—En realidad, siguió haciéndolo, pero en el misterioso manuscrito.
—Sí, es evidente. Debió de hacer un descubrimiento primordial, extraordinario. Y lo he adivinado, Nicolas.
Bellanger se concentró aún más.
—Cuéntame.
—He estado pensando en las pequeñas hidras que nadaban en los acuarios del sótano de Scheffer. Esa es la razón de mi presencia en su casa, había algo que quería verificar personalmente. He cogido tres hidras irradiadas de cada acuario, las he metido en bolsitas y las he colocado en el congelador. En cada bolsa he escrito el índice de radiación asociado. He esperado más de una hora y luego he sacado las bolsas y he dejado que se descongelaran, acelerando un poco el proceso con un secador de mano.
Bellanger se había puesto en pie. Miraba las luces de la ciudad, apoyándose en un radiador, con la mano crispada. Siempre le había gustado la época de las fiestas de Navidad, y especialmente si además nevaba. Las calles estaban muy bonitas y la gente parecía muy feliz cubierta con sus prendas invernales. Hacía olvidar todo lo demás. Los crímenes, las tinieblas…
Suspiró en silencio, pues sentía un profundo dolor dentro de sí.
Porque creía haberlo comprendido.
Las palabras de Mickaël Langlois confirmaron sus pensamientos.
—Por extraordinario que pueda parecer, las hidras que presentaban los índices de cesio más elevados volvieron a moverse, Nicolas. Estaban… estaban vivas, ¡suspendidas en el tiempo durante su estancia en el congelador! Ahí estaban, ante mis narices, en perfecta forma en su acuario. Creo que eso es lo que Arrhenius descubrió por azar: su hidra irradiada de ochocientos años quizá volvió a la vida cuando la calentó. Debió de escribir eso en el misterioso manuscrito, donde contaría sus experimentos y sus deducciones. La hidra tal vez siempre haya sido conservada como símbolo o como animal de estudio por aquellos que han tenido ese manuscrito en sus manos, en recuerdo del descubrimiento de Arrhenius, porque ese animal debía de subyugar al igual que intrigaba. ¿Te das cuenta de lo que significa semejante descubrimiento?
El joven jefe de grupo permaneció inmóvil unos segundos, con la mirada extraviada. Se dirigió lentamente hacia el perchero y cogió un cigarrillo del bolsillo de su abrigo.
—Gracias, Mickaël. ¡Y feliz Navidad!
—Pero…
Colgó bruscamente y permaneció allí, sin moverse, con el cigarrillo entre los dedos.
Más tarde, intentó ponerse en contacto con Sharko, pero este no contestaba. Le dejó unas palabras en el contestador, pidiéndole que le llamara lo antes posible.
Aquella noche no fue a su casa, ocupado en atender las múltiples ramificaciones de la investigación. En los otros servicios —Interpol, seguridad interior de las embajadas…— había homólogos en su misma situación: no había Nochebuena en perspectiva.
El capitán de policía se repantigó en su asiento, con la cabeza entre las manos.
Los rostros de niños anónimos, tendidos sobre las mesas de operaciones, no lo abandonaron en toda la velada. Aquellos niños de los que ahora conocía el triste destino.
—¿R
ecuerdas que en el aeropuerto, antes de que yo embarcara para Albuquerque, me prometiste que en Nochebuena beberíamos vino y comeríamos ostras? Pues mira… ya son las ocho, voy en pijama, estamos comiendo una bandeja precalentada con unos cubiertos asquerosos en una especie de hospital donde solo hay mujeres embarazadas. Nunca había visto tantas por metro cuadrado.
—Son madres de alquiler. Está de moda en los países del Este.
Sharko removió suavemente el contenido de su plato con el tenedor. Acababa de regresar de la embajada, donde se había reunido con el agregado de seguridad interior y el jefe de policía de Kiev.
—Por lo menos, esto es un plato típico, ¿verdad? Unos… raviolis de puré con cerdo. Y no olvides que estamos en la mejor clínica de la ciudad.
—Pues hay que andar con ojo. Estos raviolis igual son radiactivos.
Se miraron unos segundos con una sonrisa, les hubiera gustado poder estar más de guasa, pero los sentimientos se lo impedían. Habían estado a punto de morir, los dos, y de nuevo habían acabado en un hospital, con una bandeja de comida.
Lucie se incorporó y probó la comida. Estaba ahí. Viva y en buena salud, y eso era lo más importante. Los escáneres del cerebro no habían mostrado nada y esperaba aún el resultado de unos análisis de sangre. Según los médicos, sus síncopes habían sido consecuencia de una hipoglucemia sumada al choque y la fatiga. En cuanto a la herida del cráneo, Lucie no había requerido puntos de sutura. Solo un aparatoso vendaje que se sostenía con una venda elástica apretada alrededor de la cabeza. Sharko simplemente tenía un chichón.
—Con mi tobillo jodido y esta venda en la cabeza, tengo la impresión de que me parezco a Björn Borg.
—Sí, pero más
sexy
.
Lucie volvió a las cosas importantes.
