vida me resulta insoportable sin ella. Dios mío, tú me has mostrado el infierno, que reside a mis espaldas, en la tierra donde nací.
Marius oyó mi breve oración, mi pequeña confesión, mi súplica desesperada.
—Si Cristo es el Señor —dijo, retomando el tema inicial, la lección del día—, este misterio cristiano es un milagro maravilloso... —Observé que tenía los ojos llenos de lágrimas—. El mero hecho de pensar que el Señor bajó a la Tierra y se hizo hombre para conocernos, para comprendernos... ¿Qué Dios, creado a imagen y semejanza del hombre, es mejor que este Dios que se hizo hombre? ¡Sí, mi respuesta es sí, tu Cristo, su Cristo, el Cristo de los monjes de Kíev es el Señor! Pero ten siempre presente las mentiras que dicen en su nombre, y los actos malvados que cometen... Savonarola invocó su nombre cuando alabó al enemigo extranjero que atacó Florencia, y quienes quemaron a Savonarola por considerarlo un falso profeta, quienes encendieron los troncos bajo su cuerpo suspendido de una soga, ellos también invocaron el nombre de Cristo Nuestro Señor.
Estallé en llanto.
Marius guardó silencio, tal vez por respeto a mí, o para poner en orden sus ideas. Luego mojó la pluma de nuevo en el tintero y se puso a escribir durante largo rato, mucho más deprisa que los mortales, pero con gran destreza y elegancia, sin tachar una sola palabra.
Por fin dejó la pluma, me miró y sonrió.
—Deseaba mostrarte estas cosas. Nunca se trata de un plan prefijado. Deseaba que vieras esta noche los peligros que encierra la facultad de volar, que comprobaras lo fácil que es transportarnos a nosotros mismos a otros lugares, y que esta sensación de entrar y salir sin mayores problemas es engañosa, una trampa que debemos evitar. Pero ya ves, las cosas han ido por otros derroteros...
Yo no respondí.
—Quería infundirte un poco de miedo —dijo Marius.
—Descuida, cuando llegue el momento estaré aterrorizado —repuse limpiándome la nariz con el dorso de la mano—. Sé que puedo adquirir esta facultad, estoy convencido. De momento me contento con pensar en este espléndido don, el cual de pronto ha hecho que me asalte un pensamiento siniestro.
—¿Qué ocurre? —preguntó Marius amablemente—. Tu rostro angelical, al igual que los rostros pintados por Fra Angélico, no fue creado para reflejar pensamientos tristes. ¿A qué se debe esta sombra que observo en él? ¿Qué pensamiento siniestro es ése?
—Llévame de regreso allí, maestro —contesté. Temblaba un poco, pero lo dije—. Utilicemos tu poder para recorrer kilómetros y más kilómetros a través de Europa. Vayamos al norte. Llévame de regreso a esa tierra cruel que se ha convertido en un purgatorio en mi imaginación. Llévame a Kíev.
Marius tardó unos minutos en responder.
Estaba a punto de amanecer. Marius se ajustó la capa y la túnica, se levantó de la silla y me condujo escaleras arriba hasta el tejado.