Blancanieves debe morir (3 page)

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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Blancanieves debe morir
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Wolfgang se encogió de hombros con indiferencia.

—¿Y luego? —quiso saber Achim—. ¿Adónde fue?

—Pues luego entró en la casa —continuó ella—. Seguro que se quedó de una pieza cuando vio cómo estaba aquello.

La puerta batiente se abrió, y Jenny Jagielski entró en la cocina y se puso en jarras. Compartía la opinión de su madre, Margot Richter, de que el personal le metería mano a la caja a sus espaldas o la pondría verde. Tres embarazos prácticamente seguidos habían hecho estragos en el cuerpo de por sí rechoncho de Jenny: estaba oronda como un tonel.

—¡Roswitha! —le dijo la jefa en tono cortante a la mujer, que le sacaba treinta años—. La mesa 10 quiere pagar.

Obediente, Roswitha desapareció, y Amelie se disponía a seguirla, pero Jenny Jagielski se lo impidió.

—¿Cuántas veces te he dicho que te quites esos piercings asquerosos y te peines como Dios manda cuando vengas a trabajar? —Tenía la reprobación escrita en el abotargado rostro—. Y no estaría de más una blusa, en vez de esa camiseta. Ya que te pones, ¿por qué no trabajas en ropa interior? Este es un sitio decente y no… ¡y no un antro berlinés!

—Pues a los hombres les gusta —afirmó una respondona Amelie.

Jenny Jagielski entrecerró los ojos y en el rollizo cuello se le formaron unas manchas rojas como estigmas llameantes.

—Me da lo mismo —silbó en tono amenazador—. Vuelve a leerte las normas de higiene.

Amelie iba a soltarle una fresca, pero al final logró contenerse. Aunque todo en Jagielski le daba auténtico asco, desde la permanente quemada a las morcillas que tenía por piernas, no era buena idea enemistarse con ella. Necesitaba el empleo en el Zum Schwarzen Ross.

—Y vosotros, ¿qué? —La jefa fulminó con la mirada a los cocineros—. ¿Es que no tenéis nada que hacer?

Amelie salió de la cocina, y en ese mismo instante, Manfred Wagner se cayó al suelo con taburete y todo.

—Eh, Manni —se oyó decir a uno de los que ocupaban la mesa de los asiduos—. Que aún no son ni las nueve y media.

Los demás rieron de buena gana. Nadie se extrañó demasiado, pues esa escena u otra similar se repetía casi todas las noches, si bien, por regla general, no hasta eso de las once. Entonces se llamaba a su mujer, que aparecía al cabo de unos minutos, pagaba la cuenta y se llevaba a su marido a casa. Sin embargo, esa noche Manfred Wagner modificó la coreografía. El hombre, de carácter por lo demás apacible, se levantó sin ayuda de nadie, dio media vuelta, cogió la cerveza y la estampó en el suelo. Las conversaciones cesaron cuando se dirigió a la mesa de los habituales.

—Sois unos mamones —masculló con lengua de trapo—. Estáis aquí tan panchos, soltando gilipolleces como si no pasara nada. A vosotros os da lo mismo.

Wagner se apoyó en el respaldo de una silla y miró furioso a los parroquianos, con los ojos inyectados en sangre.

—Pero yo, yo veo… a ese… cerdo y… pienso…

Se interrumpió y bajó la cabeza. Jörg Richter se puso en pie y le puso a Wagner la mano en el hombro.

—Vamos, Manni —dijo—. No te enfades. Llamaré a Andrea para que…

—¡No me toques! —chilló Wagner, y le dio tal empujón que el otro, más joven, se tambaleó y se cayó. Al caer se agarró a una silla y arrastró consigo a su ocupante. En un abrir y cerrar de ojos se desató el caos—. ¡Voy a matar a ese cerdo! —gritó Manfred Wagner, y dio un manotazo; los vasos de la mesa, llenos, se volcaron y su contenido se derramó sobre el hombre que estaba en el suelo. Desde la caja, Amelie seguía fascinada el espectáculo, mientras su compañera intentaba apartarse del jaleo. ¡En el Zum Schwarzen Ross se había armado una buena! ¡Por fin ocurría algo en ese pueblo de mala muerte! Jenny Jagielski pasó por delante de ella como una apisonadora y se metió en la cocina.

