Armand el vampiro (61 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Armand el vampiro
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Había visto las vidrieras iluminadas desde la calle. Aunque carecen de figuras, son muy hermosas con sus vivos colores azul, rojo y amarillo, y sus sencillos dibujos en forma de serpentina. Me gustan los nombres escritos con letras negras de los mortales que hace tiempo que han desaparecido y en cuya memoria habéis instalado cada ventana. Me gustan las antiguas estatuas de yeso que habéis colocado en distintos puntos, que yo mismo te ayudé a sacar del apartamento de Nueva York y enviar al sur.

No las había contemplado con detenimiento; solía protegerme de sus ojos de cristal como si fueran basiliscos. Pero me detuve entonces para observarlas.

Estaba la dulce y sufrida santa Rita, con su hábito negro y su toca blanca, con esa terrible llaga en la frente que parece un tercer ojo. Estaba la bonita y risueña Teresa de Lisíeux, la florecilla de Jesús, que sostiene su crucifijo y un ramo de rosas en los brazos.

Estaba santa Teresa de Ávila, tallada en madera y exquisitamente pintada, con los ojos dirigidos hacia el cielo, la mística, sosteniendo en la mano una pluma que indica que es doctora de la Iglesia.

Estaba san Luis de Francia, con su regia corona; san Francisco, como no podía faltar, vestido con el humilde hábito marrón del monje, rodeado de animales domesticados; y algunos otros cuyos nombres me avergüenza confesar que desconozco.

Lo que más me impresionó, más aún que esas estatuas que parecen guardianes de una historia muy antigua y sagrada, fueron los cuadros colgados en los muros que muestran el camino de Jesús hacia el Calvario: las estaciones de la cruz. Alguien los había colocado por orden, quizás incluso antes de que nosotros viniéramos a este lugar.

Adiviné que habían sido pintados al óleo sobre cobre, y que poseían un estilo renacentista, cuando menos que trata de imitarlo, pero que a mí me resulta del todo natural y me entusiasma.

De inmediato, el temor que había permanecido latente en mí durante las semanas que había vivido feliz en Nueva York salió a flote. No, no era temor sino más bien pánico.

«Señor», musité. Me volví y contemplé el rostro de Jesús clavado en la cruz, por encima de la cabeza de Lestat.

Fue un momento tremendamente angustioso. La imagen del velo de la Verónica se superpuso a lo que contemplé allí en la madera tallada. Estoy convencido de ello. Me encontraba de nuevo en Nueva York, y Dora sostenía el velo en alto para mostrármelo. Observé los bellos ojos de Jesús, enmarcados por las ojeras, perfectamente fijados sobre el lienzo, como si formaran parte del mismo pero no hubieran sido absorbidos por él, y las rayas oscuras que representan sus cejas; sobre su mirada firme y bondadosa discurrían unas gotas de sangre causadas por la corona de espinas. Observé sus labios entreabiertos, como si pudieran llenarse tomos enteros con lo que tenía que decir.

Sobresaltado, me percaté de que Gabrielle, de pie junto a los escalones del altar, me miraba fijamente con sus ojos grises y glaciales, y me apresuré a cerrar mi mente y digerir la llave. No estaba dispuesto a dejar que penetrara en mí ni en mis pensamientos. Sentí una manifiesta hostilidad hacia todos los que se hallaban en la habitación.

En éstas apareció Louis. Se mostró muy feliz de que yo no hubiera perecido. Louis tenía algo que decir. Sabía que yo estaba preocupado y le inquietaba la presencia de los demás. Presentaba su habitual aspecto de asceta, vestido con un traje negro de impecable corte pero cubierto de polvo, y una camisa blanca tan delgada y raída que parecía una telaraña en lugar de un tejido de hilo y encaje.

—Los dejamos entrar porque, si no lo hacemos, se ponen a merodear por el lugar como chacales y lobos, y no hay forma de ahuyentarlos. Vienen, ven a Lestat y se marchan. Ya sabes lo que pretenden.

