Armand el vampiro (60 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Armand el vampiro
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Con Benji y con Sybelle me reincorporé al mundo de una forma que no había hecho desde que mi vampiro pupilo, el único, Daniel Molloy, me había abandonado. Mi amor por Daniel nunca había sido completamente sincero, sino muy posesivo, y mezclado con mi odio hacia el mundo en general y con mi confusión ante la desconcertante era moderna que había comenzado a abrirse ante mis ojos cuando emergí, a finales del siglo XVIII, de las catacumbas situadas debajo de París.

A Daniel tampoco le interesaba el mundo, y había acudido a mí en busca de nuestra Sangre Oscura, su cerebro inundado de historias tan macabras como grotescas que le había relatado Louis de Pointe du Lac. En mi afán de rodearle de lujos, sólo conseguí empacharlo con golosinas mortales, de forma que acabó renunciando a las riquezas que le ofrecía y se convirtió en un vagabundo. Loco, deambulando por las calles cubierto con harapos, Daniel se aisló del mundo hasta el punto casi de morir, y yo, débil, confuso, atormentado por su belleza y enamorado del hombre vivo y no del vampiro en el que podía convertirse, conseguí atraerlo hasta nosotros sólo gracias a la eficacia del Truco Oscuro, pues de otro modo Daniel habría muerto sin remisión.

Posteriormente no me convertí en un Marius para él. Todo resultó tal como yo había previsto: Daniel me odiaba profundamente por haberle iniciado en la Muerte Viviente, por haberlo transformado en una noche a la vez en un inmortal y en un asesino sistemático.

Como hombre mortal, Daniel no tenía ni idea del precio que nosotros pagamos por lo que somos, y no quería saber la verdad; huía de ella, entregándose a sueños temerarios y arriesgadas aventuras.

Ocurrió lo que yo me temía. Al obligarlo a ser mi compañero, le convertí en un siervo que me consideraba a todas luces un monstruo.

Nunca gozamos de unos momentos de inocencia, nunca saboreamos la primavera. Nunca hubo una oportunidad, por hermosos que fueran los jardines bañados en luz crepuscular por los que paseábamos. Nuestras almas no estaban sintonizadas, nuestros deseos se contraponían y nuestros resentimientos eran demasiado comunes y estaban demasiado regados para que se produjera la última floración.

Ahora es distinto.

Permanecí dos meses en Nueva York con Sybelle y Benji, viviendo como no había vivido desde aquellas lejanas noches con Marius en Venecia.

Sybelle es rica, como creo que ya he comentado, pero con ciertas y tediosas limitaciones. Percibe una renta que le permite pagar el alquiler de su exorbitante apartamento y las comidas que encarga a diario al servicio de habitaciones, con un margen para comprarse ropas elegantes, entradas para conciertos de música sinfónica y algún que otro capricho.

Yo soy fabulosamente rico. De modo que lo primero que hice, con gran placer, fue cubrir a Sybelle y a Benji de todos los lujos que tiempo atrás había ofrecido, con creces, a Daniel Molloy. Ellos se mostraron encantados.

Sybelle, cuando no tocaba el piano, no se negaba a acompañarnos a Benji y a mí a visitar exposiciones de pintura, asistir a conciertos o a la ópera. El ballet le entusiasmaba, y le complacía llevar a Benji a los mejores restaurantes, donde el pequeño árabe maravillaba a los camareros con su voz aguda y entusiasta y la encantadora cadencia con que recitaba los nombres de los platos, franceses o italianos, y pedía vinos de determinadas añadas, que los camareros le servían sin reparos, pese a las bienintencionadas leyes que prohiben servir bebidas alcohólicas a menores de edad.