—Conque un lugar decente —musitó, burlona, Amelie, lo que le valió una mirada asesina. Segundos después, la jefa salió de la cocina seguida de Kurt y Achim. Los dos cocineros redujeron al borracho en un abrir y cerrar de ojos. Amelie echó mano de la escoba y el recogedor y se acercó a la mesa para barrer los cristales. Manfred Wagner ya no se defendía. Se dejó llevar sin oponer resistencia, pero en la puerta se zafó de los dos hombres y se volvió, tambaleándose, con los ojos sanguinolentos. La baba le escurría por la comisura de la boca e iba a parar a la desgreñada barba cerrada que lucía. Una mancha oscura se extendió en la parte delantera del pantalón. Debe de estar como una auténtica cuba, pensó Amelie. Hasta entonces ella nunca lo había visto hacerse pis encima. De pronto se compadeció del hombre del que hasta ese momento siempre se había reído para sí. ¿Era el asesinato de su hija el motivo de la tenaz regularidad con la que bebía todas las noches hasta perder el sentido? En el bar reinaba un silencio sepulcral.

—¡Ese cerdo me las va a pagar! —exclamó Manfred Wagner—. ¡Voy a matar a palos a ese… a ese… cerdo asesino!

Agachó la cabeza y se deshizo en sollozos.

Tobias Sartorius salió de la ducha y tomó la toalla que tenía preparada. Limpió con la mano el espejo, que se había empañado, y contempló su rostro a la luz crepuscular que arrojaba la única bombilla del armario de luna que funcionaba. La mañana del 16 de septiembre de 1997 se miró por última vez en ese espejo, y poco después llegaron a detenerlo. Qué adulto se creía entonces, el verano después de acabar el instituto. Tobias cerró los ojos y apoyó la frente en la fría superficie. Allí, en esa casa donde cada rincón le resultaba tan familiar, era como si los diez años en el talego se hubiesen borrado. Se acordaba de todos y cada uno de los detalles de los días previos a su detención como si fuera ayer. Era increíble lo ingenuo que había sido. Pero hasta ese día persistían en su memoria los agujeros negros que el tribunal no había considerado. Abrió los ojos, clavó la vista en el espejo y durante un segundo casi se sorprendió al ver el rostro anguloso de un treintañero. Rozó con la punta de los dedos la cicatriz blanquecina que lo marcaba de la mandíbula al mentón. Era la huella de una herida que le infligieron en chirona la segunda semana, y el motivo de que se pasara diez años en una celda individual y apenas tuviera contacto con los demás presos. En la estricta jerarquía carcelaria, un asesino de mujeres jóvenes se hallaba escasos milímetros por encima de lo más despreciable: los infanticidas. La puerta del cuarto de baño ya no cerraba bien, y una corriente de aire frío le recorrió la piel húmeda y lo hizo estremecer. De abajo llegaban voces. Su padre debía de tener visita. Tobias dio media vuelta y se puso los calzoncillos, unos vaqueros y una camiseta. Antes se había dado un paseo por lo que le quedaba por ver de la granja y había constatado que la parte delantera estaba bastante bien en comparación con la posterior. Había renunciado a su vago propósito de marcharse enseguida de Altenhain. No podía dejar a su padre en medio de semejante descuido. No podía contar con encontrar trabajo tan pronto, así que a lo largo de los próximos días se ocuparía de poner orden en la granja. Luego, ya vería. Salió del servicio, pasó por delante de la puerta del que fuera su cuarto, que estaba cerrada, y bajó la escalera, evitando por la fuerza de la costumbre los escalones que crujían. Su padre estaba sentado a la mesa de la cocina y la visita le daba la espalda a Tobias. Sin embargo, supo en el acto de quién se trataba.

