Atomka (23 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Atomka
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Les devolvió la documentación y Lucie tomó la palabra.

—Quisiéramos que nos hablara de un paciente llamado Philippe Agonla. Antes de que lo trataran como paciente, trabajó en el mantenimiento de este centro.

El psiquiatra reflexionó, frotándose el mentón con una mano.

—Philippe Agonla… Empleado de mantenimiento y paciente… Es bastante notable como descripción para que lo hubiera olvidado. A finales de los años noventa, ¿verdad?

—1999.

—¿Qué le pasa?

—Ha muerto.

Tras mostrar estupefacción, volvió a ponerse las gafas. Con los pies, impulsó la silla con ruedecillas en la que estaba sentado hasta un armario repleto de papeles. Lucie aprovechó para observar su mesa de trabajo. Pocos efectos personales, al margen de un marco con una fotografía familiar. Se detuvo al ver un crucifijo, en uno de los ángulos de la mesa, junto a los bolígrafos. Dios imponía su presencia incluso allí, entre los locos. Lucie volvió su mirada hacia Hussières cuando este regresó junto a ellos con el archivador correspondiente. Lo hojeó rápidamente.

—Sí, esto es: tentativa de suicidio, depresión profunda con delirios paranoicos. Aquí está todo anotado. Estaba convencido de que su difunta madre lo vigilaba, que se ocultaba detrás de los muebles, debajo de la cama y que le susurraba al oído: «Desde donde estoy, puedo verte». Requería atención y tratamiento y lo tuvimos aquí durante siete meses.

A Lucie le costaba imaginar el calvario que debía de suponer vivir más de medio año entre aquellas paredes, olvidado por todos.

—¿Estaba completamente curado cuando lo soltaron?

Cerró el archivador con un golpe seco.

—Aquí no «soltamos» a nuestros pacientes, señora, no son presidiarios. Los curamos y, cuando estimamos que ya no suponen un peligro para la sociedad y sobre todo para sí mismos, los enviamos, en la mayoría de los casos, a centros de reinserción donde permanecen mucho menos tiempo. Y, para responder a su pregunta, no estaba «curado», pero sí era apto para recuperar una vida social.

De nuevo un tipo con el que debería andarse con miramientos. Esos montañeses afincados en sus valles eran de lo más coriáceos.

—¿Recuerda a algún paciente con el que Philippe Agonla mantuviera una relación más estrecha?

El psiquiatra frunció el ceño.

—¿Qué tipo de relación?

—No sé: amistad, camaradería… Pacientes con los que tuviera por costumbre almorzar o pasear.

—Me cuesta decírselo así, de memoria. No, no en particular. Era un paciente como los demás.

—Se lo preguntaremos a los enfermeros —respondió Lucie—. Ellos están en contacto permanente con los enfermos y quizá podrán darnos una respuesta.

Hussières se inclinó hacia adelante, con las manos juntas bajo la barbilla.

—Conozco la ley. Para actuar así, en principio les haría falta un permiso. Una comisión rogatoria o algo semejante.

—Su antiguo paciente, Philippe Agonla, atacó por lo menos a siete mujeres y mató a cinco de ellas. A esas mujeres las envenenó con sulfuro de hidrógeno, un gas tóxico. Conservó algunos cadáveres durante años en un congelador. Una vez que salió de su hospital, Philippe Agonla se convirtió en un asesino en serie, señor Hussières. Lo cuidaron ustedes de maravilla. Así que, si lo desea, podemos iniciar todos los trámites necesarios, montar un buen jaleo y organizarle a usted un poco de publicidad, si es lo que prefiere.

El psiquiatra se quitó las gafas poco a poco y las asió con la mano derecha, absolutamente inmóvil. Se restregó el filo de las nariz, con los ojos cerrados.

—Dios mío… ¿Qué desean?

Lucie sacó el cuaderno que halló en el sótano de Agonla y se lo tendió al psiquiatra.

—Para empezar, nos gustaría que echara un vistazo a ese cuaderno. Procede de su hospital, como indica el tampón de la cubierta. Pertenecía a Philippe Agonla, pero creemos que otro paciente o algún miembro del personal escribió en él, sobre todo en hojas sueltas, mientras Agonla estuvo internado aquí.

Hussières tomó el cuaderno. Lucie apercibió hasta qué punto estaba perturbado en aquel momento. El psiquiatra contempló atentamente el tampón de la cubierta posterior y abrió el cuaderno. Su mirada se clavó en el dibujo de la primera página.

—Parece que ese dibujo le dice algo —observó Lucie.

El médico no respondió. Hojeó con calma las páginas sueltas, apretando los dientes, y luego se detuvo en la foto de los científicos.

—Quemada —murmuró mientras la acariciaba suavemente con las puntas de los dedos. La dejó por fin en su lugar y miró a los policías a los ojos—. ¿Quién sabe que están ustedes aquí?

Un súbito temor seco se adivinaba en su tono de voz.

—Nadie —replicó Sharko—. Ni siquiera nuestros jefes.

Hussières cerró de golpe el archivador y dirigió una mirada torva al cuaderno.

