Read Atomka Online

Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Atomka (21 page)

BOOK: Atomka
13.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Tras su nuevo fracaso con un humano ya no tuvo paciencia para aguardar un año más. Había ganado seguridad, era necesario acelerar el ritmo, tenía que conseguirlo. Volvió al ataque aquel mismo invierno. Un nuevo rapto, y un nuevo fiasco. Tercera víctima. Sin embargo, en esa ocasión, no pudo permitirse arrojar el cuerpo a un lago. Sin duda, había seguido la prensa local y tuvo miedo de que la policía acabara relacionando los accidentes de esquí y los ingresos en Les Adrets de las mujeres morenas. Así que decidió simplemente conservar el cadáver en su propia casa, en un gran congelador. Era menos arriesgado que enterrarlo o abandonarlo en algún lugar.

Un cuerpo congelado, luego un segundo: la locura asesina se había desencadenado. Lucie imaginó a Philippe Agonla, atareado en aquella habitación, mientras estrangulaba con un cabo alrededor del cuello a la tercera y última víctima del congelador.

¿Por qué la mataría de esa manera? ¿Consiguió ella escapar antes de que volviera a capturarla? ¿Agonla la eliminó presa de la cólera? ¿Qué fue lo que trastocó su ritual? A menos que…

Lucie expiró profundamente: tal vez el experimento de Agonla al fin había funcionado. Tras provocarle la animación suspendida y sumergirla en el agua helada de la bañera, y tras detenerse su corazón, la mujer, una vez que hubo entrado de nuevo en calor, volvió a la vida.

Lucie se incorporó e imaginó el volcán que debía de ser la cabeza del asesino. Por primera vez tenía ante él una víctima que había regresado del más allá. En su mente debieron de entremezclarse sentimientos contradictorios: una inmensa alegría, evidentemente, pero también miedo y angustia. ¿Qué tenía que hacer ahora del objeto de su experimento? ¿Soltarla? Ni hablar. Quizá la tuvo cautiva durante varios días para interrogarla, hablar con ella y tratar de comprender lo que se ocultaba al otro lado de la frontera.

Al final, la estranguló y la almacenó con las otras.

Lucie se quedó mirando fijamente a través del respiradero. Afuera, el silencio permitía adivinar el crepitar de los copos sobre el suelo. Las montañas estaban allí, en derredor, amenazantes, opresivas. A la policía no le fue difícil imaginar la silueta de Agonla ocupado en sus macabros quehaceres, en aquel paraje en el corazón del bosque. Allí no había testigos posibles, nadie que pudiera oír los gritos ni ver el trajín de cuerpos entre la camioneta y la casa.

Lucie se centró de nuevo en los hechos. Agonla sin duda logró provocar una hibernación controlada y traer de regreso a una muerta al reino de los vivos. ¿Cómo lo había logrado? ¿Dónde obtuvo la información acerca del sulfuro de hidrógeno —un gas extremadamente tóxico— y cómo utilizarlo, años antes de las investigaciones oficiales?

Lucie observó el desorden que la rodeaba. El tipo al que Sharko persiguió buscaba alguna cosa. ¿Un objeto? Recordaba perfectamente las palabras del profesor Ravanel, el especialista en cardioplegia fría: «Esa persona dispone probablemente del instrumental necesario para calcular unas dosis muy precisas y también de documentos o notas manuscritas llenas de fórmulas que describen sus descubrimientos».

Documentos… Como ella, con su investigación: ella, por lo menos, tenía su pequeño cuaderno. ¿Así que dónde estaban las notas de Philippe Agonla, los resultados de sus experimentos?

Lucie comenzó un meticuloso registro mientras proseguía su análisis. Tras su éxito, el asesino había cambiado de método. Había seguido raptando a sus víctimas en su domicilio, pero ya no las había llevado a su sótano. Las «gaseó» en su camioneta —quizás utilizando una máscara y una recarga con una dosis extremadamente precisa de gas— y las arrojó directamente a los lagos helados. Luego llamó a los servicios de socorro en el momento que mejor le convino: dos, tres, diez o quizá quince minutos después de la inmersión.

