—Luego te quitaremos la contención, Joseph. Solo quería presentarte a dos invitados. Son conocidos de Philippe Agonla. ¿Recuerdas a Philippe?
El grueso labio inferior —un labio de un grosor increíble, como si le hubieran inyectado cien gramos de silicona y el peso lo hiciera colgar— comenzó a vibrar. Joseph asintió. Señaló varias veces con el mentón hacia las hojas en blanco, mientras emitía curiosos sonidos, semejantes a gruñidos. Era bajo y delgado, y parecía inofensivo como un anciano.
—Muy bien —dijo Hussières—. ¿Estás seguro de que no quieres arrancarte la piel?
Movimiento de negación con la cabeza de Joseph. El psiquiatra apagó el televisor y llamó a un enfermero. Un tipo de unos cuarenta años llegó al instante. Rostro adusto, cráneo afeitado y fuerte como un roble. A la orden del psiquiatra, le quitó la camisa de fuerza y se situó en un rincón, de brazos cruzados, dispuesto a intervenir en caso necesario.
Vestido con un pijama azul, el paciente se tocó con suavidad la cara, con las palmas de las manos apoyadas en las mejillas. Luego se inclinó hacia las hojas, asió el lápiz y empezó a escribir, casi con frenesí. Le temblaban los dedos. Muy excitado, tendió el papel a los policías. El médico interceptó la hoja, leyó lo que había escrito y respondió con voz serena:
—Philippe está bien. Les ha pedido que te saludaran de su parte. Son su primo y su prima. ¿Nunca te habló de ellos?
Joseph miró a Sharko y a Lucie, meneó la cabeza y emitió lo que parecían unos ruidos de satisfacción. Con un pañuelo, se enjugó los labios y siguió escribiendo. Mientras Hussières se inclinaba para coger el mensaje, Joseph se puso en pie de un brinco y trató de acercarse a Sharko. El vigilante, que estaba al acecho, se lo impidió, con una expresión muy seria.
—Ya sabes que no, Joseph. Vuelve junto a la cama.
Por reflejo, el comisario había protegido con su mano el vientre de Lucie. Su corazón había dado un vuelco. El hombre, del que había podido sentir su aliento, parecía las puertas del infierno. Tras un cuarto de siglo viviendo allí encerrado, olvidado por todo el mundo y con aquel rostro repugnante, ¿cómo podía conservar su humanidad?
—¿Qué ha escrito? —preguntó el comisario.
—Les pregunta por qué Philippe no ha venido. —El psiquiatra se volvió hacia el paciente—. No ha venido simplemente porque ha sufrido un accidente. Un accidente que le ha provocado un grave problema de memoria. Se encuentra bien, no te preocupes. No recuerda demasiadas cosas, pero se acuerda de ti, de vuestras partidas de ajedrez y de todos los buenos momentos que compartisteis.
A pesar de los cráteres de carne quemada y los bultos, su rostro transmitía emoción. Joseph detuvo una lágrima con la punta de los dedos, justo debajo de su ojo derecho, y la contempló largamente. Lucie estimó que tal vez se tratara de una reacción fisiológica y no de verdaderas lágrimas.
—Vendrá a verte en cuanto pueda, lo ha prometido —prosiguió Hussières—. Quería hacerte un pequeño obsequio y te manda esto.
Joseph tomó el cuaderno que le tendía el psiquiatra y lo acarició. Lo abrió con una sonrisa y deslizó sus dedos quemados sobre el papel.
—Te acuerdas, ¿verdad? ¿Y todas esas hojas que le dabas a escondidas a Philippe? Las ha guardado preciadamente en su cuaderno.
El monje asintió lentamente. El médico esperó, y luego sacó de su bolsillo la foto en blanco y negro y se la mostró.
—¿Y esta foto? Es tuya, ¿verdad?
Nuevo asentimiento. Joseph tomó la foto, se sentó en la cama y estuvo un buen rato mirándola. Su mirada se volvió torva. Miró de nuevo a los policías, por encima de los hombros, como si buscara a alguien más, y se enfurruñó. Escribió algo mientras emitía unos curiosos sonidos. Lucie observó que el enfermero estaba ojo avizor, dispuesto a intervenir, cuando Hussières se agachó frente a Joseph y le tomó el papel de las manos. Lo leyó, lo arrugó y se lo metió en el bolsillo.
