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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Atomka (52 page)

BOOK: Atomka
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Sharko disparó de nuevo al aire, para que Vladimir pensara que habían sido ejecutados, y le entregó la pistola a Lucie.

—Al menor movimiento, dispara.

Le quitó la parka a Mikhail, le arrancó las gafas y luego le ató fuertemente las manos a la espalda con su cuerda.

—La bala solo te ha rozado, pedazo de cabrón. Se puede decir que tienes suerte.

Le ordenó que avanzara empujándolo violentamente por la espalda.

—Ten —dijo, tendiéndole la parka a Lucie.

—¿Y tú?

—No te preocupes por mí.

Se puso aquel abrigo demasiado grande para ella, se cubrió con la capucha, y recorrieron el camino de vuelta corriendo. Mikhail obedecía como un perrito dócil. La oscuridad iba ganando terreno y desplegaba sus grandes alas frías sobre la central de Chernóbil. El aire era más húmedo y las estrellas comenzaban a aparecer y centellear, como partículas de energía.

Sharko acarició el cabello de su compañera y se miró los dedos, teñidos de rojo.

—Estás sangrando.

Lucie se llevó la mano a la cabeza.

—Me parece que… no es nada.

El comisario aceleró el ritmo.

—No me gusta. Tenemos que ir a un hospital. Por la sangre y… la radiactividad.

Se miraron con inquietud. Eran muy conscientes de que en aquellos momentos estaban recibiendo dosis de radiactividad, pero ¿cuánta?

A Lucie le costaba avanzar, la parka pesaba toneladas debido al plomo, le dolía enormemente la cabeza y no había comido ni bebido nada desde la mañana, pero halló fuerzas para continuar. Seguía con tesón a aquel hombre al que amaba más que a nada en el mundo, aquel hombre que la había salvado, aquel hombre al que se lo debía todo.

Alcanzaron el borde del sendero por el que habían llegado.

La camioneta seguía allí.

—No dejes de vigilarlo ni un instante —dijo Sharko.

Lucie apuntó al coloso mientras el comisario surgía entre los arbustos y se lanzaba a la carrera hacia la camioneta que se hallaba a unos diez metros delante de él.

Se oyó entonces el rugido del motor. El policía, en un esfuerzo supremo, alcanzó la portezuela antes de que Vladimir pudiera poner la marcha atrás. La abrió bruscamente y arrancó al intérprete de su asiento. Lo tumbó en el suelo y apoyó una rodilla sobre su sien. Lucie se aproximó y gritó a Mikhail. El ruso comprendió y se sentó a unos metros del intérprete, con las piernas abiertas y las manos a la espalda.

—Y ahora nos dirás adónde va ese camión de residuos radiactivos —dijo Sharko.

Vladimir tragó saliva ruidosamente. Le temblaban los labios.

—Son policías, no pueden…

Sharko le puso una mano en el cuello y apretó. Vladimir se asfixiaba.

—¿Quieres que apostemos algo?

El traductor escupió cuando el policía aflojó la presión.

—Cuéntame.

—Va a… a Ozersk.

Sharko miró a Lucie una fracción de segundo. Esta se frotaba la parte posterior del cráneo con una mueca de dolor.

—¿Y qué pasa en Ozersk?

—No lo sé, juro que no lo sé. Allí solo hay residuos radiactivos y antiguos complejos militares abandonados.

Sharko miró al gigante ruso.

—¡Pregúntaselo a él!

Vladimir obedeció. El barbudo trató de mantenerse en silencio, pero Lucie le dio un culatazo en la herida. Gritó y acabó hablando.

—Dice que su contacto allí es Leonid Yablokov.

—¿Quién es?

Pregunta, traducción.

—Es el responsable del centro de almacenamiento y enterramiento de los residuos radiactivos, llamado Mayak-4.

—¿Hay otros conductores implicados?

—Dice que no.

—¿Qué más sabe? ¿Por qué Scheffer rapta a esos niños? ¿Por qué se interesa por sus índices de cesio?

Sharko intensificó la presión alrededor del cuello de Vladimir. El joven traductor estaba al borde de las lágrimas.

—No sabe nada. Tanto él como yo no somos más que eslabones de la cadena. Yo trabajo en la asociación y Mikhail transporta residuos nucleares y se encarga de algunos contratos.

—Como asesinar a gente. ¿Qué otros cómplices hay en la asociación?

—Nadie. Scheffer se dirigía directamente a nosotros.

Sharko lo fulminó con la mirada y se volvió hacia Lucie.

—¿Qué hacemos?

La policía podía leer en la mirada de Sharko su determinación y sus deseos.

—Los entregaremos a las autoridades. En cuanto tengamos cobertura, avisaremos a Bellanger y que nos ponga en contacto con Arnaud Lachery y ese poli de Moscú, el tal Andréi Aleksandrov. Vamos para allá, Franck.