¿Por qué avisó al Samu y no las reanimó él mismo? ¿Para evitar que las víctimas le vieran la cara y tuviera que matarlas? ¿Por qué lo más importante para él no era reanimar personalmente a las víctimas sino saber que habían vuelto a la vida? ¿Por disfrutar en secreto de su poder divino y dejar perpleja a la medicina?

¿Hasta dónde habría llegado de no ser por su accidente de tráfico? ¿Y qué pretendía hacer con sus descubrimientos? ¿Seguir jugando con las fronteras de la muerte e ir cada vez más lejos? Nadie lo sabría nunca.

Lucie alzaba y desplazaba los objetos. Agonla había conservado esquíes, espejos, cepillos de cabello y tubos de lápiz de labios guardados en cajas de cartón que habían sido vaciadas. Vio una foto antigua medio rota y la observó a la luz de la bombilla. Se trataba de una mujer muy guapa de largos cabellos morenos y ojos de color avellana que posaba frente a la casa. Su madre, sin duda. Lucie se dijo que, al devolver a la vida a esas chicas, Agonla traía de nuevo junto a él a su propia madre. Quería demostrar que él, un vulgar empleado de mantenimiento, era capaz de vencer las incapacidades de la medicina.

Siguió buscando. El montañés había dedicado varios años a experimentar, planificar y asesinar. Sus descubrimientos debían de ser de una importancia primordial. Debió de ocultarlo bien, al abrigo de la humedad, en el mismo lugar en el que operaba. Más adelante, en la estancia, dio con el estetoscopio, el desfibrilador y las dos grandes botellas de gas. Las sacudió, echó un vistazo debajo de la bañera, en los congeladores y observó de nuevo la bombilla. Allí luz roja y luz blanca en la otra habitación. Esa diferencia de luz la intrigaba desde el principio. Agonla deseaba mitigar la iluminación de aquella habitación, borrar los ángulos y aumentar las sombras. Su mirada se detuvo en las paredes que parecían lisas y uniformes.

Se dio cuenta entonces de que no se distinguían las junturas entre los ladrillos.

Lucie fue rápidamente a la sala contigua, desenroscó la bombilla blanca, volvió a la otra estancia y se encaramó en equilibrio sobre el borde la bañera. Sustituyó entonces la bombilla roja por la blanca.

La habitación adquirió un aspecto muy diferente con la nueva iluminación. Las sombras desaparecieron, las junturas de los ladrillos se dibujaron con más claridad. Lucie recorrió la habitación con una mano sobre los ladrillos de la pared y con la mirada atenta. Se detuvo cerca de un armario metálico que descansaba en el suelo rodeado de latas de conserva esparcidas. Alrededor de dos ladrillos no había junturas. Era casi invisible y era muy probable que los técnicos ni siquiera lo hubieran advertido, pues se habían concentrado en la recuperación de indicios junto a los cadáveres.

La policía sintió que se le desbocaba el corazón. Se arrodilló, tiró delicadamente de los ladrillos hacia ella y descubrió un escondrijo en el muro. Sus dedos palparon una bolsa plastificada.

En el interior había un cuaderno.

Con la garganta seca, Lucie volvió a poner las bombillas en su lugar: la roja allí, la blanca en la otra sala. Se estremeció al oír ruido en el camino que se dirigía a la casa. Se precipitó y vio, por el respiradero, la colilla rojiza de un cigarrillo que volaba en la oscuridad de la noche. Respiró con calma y trató de controlar el estrés. El frío la envolvía, le mordía el rostro, pero lo soportó y abrió el cuaderno.