—No, no, por supuesto que no —dijo Hussières aclarándose la voz—. No tienes nada que temer. Volvamos a esa foto, si quieres. Nunca la tuviste en tu posesión, ni en el hospital ni aquí. La ocultaste en algún sitio en la abadía, antes del incendio. ¿Verdad, Joseph?
Joseph asintió nervioso. Había dejado la foto y sus manos se crisparon agarrando la sábana. El psiquiatra dirigió una mirada que traslucía su tensión al enfermero y con la que le ordenaba que, sobre todo, no se moviera. Los dos policías seguían inmóviles en un rincón, y escuchaban atentamente al especialista.
—La escondiste en algún sitio en la biblioteca. Por eso está un poco quemada, ¿verdad? Y le indicaste ese escondite a Philippe, y solo a Philippe, porque confiabas en él. Cuando salió del hospital fue allí pero, aparte de esta foto, solo encontró cenizas… Esa historia ocurrió hace mucho tiempo y creo que Philippe quiere que le escribas de nuevo todo lo que sucedió antes del incendio de la biblioteca. Todo lo que le explicaste y escribiste entre estas paredes, a escondidas, porque lo ha olvidado todo y quiere entenderlo de nuevo. —Tendió unas hojas a Joseph—. Vamos. Tienes todo el tiempo del mundo. Empieza desde el principio, desde la llegada del Extranjero, hace veintiséis años.
Joseph miró a los dos policías con serenidad, a pesar del repugnante aspecto de su rostro redondo como la luna. Lucie quiso apartar la mirada, pero resistió, y lo miró a los ojos. Sin apartar la vista, Joseph asió una hoja y sacó un poco la lengua. Luego volvió al fin el rostro y utilizó el brazo para ocultar lo que estaba escribiendo o dibujando. Lucie tenía los dedos crispados en la espalda de Sharko.
Finalmente, Joseph dejó la hoja sobre la cama, boca abajo, hacia el colchón, y miró al psiquiatra con una inquietante sonrisa. Al darle la vuelta al papel, Hussières pudo leer: «¿Te estás riendo de mí? ¿Por qué hablas por esos dos polis cabrones?».
Un segundo después, Joseph le clavó el lápiz en el dorso de la mano con un movimiento seco. Hussières aulló de dolor.
El hombre del rostro calcinado fue a acurrucarse a un rincón y comenzó a arrancarse la piel de la cara entre carcajadas.
S
harko, Lucie y Léopold Hussières se hallaban en la enfermería. A este último le habían curado la herida y llevaba la mano derecha vendada con Elastoplast. La sala olía a anestésico, desinfectante y sangre fresca.
El psiquiatra no había vuelto a mencionar lo que acababa de suceder en la tercera planta, a buen seguro incómodo por el fracaso y por la manera en que había sido descubierto. Como si nada, pidió a los policías que se acercaran a la ventana frente a la que se hallaba. Afuera ya casi era de noche. Se distinguían aquí y allá algunas luces, encaramadas en lo alto de las laderas de las montañas.
—Cuando el cielo está despejado, se puede distinguir la silueta de la abadía de Notre-Dame-des-Auges, allá abajo, en la montaña del Gros Foug. Los monjes que vivían allí, en 1986, pertenecían a la orden de los benedictinos y estaban bajo la autoridad del abad, el hermano François Dassonville. Era una comunidad apacible, que dependía del Vaticano, y cuyos primeros miembros se instalaron allí hace más de doscientos años. Desde el drama, el edificio religioso está abandonado y sufre las inclemencias del tiempo. Ya nadie podía vivir allí, donde, según se cuenta, había aparecido el diablo.
Lucie había sacado el bolígrafo y el cuaderno, que colocó sobre el cuaderno de Philippe Agonla.
—Tenemos que comprender lo sucedido, doctor. Díganos todo lo que sepa de este asunto, del hermano Joseph, de ese misterioso cuaderno y de esa historia diabólica.