Yo también gozaba con todo esto, como es natural, y me encantó comprobar que Sybelle se tomaba cierto interés, aunque esporádico y superficial, en vestirme, en elegir para mí las chaquetas, camisas y demás prendas en las tiendas que visitábamos, señalando las que le gustaban con el dedo, y en seleccionar de las bandejas forradas de terciopelo toda clase de sortijas engarzadas con gemas, gemelos, cadenas y pequeños crucifijos de oro y rubíes, una pinza de oro para el dinero y demás objetos.

Yo ya había practicado ese juego magistral con Daniel Molloy. Sybelle lo jugó conmigo con ese aire evanescente que posee, dejando que yo me ocupe del prosaico tema de pasar por caja.

En cuanto a mí, gozo extraordinariamente llevando a Benji conmigo a todas partes como si fuera un muñeco, consiguiendo que luzca, al menos durante un par de horas, las elegantes ropas occidentales que le compro.

Formamos un trío singular, cuando acudimos los tres a cenar a Lutéce o a Sparks (yo no pruebo bocado, por supuesto): Benji con su inmaculada túnica del desierto, o ataviado con un impecable traje hecho a medida con solapas estrechas, una camisa blanca y una vistosa corbata; yo vestido con mi habitual, y aceptable, chaqueta de terciopelo y chorreras de encaje antiguo; y Sybelle con los hermosos vestidos que inundan su ropero, unas prendas que le habían comprado su madre y Fox, con el cuerpo ceñido para realzar sus generosos pechos y cintura pequeña, una falda amplia que se mueve airosamente en torno a sus largas y prodigiosas piernas, y el dobladillo lo suficientemente alto para revelar la espléndida curva y firmeza de su pantorrilla cuando introduce sus pies enfundados en unas medias negras en unas sandalias con tacón de aguja. La mata de pelo corto y rizado de Benji enmarca su rostro atezado y enigmático como un halo bizantino, Sybelle luce siempre su cabellera suelta, y mi pelo ha recuperado su aspecto renacentista, con unos bucles largos y rebeldes de los que siempre me he sentido íntimamente satisfecho.

El placer mayor que me proporciona Benji es ocuparme de su educación. Desde un principio sostuvimos unas conversaciones muy sesudas sobre la historia y el mundo, tumbados en la alfombra del apartamento, examinando mapas mientras hablábamos sobre el progreso de Oriente y Occidente, y las inevitables influencias que han ejercido sobre la historia humana el clima, la cultura y la geografía. Benji no deja de hacer comentarios durante los telediarios, llamando a cada presentador por su nombre de pila, descargando furiosos puñetazos sobre la mesa para mostrar su desacuerdo con las iniciativas de los líderes mundiales y lamentándose en voz alta de las muertes de grandes princesas y personajes humanitarios. Benji es capaz de mirar las noticias sin dejar de hablar, comer palomitas, fumarse un cigarrillo y canturrear de forma intermitente la melodía que toca Sybelle, sin desafinar, todo ello más o menos simultáneamente.

Si me quedo abstraído contemplando la lluvia como si hubiera visto un fantasma, Benji me da unos golpes en el brazo y pregunta: «¿Qué hacemos, Armand? Esta noche estrenan tres películas estupendas. Qué fastidio, estoy hecho un lío, porque si vamos al cine nos perderemos el recital de Pavarotti en el Met y me llevaré un disgusto de muerte.»

Muchas veces Benji y yo vestimos a Sybelle, quien nos observa como si estuviéramos chiflados. Cuando se baña, nos sentamos junto a ella para hacerle compañía, porque si no le hablamos es capaz de quedarse dormida en la bañera, o simplemente nos quedamos ahí durante horas, derramando agua con la esponja sobre sus magníficos pechos.

A veces las únicas palabras que Sybelle pronuncia en toda la noche son frases como: «Átate los cordones de los zapatos, Benji», o «Benji ha robado unas bandejas de plata; oblígale a restituirlas, Armand», o con inopinado asombro: «Qué calor hace, ¿verdad?»

