Eileen miró al suelo. Con la punta del pie, colocó bien una placa de linóleo.
—Era yo quien lo tenía. Nunca había hablado con nadie de mis sufrimientos. Murieron conmigo cuando tuve el accidente de automóvil. Al instalarme aquí, lo destruí todo, incluido ese documento y muchos otros, acumulados a lo largo de los años. Había matado a un niño y ya nada más importaba. Con el tiempo, pensaba olvidar, pero todo se ha quedado grabado en mi cabeza, como una maldición. —Abrió bruscamente la puerta de su caravana y echó un vistazo al exterior, fusil en mano. Habló un poco más alto, escrutando los alrededores—: Tú y la otra periodista os presentáis aquí a la brava y hacéis reflotar esos recuerdos. Curiosa coincidencia, además, porque era francesa y mi investigación me llevó a unos franceses. Unos verdaderos monstruos. Inhumanos.
La curiosidad de Lucie se aguzó y sintió que lo había conseguido, que quizá su viaje a Nuevo México no sería en vano.
—Cuénteme qué descubrió, hábleme de esos monstruos, como los ha llamado. Lo necesito para avanzar y tratar de acabar con esta historia.
Eileen cerró la puerta con llave y saboreó otro trago de alcohol. Observó los reflejos ambarinos que danzaban a través de la luz de su copa.
—En primer lugar, ¿sabes qué les hacían a los animales del laboratorio de experimentación de Los Álamos en los años cuarenta?
—He visto su artículo, en la redacción de su antiguo periódico, esos miles de ataúdes de plomo desenterrados por el ejército.
—Los obligaban a respirar aire contaminado con plutonio, radio o polonio. Luego, unos días más tarde, los incineraban o los disolvían en ácido, y entonces medían el nivel de radionúclidos que quedaban en las cenizas o los huesos. Querían comprender el poder del átomo y cómo lo metabolizan los organismos. —Hubo un silencio. Levantó la copa ante ella—. El átomo… Hay más en este vaso lleno de alcohol que vasos de agua potencialmente presentes en todos los océanos del mundo, ¿te das cuenta? La energía que era capaz de producir uno solo de esos minúsculos objetos fascinaba. ¿Cómo se integraba la radiactividad en los organismos vivos? ¿Por qué los destruía? ¿Era posible que en ciertos casos pudiera sanar o proporcionar propiedades particulares a las células vivas? Pero los átomos son deliberadamente oscuros. Forman parte de esas fuerzas del universo con las que no se debe jugar. —Tras unos segundos de observación que incomodaron a Lucie, Eileen Mitgang se puso en pie y descolgó una foto de su tapiz mural. La miró con nostalgia—. En Los Álamos, en cuanto se inició el proyecto Manhattan, surgieron tres grandes secciones alrededor de la salud: la sección médica, responsable de la salud de los trabajadores, la sección de física de la salud, que colaboraba con los laboratorios y creaba nuevos instrumentos de medición de la radiación, y la tercera sección, que en aquella época ni siquiera se mencionaba. Esa es la que nos interesa.
—¿Cuál era?
—La sección de investigación biológica.
La biología… Lucie se frotó mecánicamente los hombros; esa palabra le ponía la piel de gallina, ya que le recordaba las tinieblas a las que había tenido que enfrentarse en el curso de una investigación precedente, en el corazón de la selva. Solo un hornillo de petróleo calentaba la caravana. Eileen le tendió la foto. En el papel satinado, un hombre negro, de unos cincuenta años, se sostenía con unas muletas. Le habían amputado la pierna derecha y miraba al objetivo con una sonrisa.
—Si sonríe es porque ignora el mal que se propaga en su organismo. La radiactividad carece de sabor u olor, es completamente invisible. —Apretó los dientes—. Todo lo que voy a contarte es la pura verdad, por monstruoso que pueda parecer. ¿Estás dispuesta a escucharlo?
—He viajado desde Francia para eso.
Eileen Mitgang la observó unos segundos. Tenía los ojos negros ligeramente vidriosos, sin duda, síntoma de unas incipientes cataratas.
—Pues escucha atentamente. El 5 de septiembre de 1945, solo tres días después de la rendición oficial de Japón, el ejército estadounidense y científicos que trabajaban en un centro de investigación secreto en Los Álamos planificaron el programa más completo de inyecciones de radioisótopos en organismos humanos. Esa nueva serie de inyecciones debía ser un «esfuerzo de colaboración, con el objetivo de dominar mejor el poder nuclear».
Se tomaba su tiempo para explicarlo. Su rostro se retorcía en muecas de asco a cada palabra. Lucie trataba a la vez de centrar su atención en el exterior, pero las explicaciones de Eileen la cautivaban.
—Los investigadores procuraban los materiales radiactivos y los médicos ponían los pacientes. A la cabeza de ese proyecto estaba Paul Scheffer, un especialista francés que por aquel entonces gozaba de renombre internacional. Participó en la elaboración del ciclotrón en 1931, un acelerador de partículas capaz de fabricar artificialmente elementos radiactivos. Scheffer formó parte de esa ola de cerebros llegados de Europa que emigraron a Estados Unidos y participaron en el proyecto Manhattan con intención de detener el creciente poder de la Alemania nazi y de vencer en la carrera de la bomba atómica.
