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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (88 page)

BOOK: Azteca
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Sin embargo, en aquellos años, no todos nuestros ojos e intereses estaban puestos hacia el sur. Nuestro Uey-Tlatoani no ignoraba los otros puntos del compás. Me sentí muy contento de poder romper la rutina diaria doméstica, cuando un día Auítzotl me mandó llamar a su palacio para preguntarme si podía hacerme cargo de una misión diplomática en Michihuacan. Él dijo: «Usted trabajó tan bien para nosotros en Uaxyácac y en el Xoconochco, que, ¿cree que podría conseguirnos una relación mejor que la actual con la Tierra de los Pescadores?».

Le dije que podría intentarlo. «Pero ¿por qué, mi Señor? Los purémpecha permiten a nuestros viajeros y mercaderes paso libre través de sus tierras. Comercian libremente con nosotros. En cuanto a relaciones, ¿qué más podemos pedirles?».

«Oh, piense en algo —dijo alegremente—. Piense en algo que pueda justificar su visita a su Uandákuari, el viejo Yquíngare».

Debí de mirarlo con perplejidad, porque me explicó: «Sus supuestas negociaciones diplomáticas sólo serían una máscara para encubrir su verdadera misión. Queremos que nos traiga el secreto de cómo consiguen ese soberbio y duro metal, con el cual destruyen nuestras armas de obsidiana».

Respiré profundamente y tratando de parecer razonable en lugar de aprensivo, dije: «Mi señor, probablemente los artesanos que saben cómo forjar ese metal deben de estar a buen recaudo, lejos del encuentro con cualquier extranjero que pudiera hacerles traicionar su secreto».

«Y las armas han de estar guardadas, con toda seguridad, lejos de la vista de cualquier curioso —dijo Auítzotl con impaciencia—. Nosotros sabemos eso, pero también sabemos que hay una excepción dentro de esa política. Los consejeros más cercanos y la guardia personal de Uandákuari,
siempre
van armados con esas armas de metal para protegerlo contra cualquier atentado. Vaya a su palacio y tendrá la oportunidad de hacerse de una espada, un cuchillo, o algo parecido. Eso es todo lo que necesitamos. Si nuestros forjadores de metales pudieran tener una muestra para su estudio, podrían encontrar la composición de éste. Le hemos dado nuestras órdenes directas, Campeón Águila Mixtli».

Yo suspiré y dije: «Como mi señor lo ordene. Un campeón Águila debe hacerlo». Y pensé en las dificultades que me esperaban con esa tarea y luego sugerí: «Si sólo voy allí para robar, en verdad que no necesito la complicada excusa de negociaciones diplomáticas. Podría ser sólo un enviado, llevando un regalo de amistad del Venerado Orador Auítzotl al Venerado Orador Yquíngare».

Auítzotl también pensó en eso, enfurruñado. «Pero, ¿por qué? —dijo—. Hay tantas cosas preciosas en Michihuacan como las hay aquí. Tendría que ser algo invaluable para él, algo único».

Yo dije tímidamente: «Los purémpecha son muy dados a extrañas diversiones sexuales. Pero, no. El Uandákuari es un hombre viejo. Sin duda ya ha probado todos y cada uno de los placeres sexuales e indecentes y está más allá de…».

«
¡Ayyo!
—gritó Auítzotl triunfante—. Hay un dulce que no es posible que él haya probado, uno que no podrá resistir. Un nuevo
tequani
que nosotros acabamos de comprar para nuestro zoológico humano». Estoy seguro de que yo me tambaleé a simple vista, pero él no pareció darse cuenta, ya que estaba enviando a un criado a traer eso, lo que fuera. Traté de imaginarme qué clase de monstruo humano podría hacer que se levantara el
tepuli
del viejo más licencioso y sinvergüenza, cuando Auítzotl dijo: «¡Mire esto, Campeón Mixtli! Aquí están». Y yo levanté mi topacio.

Eran dos muchachas tan comunes en sus rostros como las que siempre había visto, así es que difícilmente podía llamarlas monstruos, sin faltar a la caridad. Quizás fueran una cosa poco usual, sí ya que eran gemelas idénticas. Calculé que debían tener unos catorce años y que debían de pertenecer a alguna tribu olmeca pues las dos estaban mascando tzictli tan plácidamente como un par de rumiantes manatíes. Estaban paradas hombro con hombro, ligeramente vueltas una hacia la otra, y cada una dejaba descansar su brazo alrededor del hombro de la otra. Llevaban una simple manta drapeada, alrededor de sus cuerpos, desde sus pechos hasta el piso.