Jamás he relatado a nadie mi historia como te la cuento a ti aquí y ahora, pero en ocasiones, durante mis conversaciones con Benji, le he contado muchas cosas que me dijo Marius, sobre la naturaleza humana, la historia del derecho, la pintura y la música. Fue durante esas conversaciones, principalmente, cuando comprendí lo mucho que yo había cambiado en esos dos últimos meses.

Aquel viejo terror oscuro que me ahogaba ha desaparecido. Ya no contemplo la historia como un panorama trufado de desastres, como hacía antes; y a menudo recuerdo las generosas y optimistas predicciones de Marius, quien aseguraba que el mundo mejora; que la guerra, pese a los conflictos que observamos a nuestro alrededor, ha caído en desuso entre los dirigentes mundiales, y que pronto caerá en desuso en el Tercer Mundo, como ha ocurrido en Occidente; que daremos de comer a los hambrientos, alojamiento a los sin techo y cuidaremos de quienes precisan amor.

En el caso de Sybelle, la educación y las conversaciones no constituyen la esencia de nuestro amor, sino la intimidad que compartimos. No me importa que a veces no diga nada, no penetro en su mente. Sybelle no consiente que nadie lo haga.

Yo la acepto a ella y su obsesión con la Appassionata de forma tan incondicional como ella me acepta a mí y mi naturaleza. Hora tras hora, noche tras noche, la escucho tocar el piano, percibiendo en cada ocasión los pequeños cambios de intensidad y expresión que ejecutan sus dedos. Debido a ellos, con el tiempo me he convertido en el único oyente de cuya presencia es consciente Sybelle.

Poco a poco he pasado a formar parte de la música de Sybelle. Permanezco sentado junto a ella, escuchando las frases y los movimientos de la Appassionata. Permanezco sentado junto a ella sin pedirle nunca nada salvo que haga lo que desea hacer, lo cual hace de forma magistral. Eso es lo único que deseo que Sybelle haga por mí: lo que a ella le apetezca.

Si algún día Sybelle desea «adquirir mayor fortuna y prestigio ante los ojos de los hombres», yo le facilitaré el camino. O si desea estar sola, no me verá ni me oirá. Lo que ella desee, yo se lo daré.

Si algún día se enamora de un hombre o de una mujer mortal, yo haré lo que ella me pida. Puedo vivir en la sombra eternamente, adorándola, porque las sombras no me deprimen cuando estoy junto a ella. Sybelle a menudo me acompaña cuando salgo en busca de una presa. Le gusta verme alimentarme y matar. No creo haber permitido a ningún mortal hacer eso. A veces Sybelle trata de ayudarme a desembarazarme de los restos o confundir las pruebas de la causa de la muerte, pero soy muy fuerte, ágil y capaz de hacer eso yo solo, por lo que ella se limita a observarme.

A Benji no suelo llevarlo conmigo en esas ocasiones porque se excita mucho, y no es un espectáculo que le convenga presenciar. A Sybelle no le afecta lo más mínimo.

Podría contarte muchas otras hazañas, sobre cómo nos ocupamos de los pormenores de la desaparición del hermano de Sybelle, sobre cómo transferí inmensas sumas de dinero a nombre de Sybelle y establecí unos fondos fiduciarios con todas las garantías para Benji, sobre cómo adquirí para Sybelle un importante paquete de acciones en el hotel en el que vive, sobre cómo he instalado en su apartamento, inmenso para ser un apartamento de hotel, otros magníficos pianos que ella goza tocando, sobre cómo he dispuesto para mí, a una distancia prudencial del apartamento, un cubil provisto de un ataúd ilocalizable, inviolable e indestructible, en el que me refugio de vez en cuando, aunque estoy más acostumbrado a dormir en la pequeña habitación donde me instalaron Benji y Sybelle por primera vez, en la que han colocado unos gruesos cortinajes sobre la ventana que da a la escalera.

Pero dejemos eso.

