—¿Los gendarmes no lo relacionaron con los monjes?
—No. Los monjes murieron quemados vivos cuatro días más tarde, el 17 de mayo, a treinta kilómetros de allí, y nada permitía sospechar que el Extranjero hubiera podido pasar por la abadía. Para todo el mundo, eran casos independientes.
—Y, sin embargo, usted lo averiguó. ¿Fue el hermano Joseph quien se lo contó?
—Joseph conocía pistas esenciales de esa historia y, durante trece años, se negó a confesárselas a nadie, ni siquiera a mí. Sin embargo, la llegada de Philippe Agonla lo cambió todo. —Guardó meticulosamente las fotos. Cada gesto era preciso, aplicado. Allí tenía su propio universo, su abismo, donde sin duda pasaba muchos ratos—. En las enfermedades psíquicas, a veces hay cosas incomprensibles que hacen que dos pacientes se relacionen naturalmente. Ese fue el caso de Philippe y Joseph. Creo también que la tendencia a un sentimiento de persecución por parte de Joseph, ese diablo, lo aproximó a Philippe Agonla, que se sentía a su vez perseguido por el fantasma de su madre. Fue así a Philippe a quien el hermano Horteville se confió, a través de papeles interpuestos, como ha hecho antes conmigo. Llamaban a ese medio de comunicación «la lengua de quienes no tienen lengua». —Se puso sus gafitas redondas y pasó varias páginas con dificultad, debido a su mano herida—. Evidentemente, mantenían su correspondencia en secreto. Philippe Agonla era astuto y la mayoría de papeles escaparon a mi vigilancia. Se los comía, los rompía en mil pedazos y se deshacía de ellos en los retretes. Sin embargo, ahora me he dado cuenta de que también los ocultaba en el cuaderno que me han mostrado. Logró sacar esas fórmulas del hospital sin que yo me diera cuenta. —Cogió unas páginas de su polvoriento dossier. Algunas estaban arrugadas, pegadas o incompletas—. Estos son los mensajes que logré interceptarles sin que se dieran cuenta. A pesar de la falta de información, pude reconstruir de manera muy burda las grandes líneas de sus intercambios. Un «hombre del Este» llegó el 4 de mayo de 1986 a la puerta de la abadía, exhausto. O sea, ocho días después de la explosión del reactor de Chernóbil. Según Joseph, llevaba consigo un manuscrito antiguo y una cajita traslúcida, hermética y llena de agua, en la que había, imagino… —Tendió la mano hacia el cuaderno que sostenía Lucie y lo recuperó. Señaló la hoja suelta con el símbolo del tatuaje—. Esto.
—¿Qué es eso?
—Lo ignoro, hoy mismo he descubierto esa pieza del rompecabezas. Ya se lo he dicho: fui incapaz de interceptar todas las hojas sueltas, las fórmulas y las anotaciones. Ya se imaginarán que con todo ese material hubiera investigado aún más. En las notas de que dispongo, Joseph habla de un animalillo.
—Un animal —repitió Sharko—. Es una pista interesante. Prosiga, por favor.
—Esas hojas confirman lo que ya intuía: el manuscrito que trajo consigo el Extranjero era un libro de fórmulas y conceptos científicos. Ese hombre tal vez fuera un investigador o un sabio relacionado con cuestiones nucleares. Desconozco quién pudo redactar el manuscrito y qué contenía exactamente, al margen de esas fórmulas químicas. Sin embargo, gracias a los intercambios secretos entre Joseph y Philippe, descubrí que por aquel entonces Joseph se dedicó a copiar en secreto las páginas durante la noche. Una copia del manuscrito original que fue escondida en el interior del monasterio. Tal vez esa foto de Einstein con sus colegas se despegara del manuscrito en una de aquellas noches de mayo de 1986, y Joseph decidiera quedársela, para añadir veracidad a sus propios escritos… O tal vez fuera él mismo quien la arrancó, con el mismo deseo de autenticidad. —Apoyó el dedo índice sobre una hoja llena de fórmulas—. En su habitación de la tercera planta, frente a Philippe Agonla, probablemente trató de transcribir algunas fórmulas que leyó o aprendió de memoria trece años antes. Joseph posee una memoria fotográfica extraordinaria, hecho que lo convierte en un temible jugador de ajedrez.