—Necesito garantías.
—¿Cuáles?
—Si avanzan en sus investigaciones, nadie, salvo la gente que participa en el caso, debe saber que la información procede de mí. Sobre todo, nadie de la región debe saberlo. No quiero verme mezclado en eso.
Los policías sentían que estaba muerto de miedo. Manoseaba de manera inconsciente los finos eslabones de una cadena de oro que llevaba al cuello, de cuyo extremo probablemente colgaba una medalla. Sharko trató de tranquilizarlo lo mejor que pudo.
—Se lo aseguramos.
—Díganme que me dejarán fotocopiar todo lo que contiene este cuaderno y que me mantendrán informado de los avances del caso. Es una obsesión que dura desde hace veintiséis años.
—De acuerdo.
Apretó los labios, respiró profundamente y comenzó a hablar.
—Después del ingreso de Joseph, los gendarmes vinieron aquí regularmente, casi cada semana. Joseph era el único superviviente del incendio y los gendarmes querían a toda costa que les diera alguna pista, que les explicara a qué tipo de caso se enfrentaban. Sin embargo, Joseph permaneció mudo como una tumba, deliraba a menudo y estaba aterrorizado por el hecho de haber visto morir a sus hermanos con sus propios ojos. La enfermedad mental se apoderó de su cabeza, así, de forma casi instantánea. En cuanto se le hablaba del incendio, se automutilaba. La locura que lo embargaba contribuyó también a alimentar la leyenda de las almas poseídas por el mal y la verdad es que todo aquello perjudicó mucho la imagen de mi hospital.
Invitó a los dos policías a avanzar por el pasillo y cerró la enfermería con llave al salir. Una luz artificial, blanca, había reemplazado a la del día. Por nada en el mundo Lucie habría pasado una noche entre aquellas paredes.
—Con el paso del tiempo, los gendarmes abandonaron la investigación, ya que no tenían ninguna prueba de que pudiera tratarse de un crimen. ¿Quién podría haber atacado a unos hombres de Dios que vivían apaciblemente y con qué móvil? Y, además, eso ocurrió en 1986 y entonces las fuerzas del orden no contaban con todas esas técnicas de investigación de las que disponen ustedes ahora. En resumen, el caso fue archivado. Son los primeros que veo que vuelven a interesarse por él, después de tantos años. Veintiséis años, nada menos. ¡Creía que ese misterio había quedado sepultado para siempre en los valles de estas montañas!
Hussières abrió una puerta que daba a una escalera de caracol que se adentraba en las tinieblas. Una corriente de aire gélido los despeinó. Sharko se subió el cuello de la chaqueta.
—Esta historia comenzó de una manera muy extraña, justo antes de que las llamas acabaran con los monjes. Síganme.
Una vez que se iluminó el espacio, descendieron uno tras otro, pues la escalera era demasiado estrecha para que cupieran dos personas de lado. Los peldaños eran sólidos, de cemento sin pulir. El psiquiatra accionó otro interruptor que iluminó una sala parecida a una cripta. Exhalaban vaho por la boca, como si la muerte habitara en aquel lugar y se hubiera deslizado en cada organismo.
—Los archivos del hospital, desde su fundación.
La voz resonaba, pues el techo era bajo, aplastante. El polvo se acumulaba en las estanterías de madera negra ligeramente combadas y reinaba un olor a tinta y papel viejo. Lucie se arrebujó en su chaqueta, con las manos al cuello, y se sobresaltó cuando la puerta se cerró por sí sola a sus espaldas. Por un instante pensó en el calor de una buena ducha y de una cama, lejos de todos aquellos horrores.
—Aquí encontrarán documentos que se remontan a 1905, los más antiguos, y no hace falta que les diga que lo que dormita en esas viejas páginas no es muy agradable. La psiquiatría esconde ahí sus horas más negras.
Sharko tenía una sensación de ahogo y tuvo que hacer esfuerzos para no marcharse de allí. En apretada disposición se sucedían cientos, miles de carpetas. ¿Cuántos seres anónimos habían sido electrocutados, lobotomizados, apaleados o humillados entre aquellas montañas? Agarró discretamente la mano de Lucie cuando Hussières desapareció por un pasillo. El hombrecillo alcanzó un sobre negro, archivado en un estante.
