Read Atomka Online

Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Atomka (26 page)

BOOK: Atomka
12.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Eso no podemos evitarlo.

Sharko acabó cediendo, ya que no se sentía con ánimos de contrariar a Lucie. Se adentró en la noche durante unos buenos cinco minutos y, a su regreso, su compañera le abrió la puerta delantera, dirigiendo el haz de la linterna a su rostro.

—He podido entrar sin romper nada.

—¿No te das cuenta de que me estás apuntando con la linterna a la cara?

—Vamos, entra.

Cerró con llave a sus espaldas y el haz luminoso reveló una decoración espartana. Algunos muebles de segunda mano, un televisor de tubo catódico y unas paredes cubiertas de trofeos de caza: cabezas disecadas y hocicos aullantes rodeados de fusiles dispuestos sobre soportes. Lucie se estremeció: todos aquellos animales muertos con sus grandes ojos negros desorbitados le ponían la carne de gallina.

—Hace casi tanto frío aquí dentro como fuera. ¿Dónde nos hemos metido? Estoy harta de estas montañas y de los carámbanos que nos cuelgan de la nariz.

Sharko no respondió, ya había ido a la cocina. Los armarios estaban llenos de latas de conserva. En el frigorífico había leche, queso y verduras, algunas de las cuales empezaban a pudrirse. Con las manos enfundadas en sus guantes de lana, Lucie abrió los cajones. En el interior solo había utensilios de cocina. Tras decidirse a accionar los interruptores que inundaron las habitaciones de luz, Sharko se dirigió a la sala. En la chimenea de grandes piedras talladas había un montón grisáceo. El comisario se inclinó, entornando los ojos, y deslizó las cenizas entre sus dedos.

—Parece madera y papel.

Los dedos enguantados de Lucie acariciaron un crucifijo, depositado sobre una vieja biblia.

—¿Has encontrado algo?

—Nada. ¿Has visto alguna factura o algún documento administrativo?

Ella abrió muebles y cajones, y echó un vistazo a una amplia estantería llena de libros pegada a una pared. Obras religiosas… varias biblias… literatura científica: química orgánica, botánica, entomología…

—Tampoco —dijo ella—. Quizá sea de los que no guardan los papeles. Y a la vista de los alrededores, me pregunto incluso si el cartero pasa por aquí. Tengo la sensación de estar en el confín de la nada y de haber regresado a la Edad Media.

—No es más que una sensación. Habría sido positivo dar con un certificado de matriculación o con los papeles del coche. Imagínate que poseyera un Mégane azul.

—Cosa que, en sí misma, solo nos serviría para orientar la investigación, pues no sería una prueba.

Lucie vio una hilera de diccionarios bilingües y manuales que hojeó rápidamente. Por la fecha que aparecía en las contracubiertas, esos libros tenían unos diez años.

—Ruso —dijo ella—. ¿Por qué un monje recluido entre las montañas iba a ponerse a estudiar ruso? —Siguió hablando para sus adentros, en voz baja—: Compró estos diccionarios por lo menos quince años después de la llegada del tipo del Este al monasterio. Hay algo que no cuadra.

Sharko echó un vistazo por la ventana y, acto seguido, se dirigió al baño y luego al dormitorio. Había un viejo armario entreabierto y en el interior Lucie encontró jerséis de lana, pantalones con forro y de lona, calcetines gruesos, botas de caza y también algunos vaqueros. Más arriba había una enorme parka verde de capucha forrada y varios gorros de piel con orejeras, cuidadosamente colgados. La policía observó las etiquetas del interior. Alfabeto cirílico.

—Más ruso. No solo estudiaba la lengua, sino que también viajó allí.

El crucifijo que colgaba en el fondo de uno de los compartimientos le provocó un escalofrío. Cerró la puerta de inmediato.

—Malditos crucifijos, están por todas partes. Me molesta violar la intimidad de un antiguo monje.

