Atomka (49 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Atomka
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El coche amarillo cruzó un gran puente, circuló unos minutos más siguiendo los paneles escritos en cirílico y los dejó en una callejuela frente a su hotel. Sharko pagó la carrera mientras Vladimir descargaba el equipaje. Era casi medianoche, hora local.

Tras presentarse en recepción, Sharko le dio la llave a Vladimir.

—Su habitación está justo al lado de la nuestra, en la tercera planta.

El joven traductor asintió con una sonrisa cansada. Parecía agotado y, en cierta medida, Sharko sentía remordimientos por haberlo casi obligado a acompañarlos. El ascensor los depositó en su planta. Vladimir metió la llave en la cerradura de su puerta y, justo antes de entrar, se volvió hacia los dos policías y dijo:

—¿Saben qué significa Chernóbil, en ucraniano?

Sharko meneó la cabeza y Lucie también.

—Ajenjo —dijo Vladimir—. El ajenjo es un veneno pero también el nombre del astro brillante descrito en el Apocalipsis según San Juan. «El tercer ángel tocó la trompeta, y cayó del cielo una gran estrella, ardiendo como una antorcha, y cayó sobre la tercera parte de los ríos, y sobre las fuentes de las aguas. Y el nombre de la estrella es Ajenjo. Y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo; y muchos hombres murieron a causa de esas aguas, porque se hicieron amargas». —Permaneció unos segundos en silencio y concluyó—: «Dormid, buenas gentes, dormid en paz, todo está tranquilo», decían mientras el veneno se esparcía en el cielo de mi país y mataba a mi familia. Buenas noches a ustedes dos. Duerman en paz.

62

C
ientos de kilómetros cuadrados de desierto nuclear.

Aquello comenzó con la pérdida de la cobertura de los teléfonos móviles. Luego, a medida que el todoterreno se abría paso hacia el norte, la vida iba capitulando poco a poco. Bajo el frío sol de diciembre, los lagos centelleaban y se extendían en el horizonte, lisos como conchas de nautilos. Los paneles de señalización, torcidos o caídos en el suelo, estaban pulverizados como cartón quemado y los árboles sin hojas se aproximaban peligrosamente al asfalto.

Y aquel blanco, aplastado hasta el infinito, aquella nieve que no se derretía, que solo hollaban los animales salvajes. Conejos, corzos o lobos nacidos de la ausencia del hombre. Y ni siquiera habían llegado aún a la zona de exclusión…

A pesar de todo, mucho más al norte, reapareció lo humano. En un momento dado, Lucie creyó atravesar un pueblo abandonado: las casas estaban invadidas por la vegetación, la carretera hecha trizas y el tiempo se había detenido. Sin embargo, la visión de un grupo de niños sentados a la puerta de una casa en ruinas le heló la sangre.

—¿Qué hacen aquí esas criaturas?

Vladimir se detuvo junto a la carretera.

—Son refugiados del átomo. Estamos en Bazar, justo en el límite de la parte oeste del perímetro prohibido. La ciudad fue evacuada, pero hay gente pobre que progresivamente la ha ido repoblando. El alojamiento es gratuito, las frutas y las verduras crecen en abundancia y son anormalmente grandes. Hay niños y adolescentes que se agrupan en bandas y viven como manadas. Esos habitantes no se plantean grandes preguntas y siguen viviendo. Se les llama
samosiols
, «los que han regresado».

Aquí y allá ardían fuegos y junto a las casas de ladrillos se deslizaban sombras furtivas. A Sharko le sorprendió ver una pequeña decoración navideña suspendida en el porche de una casa. Se hallaban en una ciudad de fantasmas, en el corazón de un mundo que giraba sobre sí mismo, habitado por gentes que ya no existían para nadie más.

Vladimir tendió la mano hacia el comisario, que estaba instalado delante.

—Deme la foto de la mujer que buscan. Iré a preguntar si alguien la ha visto, nunca se sabe. Quédense en el coche.

—Pregunte también por el niño.

El comisario le dio las fotos del niño del hospital y de Valérie Duprès. El joven intérprete se alejó un buen rato y, cuando regresó, arrojó las fotos sobre el salpicadero.

—Nada.

Retomaron la carretera en silencio. Más lejos, Vladimir señaló las impresionantes alambradas, entremezcladas con las tortuosas ramas de los árboles del bosque.

—La zona prohibida se halla al otro lado. Hay un puñado de obreros que aún trabajan junto al viejo sarcófago que recubre el reactor número cuatro para contener las fugas de uranio. Los residuos radiactivos se evacuan dos veces por semana hacia Rusia en grandes camiones.

—Creía que estaba abandonada, que ya nadie se aventuraba ahí dentro.

—El
lobby
nuclear quiere quedar bien, ¿me entiende? Lo único que hacen es desplazar la radiactividad gastándose sumas astronómicas. En lugar de enviar cohetes a Júpiter, lo que deberían hacer es enviar toda esta mierda muy lejos de aquí en cohete.

—¿El autobús de la asociación nunca ha recogido a niños de Bazar?