Sharko, como si hubiera esperado la luz verde, arrancó violentamente a Vladimir del suelo por el hombro. Se instaló con sus dos prisioneros sólidamente atados en la parte trasera de la camioneta y Lucie se instaló en el asiento del conductor.

El motor se puso en marcha, pero el vehículo no se movió. Inquieto, Sharko golpeó en la chapa.

—¿Estás bien, Lucie?

No hubo respuesta.

Salió, cerró la puerta deslizante y echó un vistazo al habitáculo.

Lucie se había desplomado, con la frente sobre el volante.

66

L
a tercera planta del 36 del Quai des Orfèvres estaba casi desierta.

Desde primera hora de la tarde, los policías se habían ido marchando. Los colegas se habían saludado y felicitado la Navidad y habían dejado sobre las mesas los casos menos candentes. Más de la mitad de los policías no regresarían hasta después de Año Nuevo.

Sin embargo, quedaba una lucecilla encendida, la que iluminaba el
open space
del equipo de Bellanger. Solo ante su ordenador encendido, instalado junto a la calefacción, el teniente había decidido finalmente liberar a los tenientes Robillard y Levallois. Los muchachos habían trabajado como locos desde el inicio del aquel caso, de día y de noche, y no quería privarlos de pasar la Navidad en familia.

A él también lo esperaban en casa de unos viejos amigos. Un grupo de solteros, como él, que aún no habían encontrado un alma gemela y frecuentaban las páginas de internet de encuentros a falta de tiempo.

Desgraciadamente, iba a faltar a la cita, una vez más.

Sharko había llamado desde un hospital de Kiev, una hora antes. Lucie había perdido el conocimiento y estaban examinándola.

No debería haber permitido que sus dos subordinados viajaran allí, a la vista de lo que Sharko acababa de explicarle: acababa de entregar a la policía ucraniana a dos tipos muy implicados en el caso. El cadáver de Valérie Duprès había sido descubierto en un lago de aguas radiactivas junto a la central nuclear. Las ruinas de los laboratorios soviéticos eran utilizadas para secuestrar a niños que luego eran transportados a los Urales junto con cargamentos de residuos radiactivos.

Una verdadera locura.

En ese preciso instante, el comisario de policía francés destinado en la embajada francesa en Ucrania trataba de aclarar la situación sobre el terreno. En Rusia, Interpol, Arnaud Lachery y el comandante Andréi Aleksandrov estaban trabajando también para preparar la llegada de los dos policías franceses a suelo ruso y organizar la búsqueda y la eventual detención de Dassonville y Scheffer.

Y todo ello si Lucie no tenía nada grave.

En resumidas cuentas, un buen zafarrancho que justo tenía lugar en el día más jodido del año.

A la espera de una llamada de Mickaël Langlois, uno de los biólogos del laboratorio de la policía científica, encadenaba una llamada tras otra, sin cesar. Si seguía así, al cabo de diez años no sería más que una sombra de sí mismo.

Esa noche no bebería y no iría de fiesta, estaría encerrado allí, en aquellos locales centenarios. Era una manera de vivir que ya había acabado con todos sus intentos de relaciones amorosas, pero nada podía hacer por cambiarla.

Poli de sol a sol, como decían.

Su teléfono volvió a sonar. Era el biólogo.

—Dime, Mickaël. Esperaba tu llamada.

—Buenas noches, Nicolas. Estoy en el domicilio de Scheffer. En el sótano, para ser más precisos.

Bellanger abrió unos ojos como platos.

—¿Qué demonios haces ahí a estas horas?

—No te preocupes, tengo las autorizaciones pertinentes. Antes de ir a celebrar la Nochebuena, tenía que probar una cosa. He hecho descubrimientos importantes, y ya sé que no queda bien decirlo uno mismo.

En su voz resonaba la excitación. Nicolas Bellanger activó el altavoz de su móvil y depositó el teléfono sobre la mesa.

—Dime.

—De acuerdo. Trataremos de ir por orden. En primer lugar, las hidras. Las han vuelto radiactivas, con unos índices de entre 500 y 2.000 becquereles por kilo, según el acuario. Cuanto más a la derecha se hallaban los acuarios, en casa de Scheffer, más alto era el nivel de radiactividad.

Bellanger interrumpió sus movimientos. Pensaba en los tatuajes de los niños.

—¿Unas hidras convertidas en radiactivas? ¿Con qué intención?

—Creo que cobrará sentido cuando te explique el resto. Esta tarde, he obtenido los resultados de las muestras de los elementos hallados en el congelador. No es el mejor momento para hablar de ello, pero…

—No hay más remedio. Suéltalo.

—Cada bolsita contiene una muestra de una parte del cuerpo humano. Hay de todo: un trozo de corazón, de hígado, de riñón, de cerebro y diversos tipos de huesos; hay también glándulas, testículos y tejidos. Se trata de un inventario casi exhaustivo de nuestro organismo.

Bellanger se pasó una mano por la frente, hundido en su asiento.

—¿Tomadas de alguien vivo?