Yo asentí. No tuve el valor de reconocer que yo había acudido motivado por el mismo deseo. No había dejado de pensar en ello, ni por un instante, bajo el inmenso ritmo de todo cuanto me había sucedido desde que había hablado con Lestat la última noche de mi antigua existencia.

Deseaba su sangre. Deseaba beberla. Con calma, se lo dije a Louis.

—Él te destruirá —murmuró Louis. Tenía las mejillas arreboladas de terror. Miró con una expresión cargada de significado a la gentil y silenciosa Sybelle, que me sujetaba de la mano, y a Benjamin, que observaba a Louis con ojos brillantes y llenos de entusiasmo—. No puedes arriesgarte, Armand. Uno de ellos se aproximó demasiado. Lestat le destrozó. Fue un gesto rápido, automático. Posee un brazo como de piedra viva y lo despedazó allí mismo, en el suelo. No te acerques, ni lo intentes siquiera.

—¿Los mayores, los más fuertes, no lo han intentado nunca?

Fue Pandora quien respondió. Nos había estado observando, jugando en las sombras. Yo había olvidado lo hermosa que era en un estilo discreto y muy básico.

Llevaba su espeso cabello castaño peinado hacia atrás, como una sombra detrás de su esbelto cuello. Presentaba un aspecto lustroso y atractivo porque se había untado el rostro con un ungüento oscuro para parecer más humana. Sus ojos emanaban fuerza y energía. Apoyó una mano sobre mi brazo, en un gesto típicamente femenino. Ella también se mostró feliz de verme vivo.

—Ya sabes dónde se encuentra Lestat —dijo en tono implorante—. Armand, es un horno de poder y nadie sabe lo que es capaz de hacer.

—¿Nunca has pensado en ello, Pandora? ¿No se te ha ocurrido nunca beber la sangre de su cuello y buscar la visión de Cristo mientras la bebías? ¿Y si en su interior residiera la prueba infalible de que bebió la sangre de Dios?

—Pero, Armand, Cristo nunca fue mi Dios.

Era así de simple, brutal, definitivo. Pandora emitió un suspiro, pero sólo porque estaba preocupada por mí.

—Yo no reconocería a tu Cristo aunque estuviera dentro de Lestat —dijo sonriendo.

—No lo comprendes —repuse—. A Lestat le ocurrió algo cuando fuimos con ese espíritu llamado Memnoch y él regresó con el velo. Yo lo vi. Vi... el poder que contiene.

—Viste una quimera —replicó Louis con tono afable.

—No, vi el poder —insistí. Luego, en un momento, dudé de lo que acababa de decir. Los largos pasillos de la historia se extendían ante mí, serpenteantes, y me vi sumido en la oscuridad, portando una sola vela, buscando los iconos que yo había pintado. Y lo lamentable, trivial, absurdo de aquella búsqueda me destrozó el alma.

Me di cuenta de que había asustado a Sybelle y a Benji, quienes me miraban fijamente. Nunca me habían visto en aquel estado.

Los abracé y estreché contra mí. Antes de venir esta noche había ido en busca de una presa, para estar fuerte, y sabía que mi piel exhalaba un agradable calor. Besé a Sybelle en sus labios sonrosados y luego besé a Benji en la cabeza.

—No me esperaba eso de ti, Armand —protestó Benji—. Nunca me dijiste que creías en ese velo.

—¿Y tú, jovencito? —repuse en voz baja porque no quería montar un espectáculo delante de los otros—. ¿Acaso entraste en la catedral para contemplarlo cuando estuvo expuesto allí?

—Sí, y te digo lo mismo que te ha dicho esta señora tan guapa —contestó Benji, encogiéndose de hombros, como era habitual en él—. Nunca fue mi dios.

—Míralos, acechando como chacales —comentó Louis suavemente. Estaba demacrado y temblaba ligeramente. No había satisfecho su apetito para permanecer aquí de guardia—. Creo que ha llegado el momento de arrojarlo de aquí, Pandora —dijo con una voz incapaz de intimidar ni al alma más apocada.