—Ya nos gustaría, pero esa gente no tiene ningún estatuto, ni documentos. No existe. Así que, oficialmente, no podemos hacer nada por ellos.

Circularon junto a las alambradas a lo largo de cinco kilómetros y atravesaron los primeros pueblos en los que se había detenido el autobús: Ovroutch, Poliskyi… Cada vez, el vehículo se detenía y Vladimir interrogaba. Esa vez, un hombre, frente al coche, señalaba la carretera. Vladimir volvió a la carrera.

—Nada —dijo poniendo en marcha el coche—. Solo una moto, que ese habitante vio pasar muy lentamente la semana pasada. Eso es todo.

—¿Qué tipo de moto? ¿La pilotaba un hombre? ¿Una mujer?

—No lo sabe. Tal vez consigamos más información en Vovchkiv. La moto iba en esa dirección.

Sharko se volvió hacia Lucie. Tal vez se hallaran en el buen camino, pero cuanto más se aproximaban más disminuían sus esperanzas de dar con Valérie Duprès con vida. Esos territorios eran muy hostiles y la gente a la que perseguían, muy peligrosa. Sin olvidar la sangre, la nota oculta en el bolsillo del chaval…

Llegaron a Vovchkiv, unos diez kilómetros más lejos: un pedazo del siglo XIX perdido en el apocalipsis nuclear. Calles de tierra llenas de hoyos, carros cargados de patatas y cochecitos desnudos a guisa de capacho. Solo las casas de obra vista, ligeramente decoradas con elementos navideños, los Fiat y los Travia de matrículas colgantes daban testimonio de cierta modernidad. Habitantes de todas las edades vendían confituras de arándanos, setas secas o conservas, sentados ante sus casas, con aquel frío helado. Los niños participaban en las tareas. Enganchaban los carros, los empujaban y descargaban los productos de la tierra destinados al trueque o a la venta. Al ver todos aquellos alimentos, Lucie pensó en el mapa de los niveles de cesio, así como la mancha de un rojo muy vivo que englobaba aquellas tierras.

La radiactividad estaba allí, en cada fruta y cada seta.

Y en cada organismo.

Vladimir estacionó el todoterreno en el linde del inmenso bosque, en una pequeña explanada que servía de aparcamiento.

—Ya hemos llegado lo más cerca posible de la zona prohibida. Vovchkiv es uno de los últimos pueblos oficialmente habitados del perímetro 2. En este mismo lugar embarcamos a cuatro niños del pueblo, hace una semana, antes de proseguir nuestro camino setenta kilómetros más al sur. Aprovecharé para saludar a los padres de los niños que están ahora en Francia e interrogaré a los habitantes.

Vladimir se alejó con las fotos y desapareció detrás de una casa. Lucie observaba a su alrededor, inquieta. Los álamos y los abedules sin hojas, enzarzados como palillos del Mikado, los caminos de guijarros y aquel cielo demasiado azul.

—Es espantoso —dijo ella—. Esa gente, estos lugares perdidos, tan cerca de eso que para nosotros no es más que una palabra. Nadie debería haber seguido viviendo aquí después de la catástrofe.

—Son sus tierras. Si los echas de aquí, ¿qué les quedaría?

—Se van muriendo envenenados poco a poco, Franck. Envenenados por su propio gobierno. Aquí, la leche de las madres no protege a sus recién nacidos, los mata. Todas las miradas están puestas en Fukushima mientras aquí, ante nuestros propios ojos, asistimos a un genocidio nuclear. Es pura y simplemente monstruoso.

Lucie se acarició el vientre, pensativa, mientras Sharko aprovechaba para salir a estirar las piernas, encasquetándose el gorro y ajustándose bien los guantes. Miró hacia el espeso bosque, pensando en el monstruo situado a solo treinta o cuarenta kilómetros. Lucie llevaba razón: ¿cómo podía abandonarse a aquella gente a su triste destino?

A la izquierda, un grupo de adolescentes lo observaba, manteniéndose a una buena distancia y con aire curioso. El comisario les devolvió la sonrisa, con amargura en su propio interior. Al día siguiente era Navidad y el único regalo que recibirían aquellos chavales sería su dosis diaria de cesio 137.

Uno de ellos se separó del grupo y se aproximó. Debía de tener unos quince años y llevaba un viejo abrigo agujereado. Era rubio, guapo y de ojos azules, de tez morena y, sin duda, habría tenido otro destino en otro país. Se puso a hablar y tironeó a Sharko de la manga, como si quisiera conducirlo a algún lugar.

Vladimir reapareció corriendo, sin resuello.

—Aparentemente, por aquí no han visto nada —dijo.

Trató de apartar al muchacho con un gesto seco.

—No deje que le moleste, probablemente querrá dinero. Vamos.

—Parece que quiere enseñarme algo.

—No, no. Vámonos.

—Insisto. Pregúntele.

El joven se mostraba muy insistente. Habló con el traductor y este se dirigió acto seguido a los policías.

—Dice que ha hablado con la mujer de la moto. Se detuvo aquí, en el pueblo.

—Enséñele la foto.

Vladimir obedeció. El joven le arrancó la foto de las manos y asintió enérgicamente. Intrigado, el comisario miró al joven a los ojos.