—¿Y ahora qué hacemos?
El comisario encendió su teléfono móvil, que había apagado durante la reunión en la embajada.
—Por parte ucraniana, prosiguen los interrogatorios, pero la situación parce haberse aclarado.
—Cuéntame.
—Ese Mikhail afirma que fue Scheffer en persona quien torturó y asesinó a Valérie Duprès en el edificio abandonado. Eso sucedió a primeros de diciembre. Como habíamos imaginado, Duprès trató de liberar al chiquillo del fortín, pero Mikhail la sorprendió en el momento en que se daba a la fuga. El coloso ruso no logró encontrar al pequeño fugitivo. Por el contrario, a ella la retuvo prisionera y avisó a Scheffer. Dice que cuando Scheffer la vio, fue presa de un furioso ataque de locura. Y es natural: debió de comprender entonces hasta qué punto Duprès lo había traicionado al tener una aventura amorosa con él y de dónde procedía finalmente el anunció de
Le Figaro
.
Lucie no lograba apartar de su mente las imágenes del cuerpo desnudo de Duprès, abandonado en las aguas radiactivas del lago. Sus extremidades devoradas por los enormes peces deformes… No osó imaginar el calvario que debió de sufrir aquella desdichada, encerrada en aquel lugar infecto en el corazón del bosque.
—Encontraron su teléfono móvil —dijo Sharko—, y en la lista de llamadas vieron un número recurrente: el de Christophe Gamblin. A la fuerza, la periodista confesó que compartía toda la información y la investigación con Gamblin, y por eso Scheffer y Dassonville se lanzaron tras él.
—Ya conocemos el terrible destino de Gamblin: torturado a su vez, el congelador de su cocina… Y allí confesó que había dado con la pista de un asesino en serie que utilizaba la animación suspendida y que, por lo tanto, había estado en contacto con el manuscrito. Dassonville lo dejó morir de frío pero le dio a beber agua bendita. No sé nada de la religión, pero parece que Dassonville quisiera… ayudar a la víctima a la que tortura a afrontar la muerte. Como hizo con sus propios hermanos, mientras los inmolaba. Ese fraile es diabólico.
—Lo sabíamos… Luego, los dos hombres decidieron eliminar a Agonla y a todos los que tuvieran alguna relación, próxima o lejana, con esos escritos malditos.
Sharko reflexionó.
—Mikhail y Vladimir siguen afirmando que no saben nada de las verdaderas actividades de Scheffer y de la fundación. Uno elegía y raptaba a los niños, el otro los marcaba con sus índices de radiactividad a las órdenes de Scheffer y luego los transportaban a los Urales con los cargamentos de residuos. A cambio, Scheffer les proporcionaba grandes sumas de dinero.
A priori
, catorce niños corrieron esa suerte a lo largo de diez años.
—¡Catorce! ¡Es espantoso!
—Y eso es solo la parte visible del iceberg. Según Mikhail, en la época en que Scheffer y la fundación estaban en Rusia, el médico se encargaba personalmente de los niños rusos contaminados. Sin embargo, cuando la fundación fue expulsada del territorio y se trasladó a Francia, Scheffer tuvo que dar con otra solución para proseguir sus siniestras actividades.
—La asociación.
—Exactamente.
—Y fue en ese momento cuando Mikhail y Vladimir entraron en el circuito. Desde entonces, nuestros amables intérprete y chófer han raptado a cinco niños ucranianos.
—Espero que pasen el resto de su vida en el talego.
El comisario apretó los dientes y prefirió abordar las cuestiones de orden práctico:
—Alguien de la embajada ha ido a buscar el todoterreno y no tardará en traernos nuestro equipaje. Necesitaremos ropa de mucho abrigo. Mañana por la mañana, si todo va bien, despegaremos hacia Cheliabinsk muy temprano, a las siete y veinte. Escala en Moscú tras una hora de vuelo, cambio de aeropuerto y llegada a los Urales a las doce y siete, pero habrá que añadir tres horas debido a la diferencia horaria. Si todo está resuelto entre Interpol y Bellanger, Arnaud Lachery se reunirá con nosotros en el aeropuerto con dos policías que nos acompañarán allí. Trabajan en la Criminal, un poco como nosotros en Francia, por lo que me ha parecido entender. También están en contacto con la policía de Cheliabinsk y tomarán las riendas de la investigación una vez allí. En resumidas cuentas, podremos mirar pero no podremos tocar nada. En París, sobre todo, no desean que se produzca ningún incidente en territorio ruso.
—Incidentes… cuando hace años que raptan a niños…
Sharko constató que Bellanger había vuelto a llamarlo. Escuchó el mensaje y se puso en pie.
—Voy a llamar al jefe, serán dos minutos, enseguida vuelvo.
Lucie dejó la comida. Con toda la glucosa que le habían metido en la sangre, no tenía hambre. Se dirigió a la ventana. La clínica estaba en plena calle, en algún lugar de Kiev. Afuera, sobre las aceras nevadas, solo había algunos transeúntes que caminaban apresuradamente para ir a celebrar la Nochebuena con la familia o con amigos.