—Deja que contemplen lo que han venido a ver —murmuró Pandora fríamente—. Quizá no dispongan de mucho tiempo para gozar del espectáculo. Nos hacen la vida muy difícil, nos ponen en ridículo, y no hacen nunca nada por nadie, ni vivo ni muerto.

Me pareció una amenaza divina y confié en que Pandora fuera capaz de cargárselos a todos, pero sabía que muchos Hijos del Milenio pensaban lo mismo sobre los seres semejantes a mí. A todo esto, yo había demostrado una impertinencia colosal al presentarme aquí, sin que nadie me lo hubiera autorizado, con mis pupilos para contemplar a Lestat postrado en el suelo.

—Esos dos están a salvo con nosotros —afirmó Pandora como si hubiera leído mi atribulada mente—. Todos se alegran de verte, tanto los jóvenes como los ancianos —añadió, haciendo un pequeño gesto para incluir a todos los presentes en la habitación—. Algunos no quieren salir de la sombra, pero han oído hablar de ti. No querían que desaparecieras.

—Nadie queríamos que desaparecieras —apostilló Louis en un arrebato de emoción—. Me parece un sueño que hayas regresado. Todos lo presentíamos, oímos decir que te habían visto en Nueva York, tan apuesto y vigoroso como siempre. Pero tenía que verte con mis propios ojos para creerlo. Asentí en señal de gratitud por esas palabras. Pero no dejaba de pensar en el velo. Alcé la vista y observé al Cristo de madera clavado en la cruz, y luego la figura postrada de Lestat.

En aquel momento entró Marius.

—¡Estás indemne, no te has abrasado! —exclamó temblando—. ¡Hijo mío!

Lucía la vieja y raída capa gris sobre los hombros, pero en aquel momento no me percaté de ello. Marius me abrazó de nuevo, obligando a mi pupila y a mi pupilo a apartarse. Pero no se alejaron mucho. Supongo que se tranquilizaron cuando me vieron abrazar a Marius y besarle en las mejillas y en la boca, como solíamos hacer antiguamente. Tenía un aspecto espléndido, tan suavemente lleno de amor.

—Si estás decidido a intentarlo, yo me haré cargo de estos mortales para que nada malo les ocurra —dijo. Había leído todo el guión que yo guardaba en mi corazón. Sabía que estaba empeñado en hacerlo—. ¿Qué puedo decir para impedírtelo?

Moví la cabeza para indicar que perdía el tiempo. Estaba obsesionado, ardía en deseos de hacerlo. Entregué a Sybelle y a Benji a su cuidado.

Me acerqué a Lestat y me planté delante de él, es decir, a su izquierda, puesto que yacía a mi derecha. Me arrodillé rápidamente, sorprendido ante lo frío que estaba el mármol, olvidando la humedad que hacía aquí, en Nueva Orleans, y lo peligrosas que son las corrientes de aire.

Me arrodillé, apoyé las manos en el suelo y le observé. Descansaba plácidamente, ambos ojos azules y cristalinos, idénticos, como si le hubieran arrancado uno. Me miró con expresión ausente, sin pestañear, una vacía expresión como surgida de una crisálida muerta.

Tenía el pelo alborotado y lleno de polvo. Ni siquiera su vieja y odiosa madre se había acercado para peinarlo, lo cual me enfureció. En un gélido arrebato de emoción, Gabrielle me espetó:

—No deja que nadie le toque, Armand. —Su voz distante resonó en toda la capilla-—. Si lo intentas, lo comprobarás por ti mismo.

Yo la miré. Estaba sentada y apoyada contra la pared, con las rodillas encogidas y abrazándoselas. Lucía su acostumbrado y raído traje británico color caqui, compuesto por un pantalón recto y una chaqueta estilo safari, por el que era más o menos famosa, manchado después de correr tantas aventuras en la selva. Su pelo rubio era tan amarillo y brillante como el de Lestat, peinado en una trenza que le colgaba por la espalda.