«Todavía no han sido mostradas al público —dijo Auítzotl— porque nuestra costurera de palacio aún no ha terminado las blusas y faldas especiales que ellas requieren. Mozo, quíteles la manta».

Él lo hizo así, y mis ojos se abrieron por la sorpresa cuando vi a las muchachas desnudas. No eran solamente gemelas; parecía como si algo las hubiera pegado juntas de sus entrañas. Desde sus sobacos hasta sus caderas, las dos estaban unidas por una piel mutua y tan apretadamente, que era obvio que no podían pararse, sentarse, caminar o acostarse más que dando media cara la una a la otra. Por un momento pensé que sólo tenían tres pechos, pero cuando me acerqué, vi que el pecho de en medio era en realidad dos pechos normales, pero apretadamente juntos, pues podía dividirlos con mi mano. Miré a las muchachas por todos lados; cuatro pechos enfrente, dos pares de nalgas atrás. Excepto porque no tenían rostros bellos ni inteligentes, no podía ver alguna otra deformidad a excepción hecha de la parte de piel que compartían.

«¿No podrían ser divididas? —pregunté—. Cada una de ellas tendría una cicatriz, pero podrían vivir separadas y normales».

«¿Con qué objeto? —gruñó Auítzotl—. ¿Qué uso mundano se les podría dar a estas hembras olmeca, mascaduras de
tzictli
y de caras feas? Juntas son una novedad valiosa y pueden gozar de la vida de tequani, placenteramente ociosa. De todas formas, nuestros tíciltin, cirujanos, las han examinado y han llegado a la conclusión de que no pueden ser separadas. Por dentro de esa tira colgante de piel, comparten venas y arterias vitales y quizás hasta uno o dos órganos. Sin embargo, y esto es lo que seducirá al viejo. Yquíngare, cada una de las muchachas tiene su propio tepili y ambas son vírgenes».

«Es una lástima que no sean bonitas —dije pensativo—. Pero tiene usted razón, mi señor. La única novedad que ellas ofrecen se debe a esa tira de piel. —Me dirigí entonces a las gemelas—: ¿Tenéis nombres? ¿Podéis hablar?».

Ellas dijeron en lengua coatlícamac y casi al unísono: «Yo soy Izquierda». «Yo soy Derecha».

Auítzotl dijo: «Teníamos la intención de presentarlas al público como la Señora Pareja. El nombre de la diosa Omecíuatl. Una clase de broma, como ve».

Yo dije: «Si un regalo poco común puede hacer que el Uandákuari sea más amigable con nosotros, la Señora Pareja sería ese regalo y yo estaré muy contento de llevarlo. Sólo una recomendación, mi señor, para hacerlo todavía más atractivo. Mande que les afeiten, a las dos, todo el vello, el cabello y las cejas. Ésa es la moda purempe».

«Una moda muy singular —dijo Auítzotl admirado—. El cabello es lo único atractivo que tienen éstas, pero así se hará. Esté listo para partir cuando hayan terminado el guardarropa de ellas». «Estaré listo en el lugar señalado, Señor Orador. Y tengo la esperanza de que la presentación de la Señora Pareja cause la suficiente excitación en la corte como para que pueda, hurtar una de sus armas de metal en la conmoción, sin que ellos se den cuenta». «No quiero solamente la esperanza —dijo Auítzotl—. ¡Hágalo!».

«¡Ah, pobres muchachas!», exclamó Zyanya próxima a llorar, cuando le presenté a la Señora Pareja. Me sorprendí de que alguien expresara piedad por ellas, ya que todos los que estaban implicados con Izquierda y Derecha, o se reían o bostezaban de ellas, o como Auítzotl, las miraban como un lujo puesto a la venta en el mercado, como la carne de un animal raro. Sin embargo, Zyanya maternalmente las trató con ternura a todo lo largo de la jornada a Tzintzuntzaní y continuamente les estuvo asegurando —como si ellas tuvieran el suficiente cerebro como para darse cuenta— que viajaban al encuentro de una nueva vida maravillosa, de libertad y lujo. Bueno, supongo que estarían mucho mejor en la libertad comparable de un palacio, aunque fueran una especie de concubina doble, que siendo un objeto al que siempre se apunta y se ríe, confinadas en el zoológico de la ciudad.