—Váyanse ahora mismo de aquí, por favor.

Lucie meneó la cabeza.

—Sabe perfectamente que no tenemos ninguna intención de marcharnos. Nuestra investigación va más allá de la muerte de Philippe Agonla. Él es solo una etapa que debería ayudarnos a avanzar. Nuestra investigación nos ha traído hasta aquí, y ahora necesitamos respuestas.

Permaneció inmóvil unos segundos, luego asió el cuaderno y se puso en pie.

—Síganme.

A espaldas de él, Lucie y Sharko intercambiaron una elocuente mirada: probablemente hallarían algunas respuestas en aquel siniestro lugar. Recorrieron los pasillos en silencio y accedieron a unas escaleras. Por el hueco, unos inmensos vitrales diseminaban una luz crepuscular que se derramaba sobre el suelo y daba la impresión de una deprimente monocromía. Los peldaños y las paredes eran de piedra, y las llaves tintineaban contra el muslo del psiquiatra a cada paso. Lucie se preguntó dónde se hallaban los enfermos. Por lo general, los individuos erraban por los vestíbulos y los pasillos, y se oían sus voces, pero allí todo parecía inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido. Pensó en
El resplandor
, la película de Stanley Kubrick, y sintió un escalofrío.

—El paciente que voy a presentarles se llama Joseph Horteville —dijo Hussières—. Llegó aquí en julio de 1986, hace más de veintiséis años, y por ello es el decano de nuestros treinta y siete internos. —Su voz resonaba de una forma curiosa. Se volvió hacia los dos policías, mientras seguía ascendiendo los peldaños—. Se dirán ustedes ¿treinta y siete pacientes para una institución tan grande que en sus horas de gloria albergó a más de doscientos cincuenta…? Estamos al borde de la bancarrota y pronto deberemos cerrar las puertas. Les ahorraré los detalles, pues me imagino que tienen otras preocupaciones.

—Sobre todo, nos preguntamos quién es Joseph Horteville —dijo Sharko, casi sin aliento.

—Cada cosa a su debido momento. Esa historia es… complicada. —Llegaron al tercer piso—. Última planta. En este piso no verán puertas abiertas. Los pacientes que están alojados aquí requieren una vigilancia muy particular.

Hussières abrió los cerrojos y, acto seguido, empujó una puerta y accedió a un pasillo en el que no había ni una sola ventana. La única luz procedía de fluorescentes espaciados cada cinco metros. Entre aquellas paredes de roca, los dos policías tenían la sensación de avanzar por una galería subterránea o bajo las montañas. Giraron y finalmente llegaron a la zona de las habitaciones. Unas pequeñas ventanas redondas atravesaban las pesadas puertas de grandes cerraduras.

«No es una leyenda —pensó Lucie—. Aún existen sitios así».

De pronto ella también estaba muy tensa. Los hombres que estaban detrás de aquellas paredes tal vez hubieran asesinado y aniquilado a familias enteras con una sonrisa en los labios. ¿Saldrían algún día de aquel lugar maldito? ¿Se convertirían en unos Agonla en potencia, una vez en libertad? Mientras avanzaban, trató de atisbar a través de los ojos de buey, pero solo pudo vislumbrar unas habitaciones que parecían vacías. Sin duda, los pacientes estaban acostados, completamente drogados.

De repente, apareció un rostro. Lucie se echó hacia atrás. El hombre tenía los labios aplastados y también la nariz, y llevaba el pelo moreno peinado con raya al medio. Comenzó a golpear regularmente el cristal con la frente, sin dejar de mirar a la policía. Se parecía a Grégory Carnot, el asesino de sus pequeñas gemelas.

—¿Estás bien, Lucie?

La voz de Sharko…

Lucie parpadeó y se dio cuenta de que ya no había nadie. La habitación parecía vacía. En cuanto a Carnot, estaba muerto y enterrado desde hacía un año y medio en un cementerio cercano a Poitiers.

Desorientada, volvió a ponerse en marcha.

—Sí, sí, estoy bien.

Pero no estaba bien, lo sabía. Había «visto» a alguien que probablemente no existía.

En derredor, el silencio era malsano, pesado. De vez en cuando, unos gritos que parecían lamentos parecían surgir de las entrañas del edificio. A decir verdad, era un lugar de pesadilla. Finalmente, se detuvieron frente a la última puerta, en un hueco. Hussières se situó justo ante el vidrio, impidiendo a los policías que vieran el interior.

—Es aquí. Debo indicarles que Joseph Horteville es psicótico, en su forma más severa. Lleva camisa de fuerza, pero, a pesar de ello, les ruego que permanezcan en un extremo de la habitación y no se acerquen a él.

Sharko frunció el ceño.

—Pensaba que las camisas de fuerza ya no existían.

—En efecto, pero es él mismo quien pide llevarla. Es perfectamente consciente de que, sin ella, se arrancaría la piel del rostro y del torso hasta morir. Después de tantos años, se ha vuelto quimiorresistente. Casi todos los tratamientos son ineficaces contra su enfermedad, así que les ahorraré largas explicaciones. Sepan solo que es… peligroso, para ustedes y para él.