La mujer miró por la ventana. Su mirada se detuvo en unos guijarros que rodaban por una pendiente. Los perritos de la pradera…
—Paul Scheffer era un genio, pero también un loco peligroso. Estaba convencido de que la energía que une protones y neutrones, la energía nuclear, podía utilizarse en beneficio de la humanidad e incluso curar determinados tipos de cáncer. Veía la radiactividad como una «bala mágica» que era capaz de apuntar a las células malignas y pulverizarlas. Llegó incluso a bombardear a su propia madre, que padecía un cáncer, con el haz de neutrones producido por el ciclotrón. El azar a veces hace mal las cosas y creo que nuestra mayor desgracia fue que la salud de su madre mejoró y que vivió diecisiete años más. Desde ese momento, Paul Scheffer solo tuvo una obsesión: estudiar y comprender el comportamiento de la radiactividad en el organismo, con un objetivo terapéutico.
Suspiró con pesadumbre, pues esa historia aún le removía las tripas. Volvió la mirada hacia la foto del negro fornido, que había descolgado.
—Elmer Breteen vivía en Edgewood. Ingresó en el hospital en 1946 por una herida en la pierna, y salió amputado al cabo de dos meses. Murió en 1947 de leucemia. En el Rigton Hospital de Nuevo México, su ficha indica «HP NMX-9». «
Human Product, New Mexico, 9.
» El noveno producto humano del hospital Rigton.
—¿Un producto humano?
—Le inyectaron una dosis enorme de plutonio en la pierna derecha, sin decirle nada, en el marco de los experimentos de un programa secreto llamado Nutmeg, liderado por Paul Scheffer.
Lucie encajó sin pestañear esa nueva información. Cobayas humanos. Por supuesto, se había preparado para ello, pero oírlo en boca de aquella mujer de edad avanzada añadía una nueva dimensión al horror.
Los ojos de Eileen se perdieron en el vacío.
—De junio de 1945 a marzo de 1947, ciento setenta y nueve hombres, mujeres e incluso niños, la mayoría de los cuales sufrían cáncer o leucemia, aunque no todos ellos, recibieron inyecciones de fuertes dosis de elementos radiactivos: plutonio, uranio, polonio y radio, en el curso de estancias en hospitales que participaban en el programa Nutmeg. En los informes jamás se mencionó la identidad de los pacientes. Únicamente figuraban descripciones físicas, edades y nombres de poblaciones. —Contempló con tristeza la foto de Elmer—. No fue fácil encontrar la identidad de Elmer Breteen a partir de esos datos que excluían el nombre en los informes, pero lo logré. Edgewood, un negro alto y fuerte, con una pierna amputada, fallecido en 1947: esa información me bastaba. Ese tipo de investigación siempre empieza en un cementerio.
Sonrió, encogiéndose de hombros. No era una sonrisa de alegría; solo constituía la expresión de profundos remordimientos y sufrimientos interiores.
—Menudo talento el mío, ¿no te parece? Después de tantos años, aún recuerdo de memoria las cifras de los experimentos. ¿Cómo olvidarlas? Algunos individuos recibían en una sola vez cincuenta microgramos de plutonio, o sea cincuenta veces la dosis tolerada por el organismo a lo largo de una vida entera. Lo sufrieron mujeres embarazadas, ancianos y también niños. Sus muestras de orina y de heces se tomaban en unos botes, se embalaban en cajas de madera y se enviaban a los laboratorios de Los Álamos para que las examinaran minuciosamente. Se extrajeron embriones y se disecaron y almacenaron. Algunos pacientes murieron en la cama con horribles sufrimientos que se imputaban a su enfermedad, otros vivieron uno o dos años más, como Elmer, y luego murieron de cáncer o leucemia inducidos o amplificados por las inyecciones.
Meneó la cabeza, pensativa. Todos aquellos recuerdos eran como flechas que se clavaran en ella.
—En la mayoría de las ocasiones, los cuerpos no reclamados se entregaban a los laboratorios para estudiarlos. El informe 34654 que robé presenta el programa Nutmeg y sigue la evolución de tres de esos pacientes, entre los que se encuentra Elmer, en tres hospitales diferentes. Uno en Nuevo México, otro en Texas y el tercero en Arizona. NMX, TEX, ARI.
Lucie se había quedado sin palabras. Imaginaba científicos en bata que preparaban las inyecciones, medían, analizaban y utilizaban seres humanos como vulgares objetos de estudio. Y ello en programas organizados y financiados por el gobierno o el ejército. Decididamente, la monstruosidad del ser humano no tiene límites en cuanto hay de por medio poder, dinero o guerra. Al percatarse de que sus pensamientos se dirigían a sus hijas, meneó la cabeza y se concentró en los labios de Eileen, mientras anotaba todo lo que podía en su pequeño cuaderno.