Ya sabes lo que deseaba que supieras.

Lo único que resta es situar esta historia en el momento presente, en el atardecer del día de hoy, cuando me presenté aquí, cuando penetré en la guarida de los vampiros, flanqueado por mi hermano y mi hermana, para visitar por fin a Lestat.

24

Todo eso resulta un tanto simple, ¿no es cierto? Me refiero a mi transformación del entusiasta chiquillo plantado en el porche de la catedral al feliz monstruo que una noche primaveral en Nueva York decidió que había llegado el momento de trasladarse al sur para visitar a un viejo amigo.

Ya sabes por qué vine aquí.

Empezaré por el principio de esta noche. Cuando llegué tú estabas en la capilla. Me saludaste con franca cordialidad, satisfecho de comprobar que yo estaba vivo e indemne. Louis casi rompió a llorar.

Los otros, unos jóvenes de aspecto poco recomendable que se agolparon a nuestro alrededor, dos chicos y una muchacha, si no recuerdo mal, no sé quiénes eran, y sigo sin saberlo, sólo que al cabo de un rato desaparecieron.

Me horroricé al ver a Lestat tendido en el suelo, abandonado, y a su madre, Gabrielle, observándole desde un rincón con frialdad, como observa todo y a todos, como si jamás hubiera experimentado unos sentimientos humanos.

Me horrorizó ver merodeando por aquí a esos jóvenes vagabundos, y quise proteger a Sybelle y a Benji de esos seres. No temí que vieran a los clásicos entre nosotros, a los legendarios, a los guerreros (tú, nuestro estimado Louis, incluso a Gabrielle, y menos aún a Pandora y a Marius, que estaban todos presentes).

Sin embargo, no quería que mis pupilos vieran a esa basura imbuida de nuestra sangre, y me pregunté, confieso que con arrogancia y vanidad, como suelo hacer en esos momentos, cómo era posible que esos mocosos indeseables se hubieran convertido en vampiros. ¿Quién los había creado, por qué y cuándo?

En estos casos se despierta en mí el feroz Hijo de las Tinieblas, el jefe de la asamblea ubicada bajo el cementerio de París, que decretaba cuándo y cómo debía administrarse la Sangre Oscura y, ante todo, a quién. Pero ese viejo hábito de autoridad es, en el mejor de los casos, fraudulento y engorroso.

Yo odiaba a esos parias porque observaban a Lestat como si éste fuera un fenómeno de feria, lo cual no estaba dispuesto a consentir. Sentí rabia, el repentino deseo de destruirlos.

No obstante, en la actualidad no existen unas normas entre nosotros que nos autoricen a cometer esos actos impulsivos. ¿Quién era yo para organizar un motín bajo tu techo? En aquellos momentos yo no sabía que vivías aquí, pero eras el encargado de custodiar la morada del maestro, y habías permitido que entraran esos rufianes, y tres o cuatro más que se presentaron poco después y tuvieron la cara dura de formar un círculo en torno a Lestat, aunque, según observé, ninguno de ellos tuvo el valor de acercarse a él.

Por supuesto, todos mostraron una gran curiosidad por Sybelle y Benjamin. Les dije discretamente que permanecieran detrás de mí y que no se movieran de mi lado. A Sybelle le entusiasmó comprobar que teníais un piano, el cual ofrecía un nuevo sonido a su sonata. En cuanto a Benji, se paseaba como un pequeño samurai, contemplando a los monstruos que le rodeaban con ojos como platos, aunque con la boca fruncida y una expresión seria y orgullosa.

La capilla me pareció muy hermosa. ¿Cómo podía ser de otra manera? Los muros encalados ofrecían un aspecto blanco y puro, y el techo ligeramente abovedado, como en las iglesias antiguas; en un extremo del muro hay una cavidad donde antiguamente estaba instalado el altar, una especie de caja de resonancia que hace que las pisadas resuenen por todo este lugar.

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