—1986… El dossier no oficial de Joseph, mi modesta investigación policial, si quieren llamarlo así.
Mantenía una expresión seria e inquieta. Lucie sentía que necesitaba hablar de su investigación, exteriorizar una historia que aún guardaba en su interior y lo atemorizaba. Abrió la carpeta y mostró una foto a la teniente de policía, que hizo una mueca. En la foto, constelada de puntitos negros, quizá por un defecto de la película, se veía un hombre de torso desnudo, colocado bajo una burbuja transparente. Estaba tendido en lo que parecía una cama de hospital.
Todo él era una llaga, de pies a cabeza. Lucie, que había visto muchos cadáveres, tuvo la impresión de que aquel cuerpo estaba putrefacto y algunos huesos de los brazos y las piernas podían verse a través de la carne roída. Tenía los ojos abiertos y la mirada perdida. Jamás había visto a un ser vivo en semejante estado.
Porque le parecía que aquel hombre estaba vivo.
Le tendió la foto a Sharko.
—Este es el Extranjero —dijo el psiquiatra—. Este hombre fue conducido por dos «individuos» al hospital de Annecy, el 13 de mayo de 1986, y mientras se llevaba a cabo el ingreso desaparecieron sin dejar ningún rastro de su identidad. Según las informaciones que pude obtener más adelante de los gendarmes, el paciente era prácticamente incapaz de expresarse debido a su estado. Sin embargo, estimaron que debía de hablar una lengua del Este, quizá ruso. La foto que tienen en sus manos fue tomada al cabo de tres días de hospitalización. Cuarenta y ocho horas más tarde, el Extranjero falleció.
Sharko le devolvió la foto, con el ceño fruncido.
—¿De qué enfermedad?
—No se trataba de una enfermedad, sino de un mal. La irradiación…
Lucie y Sharko se miraron. Volvía a aparecer la radiactividad, como un hilo invisible que uniera los elementos de su investigación. El psiquiatra siguió hablando.
—… Una irradiación que pulverizaba todas las estadísticas. El hombre había recibido cien mil veces la dosis soportable en una vida entera, crepitaba como un fuego de Bengala. Miren los puntos negros en la foto: las partículas radiactivas que emanaban de su cuerpo alcanzaban incluso la película utilizada por el fotógrafo. Logré conseguir todos los datos médicos y, si lo desean, pueden echarles un vistazo. Ahora entenderán por qué esa foto de Einstein con Marie Curie me ha llamado la atención.
A pesar del frío y de la oscuridad de aquel lugar, el comisario trató de concentrarse al máximo. Desde hacía unas horas, el caso había dado un giro inesperado. Hussières les confiaba sus averiguaciones y no podían dejar escapar aquella oportunidad.
—1986… un ruso… la irradiación… todo eso me hace pensar en Chernóbil —dijo el policía.
—Exactamente. La central explotó el 26 de abril de 1986. El tipo llegó al hospital tres semanas más tarde, a las puertas de la muerte. Es evidente que se hallaba cerca de la central en el momento de la explosión o unos días después, y que huyó de su país. Logró cruzar las fronteras, pasando por Suiza o Italia, y llegó a estas montañas para refugiarse en un lugar donde no lo hallaran nunca: en una comunidad religiosa. Sin embargo, durante ese tiempo, la radiactividad afectaba a todas y cada una de sus células de una manera invisible. —Les mostró otras fotos igual de macabras, aún peores que la primera—. El hombre falleció sufriendo unos dolores inimaginables, quemado desde dentro por el átomo, como les sucedió a tantos operarios de Chernóbil que los rusos enviaron al tejado de la central para tratar de sellar el reactor. Hay que imaginar la estupefacción de las autoridades francesas, en aquella época, mientras todos los países de Europa se veían arrastrados por la fobia a la energía nuclear. ¿De dónde salía aquel hombre irradiado hasta el menor rincón de su carne? ¿Quién lo había conducido al hospital? ¿Y por qué esperaron a que estuviera en tan mal estado para conducirlo adonde pudieran atenderlo?