Parecía un cuaderno escolar, con una cubierta azul y blanca. En el interior, y en una hoja suelta independiente del cuaderno y de formato más pequeño, había un dibujo que le provocó un vuelco del corazón. Se trataba de una especie de árbol de seis ramas, dibujado de forma muy trivial. Lucie recordó la foto en el móvil de Sharko, aquel tatuaje impreso en el torso del chiquillo que había desaparecido.

Los dos dibujos eran idénticos.

En las páginas siguientes —la mayoría de ellas sueltas y de formato más pequeño— aparecieron notas manuscritas, garabateadas, llenas de cifras, frases y borrones. Concentraciones y fórmulas químicas que se entremezclaban en un incomprensible galimatías. Más adelante, se produjo un cambio de caligrafía y en esa ocasión todas las notas estaban escritas directamente sobre el cuaderno. Lucie descubrió, en un rápido vistazo, la identidad de algunas de las víctimas. Parmentier… Leroy… Lambert… Junto a los nombres, los pesos, los cálculos y las concentraciones de los elementos químicos.

Aquello lo habían escrito dos personas: una en unas hojas sueltas y la otra directamente en el cuaderno.

Afuera se oyó un ruido. En el momento en que Lucie se inclinaba hacia el respiradero, algo cayó de entre sus manos.

—¿Es usted, cabo Leblanc?

Una sombra se agachó. Lucie vio el vaho que entraba por la obertura.

—Sí —dijo la voz—. Ya lleva ahí mucho rato. ¿Hay algún problema?

—No. Todo en orden. Enseguida subo.

Lucie se agachó para recoger la foto en blanco y negro que se había escapado de entre las páginas. Era una copia, muy vieja, cuya parte inferior se había quemado. Tres personas —dos hombres y una mujer— se hallaban sentadas a una mesa, en una habitación que parecía pequeña y muy oscura. Ante ellos parecía que hubiera bolígrafos y papeles. Miraban al objetivo de una manera extraña, con aspecto grave.

Lucie entornó los ojos mirando el rostro del hombre del medio. Era posible que…

Acercó la foto a la luz.

Un rostro en forma de pera, cabello hirsuto y un pequeño bigote canoso: era Albert Einstein.

Desconcertada, Lucie deslizó la foto estropeada por el fuego en el cuaderno y lo ocultó bajo su chaqueta. Puso de nuevo los ladrillos en su posición inicial, verificó que no había alterado nada y volvió a subir como si no sucediera nada. Tras saludar a los agentes de guardia, desapareció en la noche, con la sensación de que aquellas notas y aquella foto eran el árbol que ocultaba el bosque.

Camino al hospital.

26

L
ucie se despertó sobresaltada.

Echó un vistazo para recordar dónde estaba: la habitación del hospital. Se incorporó súbitamente en el sillón. Sharko estaba detrás de ella, de pie, y le acariciaba la nuca, y eso era lo que le había provocado ese brusco despertar.

—Es domingo por la mañana, son casi las once —sonrió él—. Quizá podría haber ido a buscarte unos cruasanes.

Lucie hizo una mueca de dolor, tenía contracturas y solo hacía unas horas que había logrado conciliar el sueño.

—¡Franck! ¿Se puede saber qué haces levantado?

Dio una vuelta sobre sí mismo, vestido con un pijama azul.

—No está mal para haber vuelto del más allá, ¿verdad? El médico se ha mosqueado al verme en el pasillo, pero me lo ha explicado todo. Luego también me he cruzado con un gendarme. Estoy al corriente de la muerte de Agonla y de los cadáveres en el congelador. Parece que mi documentación da asco, que mi teléfono ha desaparecido, que mi traje de color antracita está hecho unos zorros y…

Ella se arrimó a su compañero y lo abrazó con fuerza.

—He pasado tanto miedo. Si supieras…

—Lo sé.

—Y lamento nuestra discusión. Sinceramente.

—Yo también. No tiene que repetirse.