Sharko trató de digerir las informaciones. Un científico llegado del Este, un misterioso manuscrito, un monje copista que trabajaba de noche…
—¿Por qué iba a copiar el manuscrito a escondidas? —preguntó—. ¿Acaso el hermano Joseph presentía algún peligro alrededor de ese misterioso libro traído de Rusia?
Hussières asintió.
—Me parece evidente, y quizá por la propia naturaleza del contenido del manuscrito. Aquellas páginas debían de contener algo más que química. Los monjes no deseaban que husmearan en su monasterio, que les hicieran preguntas; por esa razón, sin duda, dos de ellos abandonaron al irradiado en el hospital sin identificarse.
—Y, según usted, alguien los mató a todos para recuperar el manuscrito —dijo Lucie—. Ese famoso diablo…
—Eso creo, sí. De una manera u otra, el asesino o el diablo supo de la existencia de ese libro. No dudó en sacrificar a los monjes para mantener el secreto. ¿Qué tipo de escritos pueden conllevar la muerte atroz de unos hombres de Dios si no se trata de aquellos que pueden poner en cuestión ciertas teorías de la Iglesia? La ciencia y la religión nunca han hecho buenas migas, ya lo saben. —Hizo una pausa, se guardó la carpeta bajo el brazo e invitó a sus interlocutores a volver a la superficie—. De una manera u otra, supongo que Joseph acabó revelándole a Philippe Agonla el lugar donde había escondido esas páginas copiadas del manuscrito original.
—La biblioteca de la abadía…
—En efecto. Y esa foto ligeramente quemada hace pensar que esas páginas debían de hallarse supuestamente al abrigo del fuego, en un espacio cerrado. Pero el fuego acabó venciendo y, aparte de esa foto, Agonla solo encontró cenizas.
Lucie podía imaginar a Philippe Agonla dirigirse a la abadía, en cuanto salió del hospital, y descubrir el escondrijo desvelado por el hermano Joseph. Veía la inmensa decepción en su rostro frente al montoncillo negruzco y una foto medio quemada. Dijo:
—Finalmente, una vez fuera, Philippe Agonla solo contaba con este cuaderno y esas hojas sueltas sacadas a escondidas del hospital, en los que había unas fórmulas aproximadas escritas de memoria por Joseph. No tenía la copia del manuscrito original puesto que se quemó. —Miró a Sharko—. Eso explica sus experimentos, sus pruebas y errores y todas esas notas manuscritas en el cuaderno. Agonla utilizó seres vivos, primero ratones y luego mujeres, para reconstruir, a partir de las aproximaciones de Joseph, las fórmulas exactas del manuscrito y descubrir el secreto de la animación suspendida.
—Y creo que ese manuscrito contenía muchos otros secretos —completó Sharko—. Joseph solo debió de tener tiempo de copiar una parte.
Subieron en silencio, acompañados tan solo por el taconeo de sus suelas sobre los peldaños de piedra. Se dirigieron de nuevo al despacho de Hussières y este empezó a fotocopiar los papeles. El aparato eléctrico emitía un ronquido monótono y una luz verde se deslizaba sobre los rostros fatigados e inquietos. Lucie vio otro crucifijo, colgado detrás de un armario, que no había visto la primera vez. Hussières tenía miedo de algo. Miró la fotografía de familia —la esposa de Hussières, sus dos hijos y sus tres nietos— y preguntó:
—Quisiera hacerle otra pregunta. Ese diablo que campa por las montañas… ¿tiene idea de quién podría ser?