Lucie dio instintivamente un paso atrás y dejó que Sharko la adelantara unos centímetros. Detestaba enfrentarse a la mirada de los locos porque, en el fondo de sus iris, podía leerse todo lo que nuestra conciencia rechaza y nos impide ver.

—¿Es un asesino? —preguntó Sharko.

Hussières introdujo la llave en la cerradura.

—No. No ha hecho nada malo, solo lo ha sufrido. Prefiero prevenirlo: Joseph no tiene un rostro como usted o yo.

Calló y miró de nuevo a sus interlocutores a los ojos.

—Hace veintiséis años ocurrieron cosas horribles en estas montañas. Los habitantes dijeron que el diablo habitaba en estos valles. ¿Están aquí, en mi hospital, y ni siquiera han oído hablar de esta historia?

—Acabamos de llegar. Explíquenoslo, por favor.

Hussières inspiró profundamente.

—Joseph tiene cuarenta y seis años y es el único superviviente de un incendio. Entonces tenía veinte años. Sufrió quemaduras de diversos grados en casi todo su cuerpo y su rostro, y pasó más de un año en una unidad de grandes quemados, donde fue sometido a una interminable sucesión de operaciones quirúrgicas. Estuvo a punto de morir en varias ocasiones y solo puede expresarse por escrito. El fuego destruyó su capacidad de emitir sonidos claros y comprensibles… —Bajó la voz. A lo lejos, resonaron unos golpes contra una puerta, acompañados por gemidos. Hussières no prestó la menor atención a los mismos—. Lo que haré o diré en esta habitación puede que les parezca extraño, pero no me impidan hacerlo y, sobre todo, no digan nada. Esa foto y esas hojas sueltas son una nueva pieza de un rompecabezas complejo y tal vez sean, al fin, la llave que me permita entrar en su mente.

—Ha dicho usted que fue el «único superviviente». ¿Cuántas personas murieron?

—Siete… Sus siete hermanos murieron delante de Joseph entre gritos. Tal vez sean esos gritos los que reproduce durante horas. —Al ver el estupor que se dibujaba en el rostro de sus interlocutores, precisó—: Me refiero a hermanos religiosos, por supuesto. Joseph Horteville era monje.

Lucie se quedó muda al encajar la noticia. Aunque estaba igual de impresionado, Sharko recuperó el aplomo unos segundos antes que ella.

Unos monjes…

—Y ese incendio, ¿fue un accidente?

—Accidente, suicidio o un caso de posesión que volvió completamente histéricos a los monjes y los obligó a inmolarse. Se contemplaron todas las hipótesis y surgieron muchas leyendas y habladurías. Todo tiene tendencia a volverse místico, en las montañas, ya saben. En concreto, los cadáveres de los monjes fueron hallados en la biblioteca de la abadía. La investigación desveló que los religiosos se habían hartado de beber agua bendita antes de morir. Como saben, se considera que protege del diablo. Probablemente no querían ir al infierno. —Se encogió de hombros—. Yo tengo mi propia hipótesis sobre esta historia. Y me parece que es esa la que han venido a oír.

Agua bendita… Los policías estaban estupefactos. Lucie preguntó, con voz trémula:

—Su hipótesis es que fueron asesinados, ¿verdad?

Hussières le dio lentamente la espalda y acabó abriendo la puerta.

28

U
na reconstrucción facial en arcilla. Esa fue la primera imagen que le vino a la cabeza a Lucie cuando se enfrentó al rostro de Joseph Horteville. No tenía párpados, ni cejas ni cabellos. En algunos lugares su piel era oscura como el café y contrastaba regularmente con unos islotes rosados, casi blancos, sobre todo alrededor de los labios y del cuello. Sus ojos parecían desorbitados, ya que la piel que rodeaba las órbitas pendía como la de los niños que hacen una mueca tirándose de la piel de las mejillas. Su mueca, no obstante, era permanente y denotaba un indescriptible sufrimiento. Una verdadera llaga ambulante.

Con camisa de fuerza, estaba sentado en la cama y miraba la televisión, colgada a cierta altura. Su universo se reducía a aquellas cuatro paredes que lo rodeaban, aquella cama de cantos redondeados para evitar que se hiriera y la pequeña pantalla, su único vínculo con el mundo exterior. La habitación era espartana, lúgubre, con un óvalo de plexiglás que daba a una inmensa extensión de abetos. Había también manuales de ajedrez, un paquete de hojas de papel y un lápiz de madera sobre una cómoda. Veintiséis años de encierro en ese sepulcro gris. Aunque no hubiera estado loco al llegar, allí habría enloquecido.

Con el cuaderno oculto a su espalda, el psiquiatra se acercó a él, mientras los dos policías permanecían inmóviles, algo inquietos.

—Pronto será la hora de tu partida. Quieres ganarle la revancha a Romuald, ¿verdad?

No parpadeaba. Sharko llegó a preguntarse si tenía párpados. El paciente sonrió imperceptiblemente y se frotó el mentón contra la camisa de fuerza.

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