Las fuerzas y el alma se le escaparon en un largo suspiro, y Tomás volvió a caer sobre el suelo embarrado. Gaviota cerró sus ojos ciegos.
—Lo recordaré, Tomás. Te lo prometo.
Norreen no pudo contener un jadeo de sorpresa. ¿Aquel joven afable y lleno de consideración era el general del ejército, el famoso y temido Gaviota el leñador, el hermano de Mangas Verdes?
¿El hombre al que debía asesinar?
Unos roces suaves y el sonido de su nombre despertaron a Mangas Verdes. Abrió los ojos para encontrarse con un ángel de piel oscura suspendido encima de ella. El ángel tenía las facciones delgadas y una larga y lacia cabellera negra, y su rostro estaba muy serio y lleno de preocupación.
—Oh, K-Kwam... Eres t-tú.
—Sí, sólo soy yo —replicó Kwam en voz baja y dulce.
Kwam, uno de los estudiantes de magia y un ayudante más del campamento, estaba quitándole de encima las ramas que la cubrían.
—¿Cómo está? —preguntó una voz más ronca y un poco áspera.
Era la voz de Tybalt. Los dos estudiantes sacaron a Mangas Verdes del amasijo de ramas de conífera que le había servido de nido. Uno de los curanderos estaba ayudando a Lirio a levantarse de otro montón de madera a unos tres metros de distancia, pero Mangas Verdes chilló cuando intentó ponerse en pie. Su tobillo tembló y se dobló debajo de ella.
—¡Está roto! —baló Tybalt—. Iré a buscar a un curandero, prepararé una litera...
—Yo puedo llevarla —se ofreció el siempre amable Kwam.
Mangas Verdes estaba demasiado absorta en la difícil tarea de no mover su pierna —y hacer otro intento de ponerse en pie— para protestar. El alto y delgado estudiante la alzó con delicada cautela, sosteniéndola con brazos sorprendentemente fuertes. Acunada junto a su pecho, Mangas Verdes volvió a sentirse como una niña..., pero contuvo el impulso de balancear la pierna. Su tejón se entretuvo unos momentos olisqueando las ramas, y después se apresuró a seguirles. Su gorrión, Hueso de Cereza, emprendió el vuelo desde alguna rama oculta y se posó sobre el chal de Mangas Verdes. Ver a sus amigos animales reconfortó a la muchacha, y sonrió. Kwam seguía estando muy serio, y concentraba su atención en ver dónde ponía los pies.
Tybalt fue despejando un camino por entre los restos de árboles. El joven ya estaba hablando. Una incursión, un tornado y un encuentro con la muerte no iban a reducirle al silencio, ni a apartarle de su gran pasión.
—¡He echado un vistazo a los artefactos, y todos siguen ahí! Alguien dijo que esa hechicera de piel oscura estuvo hurgando entre ellos, pero que no se llevó nada. Extraño, ¿eh? ¡Oh, y he encontrado un..., no, dos usos más para esas cosas! ¿Quieres verlo?
—¿No po-podrías limitarte a co-contármelo? Ya l-lo veré lue-luego —tartamudeó Mangas Verdes, aturdida por el dolor mientras su cuerpo oscilaba lentamente hacia arriba y hacia abajo en los brazos de Kwam.
—¿Qué? ¡Oh, claro! En primer lugar, esa picadora de carne para hacer salchichas, o lo que parece una picadora de carne para hacer salchichas... ¡Bien, pues nunca creerías lo que salió de ella cuando metimos un poco de tocino dentro! ¿Y ese perro de latón? Empezó a ladrar...
Mangas Verdes apenas oyó su veloz parloteo. Estaba demasiado dolorida para poder prestarle atención, pero se dio cuenta de que Kwam procuraba moverla con la menor brusquedad posible. «Tendría que ser curandero —pensó distraídamente la muchacha—, en vez de ser un estudiante que siempre anda en pos de la magia...»
