Azteca (87 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

BOOK: Azteca
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«Como un traje tonto —dije, tratando de que mi voz se oyera a la vez, presuntuosa y herida—. Sólo una mujer puede ser tan insensible ante una insignia de tan alto honor. Si fueras un hombre, te arrodillarías en reverencia y admiración, y me felicitarías. Pero no. He sido ignominiosamente empapado y te has reído de eso». Después de lo cual, me volví y subí majestuosamente las escaleras, aunque con algunas cuantas caídas ocasionales, debido a mis sandalias de largas garras, y fui a remojarme el mal humor al cuarto de vapor. Si tuve una conducta tan lúgubremente colérica se debió a que tuve un recibimiento de regocijada indulgencia en el día que debió ser el más solemne de mi vida. Ni diez o veinte mil de mis compatriotas llegarían a ser jamás lo que yo llegué a ser en ese día, un Tlamahuichihuani Cuaútlic, o sea un Campeón de la Orden del Águila, de los mexica.

Más tarde, me sentí mortificado conmigo mismo, por haberme quedado dormido en el cuarto de vapor, y porque de alguna manera Zyanya y Estrella Cantadora tuvieron que llevarme a la cama totalmente inconsciente. Así es que no fue sino hasta la siguiente mañana, cuando me desperté ya tarde, que le pude contar a Zyanya coherentemente lo que había pasado en palacio, mientras sorbía en la cama una taza de
chocólatl
caliente, con el objeto de disminuir el poderoso peso de mi jaqueca.

Auítzotl estaba solo en el salón del trono cuando llegué, siguiendo al paje, y me dijo con brusquedad: «Nuestro sobrino Motecuzoma dejó Tenochtitlan esta mañana, guiando una fuerza considerable que será la guarnición del Xoconochco. Como se lo prometimos, nosotros mencionamos ante el Consejo de Voceros el admirable papel que usted desempeñó en la adquisición de ese territorio y se decidió que usted fuera recompensado por ello».

Hizo una seña al paje y éste se fue; un momento después la habitación se empezó a llenar con otros hombres. Había esperado que fueran el Mujer Serpiente, varios de los viejos
tlamatínime
y otros miembros del Consejo de Voceros, pero cuando miré a través de mi topacio me quedé sorprendido, pues todos ellos eran viejos guerreros —los más grandes guerreros—, todos ellos campeones Águila, con sus trajes de batalla, completamente emplumados, sus yelmos de cabeza de águila, sus alas plegadas a sus brazos y sus sandalias de garras en sus pies.

Auítzotl me presentó con cada uno de ellos, los más grandes jefes capitanes de la Orden del Águila y dijo: «Ellos han votado, Mixtli, por unanimidad, para elevarlo del grado insignificante de
tequíua
, al más alto grado de su orden, el campeonato».

Y por supuesto, hubo varios rituales que se llevaron a efecto. Como me había quedado mudo de la sorpresa, tuve que hacer un esfuerzo para encontrar mi voz y poder hacer todos los juramentos: que sería fiel y pelearía hasta morir por la Orden del Águila, por la supremacía de Tenochtitlan, por el poder y el prestigio de la nación mexica, por la preservación de la Triple Alianza. Tuve que hacer un corte en mi antebrazo, pues los campeones lo hacían así, para poder restregar mi antebrazo con los otros y así mezclar nuestra sangre en hermandad. Luego me dieron mi traje acojinado con todos sus adornos, así es que mis brazos se convirtieron en anchas alas, mi cuerpo se cubrió de plumas y mis pies, con las fuertes garras del águila. La culminación de la ceremonia fue el momento de mi coronación con el yelmo: una cabeza de águila hecha de madera, papel endurecido y plumas pegadas con goma. Su ancho pico se abría, sobresaliendo por encima de mi frente y bajo mi barbilla, y sus ojos brillantes de obsidiana quedaban en alguna parte atrás de mis oídos. Me dieron, también, otros emblemas de mi nuevo rango: un escudo de cuero muy fuerte, con el glifo de mi nombre trabajado en plumas al frente; un brillante gallardete sobre un asta, que llevaría como banderola para reunir a mis hombres a mi alrededor en el campo de batalla; las pinturas que harían que mi cara se viera más feroz, y el pendiente de oro que llevaría en la nariz, cuando me la agujereara para eso…