—No, en absoluto. Esa historia sobre la abadía da escalofríos. Alguien mató a esos monjes y solo Dios sabe de dónde vino y quién es.
—Esta historia lo obsesiona desde hace años. Nunca había hablado de ella a nadie, ni siquiera a los policías que se ocuparon de la investigación en su momento. ¿No tiene la menor hipótesis, la menor pista de investigación que podamos seguir?
—No. Nada. Lo siento. —Se volvió hacia ella y le tendió un montón de hojas—. Esto es para ustedes, me quedo las fotocopias del cuaderno y de las páginas sueltas. Ya se lo he contado todo, y ahora debo dejarlos. Es tarde y aún tengo muchas cosas que hacer.
Lucie recuperó los papeles.
—De acuerdo. Solo una última cosa, por favor.
El médico suspiró.
—Dígame.
—Quisiera que me mostrara la nota de Joseph que ha arrugado y se ha guardado en el bolsillo de la bata hace un momento.
El psiquiatra palideció.
—Yo…
—Por favor —insistió Lucie.
Hussières metió las manos en los bolsillos, enojado. De uno de ellos sacó una bola de papel que tendió al frente. Lucie la alisó y leyó en voz alta:
—«Espero que François no esté al corriente». —Lucie alzó sus ojos claros hacia el psiquiatra—. ¿Quién es François?
El especialista se dejó caer en su silla, abatido.
—Hubo otro monje que no murió en el incendio, porque ese día no estaba en la abadía. Es el abad François Dassonville, el superior. Desde el accidente, vive recluido en las montañas y viene aquí de vez en cuando a visitar a Joseph y ver cómo se encuentra.
Lucie y Sharko intercambiaron una rápida mirada. Y pensar que habían estado a punto de marcharse sin esa información primordial.
—¿Por qué no nos ha hablado de ese monje?
—¿Y por qué iba a hacerlo? El abad François estaba de viaje en Roma la noche que tuvo lugar el incendio. Naturalmente, las autoridades lo interrogaron a su regreso, pero no tiene nada que reprocharse.
Sharko, que había permanecido apartado, se acercó a la mesa.
—El hermano Joseph parecía muy asustado cuando ha escrito ese mensaje.
—El hermano Joseph siempre ha tenido miedo de su superior. La vida del monje no es una vida de descanso, sigue unas reglas estrictas que el superior hace aplicar a veces con gran severidad. Y Joseph es muy frágil psicológicamente, no lo olviden.
—Ha dicho que el abad estaba en Roma la noche del incendio. La ciudad debe de estar a menos de setecientos kilómetros de aquí. ¿No cree que es posible hacer un viaje de ida y vuelta en avión, en tren o incluso en coche? Y, hablando de coches, ¿sabe qué modelo posee el abad?
—Ni la menor idea. No he prestado atención a esos detalles.
—¿Un Mégane azul?
—No tengo ni repajolera idea, ya se lo he dicho.
—¿Cuánto tiempo llevaba en Italia cuando se declaró el incendio?
—No me acuerdo… ¿Tres o cuatro días, tal vez? Ya hace mucho de todo eso y…
—Cuatro días… Justo cuando un ruso acababa de llegar al monasterio con un manuscrito y llevaba una semana allí alojado. ¿No tomaría las riendas ese abad François? ¿No ordenaría a sus monjes que guardaran silencio y quizás incluso que escondieran a su misterioso visitante y que en ningún caso lo llevaran al hospital? ¿No debería haber anulado su viaje a Roma a tenor de las circunstancias? —Hussières permaneció callado, meneando la cabeza. Sharko prosiguió—: Y mientras estaba en Roma, tal vez para informar sobre el singular manuscrito que se hallaba en su posesión, dos monjes decidieron desobedecer las órdenes y depositaron al moribundo en el hospital, sin más. ¿Qué le parece esta hipótesis?