Torciendo el gesto para resistir una nueva punzada de dolor, Mangas Verdes vio que ya habían salido de la arboleda, y el corazón se le llenó de consternación cuando contempló la larga hilera de cadáveres que había en el claro. Pero intentó ser cortés.
—Sí, Tybalt, e-eso es es-estupendo. Me a-alegra que des-descubrieras esas co-cosas. —Y, en cierta manera, se alegraba de ello—. Fue g-gracias a ti, Tybalt, que pudimos traer a Tomás y a muchos o-otros hasta aquí...
Mangas Verdes fue interrumpida por la aparición de su hermano mayor, que fue hacia ella. Detrás de él avanzaba una mujer de extraño aspecto que vestía cuero negro y arreos de guerra. La túnica de piel de ciervo de Gaviota estaba manchada por nuevas huellas de manos ensangrentadas, y su expresión no podía ser más sombría.
—Si no hubiéramos traído a Tomás aquí, seguiría vivo en aquella isla —dijo el leñador—. Ahora está muerto, junto con muchos más. Tenemos que enfrentarnos a la realidad, Verde: no estamos consiguiendo nada.
* * *
La hoguera que ardía en el centro del círculo chisporroteaba, crujía y desprendía mucho humo, pues había sido encendida con madera verde. Las siluetas sentadas a su alrededor entrecerraban los ojos o se echaban a un lado cada vez que la brisa lanzaba nubes de cenizas hacia sus rostros. Docenas de soldados y seguidores del campamento, cocineros y curanderos, cartógrafos, bibliotecarios y escribanos estaban inmóviles alrededor de la hoguera formando una serie de anillos concéntricos, así como otros muchos cuyo propósito Norreen no conseguía imaginarse. Pero había muchas cosas que no entendía acerca de aquella variopinta muchedumbre.
En el centro estaba el consejo del ejército, un grupo que no podía tener un aspecto menos majestuoso y que se hallaba compuesto por Gaviota como su general, Mangas Verdes y Lirio como sus hechiceras, los centauros como exploradores, los sargentos rojos Varrius y Neith —con la ausencia de su camarada Tomás—, Bardo el paladín como jefe de exploradores, e incluso Stiggur, el muchacho que cabalgaba sobre la bestia mecánica.
Con una cena improvisada detrás de ellos, los líderes del ejército se habían sentado allí y discutían sus planes y estrategias para que todos pudieran oírlos, e incluso aceptaban los comentarios que iban llegando de fuera del consejo. Norreen, que procedía de un ambiente estrictamente militar, con una disciplina feroz, órdenes impartidas en código y una ausencia total de fraternización entre oficiales y soldados, no conseguía imaginarse cómo era posible que se consiguiera hacer algo ni cómo se obedecían las órdenes. Todo era increíblemente tosco e improvisado, y no tenía nada de extraño que perdieran todas sus batallas. ¿Y dónde estaban los piquetes de vigilancia, por el amor de Tifón? Es que aquellas gentes no sabían que el mejor momento para lanzar un segundo ataque era unas cuantas horas después del primero, cuando los supervivientes estaban cansados y dispersos e intentaban volver a agruparse?
—Ya lo s-sé —tartamudeó Mangas Verdes—. Ya sé que n-no lo es-estamos haciendo nada b-bien, pero l-lo estamos in-intentando.
La muchacha se dio cuenta de que su gorrión tenía frío, y colocó un pliegue de su chal alrededor del diminuto cuerpo del pajarillo.
Su hermano se rascó la cara, y torció el gesto cuando las uñas arrancaron unas cuantas costras.
—Bueno, nuestro padre solía decir «Mientras sigas intentándolo, estarás venciendo», pero me gustaría vencer de verdad aunque sólo fuese una vez. Me gustaría obtener un triunfo en vez de intentarlo. Hoy ha habido... ¿Cuántos muertos ha habido hoy? Y por nada. Teniendo en cuenta como nos están yendo las cosas, bien podríamos pintar dianas en nuestras armaduras y llamar a los hechiceros para que probaran su puntería.