Después, cargado con todos esos atavíos abrumadores, me senté junto a Auítzotl y con los otros campeones, mientras los sirvientes de palacio servían un banquete opulento y muchas jarras del mejor
octli
. Tuve que pretender que comía bastante, ya que para entonces estaba tan borracho y excitado que casi no tenía apetito. No hubo manera, pues, de eludir tanta bebida en respuesta a los numerosos y vociferantes brindis: por mí, por los campeones Águila allí presentes, por los campeones Águila que habían muerto espectacularmente en el pasado, por nuestro comandante supremo Auítzotzin, para que perdurara el gran poderío de los mexica… Después de un rato, no supe ni por qué brindábamos. Por todo esto, cuando al fin me dejaron salir del palacio estaba algo más que mareado y mi nuevo y espléndido traje, algo más que desarreglado.

«Estoy orgullosa de ti, Zaa y también muy feliz por ti —dijo Zyanya, cuando terminé de contarle todo—. En verdad que es un gran honor. Y ahora, mi guerrero esposo, ¿qué gran hazaña piensas hacer? ¿Cuál será tu primera muestra de valor, como un campeón Águila?».

Yo dije débilmente: «¿No tenemos que ir hoy a comprar las flores, cuando la flota de canoas llegue de Xochimilco? ¿Flores para plantar en nuestro jardín-azotea?».

Mi cabeza me dolía tanto como para que me esforzara más, así es que ni siquiera traté de comprender por qué Zyanya, como lo había hecho la noche anterior, soltó la carcajada.

Nuestra nueva casa significó una nueva vida para todos los que la habitábamos, puesto que todos teníamos mucho trabajo que hacer. Zyanya continuó muy ocupada en la interminable y necesaria tarea de visitar los puestos del mercado y los talleres de los artesanos, en busca de «exactamente el diseño
correcto
del
pétlatl
, alfombrilla, para el cuarto de los niños» o «una figurita preciosa, de alguna diosa, para el nicho de arriba de la escalera» o alguna otra cosa que parecía que siempre se le escapaba.

Mis contribuciones para la casa no siempre fueron recibidas con aclamaciones de júbilo, como por ejemplo, cuando llevé a casa una pequeña estatua de piedra, para el nicho de la escalera y Zyanya dijo que era «horrible». Bueno, sí lo era. Pero la compré porque me di cuenta de que era exactamente igual al viejo pardusco-cacao, arrugado y encorvado; el disfraz que había usado Nezahualpili cada vez que me encontraba. De hecho, era la figurita que representaba a Huehuetéotl, el Viejo Más Viejo de los Dioses, que eso era lo que él era. Aunque ya no era adorado en demasía, el viejo y arrugado Huehuetéotl, de sonrisa enigmática, era todavía venerado como el primer dios reconocido por estas tierras y conocido desde tiempos inmemoriales, mucho antes que Quetzalcóatl o de cualquier otro dios adorado posteriormente. Como Zyanya no me dejó ponerlo en un lugar en donde lo vieran los invitados, lo coloqué a un lado de nuestra cama.

Nuestros tres sirvientes, en los pocos meses que llevaban con nosotros, asistieron a la escuela de Cózcatl para tomar lecciones en sus ratos libres, con notables adelantos. La pequeña criada Cosquillosa, dejó de reírse tontamente cada vez que alguien le hablaba, y sólo sonreía modesta y servicial. Estrella Cantadora se volvió tan atento que casi todo el tiempo, cuando me sentaba, me tenía listo un
poquíetl
para fumar, y, para no rechazar su solicitud, fumé mucho más de lo que deseaba.