Lucie estaba allí, en una lúgubre habitación, muy lejos de su casa. Se añoró de repente y luego recobró la moral al pensar en el caso: los responsables de haber hecho aquello a los niños, que tantos cadáveres habían dejado tras de sí, pronto lo pagarían y pasarían el resto de su vida en la cárcel.
Aquello, a fin de cuentas, iba a ser su mejor regalo de Navidad.
Su médico entró en la habitación. Era un joven moreno, de unos treinta años, sonriente. Le habló en un inglés bastante correcto.
—Los resultados de los exámenes son muy satisfactorios, pasará aquí la noche y mañana por la mañana podrá marcharse, como estaba previsto.
—Muy bien —dijo Lucie, con una sonrisa—. Me iré muy temprano.
Tomó algunas notas, mientras observaba de reojo a Lucie.
—Le aconsejo que en las próximas semanas haga un poco de reposo. Será mejor para el bebé.
Lucie se acercó a la cama, frunciendo el ceño, convencida de que lo había oído mal o no lo había entendido.
—¿El bebé? ¿Ha dicho algo del bebé?
—Sí.
—Quiere decir que…
A ella no le venían a la cabeza las palabras y sus extremidades empezaron a temblar.
El médico sonrió.
—Ah, ¿no lo sabía?
—¿Está… está seguro, doctor? ¿Está usted seguro?
Lo confirmó.
—Su orina y su sangre tienen unos niveles de HCG que no dejan ninguna duda. Están al máximo, está usted teóricamente en su octava semana de amenorrea. Esa es la principal causa de su debilidad.
Segunda sacudida. Lucie creyó que de nuevo iba a desvanecerse.
—¿Ocho… ocho semanas? Pero… ¿cómo es posible? Hice una prueba de embarazo y… además, el mes pasado me vino la regla…
—No siempre hay que fiarse de las pruebas de embarazo que se venden en las farmacias. No hay nada como una toma de muestra de sangre, ahí sí que no hay error posible. En cuanto a las pérdidas que pueden confundirse con una menstruación, es algo que puede suceder.
Lucie ya no lo escuchaba, porque no conseguía creérselo. Le preguntó aún varias veces más si estaba seguro de ello. Él se lo repitió y añadió:
—Le aconsejo que siga atentamente su embarazo, desde el punto de vista médico, me refiero. Ha recibido una dosis radiactiva bastante fuerte en poco tiempo, lo que da, si se calcula respecto a un año, el doble de la dosis normalmente admisible. El embrión también ha estado expuesto a ella.
El rostro de Lucie se descompuso.
—¿Me está diciendo que hay algún peligro?
—No, no, no se preocupe. La exposición habría sido realmente nociva con cinco veces la dosis. Sin embargo, no hay que correr riesgos. Lo anotaré en su historia clínica, pero deberá evitar al máximo las radiaciones ionizantes, los escáneres o las radiografías que aumentarían su índice de radiactividad. Y evite en el futuro volver a pasearse por Chernóbil. —Se puso en pie—. Todos los indicadores de su embarazo son buenos. No hay azúcar ni albúmina en la orina, ni tampoco hay carencias ni enfermedades de la sangre. Todo irá bien, estoy seguro.
Una vez que se hubo quedado sola, se echó a llorar de alegría.
Un bebé, en su vientre. Una criatura que había deseado como nada en el mundo crecía en secreto desde hacía dos meses.
Cuando Sharko entró en la habitación, se precipitó hacia ella, pensando que había sucedido algo grave.
—¡Estoy embarazada, Franck! ¡De ocho semanas! ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Y además en Nochebuena!
Sharko se quedó unos segundos sin reaccionar, completamente noqueado. Lucie se echó en su brazos y lo abrazó con todas sus fuerzas.
—¿Ves cómo lo hemos conseguido? Nuestro bebé…
El comisario no alcanzaba a comprenderlo. ¿Ocho semanas? ¿Cómo era posible? Hacía tres meses que lo visitaba el especialista. Y, desde hacía tres meses, sus espermatozoides se habían declarado en huelga. ¿Había una posibilidad, por ínfima que fuera, de que aquello funcionara a pesar de todo?
—Lucie, yo…
«Tengo que decirte… Lo que me dices no es posible. En fin, sí que es posible, pero…».
Finalmente, la alegría venció a los demás sentimientos y también él se dejó ir. Se le enturbiaron los ojos. Así que iba a ser padre otra vez. Sharko, papá… Le parecía extraño, improbable. Se vio junto a la cuna y asiendo un biberón caliente con sus manazas, sentado en plena noche en su apartamento. Ya podía oír los grititos agudos.
Ahora, más que nunca, sintió la necesidad de proteger a Lucie.
No podía ocurrirle nada. ¿Qué pasaría cuando regresaran a la capital? El infierno volvería a empezar. Sharko luchó en su interior para prolongar aquel momento de alegría. Trató de ahuyentar de su mente los horrores que Bellanger acababa de explicarle.