El campamento estaba sumido en el silencio, con sólo el chisporroteo del fuego y los gemidos de los heridos de la tienda que servía como hospital rompiendo la quietud de la noche. Norreen resistió la tentación de menear la cabeza. ¿Unas palabras tan llenas de derrotismo, aunque correspondiesen a la verdad, saliendo de los labios de un general? Resultaba impensable. Se suponía que un general siempre debía decir que había vencido, sin importar lo graves que hubieran sido las pérdidas.
—¿Cuánta g-gente hemos p-perdido? —preguntó Mangas Verdes, poniendo fin al silencio.
Un escribano, un hombre delgado vestido con prendas de color oscuro llamado Donahue, bajó la mirada hacia una pizarra llena de marcas hechas con tiza.
—Es difícil decirlo. Su caballería mató a seis soldados nada más llegar, Tomás incluido. Dos de los derviches murieron, uno pisoteado y otro a causa de una herida de sable. Una cocinera y su hija fueron abatidas. Dos niños fueron acuchillados, pero no hemos podido encontrar a sus padres. Faltan por lo menos cinco seguidores del campamento, que probablemente estarán perdidos en el bosque. Esperamos que vean la hoguera.
Gaviota dejó escapar un suspiro.
—¿Heridos? —preguntó después.
Amma, que llevaba una túnica azul y un sombrero blanco, consultó una tablilla de corteza que contenía anotaciones hechas con un trozo de carbón de leña.
—Tres de nuestros soldados probablemente morirán, y cuatro puede que se recuperen. Un estudiante sufrió graves quemaduras al caer dentro de la hoguera, y probablemente morirá. Un cocinero tiene una pierna rota y heridas internas. Fue pisoteado por un caballo, y no sé nada sobre su estado. Un viejo recibió un fuerte golpe en la cabeza, y probablemente nunca despertará... Nadie sabe quién es. Una de mis sanadoras perdió una mano intentando desviar un ataque, y debería vivir. Uno de los exploradores tiene una herida en el hombro que puede acabar infectándose... —Había otras heridas y lesiones menores que Amma recitó antes de concluir—. Y Mangas Verdes tiene un tobillo roto y no puede caminar. Además, media docena de esos combatientes de caballería de tierras lejanas y los jinetes de las alfombras voladoras están heridos: cuatro deberían recuperarse.
—Si aceptan la oferta, incorpóralos al ejército. —Gaviota volvió a suspirar—. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir.
—¡No! —chilló una mujer desde el círculo más alejado de la hoguera—. Han matado a mi Hassel, ¿y quieres que se unan a nosotros? —gimoteó, despeinada y llorosa—. ¿Querían cortarnos el cuello a todos, y tú vas a darles de comer? ¡Eso no está bien! ¡Es un insulto a mi pobre esposo muerto!
Gaviota recorrió con la mirada el anillo de rostros, volviendo su cara enrojecida por la luz de la hoguera de un lado a otro. Cuando respondió, lo hizo en voz baja y suave.
—No se trata de eso. Te llamas Attira, ¿verdad? Siento que Hassel haya muerto, pero debes recordar que todos estamos juntos en esto. Esos soldados del desierto fueron obligados a luchar por la magia de la hechicera. No tenían elección. Nosotros sí podemos elegir, y estamos decididos a cambiar las cosas. Aunque admitiré que de momento no las hemos cambiado mucho...
Norreen no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Un general discutiendo con una arpía envuelta en harapos, una de las rameras que seguían al campamento? Un verdadero líder habría hecho que la azotaran y la descuartizaran. ¿Y admitir el fracaso, las equivocaciones y la impotencia? ¡Aquello no era un ejército, sino una chusma! Haría un gran favor al mundo decapitando a aquellos imbéciles.
¿Por qué nada de lo que decían tenía sentido? ¿Cambiar las cosas? ¿Qué cosas? No podías cambiar el mundo: lo único que podías hacer era sobrevivir en él.