Mis negocios consolidaban mi fortuna. Caravanas de
pochteca
habían ido llegando, desde hacía un tiempo, a Tenochtitlan desde Uaxyácac, trayendo recipientes con el colorante púrpura y madejas de algodón púrpura, que habían comprado legítimamente al Bishosu Kosi Yuela. Por supuesto, habían pagado un precio exorbitante por ello, y, por supuesto, ellos pedían un precio mucho mayor cuando lo distribuían entre los mercaderes de Tlatelolco. Sin embargo, los nobles mexica, especialmente sus esposas, estaban tan ávidos de poseer ese colorante único, que pagaban lo que les pidieran. Y, una vez que el púrpura adquirido legítimamente fue puesto en el mercado, pude, discretamente y sin ningún peligro, introducir el mío, poco a poco, dentro del mercado.

Vendí lo que tenía atesorado por una moneda mucho más fácil de esconder: jade labrado, unas cuantas esmeraldas y otras gemas, joyería de oro y cañas de polvo de oro. Pero Zyanya y yo guardamos el suficiente para nuestro uso, tanto que creo que teníamos más trajes bordados de púrpura que el Venerado Orador y todas sus esposas. Por lo menos,

que nuestra casa era la única en todo Tenochtitlan que tenía en las ventanas cortinas con púrpura fijo, aunque éstas eran solamente admiradas por nuestros invitados, puesto que las que daban hacia la calle estaban hechas con un material menos suntuoso.

Nos visitaban con frecuencia los viejos amigos: Cózcatl, entonces ya conocido apropiadamente pop el maestro Cózcatl; mis socios de la Casa de los Pochteca; uno o varios de los compañeros de Glotón de Sangre, quienes me habían ayudado a conseguir el púrpura. Sin embargo, también habíamos hecho muchos amigos entre nuestros vecinos de la clase alta, en nuestra zona de Ixacualco y entre los nobles que habíamos conocido en la corte, muy en particular cierto número de mujeres nobles que se sintieron cautivadas por el encanto de Zyanya. Una de ellas era la Primera Señora de Tenochtitlan, o sea la primera esposa de Auítzotl. Cuando venía de visita, muy a menudo traía consigo a su hijo mayor, Cuautémoc, Águila Que Cae Sobre Su Presa, el joven señor que sería el último sucesor al trono de su padre. Aunque los mexica no consideraban la sucesión de padres a hijos como en algunas otras naciones, el primer candidato considerado por el Consejo de Voceros en la muerte de un Uey-Tlatoani, era el hijo mayor cuando no le sobrevivía ningún hermano. Así es que Zyanya y yo tratábamos a Cuautémoctzin y a su madre con la deluda deferencia; no daña en lo absoluto estar en buenas relaciones con alguien que, quizás algún día, sea llamado Venerado Orador. De tiempo en tiempo durante aquellos años, un mensajero militar o el portador de un mercader llegaba desde el sur y desviándose a nuestra casa, nos traía algún mensaje de Beu Ribé. El mensaje siempre era el mismo; que todavía no se casaba, que Tecuantépec seguía siendo Tecuantépec, que la hostería seguía progresando, y mucho más ahora, por el aumento de tráfico de ida y vuelta al Xoconochco. Pero esas escasas noticias eran por demás deprimentes, pues Zyanya y yo sólo podíamos asumir que si Beu permanecía soltera, no era por inclinación, sino por falta de pretendientes. Y al pensar en eso, siempre venía a mi mente el exilado Motecuzoma, porque yo estaba seguro de que él había sido el oficial mexícatl, de extrañas propensiones, que había destruido la vida de Beu; aunque nunca mencioné esto a nadie, ni siquiera a Zyanya. Sólo por lealtad familiar, supongo que debía sentir animosidad hacia ese Motecuzoma El Joven. Sólo por lo que me habían dicho Beu y Auítzotl, debía sentir desdén por un hombre que había estropeado tanto sus partes privadas como sus apetitos. Pero ni yo, ni ningún otro, podría negar que él hizo el trabajo de guarnición, para acrecentar y sostener el Xoconochco, para nosotros.

