Authors: Anne Rice
—Amadeo, la evolución de las leyes y el gobierno varía según los países y las culturas. Yo elegí Venecia, como te expliqué hace tiempo, porque es una gran república, y porque sus gentes están muy compenetradas con la Madre Tierra por el simple hecho de que son mercaderes que ejercen el comercio. Amo la ciudad de Florencia debido a que su noble familia, los Médicis, son banqueros, no unos aristócratas holgazanes que se niegan a trabajar en aras de los privilegios que según ellos les ha concedido Dios. Las grandes ciudades italianas se componen de hombres que trabajan, hombres que crean, y gracias a ello los sistemas son más humanos y los hombres y las mujeres de todos los estamentos sociales gozan de mayores oportunidades de prosperar.
Esa conversación me deprimió. ¿Qué me importaban a mí esas cosas?
—El mundo es tuyo, Amadeo —dijo el maestro—. Debes analizar los grandes momentos de la historia. Al cabo de un tiempo el estado del mundo empezará a preocuparte, y comprobarás, como todos los seres mortales, que no puedes cerrar los ojos ante ese hecho, y menos tú.
—¿Por qué? —pregunté irritado—. Claro que puedo cerrar los ojos. ¿Qué me importa que un hombre sea banquero o mercader? ¿Qué me importa vivir en una ciudad capaz de construir su flota mercante? Podría contemplar las pinturas de este palacio, maestro. Aún no he examinado todos los detalles de El cortejo de los Reyes Magos, y de muchas otras obras. Por no hablar de todas las pinturas que contiene esta ciudad.
El maestro meneó la cabeza.
—El estudio de la pintura te llevará al estudio del hombre, y el estudio del hombre te llevará a lamentar o celebrar el estado del mundo de los hombres.
Yo no lo creía, pero no podía modificar el plan de estudios. Tenía que estudiar las materias que designara el maestro.
Mi maestro poseía muchas dotes de las que yo carecía, pero me aseguró que yo lograría adquirirlas con el tiempo. Podía encender fuego con su mente, siempre y cuando las circunstancias fueran favorables, es decir, podía encender una antorcha preparada con brea. Podía escalar un edificio con gran facilidad, sujetándose a los alféizares de las ventanas y trepando con airosos y ágiles movimientos, y podía adentrarse en mar abierto a nado.
Como es lógico, su visión y su oído vampíricos eran más agudos y poderosos que los míos; y a diferencia de él, que era capaz de sofocarlas de inmediato, yo tenía que soportar a menudo la intromisión de unas voces muy molestas. Deseaba aprender a eliminarlas como hacia Marius, y me apliqué en ello, pues en ocasiones toda Venecia se convertía en una espantosa cacofonía de voces y oraciones.
No obstante, el mayor poder que poseía Marius y yo no poseía era el de volar y recorrer inmensas distancias a gran velocidad. Me lo había demostrado en muchas ocasiones, pero casi siempre, cuando me tomaba en sus brazos y ascendíamos por el aire, me obligaba a taparme la cara o a bajar la cabeza para que no viera dónde nos dirigíamos ni cómo.
Yo no comprendía por qué se mostraba tan reticente a enseñarme el modo de adquirir ese poder. Por fin, una noche, cuando Marius se negó a transportarnos por arte de magia a la isla del Lido para presenciar las ceremonias nocturnas de los fuegos de artificio y los barcos iluminados con antorchas, se lo pregunté.
—Es un poder terrorífico —respondió con frialdad—. Es terrorífico sentirse desconectado de la Tierra. Al principio, corres el peligro de cometer un error con desastrosas consecuencias. A medida que adquieres más facilidad, el hecho de elevarte hasta alcanzar la atmósfera superior constituye una experiencia estremecedora no sólo para el cuerpo sino para el alma. Es un poder inexplicable, sobrenatural.
Era evidente que ese tema le hacía sufrir.
—Es la única facultad auténticamente inhumana. Los humanos no pueden enseñarme a utilizarla con eficacia. Todos los demás poderes los he aprendido de los humanos. Mi escuela es el corazón humano, pero en lo referente a ese poder yo soy el mago; me convierto en el brujo o el hechicero. Es un poder seductor, capaz de esclavizarte.
—¿Por qué? —pregunté.
Marius no sabía qué responder. No quería hablar del tema. Me miró un tanto enojado.
—No me asedies a preguntas, Amadeo. A fin de cuentas, no estoy obligado a instruirte en estas artes.
—Tú me creaste, maestro, e insistes en que te obedezca. ¿Por qué iba a leer la Historia de mis calamidades de Abelardo y los escritos de Escoto en la Universidad de Oxford si tú no me obligaras a ello? —Me detuve. Recordé a mi padre, a quien siempre respondía con descaro, propinándole frases hirientes e insultos.
Ese recuerdo me entristeció.
—Te ruego que me lo expliques, maestro.
Marius hizo un gesto para decir ¿te crees que es tan simple?
