Sharko sintió un fuerte dolor en la parte posterior del cráneo y un roce ardiente en las muñecas. Le llevó unos segundo emerger a la realidad y darse cuenta de que estaba atado, con las manos a la espalda. Lucie estaba allí, justo a su lado, tendida en la parte trasera de la camioneta, entre dos rollos de cable eléctrico y cuerda. También estaba maniatada. Su cuerpo empezó a moverse lentamente y parpadeó.
Frente a ellos, Vladimir estaba sentado sobre una rueda de recambio, con las rodillas apoyadas contra el torso y una pistola en las manos. Solo dos pequeñas ventanillas traseras permitían la entrada de la luz del atardecer. Sharko veía regularmente ramas que atravesaban su campo de visión y se dijo que probablemente aún circulaban por el bosque.
—No deberíamos haber llegado a esto —dijo el intérprete—, pero ese tonto del pueblo ha tenido que llamar su atención y ha querido llevarles a toda costa a la carretera. Y ustedes han llegado hasta el final…, hasta TcheTor-3.
Meneó la cabeza, como si estuviera disgustado.
—Le dije a Mikhail, nuestro chófer, que se deshiciera de la moto, que vaciara el edificio y, sobre todo, que eliminara esa maldita cadena clavada a la pared. No podía dejar que actuaran ustedes, pues hubieran atraído a las autoridades. Con los análisis científicos, igual habrían llegado hasta nosotros. —Apretó los dientes—. Diré a la policía que me abandonaron en Vovchkiv y continuaron solos. Cosa que, a fin de cuentas, es la verdad. Nunca encontrarán sus cuerpos. Chernóbil tiene por lo menos la ventaja de tragar todo lo que se arroja en sus entrañas.
Lucie se incorporó apoyándose en los codos y entre muecas de dolor. La cabeza le retumbaba, como si alguien golpeara en su interior. El dolor era muy fuerte, insidioso.
Vladimir seguía hablando.
—Para su cultura personal, el TcheTor-3 fue un centro de experimentación soviético de los efectos de la radiactividad a lo largo de toda la Guerra Fría. Los elementos radiactivos destinados a los estudios procedían directamente de la central. Nadie sabe a ciencia cierta qué sucedió allí dentro. Hoy, sin embargo, creo que lo han entendido, que esas ruinas malditas se utilizaron para otros fines.
Lucie se apoyó en la esquina y trató de deshacer sus ataduras. La cuerda le cortó la carne e hizo que le rechinaran los dientes.
—¿Dónde está Valérie Duprès? —preguntó ella, con dificultad.
—Cállese.
El rostro de Vladimir se había vuelto más duro, ya nada tenía que ver con el que Lucie y Sharko conocían. De sus ojos parecía haber desaparecido cualquier destello de humanidad. De repente, los ejes de la camioneta chasquearon. Los cuerpos se alzaron brevemente del suelo. Vladimir golpeó con la culata de su arma contra la chapa y refunfuñó en un idioma del Este al conductor.
Sharko no apartó la mirada de él.
—Menudo cabrón… Esos discursos sobre las causas nobles habían llegado a enternecernos. ¿Por qué hace esto?
El hombre de cabellos blancos introducía y extraía el cargador de su pistola rusa, manipulándolo con destreza. Sharko ya había visto cacharros así en la armería del 36: una vieja Tokarev, utilizada por el Ejército Rojo durante la segunda guerra mundial. Vladimir permaneció en silencio, mirando por la ventana. Afuera, los espacios eran cada vez más despejados y el sol comenzaba a ponerse. Los dos policías intercambiaron una mirada de interrogación y patalearon en silencio, con muecas de esfuerzo. Su captor se volvió bruscamente.
—Ni se os ocurra intentarlo, ¿de acuerdo?
—Estás asesinando a tu propio pueblo —gruñó Lucie—. Eres un asesino de niños.
Vladimir la miró de arriba abajo y alzó el arma, dispuesto a golpearla.
—¡Cierra la boca!
—¡Vamos! ¡Si no eres más que un cobarde!
Vladimir inspiró hondo, con los ojos desorbitados, y finalmente bajó el brazo.
—Aquí la gente está dispuesta a lo que sea para salir de la miseria, pero vosotros no lo entendéis. Esos niños están condenados, no hay nada que hacer. Tienen tanto cesio en el organismo que su corazón acaba pareciendo un queso de gruyer. Lo único que yo hago es llevarlos al TcheTor-3. Luego Mikhail se ocupa de ellos. Yo me gano un dinero, y el resto no va conmigo.
Un mercenario sin alma. Lucie le escupió a la cara. Él se enjugó suavemente con la manga de su parka, se cubrió con la capucha y miró al exterior. Sus labios dibujaron una imperceptible sonrisa.
—Pronto habremos llegado.
Sharko continuaba tratando de aflojar sus ataduras. Era imposible desatarse.
—Lo hemos verificado, ningún niño de la asociación ha desaparecido —dijo el policía para distraer la atención.
—Ellos no, pero los niños que viven a pocos metros de esas familias tienen exactamente el mismo nivel de cesio en su organismo.