—No tiene sentido. No conocen al abad François, es un hombre bueno y…
Sharko descargó un puñetazo sobre la mesa de despacho.
—¡Basta ya de monsergas! ¿Por qué no nos dice nada? ¿Qué es lo que tanto miedo le da?
El psiquiatra se estremeció y asió la foto de su familia con sus manos temblorosas.
—¿Qué me da miedo? ¡Pero miren dónde están! Aquí nadie los oirá gritar, ¡entre estas montañas! Alguien obligó a beber agua bendita a ocho eclesiásticos y luego los quemó vivos, rodeados de escritos religiosos. Imaginen lo que… ese monstruo podría hacerle a mi mujer, a mis hijos o a mis nietos. A veces es mejor vivir con los propios demonios que tratar de encararse al mismísimo diablo. —Empuñó el crucifijo y lo colocó sobre su escritorio con un chasquido seco—. Porque contra ese diablo no se puede combatir con un simple crucifijo, ¿lo entienden?
—S
olo vamos a echar un vistazo, ¿de acuerdo? Te recuerdo que solo tú vas armada y no se puede decir que nuestra operación anterior fuera un éxito.
Sharko estaba en cuclillas sobre la nieve y miraba los dos surcos provocados por los neumáticos. Una hora antes, Léopold Hussières les había señalado la dirección del abad François en un mapa. El religioso vivía solo, aislado entre las montañas, cerca de Culoz, a una treintena de kilómetros del hospital psiquiátrico.
El comisario de policía se puso en pie.
—El dibujo de los neumáticos está orientado desde la casa hacia la carretera por la que hemos venido. Por lo tanto, un coche ha salido de aquí como muy tarde después de las nevadas de ayer, y desde entonces no ha vuelto nadie.
—Adoro tu capacidad de deducción. Pareces Sherlock Holmes.
Lucie se arrebujaba en su chaquetón, con las manos en los bolsillos. El edificio estaba apartado, en un relieve que en verano debía de ser un prado. El cielo despejado y la luna casi llena permitían distinguir el paisaje en derredor, con reflejos azules y grises. No se veía ni una luz, ni una casa, y el pueblo se hallaba debajo, en el valle. Otro lugar que parecía el fin del mundo.
Los dos policías siguieron los surcos a pie, porque nada permitía distinguir un camino o una carretera, pues la capa de nieve era uniforme y lisa. La casa apareció ante ellos. Era una especie de establo o cabaña de pastor, larga y baja, con un techo de pizarra en mal estado y unas paredes de piedra imponentes, que parecían sostenerse en equilibrio unas sobre otras. En el interior no había luz.
Empuñando una linterna, Lucie hizo un rápido reconocimiento, hundiendo los pies en la nieve quebradiza. Volvió hacia Sharko jadeando ligeramente.
—He echado un vistazo por las ventanas. No hay nadie, aparentemente.
Sharko exhaló una enorme vaharada.
—Tenemos dos opciones. O bien…
Lucie llamó con los nudillos a la puerta, pegó la oreja contra la madera y aguardó unos segundos.
—Tomemos la segunda opción —lo interrumpió ella, pateando con fuerza el suelo para combatir el frío—. Hagámoslo para tener la conciencia tranquila sobre la implicación del monje en el caso.
Giró con suavidad el pomo de la maciza puerta de entrada, pero no consiguió abrirla.
—En la parte trasera he visto una ventana vieja y oscilante, que tiene bastante juego. Forzándola, debería ceder sin causar desperfectos. —Arrojó las llaves del coche a Sharko, que suspiraba—. Ve a aparcar el coche más lejos, por si volviera de improviso. Sería una lástima que se diera a la fuga. Te espero dentro.
—En caso de que vuelva de improviso… ¡Qué risa! ¿Crees que nuestras huellas en la nieve parecen el rastro de un conejo?