—… La finalidad última era comprender los efectos de la radiactividad en el organismo, desarrollar sistemas de envenenamiento del agua y de los alimentos con materias radiactivas, con objetivos militares, analizar cómo se comportarían los soldados sometidos a radiaciones intensas. El programa
top secret
se cerró oficialmente en 1947, a la vez que se desmantelaba el proyecto Manhattan. Paul Scheffer tenía entonces cuarenta y tres años y emigró a California con su esposa. Se convirtió en uno de los máximos especialistas en física nuclear del Radiation Laboratory de la Universidad de Berkeley, y su único hijo, al que tuvo ya mayor, ha seguido su estela. A los veintitrés años, tras la muerte de su padre, Léo Scheffer, el hijo, se convirtió en un eminente doctor en medicina nuclear y trabajó en uno de los hospitales más grandes de California. En paralelo, llevó a cabo trabajos de investigación sobre radioterapia metabólica, que consisten en la introducción de una sustancia radiactiva en el organismo para curar o para trazar, e impartió clases en Berkeley. Impresionó al mundo científico durante un congreso internacional celebrado en París en 1971, al beberse un vaso de agua que contenía yodo radiactivo. Acto seguido, pasó un contador Geiger por su cuerpo que comenzó a crepitar únicamente a la altura de la tiroides. Acababa de demostrar el poder de fijación de esa glándula ante el yodo radiactivo. Tenía entonces solo veinticinco años.
París, años setenta, un congreso. Lucie recordó que Dassonville estudiaba en un instituto de física de la capital en esa época. Quizá los dos hombres se encontraran por vez primera en ese momento y simpatizaran.
Eileen apuró su trago como si fuera agua y se sirvió otro whisky. Le temblaban las manos, y el cuello de la botella golpeaba suavemente contra el borde del vaso. Lucie se interpuso e impidió que bebiera.
—No es prudente. Un asesino puede presentarse aquí en cualquier momento y…
—Déjame en paz, ¿quieres?
—Me parece que no es consciente de la situación.
Empujó bruscamente a Lucie a un lado.
—¿La situación? ¿Tú has visto en qué situación estoy yo? ¿Quieres que te lo siga explicando? ¡Pues cierra el pico!
Agarró la copa, con la mirada perdida, y se dejó caer en un balancín. Lucie estaba cada vez más nerviosa.
—Al ver al hijo, tuve la impresión de volver a ver al padre —dijo Mitgang—. Esa locura común, en los actos y en la mirada. Esa inteligencia peligrosa, esa enfermedad de la ciencia llevada al extremo. Por eso me interesé por él. Quería llegar hasta el final. Se había convertido en una cuestión personal, en una obsesión que me costó mi trabajo. Y muchas más cosas. —Bebió—. Podría hablarte de él durante mucho tiempo, pero voy a ir al grano. En 1975, a los veintinueve años, Léo Scheffer financió la creación de un centro para jóvenes con discapacidades mentales, a unos kilómetros del hospital donde trabajaba. Léo, el rico heredero y generoso benefactor de la humanidad, acababa de crear el centro Las Luces. Un lugar de ayuda a la acogida, en el que cada pensionista podía permanecer dos años como máximo, hasta encontrarle un verdadero hogar.
Hablaba con evidente asco y se sumergió en la copa. Lucie oteó por la ventana, ansiosa. El sol de mediodía bañaba las rocas con una luz brillante, casi cegadora. Aquel desierto rocoso parecía el vientre del mundo.
—Descubrí que, en aquella época, además de sus actividades como investigador y como médico, Scheffer visitaba a menudo el MIT, en Massachusetts, y el laboratorio nacional de Oak Ridge, en Tennessee. Conseguí interrogar a los intermediarios de aquella época. Léo Scheffer iba allí a procurarse hierro radiactivo producido por el ciclotrón del MIT y también calcio radiactivo procedente del programa de radioisótopos del laboratorio de Oak Ridge. Según ellos, necesitaba esas sustancias para realizar experimentos en su laboratorio. Era mentira. Iba a utilizar esas materias altamente radiactivas en el centro de Las Luces. —Se encogió de hombros—. El centro de Las Luces estaba gestionado integralmente por una empresa pero, cosa curiosa, el propio Scheffer en persona se encargaba del aprovisionamiento y el almacenamiento de los alimentos. Hacía grandes pedidos de avena y de leche, en particular, que los pensionistas tomaban como desayuno.
Lucie puso mala cara. Avena. El mensaje de
Le Figaro
ampliaba su significado. Eileen seguía hablando.
—¿Por qué un investigador de su talla se encargaba del aprovisionamiento y el almacenamiento de los alimentos de su centro para discapacitados? Veinticinco años después, pude hablar con los empleados de Las Luces, pero no tienen nada que reprocharle a Scheffer. Lo consideran un tipo recto, brillante y generoso. Sin embargo, las cosas empiezan a chirriar cuando se trata de entrevistar a alguno de los pensionistas discapacitados. No encontré ni a uno solo vivo.