Zyanya había venido conmigo, porque cuando le conté de esa última y rara embajada que había caído sobre mí, había insistido en ir también. En un principio dije un fuerte no, porque sabía que ninguno de los que me acompañaran podrían vivir por mucho tiempo en el momento en que me cogieran tratando de robar una de las sacrosantas armas de metal, como sería lo más probable. Sin embargo, Zyanya me probó persuasivamente que, si podíamos disipar las sospechas de nuestro anfitrión con anticipación, tendría una gran oportunidad para irme acercando a tal arma y llegarla a poseer sin ser descubierto.

«¿Y qué puede ser menos sospechoso —preguntó— que un hombre y su esposa viajando juntos? Y yo
quiero
ver los paisajes de Michihuacan, Zaa».

Su idea del hombre y su esposa, tenía cierto mérito, reflexioné, aunque no exactamente el mérito que ella le daba. Para ellos, el ver a un hombre viajando con su propia compañera, la compañera común y corriente de cada día, en una nación en donde con sólo preguntar uno podía tener otra compañera u otra clase de compañía o cierto número de compañías, eso en verdad enmudecería a los purémpecha. Me desdeñarían y me mirarían como demasiado impotente, tonto, sin imaginación y letárgico como para ser un ladrón, un espía o cualquier otra cosa peligrosa. Así es que le dije que sí a Zyanya y ella empezó inmediatamente a preparar el equipaje para el viaje.

Auítzotl me mandó llamar, cuando las gemelas tuvieron listo su guardarropa para partir, por lo que me presenté en el palacio.
¡Ayya!
, me quedé horrorizado cuando vi por primera vez cómo habían rapado a las muchachas. Sus cabezas se parecían a sus pernos desnudos —cónicas, rematadas en una punta— y me preguntaba si mi recomendación no habría sido un espantoso error. Una cabeza rapada podría ser la cumbre de la belleza para un purempe pero, ¿lo sería una punta de cabeza rapada? Ellos conservaban la punta con pelo. Bien, era muy tarde para poner remedio; tenían que quedarse rapadas como estaban.

También fue entonces cuando descubrimos que una silla de manos ordinaria no serviría para Izquierda y Derecha y que se necesitaba construir una especial para sus peculiares necesidades, lo que retrasó nuestra partida unos cuantos días. Sin embargo, Auítzotl estaba determinado a no ahorrar gastos en esa expedición y así, cuando al fin salimos, éramos una gran caravana.

Dos guardias de palacio iban al frente, desarmados visiblemente, aunque yo sabía que los dos eran expertos en combate mano a mano. Yo sólo llevaba el escudo emblasonado que me identificaba como un campeón Águila y una carta de presentación, firmada por el UeyTlatoani Auítzotl. Caminaba al lado de la silla de Zyanya, sostenida por cuatro hombres, actuando en mi papel de marido domesticado, llamando la atención de ella, hacia algún que otro paisaje. Detrás de nosotros venía la silla de manos de las gemelas, cargada por ocho hombres, y seguían a estos otros que los reemplazarían en cargar la pesada silla, puesta sobre pértigas. Esa silla de manos había sido construida en una forma especial, así es que no era un simple asiento, sino que estaba techada como una pequeña choza y tenía cortinas que se podían recorrer en dos lados. Cerraban nuestra caravana numerosos
tamemime
que cargaban nuestros fardos, canastos y provisiones.

Después de tres o cuatro días de camino, llegamos a un pueblo llamado Zitákuaro, en donde en un lugar custodiado, de sus orillas, estaba marcada la frontera con Michihuacan. Allí hicimos un alto, mientras los guardias purémpecha de la frontera examinaban cuidadosamente y con respeto la carta que les presenté, y luego con precipitación, pero sin abrirlos, pincharon varios de nuestros fardos. Parecían sorprendidos cuando vieron la silla de manos, demasiado grande y dentro de ella a las dos muchachas rapadas e idénticas, sentadas lado a lado, en una posición que parecía la más incómoda. Sin embargo, no hicieron ningún comentario. Se hicieron a un lado cortésmente para dejarnos pasar a través de Zitákuaro a mí, a mi esposa y a toda la comitiva.