Pero entonces se acordó de que Garth, el hombre al que amaba, había traído el cambio y el caos a toda una ciudad malvada, transformándola para siempre sin ayuda de nadie y provocando la caída de sus casas más corruptas y poderosas, mejorando las vidas de miles de personas...
El consejo oyó los otros informes. El jefe de cocineros informó de que la comida, consistente mayoritariamente en raciones de campaña, no se había echado a perder, aunque no tardarían en necesitar carne fresca. Los cazadores informaron de que en aquel bosque no había absolutamente nada que cazar, salvo pájaros. Si el ejército se acercaba un poco más a los riscos del este, quizá allí podrían encontrar cabras monteses y ciervos. El escribano informó de que muchas de las tiendas habían quedado tan destrozadas que no podían ser reparadas, aunque habían recuperado a la mayor parte de caballos y mulas. Liko, el gigante, y Stiggur, montado en su bestia mecánica, eran unos expertos en la labor de reunir animales extraviados y conducirlos. Kamee, jefe de los cartógrafos y bibliotecarios que iban compilando los mapas del territorio, informó de que muchos pergaminos habían ardido o habían sido pisoteados, con lo que su trabajo se había perdido. Tybalt, el estudiante de magia, informó de que algunos artefactos mágicos habían quedado totalmente destrozados cuando el demonio púrpura los dejó caer, pero que la mayoría seguían estando intactos.
Gaviota y Mangas Verdes oyeron los informes, ninguno de ellos demasiado estimulante. La gente empezó a murmurar en voz baja. Un niño gritó que tenía mucho sueño y que quería a su papá.
—Así que hemos sobrevivido —dijo por fin el leñador con voz pensativa—. Pero ¿estamos más cerca de nuestra meta? ¿Quién puede decirlo?
Norren no pudo seguir conteniendo su curiosidad por más tiempo.
—¡No lo entiendo! ¿Cuál es vuestra meta? ¿Qué podéis esperar lograr avanzando a través de este bosque olvidado por los dioses? ¿Qué hay aquí que se pueda conquistar o conseguir?
Todos se callaron. Gaviota, Mangas Verdes, Lirio y los demás miraron a Norreen con ojos repentinamente llenos de curiosidad, hasta que la guerrera se maldijo a sí misma por haber atraído su atención. Pero cuando habló, la voz del leñador sonó tan afable y tranquila como siempre.
—Sí, claro, eres nueva... —dijo—. Después deberíamos reunir a los otros conversos y contárselo también. Vamos a ver si puedo explicártelo...
Gaviota le contó rápidamente cómo él y Mangas Verdes habían vivido apaciblemente en un valle del este llamado Risco Blanco..., hasta el día en que dos hechiceros y sus séquitos surgieron de la nada. Los hechiceros habían empezado a luchar entre ellos nada más materializarse, conjurando soldados, monstruos y desastres procedentes de todos los Dominios, firmemente decididos a aniquilarse el uno al otro. La aldea de Gaviota y Mangas Verdes se vio atrapada en aquel fuego cruzado, y fue como si los dioses hubieran encendido una hoguera encima de un hormiguero. Los soldados, bárbaros y trolls y la lluvia, el diluvio de piedras y un terremoto sólo necesitaron unas horas para devastar toda la aldea. Los hechiceros acabaron esfumándose, pero pocos días después su legado —la falta de agua, la plaga traída por las ratas, los vampiros y la infección— había barrido al resto de la aldea. Los supervivientes se habían marchado y todos se fueron salvo Gaviota y Mangas Verdes, que se quedaron allí más por pura tozudez que por ninguna otra razón.
O eso hizo Gaviota, pues en aquellos días Mangas Verdes era meramente una retrasada. Acamparon en el bosque y se encontraron con algunos integrantes de los ejércitos de los hechiceros que habían sido abandonados allí por sus líderes: el gigante Liko, que había perdido su brazo derecho entre las fauces de una hidra, los centauros Helki y Holleb, la bestia mecánica, e incluso un trasgo inútil llamado Sorbehuevos.