—¿Adónde iba? ¿Qué buscaba? Pregúntele, Vladimir.

Tras la traducción, el adolescente replicó, señalando con el dedo hacia la carretera. Mantuvo una larga conversación con el traductor, y este se volvió hacia sus interlocutores franceses.

—Buscaba un medio de entrar en la zona prohibida con su moto, pero evitando los puestos de guardia. Aquí se hizo pasar por fotógrafa y repartió algo de dinero. Fue él, Gordiei, quien la guió hasta el acceso.

—¿Qué acceso?

El chaval tironeaba de nuevo de la manga de Sharko. Quería conducirlo a algún lugar. Vladimir tradujo:

—Por lo que me cuenta, está a dos o tres kilómetros de aquí, antes del pueblo de Karsyatychi. Según él, hay una vieja carretera en muy mal estado por la que los coches a duras penas pueden circular, que atraviesa la zona, rodea la central por el sur y conduce al lago Glyboké, el lago que en aquel entonces se utilizaba para enfriar los reactores.

Sharko contempló el bosque, a su espalda, y preguntó:

—¿Y ha visto pasar esa moto en el otro sentido?

El adolescente respondió que no. El comisario reflexionó unos segundos.

—Pregúntele cuándo ha nevado por última vez.

—Hace tres o cuatro días —respondió Vladimir tras traducirlo.

Por desgracia, el rastro de la moto ya habría sido borrado. Sin embargo, Sharko no se rindió.

—Quisiéramos que nos condujera hasta ese lugar.

Vladimir se quedó estupefacto. Se mordió el labio inferior.

—Lo siento, pero… Allí no voy a ir. Quedamos que los llevaría hasta el pueblo y les haría de guía, pero no me voy a aventurar ilegalmente en una zona prohibida. No me parece una buena idea que se metan en ese sitio peligroso.

—Lo comprendo. En tal caso, iremos solos con el coche y usted nos esperará aquí, si lo desea. Así tendrá tiempo para hablar con las familias.

Vladimir obedeció a desgana. Mientras, Lucie llevó a Sharko a un aparte. Tenía el rostro helado.

—¿Estás seguro de lo que haces? Quizá deberíamos ponernos en contacto con el agregado de la embajada para ese tipo de cosas.

—¿Quieres que perdamos el tiempo en papeleo y palabrería? Ese tipo con corbata me ha cabreado, quería colocarnos como fuera a su propio intérprete.

—Solo deseaba ser diplomático.

—Un diplomático no tiene nada de un policía.

El comisario se metió unos metros en el bosque. El suelo y la nieve estaban helados, y todo crujía a cada paso. Se volvió hacia la carretera, con el rostro dolorido por el frío.

—Tal vez el niño llegara desde dentro del bosque. El autobús estaría estacionado aquí y el chaval pudo esconderse en el maletero, sin que nadie lo viera. En el hospital descubrieron que tenía marcas de ataduras en las muñecas. Estoy seguro de que nuestro pequeño desconocido estaba retenido en algún lugar de la zona prohibida y que Duprès lo ayudó a escapar. No hay otro escenario posible. Tenemos que ir allí.

—¿Sin armas, sin nada?

—No tenemos elección. Si damos con algo sospechoso, daremos media vuelta y avisaremos a las autoridades y al agregado de seguridad interior. Haremos las cosas como es debido. ¿Te parece?

—«Haremos las cosas como es debido». Esto sí que me hace gracia. Me parece estar viendo de nuevo al Sharko de las grandes ocasiones, al que se pasa las reglas por el forro y hará lo que haga falta para llegar al final.

El comisario se encogió de hombros y se acercó a Gordiei. Vladimir actuó como intérprete.

—Los llevará hasta la carretera y volverá aquí a pie. Solo quiere alguna cosilla, a cambio.

—Por supuesto.

Sharko se llevó la mano a la cartera y le tendió un billete de cien euros. Gordiei se lo metió en el bolsillo con una gran sonrisa. Cuando se dirigieron hacia el coche, los relojes marcaban la una.

Antes de subir al coche, Lucie se dirigió a Vladimir:

—¿Y la radiactividad? ¿Qué riesgo hay, exactamente?

—Ninguno, si van con cuidado. No se quiten los guantes, no toquen nada, no se lleven nada a la boca. La radiactividad está en el suelo y en el agua, pero no en el aire, excepto en las inmediaciones del reactor número cuatro. Y cuando digo «inmediaciones» me refiero estrictamente a algunos metros. Tal como les he dicho, hay fugas en el sarcófago y las barras de uranio siguen emitiendo su veneno. En menos de una hora, estarían mortalmente irradiados.

Lucie asintió con la cabeza en señal de agradecimiento.

—Es muy reconfortante. Bueno, pues hasta luego —dijo ella tendiéndole la mano.

—De acuerdo. Ándense con cuidado y, sobre todo, no se alejen de la carretera, pues en estos bosques hay muchos lobos hambrientos. La naturaleza se ha vuelto muy agresiva y pueden estar seguros de que no tendrá piedad con el hombre.

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