—Vivo o que acababa de morir. No hay rastro de putrefacción, al contrario. La verdad es que no fueron congeladas sino ultracongeladas.

—¿Cuál es la diferencia?

—En la ultracongelación, la temperatura se alcanza mucho más rápidamente que en la congelación clásica, y ronda los -40 o -60 °C. La ultracongelación se utiliza en la industria y permite una conservación más larga y de mejor calidad.

Bellanger se frotó las sienes, fatigado. Sin embargo, aún le faltaba mucho para poder acostarse.

—¿Por qué utilizó Scheffer la ultracongelación?

—La pregunta debería ser: ¿por qué ultracongelar las partes de un cuerpo humano? ¿Cuál era el objetivo? Sabes al igual que yo que la mayor parte del cuerpo humano se compone de agua. Por lo general, durante el tiempo en que el cuerpo pasa de la temperatura ambiente a la ultracongelación, se forman cristales de hielo por todo el organismo. Su concentración es menor que en una congelación clásica, por supuesto, pero sigue siendo importante. En ese caso, no obstante, las muestras estaban absolutamente lisas, como si hubieran sido pulidas. Las observé con lupa: no había ni un solo cristal de hielo ni en la superficie ni en el interior de los tejidos.

—¿Y cómo se puede evitar que se formen?

—Por lo general, no se puede. Algunos peces del Antártico cuentan con un anticongelante fabricado de manera natural en su organismo, pero se mantienen normalmente en torno a los -2 o -3 °C. En el caso que nos ocupa, sería necesaria una ultracongelación casi inmediata, cosa que no existe.

—Has dicho «normalmente».

—Normalmente, sí. Agárrate, he descubierto que todas esas muestras de tejidos humanos también están irradiadas de cesio 137. Cuando se eleva el cálculo al kilo, se obtiene un nivel de cesio de alrededor de 1.300 becquereles.

Bellanger suspiró.

—1.300… Los chavales que vienen a Francia a través de la asociación de Chernóbil presentan unos índices análogos. El chaval del hospital tenía un índice de 1.400 becquereles por kilo.

—Curiosa coincidencia, ¿no crees? Por lo que he podido constatar, parece que las partículas de energía emitidas por las células irradiadas impiden la formación de cristales durante la fase del descenso de la temperatura. Los rompen, por así decirlo. El cesio 137 produce partículas beta y gama. Son las que tienen más energía y, literalmente, son capaces de atravesar un cuerpo humano de un lado a otro. En resumen, el radionúclido es ideal para romper los cristales. Además, la emisión radiactiva es independiente de la temperatura, por lo que el proceso de emisión de energía funciona permanentemente, incluso en las temperaturas más bajas.

Se aclaró la voz y estornudó.

—Discúlpame, he pillado un resfriado… Atención, lo que te he contado no es más que una hipótesis. Nunca he oído hablar de algo semejante. Por lo que sé, esas investigaciones acerca de la radiactividad y la ultracongelación no existen en todo el mundo científico.

—¿Y cuál es el interés de suprimir esos cristales de hielo?

—¿El interés? ¿Qué sucede cuando el agua se cuela por los intersticios de una piedra y acto seguido hiela?

—La piedra se rompe.

—Exacto, a causa de los cristales. Así que evitar la formación de cristales conlleva evitar que la piedra se rompa. Y si trasladamos eso al cuerpo humano…

—Se evita que las células congeladas se rompan.

Bellanger permaneció inmóvil, en silencio, aún más perturbado de lo que estaba unos minutos antes. Progresivamente iba tomando cuerpo en su cerebro una idea monstruosa.

Una idea que ni siquiera alcanzaba a concebir.

El biólogo interrumpió sus pensamientos.

—Al comprender eso, me dije que probablemente Scheffer había hecho un descubrimiento extraordinario. Fui a ver a Fabrice Lunard, nuestro especialista en química y reacciones orgánicas, para ver qué pensaba. Por casualidad, Lunard acababa de recibir informaciones muy interesantes sobre Arrhenius, el científico que aparece junto a Einstein y Curie.

Bellanger metió la mano en la gruesa carpeta que tenía frente a él y extrajo la foto de los tres científicos reunidos alrededor de una mesa. Einstein, Marie Curie y Arrhenius. Pasó el índice por sus rostros, por los ojos oscuros que miraban al objetivo. El biólogo prosiguió:

—Lunard acababa de dar con un documento científico que relata los descubrimientos de Arrhenius durante sus extracciones de muestras en Islandia. Según esos escritos, en aquella época el científico descubrió una hidra congelada cerca de un volcán, en un pedazo de hielo de más de ochocientos años. Analizó la composición de aquel hielo. Contenía sulfuro de hidrógeno y partículas de roca volcánica radiactivas. Pero la investigación no fue más allá.

—¿Qué quieres decir?

—Curiosamente, a partir de ese momento no hay ningún otro documento, ningún resultado, como si Arrhenius hubiera dejado de tomar notas.

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