—De acuerdo —continuó—. Yo puedo elevarme a gran altura en el aire, y vuelo a mucha velocidad. Por lo general, no puedo atravesar las nubes, sino que vuelo debajo de ellas. Pero me muevo tan rápidamente que el mundo se convierte en una mancha borrosa. Cuando aterrizo, me encuentro en tierras extrañas. Te aseguro que pese a la magia que encierra, volar es una experiencia profundamente aterradora. A veces, después de haber utilizado este poder, me siento perdido, mareado, sin saber cuáles son mis objetivos en esta vida ni si deseo seguir viviendo. Las transiciones se producen con excesiva rapidez. Esto es todo. Jamás había hablado con nadie de esto; ahora lo hago contigo, pero eres muy joven y no puedes comprender a qué me refiero.
Llevaba razón. No lo comprendía.
Sin embargo, al cabo de poco tiempo, Marius expresó el deseo de que emprendiéramos un viaje más largo de cuantos habíamos realizado hasta la fecha. En cuestión de pocas horas, entre las primeras horas de la tarde y el anochecer, nos trasladamos a la lejana ciudad de Florencia. Yo no salía de mi asombro.
Allí, en un mundo muy diferente del Véneto, paseando tranquilamente entre un tipo de italianos completamente distintos, visitando iglesias y palacios de un estilo que yo desconocía, comprendí por primera vez a qué se refería Marius.
Yo ya había estado en Venecia, había acompañado a Marius cuando era su aprendiz mortal, junto con otros aprendices, pero lo que vi durante esa breve estancia no tenía comparación con lo que vi como vampiro. Ahora poseía unos instrumentos de medición dignos de un dios menor.
Era de noche. La ciudad estaba sometida al toque de queda habitual. Las piedras de Florencia parecían más oscuras, sombrías, semejantes a una fortaleza, y las calles eran estrechas y lúgubres, puesto que no estaban iluminadas por unas cintas luminiscentes como las nuestras. Los palacios de Florencia no poseían los vistosos ornamentos morunos de los palacios de Venecia, el fulgor de las fantásticas fachadas de piedra. Ocultaban su esplendor de puertas para adentro, como la mayoría de ciudades italianas. Con todo, la ciudad era rica, densa y estaba llena de atractivos.
A fin de cuentas era Florencia, la capital del hombre llamado Lorenzo el Magnífico, la sugestiva figura que presidía la copia del gran mural que tenía Marius en su galería y que yo había contemplado la noche de mi oscura reencarnación, un hombre que había muerto hacía unos años.
Las calles estaban ilícitamente concurridas, pues había sonado el toque de queda, pero oscuras, repletas de grupos de hombres y mujeres que paseaban por las calles duras y asfaltadas. La Plaza de la Señoría, una de las más importantes de las numerosas plazas de la ciudad, mostraba un aire siniestro e inquietante.
Aquel día se había llevado a cabo una ejecución, lo cual no representaba una novedad en Florencia, ni tampoco en Venecia. El reo había muerto en la hoguera. Percibí el olor a leña y carne quemada, aunque habían eliminado todo rastro de la ejecución antes del anochecer.
Esos espectáculos me repelían, lo cual no le ocurría a todo el mundo. Me aproximé a la escena con precaución, pues no deseaba que mis aguzados sentidos se vieran perturbados por algún vestigio de esa barbarie.
Marius siempre advertía a sus pupilos que no nos regodeáramos con esos espectáculos, y que si queríamos sacar algún provecho de lo que veíamos, procuráramos colocarnos mentalmente en el lugar de la víctima.
Tal como nos enseña la historia, las muchedumbres que asisten a las ejecuciones suelen ser despiadadas y escandalosas, mofándose de la víctima, sin duda por temor. Pues bien, a los pupilos de Marius siempre nos costaba un gran esfuerzo ponernos en lugar del hombre a quien iban a ahorcar o quemar. En resumen, el maestro nos había aguado la fiesta.
Como es natural, dado que estos ritos se llevaban a cabo casi siempre de día, Marius nunca había estado presente.
Cuando entramos en la gran Plaza de la Señoría, observé que a Marius le disgustó comprobar que aún flotaban unas cenizas en el aire, así como los desagradables olores.
También observé que pasábamos junto a otras personas a gran velocidad, dos figuras envueltas en unas capas oscuras que se movían con insólita rapidez. Nuestros pies apenas emitían un sonido. Era el poder vampírico el que nos permitía movernos tan rápidamente, alejándonos de una mirada curiosa o mortal con instintiva gracia.
—Se diría que somos invisibles —comenté a Marius—, que nada puede lastimarnos porque no pertenecemos a este lugar y pronto lo abandonaremos. —Alcé la vista y contemplé las sombrías almenas de la plaza.
—Sí, pero recuerda que no somos invisibles —murmuró él.
—¿A quién ajusticiaron hoy en esta plaza? La gente está llena de angustia y temor. Escucha. Percibo una sensación de satisfacción, pero también de llanto.
Marius no respondió. Yo me sentía inquieto.
—¿A qué se debe esa angustia que flota en el ambiente? Es raro —dije—. La ciudad está muy silenciosa, en guardia.