—No me vengas ahora con esas. Tendrías que haberlo pensado antes.

Ella suspiró.

—Ni siquiera sabemos qué aspecto tiene ese tipo. No hay ni una foto.

Prosiguieron el registro durante un buen rato y solo palparon con las yemas de los dedos el espectro de la existencia de un hombre recluido que vivía con sencillez y en el anonimato. Sharko sentía que Lucie estaba muy nerviosa y que empezaba a perder la cabeza. La tomó de la mano.

—Hace más de una hora que buscamos. Aunque ese abad tenga algo que ver con nuestro caso, aquí no vamos a encontrar nada, y ya es tarde… Venga, marchémonos.

Ella no se dejó convencer.

—No sé. Tengo la impresión de que se nos escapa algún detalle. Que solo estamos rozando la superficie. Habría que hacer un registro a fondo, como es debido. Hurgar hasta en los rincones.

—¿Qué te esperabas? ¿Que guardara un viejo manuscrito en el frigorífico? ¿Cadáveres en el congelador? Vamos, date prisa.

—Todo está demasiado limpio. Creo que este hombre es muy desconfiado y que no ha dejado ni el menor rastro de objetos o papeles que pudieran indicarnos cosas de él. Hemos registrado su casa y no sabemos nada de él: no hay objetos personales, ni cartas, ni fotos. ¿Alguna vez habías visto algo así?

—Ese tipo es o fue un monje de pura cepa. Pobreza, austeridad, entrega… ¿te suena?

Ella aún echó un vistazo de reojo, titubeando.

—Bueno, salgamos, pero esperemos un rato en el coche. Acabará volviendo.

—¿Y si no vuelve? Si hoy hubiera estado aquí, en la casa no haría tanto frío, ¿no te parece? Ha cerrado la calefacción y eso permite augurar una ausencia prolongada. Y si apareciera, ¿nos lanzamos sobre él y lo interrogamos? ¿Crees que nos confesará a bote pronto que quemó a los monjes hace veinte años?

Lucie inspiró y asintió.

—Vale, tú ganas. Pero mañana, antes de regresar a París, informaremos a Chanteloup, porque alguien tiene que investigar a ese François Dassonville e interrogarlo reglamentariamente.

—Eso me parece la mejor solución. Y confío en que a ese gendarme no le dé un ataque de epilepsia cuando le contemos que ayer robaste el cuaderno en el sótano.

Comprobaron que no habían dejado nada que delatara su presencia y se dirigieron a las ventanas del comedor que daban a la parte trasera. Lucie había forzado una de ellas, empujándola desde el exterior y, con la presión, el pasador se había salido del pestillo que unía ambos batientes. La policía pasó la mano por la vieja madera cuya pintura blanca se desconchaba.

—Ha cedido al empujar, pero desde fuera será imposible cerrar de nuevo la ventana. Prefiero cerrarla desde aquí y que salgamos por la puerta de entrada. Aunque no podamos cerrar con llave, por lo menos nada probará qua alguien ha entrado. El abad quizá creerá que se olvidó de cerrarla.

—Por supuesto… Con un montón de pisadas que rodean la casa.

—Eres un cabrón, Franck.

—Lo sé.

Ella señaló la salida con el mentón.

—Hay una leñera detrás. Le echamos un vistazo y nos largamos.

Tampoco descubrieron nada en la leñera y finalmente se metieron en su vehículo, encendieron la calefacción al máximo y retomaron la carretera hacia el valle, en dirección a Chambéry. Lucie aún castañeteaba y se soplaba las manos heladas.

—Ya es hora de volver a París. Entre los cadáveres en el congelador de Philippe Agonla, los ojos de loco del hermano Joseph y el hecho de que he estado a punto de perderte, ya no soporto más estas montañas. —Miró la carretera que se perdía en la noche, las amenazadoras sombras de los pinos, aquellos barrancos que tanto vértigo le daban—. Tengo la impresión de que aquí no estamos seguros.