Cuando Oliver von Bodenstein, inspector jefe de la Brigada de Homicidios y jefe de la Brigada Central de Delitos Contra las Personas de la Policía Judicial Regional de Holheim, llegó a casa a las nueve y media, el único ser vivo al que encontró fue a su perro, cuya bienvenida se le antojó más tímida que alegre, señal inequívoca de mala conciencia. Bodenstein olió la razón antes de verla. Acababa de finalizar una estresante jornada de catorce horas, con una aburrida reunión en la BPPJ, la Brigada Provincial de Policía Judicial; el hallazgo de un esqueleto en Eschborn, al que su superiora, la jefa de la brigada Nicola Engel, con su afición a los anglicismos, calificó de «cold case»; y para colmo, la fiesta de despedida de un compañero de la K 23, la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal, que había sido trasladado a Hamburgo. A Bodenstein le sonaban las tripas, aparte de una buena cantidad de alcohol no había ingerido más que unas patatas fritas. Abrió malhumorado la nevera y no vio nada apetecible. Ya que Cosima no le preparaba la cena, ¿no podía al menos hacer la compra? Y por cierto, ¿dónde estaba? Cruzó el recibidor rodeando los malolientes montoncitos y el charco, que debido a la calefacción radiante ya se había secado y era un agüilla pegajosa y amarillenta, subió la escalera y se dirigió al cuarto de su hija menor. Como era de esperar, en la camita de Sophia no había nadie. Cosima debía de haberse llevado a la pequeña adondequiera que hubiese ido. No la llamaría, dado que ella ni se había molestado en dejarle una nota o mandarle un mensaje. Justo cuando se había desvestido y entraba en el cuarto de baño para darse una ducha, sonó el teléfono. Naturalmente el aparato no estaba en su sitio, en la cómoda del pasillo, sino a saber dónde. Se puso a buscarlo, cada vez más enfadado, y profirió una imprecación al pisar un juguete que había tirado en el suelo del salón. En el preciso instante en que encontró el teléfono, en el sofá, la llamada se cortó. Al mismo tiempo se oyó la llave en la cerradura y el perro comenzó a ladrar con nerviosismo. Cosima entró, en un brazo la niña, dormida como un tronco, en el otro un enorme ramo de flores.

—Ah, estás en casa —dijo ella a modo de saludo—. ¿Por qué no coges el teléfono?

Se puso furioso.

—Porque primero he tenido que buscarlo. Y dime, ¿dónde estabas tú?

Ella no contestó, pasó por alto el hecho de que su marido estuviera en calzoncillos y se fue a la cocina. Una vez allí, dejó el ramo de flores en la mesa y puso en manos de Bodenstein a Sophia, que se había despertado y lloriqueaba de un modo insoportable. Bodenstein cogió a la niña en brazos y olió en el acto que tenía que haber puesto perdido el pañal.

—Te mandé varios mensajes diciéndote que fueras a buscar a Sophia a casa de Lorenz y Thordis. —Cosima se quitó el abrigo. Parecía cansada y nerviosa, pero él no tenía la culpa.

—No he recibido ningún mensaje.

Sophia se revolvía en sus brazos y empezó a llorar.

—Porque tenías el móvil apagado. Y eso que sabías desde hace semanas que esta tarde estaría en el Museo del Cine, en la inauguración de la exposición de fotografía de Nueva Guinea. —La voz de Cosima sonaba cortante—. Me prometiste que estarías en casa esta tarde y cuidarías de Sophia. Como no apareciste y tenías el móvil apagado, Lorenz ha traído a Sophia.

Bodenstein hubo de admitir que era cierto, le había prometido a Cosima llegar temprano a casa ese día. Lo había olvidado, y ello no hizo sino enfadarlo más.