—Hoy han ahorcado y luego quemado a Savonarola, el gran reformador. Gracias a Dios ya estaba muerto cuando encendieron la hoguera.
—¿Pides misericordia para Savonarola? —pregunté perplejo. Este hombre, un gran reformador según algunos, era maldecido por toda la gente que yo conocía. Se había dedicado a condenar todos los placeres de los sentidos, negando toda validez a la escuela que, según mi maestro, era la que nos enseñaba todo cuanto podíamos aprender en el mundo.
—Pido misericordia para cualquiera —contestó Marius. Me indicó que le siguiera y nos dirigimos hacia una calle que daba a la plaza, dejando atrás aquel macabro lugar.
—¿Incluso para este hombre, que convenció a Botticelli para que arrojara sus cuadros a la Hoguera de las Vanidades? —pregunté—. ¿Cuántas veces me has mostrado en tus copias de la obra de Botticelli algún detalle de gran belleza que no querías que yo olvidara nunca?
—¿Vas a discutir conmigo hasta el fin del mundo? —me espetó Marius—. Me complace que mi sangre te haya dado renovadas fuerzas en todos los aspectos, pero ¿es preciso que cuestiones cada palabra que pronuncio? —Marius me miró furioso, dejando que el resplandor de las antorchas iluminara su sonrisa burlona—. Algunos estudiantes creen en este método, convencidos de que a raíz de la pugna constante entre profesor y alumno surgen grandes verdades. ¡Pero yo no! Yo creo que debes tratar de asimilar mis lecciones por espacio de cinco minutos antes de lanzarte al contraataque.
—Por más que lo intentas no consigues enfurecerte conmigo.
—¡Basta, estoy hecho un lío! —exclamó Marius en un tono como si blasfemara. Luego echó a andar rápidamente, dejándome atrás. La pequeña calle florentina era angosta como el pasadizo de un palacio en lugar de una calle urbana. Yo añoraba las brisas de Vene-cia, mejor dicho, las añoraba mi cuerpo, por una cuestión de costumbre. Por lo demás, Florencia me fascinaba.
—No te enojes —dije—. ¿Por qué se volvieron contra Savonarola?
—Con el tiempo la gente es capaz de volverse contra cualquiera. Savonarola aseguraba ser un profeta, inspirado por Dios, y que el fin del mundo era inminente. Es la cantinela más aburrida del cristianismo, créeme. ¡El fin del mundo! El cristianismo es una religión basada en la noción de que vivimos los últimos días de la historia de la humanidad. Es una religión que se apoya en la capacidad de los hombres de olvidar todos los errores del pasado y disponerse a afrontar otro inminente fin del mundo.
Yo sonreí, pero era una sonrisa amarga. Deseaba articular un presentimiento, que el fin del mundo siempre era inminente, y que estaba inscrito en nuestros corazones, porque éramos mortales, cuando de golpe recordé que yo no era un ser mortal, salvo en tanto en cuanto el mundo es mortal.
En aquellos momentos comprendí de forma visceral aquella atmósfera de fatalidad que había presidido mi infancia en Kíev. Vi de nuevo las catacumbas cubiertas de lodo, y los monjes semienterrados que me animaban a convertirme en uno de ellos.
Traté de borrar esos pensamientos de mi mente. Qué resplandeciente aparecía Florencia cuando entramos en la amplia Plaza del Duomo, iluminada por multitud de antorchas, y nos detuvimos ante la catedral de Santa María del Fiore.
—Ah, al menos veo que mi discípulo me escucha de vez en cuando —dijo Marius con tono irónico—. Sí, estoy más que satisfecho de que Savonarola ya no exista. Pero el que me alegre de algo no significa que apruebe la exhibición de crueldad de la historia humana. Me gustaría que no fuera así. El sacrificio público es grotesco en todos los aspectos. Atonta los sentidos del populacho. En esta ciudad, más que en otras, constituye un espectáculo. Los florentinos gozan con él, como nosotros gozamos con nuestras regatas y procesiones. Bien, Savonarola ha muerto ejecutado. Si alguna vez existió un mortal que lo tenía merecido, era Savonarola, por predecir el fin del mundo, maldecir a príncipes desde el pulpito y convencer a grandes pintores para que inmolaran su obra. Que se vaya al infierno.
—Mira, maestro, el Baptisterio. Acerquémonos para contemplar sus puertas. La plaza está casi desierta. Vamos, quiero examinar los bronces —dije, tirando de su manga.
Marius me siguió, y dejó de mascullar entre dientes, pero no parecía el mismo.
Lo que yo deseaba ver era la obra que ahora puede verse en Florencia, y de hecho, casi cada tesoro de esta ciudad y de Venecia que describo aquí puedes verlos en la actualidad. Sólo tienes que ir allí. Los paneles de la puerta que realizó Lorenzo Ghiberti me encantaron, pero estaba también otra obra más antigua, de Andrea Pisano, representando la vida de san Juan Bautista, que no me quería perder.
Contemplé esas imágenes en bronce con una visión vampírica tan aguda que no pude por menos de suspirar de gozo.