El vehículo pareció perder adherencia y de nuevo se agarró al firme.
—El sistema es imparable —prosiguió—. Los lugares de los raptos son siempre diferentes, alejados unos de otros por decenas e incluso cientos de kilómetros. En estas tierras malditas, los críos se marchan al campo o a buscar bayas y no regresan jamás, porque caen fulminados por el camino. Algunos de ellos no tienen padres ni parientes, ni ningún estatuto legal. A veces se agrupan en bandas, se contentan viviendo como okupas y a veces roban para sobrevivir. Bazar no es más que un ejemplo entre centenares de otros. La policía jamás pone los pies aquí y, si alguna vez vienen, ¿qué creéis que hacen? En estos pueblos, la gente está al margen del mundo. Ya no existen. Los niños que desaparecen pasan casi desapercibidos.
—¿Y por qué ese maldito cesio? ¿Por qué esos niños?
De repente, el sol desapareció tras una inmensa estructura gris, construida con bloques de hormigón apilados que parecían ascender hasta el cielo. En derredor, aparecieron muros por doquier, como si el vehículo se adentrara en las arterias de una ciudad maldita. Las sombras cayeron sobre los rostros. El régimen del motor cambió, la camioneta aminoró un poco y cambiaba regularmente de dirección.
—A su izquierda, el monstruo… El famoso sarcófago que recubre el reactor número cuatro. Tiene fugas por todas partes y aún deja filtrar el veneno.
Vladimir miró unos segundos por una de las ventanillas y luego abrió su parka y mostró las finas placas grises cosidas en su interior.
—Plomo… Un buen material antirradiactividad del ejército ruso, e incluso lleva una hojas más finas en la capucha. Eso reduce los desperfectos.
Se subió de nuevo la cremallera hasta el cuello y volvió a cubrirse con la capucha. Sharko iba aflojando lentamente los nudos de sus ataduras. Sentía que podía llegar a desatarlos, solo era cuestión de tiempo. Tenía que distraer la atención de Vladimir con preguntas y evitar que los mirara fijamente a él y a ella. Lucie también luchaba contra sus ataduras en cuanto Vladimir volvía la cabeza. Su dolor en el cráneo seguía siendo muy intenso. Estaba segura de que debía de sangrar.
—¿Y qué hacéis con esos niños? —preguntó Sharko.
Vladimir se encogió de hombros sin responder.
—Ya se lo diré yo lo que les hacen a esos niños —dijo Lucie—. Los drogan, los tatúan con su índice de cesio, los encierran en barriles y los transportan con los residuos radiactivos. Una buena manera de evitar los controles. ¿A quién se le ocurriría meter la nariz en un barril contaminado? Y luego dejan que pase el camión. Es práctico, para transportar cuerpos de un punto A a uno B sin ser descubiertos. Corríjame si me equivoco.
Al intérprete le centellearon los ojos.
—Es usted muy perspicaz. Y le diré, además, que es nuestro chófer, Mikhail, quien se encarga del transporte. Porque sí que es camionero y que trabaja para una empresa rusa transportando esa mierda de residuos una vez por semana. Es un tipo muy simpático, ya lo verán.
Hablaba mecánicamente, con frialdad. A Sharko le apetecía partirle la boca.
—¿Adónde van esos cargamentos de residuos?
El vehículo se detuvo de repente.
Se apagó el motor.
La portezuela trasera se deslizó y se abrió ante un coloso barbudo, del tipo leñador, embutido en un chaquetón con distintivos de la marca de lo que debía de ser una empresa rusa o ucraniana. Ese también llevaba la capucha sobre la cabeza bien cerrada y solo se le veían unos ojillos negros y una nariz aguileña. Vladimir le entregó la pistola.
—Ya ven, Mikhail me va a relevar. No intenten hablarle, no entiende nada.
—Serás…
—Tendrán ustedes el inmenso privilegio de catar las aguas del lago Glyboké, unas de las más radiactivas del mundo. Nunca se hielan.
El tipo permanecía tieso, apretando los labios, empuñando firmemente el arma. Lucie sintió una inmensa tristeza. No quería morir y tenía miedo. Una lágrima le cayó por la mejilla.
—Estamos juntos —murmuró Sharko—. Estamos juntos, Lucie, ¿de acuerdo?
Ella miró al barbudo reclamando piedad y este la consideró sin el menor rastro de humanidad en su mirada. Lucie agachó la cabeza. Vladimir fue hacia el fondo y dejó que su acólito agarrara a Sharko del cuello. Lucie trató de interponerse gritando, pero también la arrastraron. Vladimir salió y cerró la puerta de la furgoneta, decorada con el mismo logotipo que lucía en su parka.
—¡Cabrón! —dijo el comisario, debatiéndose.
Mikhail le arreó un golpe con la culata en el hombro derecho y el policía cayó de rodillas.
Vladimir se aproximó a la puerta deslizante y se dirigió al habitáculo.
Se encerró allí y ni siquiera se volvió.