—Tiene el pañal perdido —observó, al tiempo que apartaba a la niña de sí—. Y el perro se ha hecho de todo en casa. Podrías haberlo dejado salir antes de marcharte. Y podrías hacer de vez en cuando la compra, para que me encuentre algo de comer en la nevera después de un largo día de trabajo.

Ella no contestó. Se limitó a mirarlo con las cejas enarcadas, lo que lo sacó de quicio, pues lo hizo sentirse un irresponsable y un canalla. Cosima se hizo cargo de la pequeña llorona y fue arriba a cambiarle el pañal y meterla en la cama. Bodenstein se quedó en la cocina sin saber qué hacer. Se debatía entre el orgullo y la razón, y finalmente venció esta última. Suspiró, sacó un jarrón del armario, lo llenó de agua y metió en él las flores. Luego cogió un cubo y un rollo de papel de cocina de la despensa y comenzó a quitar los regalitos del perro del recibidor. Lo último que quería era discutir con Cosima.

—Hola, Tobias. —Claudius Terlinden le dirigió una sonrisa afable, se levantó de la silla y le tendió la mano—. Me alegro de que hayas vuelto a casa.

Tobias le estrechó la mano, pero no dijo nada. El padre del que fuera su mejor amigo, Lars, había ido a verlo varias veces a la cárcel y le había asegurado que echaría una mano a sus padres. Tobias nunca pudo explicarse a qué venía tanta amabilidad, ya que en su momento le causó bastantes problemas a Terlinden con lo que declaró cuando se llevaba a cabo la investigación. Al parecer, este no le guardaba rencor; incluso llegó a contratar rápidamente a uno de los mejores abogados penalistas de Frankfurt para Tobias, pero ni siquiera aquella eminencia fue capaz de evitar la pena máxima.

—No os molestaré mucho, solo he venido para proponerte algo —añadió Claudius Terlinden, y se volvió a sentar en la silla de la cocina. Apenas había cambiado en los últimos años. Delgado e incluso entonces, en noviembre, bronceado, llevaba el cabello ligeramente ceniciento peinado hacia atrás; los rasgos del rostro, antes muy marcados, se habían difuminado un poco—. Si te aclimatas de nuevo a esto y no encuentras empleo, podrías trabajar conmigo. ¿Qué opinas?

Miró a Tobias expectante por encima de las pequeñas gafas. Aunque no era alto ni tenía la suficiente presencia para impresionar a nadie, irradiaba la serena seguridad en sí mismo del empresario de éxito, así como una autoridad innata que hacía que los demás se comportaran con humildad, con sumisión incluso, en su presencia. Tobias no se sentó en la silla desocupada, sino que permaneció apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados. No es que hubiera muchas alternativas a la oferta de Terlinden, pero había algo en ella que le hacía recelar. Con su traje caro hecho a medida, el abrigo de cachemir oscuro y los lustrosos zapatos, Claudius Terlinden parecía un cuerpo extraño en la miserable cocina. Tobias se sintió impotente. No quería deberle nada a ese hombre. Su mirada se detuvo en su padre, que estaba allí sentado, encogido de hombros, callado, la vista clavada en las manos juntas, como un esclavo servil durante la visita del terrateniente. La imagen no hizo ni pizca de gracia a Tobias. Su padre no tenía por qué agachar la cabeza ante nadie, y menos aún ante Claudius Terlinden, que con su pretendida generosidad había convertido a medio pueblo en deudor suyo, sin que nadie tuviera posibilidad de desquitarse. Pero con Terlinden las cosas siempre habían sido así. Casi todos los jóvenes de Altenhain habían trabajado para él en algún momento o se beneficiaron de él de alguna otra forma. A cambio, Claudius Terlinden no esperaba más que gratitud. La mitad de Altenhain trabajaba para él, por lo que disfrutaba de un estado de semidiós en el poblacho. El silencio se volvió incómodo.

—Bueno… —Terlinden se puso en pie, y Hartmut Sartorius también se levantó en el acto—. Ya sabes dónde encontrarme. Cuando hayas tomado una decisión, avísame.

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