Sharko pensaba en la realidad que le aguardaba en cuanto regresara a la capital. Los resultados del análisis de semen… El tarado que parecía encarnizarse con él y llegaba cada vez más lejos. ¿Cómo lograría proteger a Lucie de un enfermo que quería hacerles daño?

Se mordió los labios y finalmente espetó:

—París no es más seguro. Allí tendrás que desconfiar de todo el mundo. Cualquier desconocido que se acerque a ti, cualquier mirada extraña. Tendrás que estar en guardia.

Cruzaban un bosque de alerces. La carretera serpenteaba entre los troncos que parecían abalanzarse sobre ella y la visibilidad era muy reducida. Lucie miró a su compañero extrañada.

—¿A qué viene de nuevo tu discurso paranoico sobre el caso Hurault aquí y ahora, en medio de la nada? —Sharko se encogió de hombros—. ¡Joder, Franck, no me salgas ahora con esas! Te estoy hablando de cosas concretas, de asesinatos y raptos. Has estado a punto de morir en ese torrente porque te dejaste sorprender. Nunca habías perdido el arma reglamentaria y ahora te ha pasado. Antes, hubieras derribado las puertas de esa cabaña y hubiera sido yo quien habría desplazado el coche. —Resopló por la nariz—. No sé… Tengo la sensación de que se te ha ido la olla, últimamente. Estás aquí, conmigo, pero tienes la cabeza en otro sitio.

Sharko se metió bruscamente en la cuneta. Las cadenas chirriaron y el vehículo acabó deteniéndose. El comisario abrió la portezuela con un movimiento seco.

—Crees que conoces mi pasado, pero no sabes nada de mí.

—Al contrario, sé más de lo que tú crees.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nada, déjame en paz.

La miró un buen rato y salió. Lucie lo vio correr hacia atrás y ya solo distinguió su silueta, que parecía luchar contra alguna cosa. Puso un pie afuera en el momento en que él regresaba hacia el coche con un bulto oscuro entre los brazos. Abrió el maletero y metió dentro el abeto con sus bamboleantes raíces cubiertas de tierra. Luego se frotó las manos y volvió a entrar en el coche. Una vez que Lucie se hubo sentado de nuevo a su lado, mirándolo con sus ojazos azules, puso en marcha el vehículo refunfuñando:

—Ya tienes tu maldito arbolito de Navidad. ¿Estás contenta?

31

L
unes, 19 de diciembre.

Las siete de la mañana.

El despertador arrancó a los dos amantes de su sueño. Se habían acostado tarde, tras cenar en el restaurante del hotel, beber moderadamente y hacer el amor. Sharko se afeitó y se vistió con vaqueros y un jersey, y Lucie se acarició el vientre liso frente al espejo con una sonrisa. Gracias a la prueba de embarazo que ya llevaba en el bolso, tendría la confirmación a finales de año —pues aconsejaban esperar unos diez días antes de efectuarla— de que «aquello» había funcionado.

Luego, tras un copioso desayuno para ella y menos para él, se encaminaron a la gendarmería de Chambéry a prestar declaración. Más tarde, aguardaron el momento oportuno para hablar a solas con Pierre Chanteloup. Sentados en el despacho del comandante, le explicaron tranquilamente todos sus descubrimientos recientes. El cuaderno, las palabras de Hussières acerca del asesinato de los monjes y la posible implicación del abad François en aquella historia. No dejaron de añadir que iban a marcharse de allí de inmediato y que la SR de Chambéry no volvería a cruzarse con ellos. Tras ese último anuncio, el gendarme, que había pasado por todos los estados nerviosos, al fin pareció tomarse las cosas con profesionalidad. Sobre todo, estaba aliviado ante la perspectiva de que aquellos dos se largaran de sus montañas.