C
aminaban junto a la orilla del lago Glyboké desde hacía unos minutos. Ellos al frente y Mikhail detrás. El gigante se había puesto unas gafas parecidas a las de los glaciólogos y llevaba la capucha tan apretada que casi no se le veía ni un centímetro de piel. Llevaba las manos enfundadas en unos gruesos guantes y no dejaba de apuntarlos, y los obligaba a avanzar lo más rápido posible.
Como si cada segundo transcurrido allí fuera un paso más hacia la muerte.
El sol ya se perdía en el horizonte y cubría la flora con una película de acero fundido. La tierra, bajo sus pies, era de un amarillo oscuro, como si estuviera quemada, aunque ello no evitara que la vegetación circundante absorbiera de ella su energía. Árboles, hierbas y raíces corrían al asalto de las aguas mortales. Cerca se alzaban escoriales de minerales multicolores y, encima, había grúas abandonadas. Al fondo, en el corazón del complejo nuclear, la pata de elefante del sarcófago reposaba allí como una aberración.
Tras abrirse camino con dificultad a través de una espesa vegetación, llegaron a un saliente bordeado de rocas sobre la superficie del lago. Era imposible seguir adelante, pues había un muro de zarzas y arbustos cubiertos de nieve. Las raíces de los árboles brotaban de la tierra y caían en cascada y formaban una inextricable malla parecida a la de los brazos de un delta.
Lucie y Sharko se detuvieron junto a la orilla.
Justo a sus pies, un cuerpo desnudo estaba encastrado en medio de aquel laberinto flotante. La larga cabellera morena flotaba en la superficie como una medusa. La piel se despegaba lentamente de los miembros, como si se la estuvieran quitando como si fuera un guante. Regularmente, unas sombras negras, deformes, de un tamaño demencial, se deslizaban bajo el cadáver y provocaban suaves olas en la superficie. Desaparecían entonces bajo el agua una mano o una pierna y reaparecían unos segundos más tarde con un pedazo de carne menos.
Allí se había detenido el camino de Valérie Duprès.
Vulgarmente desnudada, ejecutada y abandonada al voraz apetito de la naturaleza irradiada. Lucie sintió una tristeza aún mayor.
Iban a morir y nadie sabría jamás qué había sido de ellos. Nadie encontraría sus cadáveres. Lucie rezó para que fuera breve. Para que no doliera.
Sharko se volvió hacia su torturador. Tenía los dedos desnudos entumecidos por el frío y las ataduras.
—No lo haga.
El hombre lo obligó a volverse hacia el lago y le apretó el hombro, forzándolo a arrodillarse. Se quitó los guantes. Franck se dirigió a Lucie, que estaba paralizada.
—Échate a un lado, no dejes que te obligue a arrodillarte. Solo necesito unos segundos más. ¡Hazlo!
El extraño le arreó una patada en el costado para obligarlo a callarse. Sharko rodó a un lado, lamentándose. Lucie apretó los dientes y se alejó de la orilla del lago, caminando hacia atrás.
—¡Si quieres disparar, tendrás que mirarme a los ojos, hijo de puta!
Mikhail escupió unas palabras incomprensibles, mostrando los dientes, y avanzó hacia ella con una sonrisa perversa. La agarró del cabello y la atrajo hacia él brutalmente. Cuando se volvió, Sharko se abalanzó sobre él, con la cabeza gacha y los brazos dispuestos a agarrarlo. Su cráneo le dio en pleno estómago.
Los dos hombres rodaron por el suelo, el ruso resoplaba como un cerdo y, como era más fuerte, enseguida logró colocarse sobre él. Entre gruñidos, trataba de apuntar con su arma a su adversario. Lentamente, el cañón se acercaba al rostro de Sharko. El dedo oscilaba en el gatillo.
Lucie, a pesar de seguir atada, se le echó encima de lado, con toda su rabia, y cayó sobre los dos cuerpos.
Sonó un disparo.
La detonación se propagó hacia el horizonte infinito, sin el menor eco.
A lo lejos, una bandada de pájaros alzó el vuelo.
Los tres cuerpos se quedaron inmóviles, como si de repente el tiempo se hubiera detenido.
Lucie fue la primera en incorporarse, aún atolondrada por la detonación.
Bajo ella, Sharko no se movía.
—¡No!
El comisario abrió los ojos y empujó el cuerpo de Mikhail a un lado. El ruso se incorporó, con el rostro retorcido por el dolor. A la altura del hombro, tenía la parka desgarrada. Franck asió la pistola y lo apuntó. Miró a Lucie de reojo.
—¿Estás bien?
Lucie lloraba. Sharko golpeó con fuerza con la culata al ruso en la cara y, acto seguido, le apoyó el cañón en la sien. Las venas de su cuello se le marcaban exageradamente: iba a disparar.
—Vete al infierno…
—¡No lo hagas! —gritó Lucie—. Si lo matas, igual nunca sabremos adónde llevan a los niños.
El comisario respiraba fuerte, no quería seguir pensando. Sin embargo, la voz de Lucie hizo que entrara en razón.
Se puso en pie. Sin apartar la mirada del rehén, se situó tras su compañera y la desató.
—No nos quedemos aquí —dijo la policía.