Colocó a su guarnición armada casi prácticamente en la frontera con Quautemalan y vigiló personalmente el proyecto y la construcción del fuerte, que los vecinos quiche y lacandón observaron desalentados, sin duda, conforme se iban levantando sus muros, y las patrullas comenzaban a hacer sus rondas. Esa gente desgraciada, nunca más volvió a salir de sus selvas para otras correrías, nunca más volvió a amenazar o a echar bravatas o a demostrar de alguna otra manera otro signo de ambición. Volvieron a ser lo que habían sido, gente escuálida y apática, y, hasta donde yo sé, siguen siendo así.

Sus primeros soldados españoles, que viajaron dentro del Xoconochco, se sorprendieron al encontrar allí, a una distancia tan lejana de Tenochtitlan, tantas gentes que sin ninguna relación con nosotros los mexica —los mame, mixe, comiteca y demás— hablaban nuestro náhuatl. Sí, ésa fue la tierra más lejana en la que uno se podía parar y decir: «Ésta es tierra mexica». Era también, a pesar de la distancia entre ella y El Corazón del Único Mundo, quizá la provincia más leal, y eso se debía al hecho de que muchos mexica se habían ido a vivir al Xoconochco después de su anexión.

Mucho antes de que la guarnición de Motecuzoma estuviera terminada, otros empezaron a establecerse en aquella área, y a construir casas, puestos de mercado, hosterías rudimentarias e incluso
auyanicaltin
, casas de placer. Eran inmigrantes mexica, acolhua y tecpaneca en busca de horizontes más amplios y de oportunidades que nunca podrían encontrar en las tierras atestadas de la Triple Alianza. Para cuando la guarnición estuvo totalmente construida, armada y organizada, ésta dejó caer su sombra protectora sobre un pueblo de considerables dimensiones. El pueblo tomó el nombre náhuatl de Tapachtlan, Lugar de Coral, y aunque nunca se aproximó en tamaño y esplendor a Tenochtitlan, la ciudad que le dio su origen, es todavía una de las comunidades más grandes y de más tráfico al este del istmo de Tecuantépec.

Muchos de los que llegaron del norte, después de haber estado un poco de tiempo en Tepachtlan o en cualquier otra parte del Xoconochco, se fueron todavía más lejos. Nunca he viajado tan lejos, pero sé que más al este de la selva de Quautemalan hay unas tierras altas muy fértiles y tierras costeras. Y más allá de ellas, hay otro istmo, mucho más angosto que el de Tecuantépec, en un recodo entre los océanos del norte y del sur, aunque nadie puede decir qué lejos está. Algunos insisten en que en algún lugar de ésos hay un río que conecta a los dos océanos. Su Capitán General Cortés fue a buscarlo, mas en vano, pero quizás algunos otros españoles puedan encontrarlo todavía.

Aunque los inmigrantes fueron llegando progresivamente, eran sólo exploradores individuales o a lo mucho grupos de familias que se esparcieron por esas tierras lejanas; sin embargo, me han contado que dejaron huellas indelebles entre los nativos de esos lugares. Tribus que jamás, y ni remotamente, se hubieran emparentado con nosotros, ahora tienen nuestros mismos rasgos; hablan nuestro lenguaje náhuatl, aunque en dialectos adulterados; han adoptado y perpetuado muchos trajes y artesanías mexica; han vuelto a darles nombres náhuatl a sus aldeas, sus montañas y sus ríos.

Varios españoles que han viajado muy lejos, me han preguntado: «¿Era verdaderamente tan vasto, el imperio azteca, como para que sus confines llegaran hasta el imperio inca, en el gran continente hacia el sur?». Aunque no comprendía totalmente su pregunta, siempre les decía: «No, mis señores». No estoy muy seguro de lo que quiere decir un imperio, o un continente, o un inca, pero sé que nosotros los mexica —o aztecas, si así lo desean ustedes— nunca llevamos nuestras fronteras más allá del Xoconochco.

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