—Muy bien. Abriré de nuevo el caso del incendio de 1986 e investigaré en primer lugar a ese François Dassonville. Pueden estar seguros de que, con lo que acaban de contarme, no lo vamos a dejar ni a sol ni a sombra.

Miró a Lucie a los ojos.

—Mis subordinados me comunicaron que regresó usted al sótano de Philippe Agonla. No le voy a ocultar que me disponía a informar de ello a sus superiores jerárquicos y a exigirles una sanción disciplinaria.

—Bien está lo que bien acaba, pues —respondió Lucie con cierto deje de arrogancia.

—En lo que a usted respecta, sin duda. En cuanto al caso, eso es otra historia.

Sharko se puso en pie y se puso su chaquetón.

—Esperamos que nos mantenga informado de los avances de su investigación. Evidentemente, nosotros también lo haremos. Los hilos están muy embrollados. Ni ustedes ni nosotros lo conseguiremos solos, todos tenemos el mayor interés en cooperar. —Chanteloup asintió y estrechó la mano que Sharko le tendía. El comisario añadió, con una sonrisa forzada—: Antes de regresar a París, desearíamos unas copias de excelente calidad de ese cuaderno y también de la foto de Einstein. En varios ejemplares, si fuera posible. ¿Puede hacernos ese favor?

Las cuatro menos cuarto de la tarde.

Lucie estaba adormilada y cabeceaba bruscamente entre el pecho y el reposacabezas del asiento. A lo largo de todo el trayecto de regreso, Sharko no había dejado de pensar. En esa época de fiestas, tendría que renovar algunos documentos —el permiso de conducir, el certificado del seguro— y obtener una nueva arma reglamentaria. En resumidas cuentas, tardes enteras peregrinando por tiendas y administraciones, en medio de todo el jaleo.

Acababa de comprar, deprisa y corriendo, un teléfono móvil antes de marcharse de Chambéry: un aparato sencillo, con un número que ya había memorizado y una tarjeta que le permitiría aguantar hasta regularizar la situación con su operador. En medio de todo ese caos pensaba también, por descontado, en los resultados de los análisis de semen. El resultado del ADN debía de hallarse ya en el falso buzón de correo electrónico y el policía se veía incapaz de esperar hasta el día siguiente. Por ello, tras dejar a Lucie en el apartamento, iría al 36 para recuperar en su ordenador la falsa dirección y, acto seguido, accedería al correo apropiado por internet.

Los rótulos y los kilómetros siguieron sucediéndose. Hacía muchísimo frío, pero desde hacía dos días no había vuelto a nevar, y ello había permitido a la Dirección Departamental de Fomento limpiar por completo las grandes vías de comunicación. Con todo, en derredor el paisaje era lunar, con unas extensiones blanquecinas que se perdían en el horizonte. Sharko no recordaba otro invierno como aquel, con precipitaciones tan importantes en todo el país. Incluso en Niza y en Córcega habían tenido su ración de copos de nieve.

El vehículo se hallaba a unos cincuenta kilómetros de los alrededores de París cuando Lucie se despertó bruscamente al oír el timbre de su móvil. Se desperezó dos segundos antes de descolgar. Sharko la vio descomponerse en tiempo real, mientras ella solo respondía con cortos asentimientos sonoros. Una vez que hubo colgado, se llevó las manos a la cara, inspiró profundamente y luego se volvió hacia Sharko.

—Era Bellanger. Está en el bosque de Combs-la-Ville, cerca de Ris-Orangis, con el gendarme de MaisonsAlfort, un tal…

—Patrick Trémor.

—Patrick Trémor, eso es.

BOOK: Atomka
12.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Book of Love by Kathleen McGowan
The Dark Horde by Brewin
Flesh Eaters by McKinney, Joe
Forgotten Suns by Judith Tarr
El libro de los manuales by Paulo Coelho
Offerings by Richard Smolev
Angels in Disguise by Betty Sullivan La Pierre
Cold Warriors by Rebecca Levene