Después de eso ya no nos volvieron a detener o a provocar, pero ordené que las cortinas del entoldado de la silla de manos de la Señora Pareja fueran corridas para que ellas no fueran visibles a ninguno de los nativos, a nuestro paso. Sabía, para entonces, que un mensajero-veloz estaría en aquellos momentos informando al Uandákari de nuestra llegada, pero deseaba que su regalo se mantuviera en el misterio y sin descripción, el mayor tiempo posible, hasta nuestra llegada a palacio. Zyanya pensó que eso era una crueldad por mi parte: dejar que las gemelas recorrieran todo el camino sin poder ver nada, sobre el nuevo país en el que iban a vivir. Así es que cada vez que le mostraba a ella algo de interés, detenía toda la caravana y cuando no se veía ningún viajero en el camino, iba personalmente a ver a las gemelas y descorriendo las cortinas les mostraba lo que hubiera despertado mi interés. Siguió haciendo eso a través de todo nuestro camino por Michihuacan, para mi más grande exasperación, ya que Izquierda y Derecha eran totalmente apáticas e indiferentes acerca de lo que les rodeaba La primera cosa que excitó la curiosidad de Zyanya en la gente fue, por supuesto, la preponderancia de cabezas lustrosas por falta de cabello. Ya le había hablado sobre esa costumbre, pero no es lo mismo decir que ver. Cuando poco a poco se acostumbró a ello se quedaba mirando fijamente a algún joven y murmuraba: «Ése es un muchacho. No, una muchacha…». Y yo debo admitir que ellos la miraban con la misma curiosidad. Los purémpecha estaban acostumbrados a ver a otras gentes con pelo —viajeros extranjeros, su gente de clase baja y quizás algunos excéntricos—, pero nunca antes habían visto a una bella mujer con un cabello tan largo y abundante, y que partiendo de su frente tenía un vívido mechón blanco, así es que también ellos la miraban fijamente y luego murmuraban.

Había otras maravillas, aparte de la gente. La parte de Michihuacan que por aquel entonces estábamos cruzando, tenía montañas, como cualquier otra tierra, pero éstas parecían estar asentadas en el horizonte, siendo un simple marco a las llanuras o a la nación suave y ondulante que encerraban. Algunas partes de ese territorio eran florestas, algunas otras praderas cubiertas de zacate y flores silvestres. Pero la mayor parte consistía en generosas tierras de labranza, anchas y extendidas, y granjas productivas. Allí había campos inmensurables de maíz, frijol,
chilis
, huertos de
ahuácatin
y de frutos dulces. Aquí y allá se levantaban en medio de los campos los graneros de adobe, en donde se almacenaban la semilla y el producto. Éstos estaban hechos en forma cónica, como una reminiscencia de las cabezas puntiagudas de la Señora Pareja. En esas regiones, hasta las casas más humildes se veían agradables. Todas estaban hechas de madera, ya que ésta abundaba allí, sus tablas y vigas estaban puestas ingeniosamente sobre apretadas muescas, todas juntas, sin mortero o cuerdas que las amarraran. Cada casa tenía un alto tejado puntiagudo, cuyas alas caían circundando la casa, pues ese tipo de construcción era la mejor para dar sombra durante la estación caliente y para dejar caer el agua en la estación húmeda, y algunos de los tejados estaban hechos con imaginación, de tal manera que sus cuatro esquinas quedaran levantadas en puntas ornamentales. Ésa era la estación de las golondrinas y en ninguna parte había tantas como en Michihuacan —volando, revoloteando, aleteando, deslizándose por todas partes—, sin duda porque esos amplios aleros eran muy adecuados para hacer sus nidos. Con sus bosques y sus corrientes de agua, Michihuacan era un hogar hospitalario para toda clase de pájaros. Los ríos reflejaban los colores centelleantes y brillantes de los papagayos, los pájaros musicapa y los pájaros pescadores. En las florestas, los pájaros carpinteros hacían constantemente su ruido peculiar de clavar y tamborilear. En el lago, las golondrinas se posaban sobre las garzas blancas y azules, e incluso sobre el gran pájaro
kuinko
. El
kuinko
tiene un pico en forma de cuchara; su cara es tan fea que causa risa, sus patas y su forma son desmañadas, pero el
kuinko
es soberbio en su plumaje de colores de crepúsculo y cuando una bandada de ellos levanta el vuelo al mismo tiempo, es como si el viento se hiciera visible y en un color rosa.

BOOK: Azteca
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