Gabrielle se levantó inopinadamente, furiosa, y avanzó hacia mí. Sus botas de cuero resonaron de forma desagradable e irrespetuosa.

—¿Qué te hace pensar que los espíritus que vio eran dioses? —inquirió—. ¿Qué te hace pensar que las jugarretas de esos seres que se creen superiores y nos manipulan a su antojo no son sino unas tretas, y nosotros tan sólo unas bestias, desde el más humilde hasta el más noble de los seres que caminan por la Tierra? —Gabrielle se detuvo a pocos pasos de Lestat y cruzó los brazos sobre el pecho—. Él tentó a algo o a alguien. Esa entidad no pudo resistirse a él. ¿Y qué pasó? Dímelo tú. Deberías saberlo.

—No lo sé —respondí suavemente—. Déjame en paz.

—Conque ésas tenemos, ¿eh? Yo te diré lo que pasó. Una joven llamada Dora, una líder religiosa, según dicen, que predicaba las virtudes de asistir a los débiles y a los desfavorecidos, perdió los papeles. ¡Eso es lo que ocurrió! Sus sermones, basados en la caridad y entonados con otro tono para que todo el mundo los escuchara, quedaron anulados por el rostro ensangrentado de un dios sanguinario.

Mis ojos se llenaron de lágrimas. Me enfurecía que Gabrielle viera la verdad tan nítidamente, pero no podía responderle ni cerrarle la boca. Me levanté.

—Regresaron a las catedrales en tropel —continuó Gabrielle en tono despectivo—, para recuperar una teología arcaica, ridicula e inútil que al parecer tú has olvidado.

—Lo sé muy bien —repuse suavemente—. Me deprimes. ¿Qué te he hecho? Tan sólo me he arrodillado junto a él.

—Pero te propones hacer mucho más que eso, y tus lágrimas me ofenden —replicó ella.

En éstas oí a alguien a mis espaldas hablarle a Gabrielle. Supuse que era Pandora, pero no estaba seguro. De pronto, en un súbito flas evanescente, caí en la cuenta de todos los que se habían refocilado con mi sufrimiento, pero no me importó.

—¿Qué pretendías, Armand? —preguntó Gabrielle astuta y cruelmente. Su rostro estrecho y ovalado era muy parecido al de Lestat, pero al mismo tiempo distinto. Él nunca se había mostrado tan ajeno a todo sentimiento, tan abstracto en su ira como ella ahora—. ¿Crees que verás lo que él vio, o que la sangre de Cristo aparecerá ante ti para que la saborees con la lengua? ¿Quieres que te cite un pasaje del catecismo?

—No es necesario, Gabrielle —respondí de nuevo con suavidad. Las lágrimas me cegaban.

—El pan y el vino constituyen el Cuerpo y la Sangre en tanto sigan siendo esas especies, Armand; pero cuando dejan de ser pan y vino dejan de ser el Cuerpo y la Sangre. ¿Qué crees que es la sangre de Cristo que tiene en su interior? ¿Acaso crees que ha conservado su poder mágico pese al motor de su corazón que devora la sangre de los mortales como si ésta fuera el mero aire que respira?

No respondí. Pensé en silencio, en mi fuero interno: «No fue el pan y el vino; fue su sangre, la sangre bendita de Dios, y se la dio Él mismo de camino al Calvario, a este ser que yace aquí.»

Tragué saliva para disipar mi tristeza y mi cólera por haberme obligado Gabrielle a confesármelo a mí mismo. Decidí ir en busca de mis pobres Sybelle y Benji, pues sabía por su aroma que seguían en la habitación. ¿Por qué no se los había llevado Marius? Estaba claro. Marius deseaba ver lo que haría yo.

—No me digas que se trata de un problema de fe —dijo Gabrielle con voz socarrona, meneando la cabeza—. Te presentas aquí dudando como santo Tomás para clavar tus dientes ensangrentados en la herida.

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