Sharko cerró los ojos, mientras seguía acariciándole la espalda. Unas horribles sensaciones le erizaron el vello. El agua helada que le comprimía el pecho y le impedía respirar. Las extremidades que se anquilosaban y lo arrastraban al fondo. La terrible quemazón en los músculos cuando se encaramó a la orilla.

—Ya no tengo mi arma reglamentaria. No la había perdido jamás a lo largo de toda mi carrera, ni siquiera en los peores momentos. Pero ahora… ¿Qué significa eso? ¿Que ha llegado la hora de despedirse?

Lucie lo besó. Intercambiaron caricias y palabras cariñosas. La habitación estaba bañada por la luz. Sharko condujo a su compañera hasta la ventana.

—Mira.

El paisaje era impresionante. Los rayos de sol resplandecían en las cimas de una blancura radiante. Por todas partes irradiaban colores vivos y luminosos. A sus pies, los automóviles circulaban despacio. Aquella vida y aquella luz sentaban muy bien.

—Estas montañas han estado a punto de acabar con mi vida, pero no puedo evitar que me gusten.

—Yo las detesto.

Se miraron embobados y se echaron a reír. A Sharko le dolieron las costillas pero lo ocultó hábilmente. Explicó que, a pesar de las contraindicaciones, estaría en la calle ese mismo día. Se sentía bien, en forma, a pesar de algunos dolores aquí y allá. Lucie se preguntó si no pretendería impresionarla, demostrarle que aún tenía una carcasa robusta.

—Estás muy
sexy
, con ese pijama azul, ¿sabes?

—Podría prescindir de él.

Lucie volvió a abrazarlo.

—Quiero estar contigo en el hotel, esta noche. Sí, quiero que salgas y que hagamos de una vez ese bebé. Digamos que nuestra velada de ayer tuvimos que anularla por causas de fuerza mayor…

Sharko trató de sonreír y pensó en lo que le había dicho el médico del laboratorio de análisis médicos: «Un poco de descanso y unas vacaciones, para que los bichillos recuperen fuerzas…». ¡Menudo descanso, pues! Finalmente, recuperó su aspecto serio y la miró a los ojos.

—El tipo que me arrojó al agua tenía que hacer grandes esfuerzos cuando lo perseguía. Yo no corría muy deprisa, pero él aún menos. Creo que no era muy joven. No pude verle la cara, pero le vi la chaqueta al caer. Era una cazadora militar de color caqui. Exactamente del mismo tipo que la del hombre que raptó al chaval en el hospital.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo.

Lucie encajó la respuesta. Dio gracias al cielo por no haber ido a pediatría, por no haber tenido que mirar a aquel niño a los ojos, porque ahora imaginaba lo peor.

Hubo un largo silencio, muy tenso. Lo que Sharko acababa de decir confirmaba lo que Lucie ya pensaba.

—Creo que hay alguien que sigue la misma pista que nosotros. Nos adelanta y elimina todo lo que podría ayudarnos a avanzar. Remonta el tiempo y hace limpieza. Creo que en casa de Agonla buscaba sus notas. —Rebuscó en su chaqueta—. Estas notas. Este cuaderno contiene fórmulas químicas, dibujos, el
modus operandi
de esas historias del sulfuro de hidrógeno… Agonla habla también de las víctimas, de cómo las durmió. Las cantidades, las dosis…

Sharko asió el cuaderno que ella le tendía.

—¿Los gendarmes te han permitido quedarte con el original?

—No saben que lo he encontrado. Estaba oculto detrás de unos ladrillos, en una de las paredes del sótano.

Sharko se quedó inmóvil, estupefacto.

—Me estás diciendo que…

—Sí, pero lo he dejado todo como estaba.

BOOK: Atomka
13.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Jaden Baker by Courtney Kirchoff
Last Train from Cuernavaca by Lucia St. Clair Robson
The Edge of the Shadows by Elizabeth George
Bank Robbers by C. Clark Criscuolo
Back in her time by Patricia Corbett Bowman
Rigged by Ben Mezrich
The Trials of Hercules by Tammie Painter