—Dormir.
—En tu línea.
—¿No habíamos hecho las paces?
—Sí, perdona, tienes razón —reconoce Mario, haciendo una mueca con la boca—. Que duermas bien.
Se pone de pie, apaga la luz y sale del dormitorio.
Pasan unos minutos. Miriam está atenta, pendiente de cualquier ruido. No debe faltar mucho para que su hermano se marche. Y por fin escucha cómo la puerta de la casa se abre y se cierra. Mario se va a clase.
Rápidamente se levanta de la cama. Mira por la ventana y observa cómo el chico se aleja. Es el momento. Saca una maleta pequeña del armario que por la noche llenó de ropa. No se lleva todo, pero sí lo necesario. Con eso tendrá más que suficiente. Se viste y guarda el pijama. Luego corre hasta el cuarto de baño y en un neceser mete maquillaje, pintura, desodorante, el cepillo y la pasta de dientes. Lo cierra y regresa a toda velocidad a su cuarto. No hay tiempo que perder.
El siguiente paso es el más complicado. Vuelve a salir de su dormitorio y grita desde el pasillo.
—¿Mamá?
Está prácticamente segura de que se marchó a trabajar por la mañana, pero por si acaso… No quiere que la pillen haciendo lo que va a hacer.
Insiste en su llamada. Nadie responde. Bien. Camina hasta la habitación de sus padres. Todo está muy ordenado. Deberá tener cuidado. Se pasea por el dormitorio examinando visualmente cada detalle. Sabe que su madre tiene joyas heredadas de su abuela en alguna parte.
En el primer lugar que mira es en los cajones de las mesitas que están a ambos lados de la cama. Resopla. Le cuesta hacer aquello. Está invadiendo la intimidad de sus padres, pero no le queda más remedio. Ellos tienen la culpa de que se vaya de casa. Allí no están, pero encuentra un billete de cincuenta euros en uno de los cajones de su padre. Lo coge y se lo guarda en el bolsillo del pantalón. Al final va a conseguir más ganancia de la esperada. Continúa buscando en cada uno de los muebles de la habitación. No hay rastro de las joyas de su abuela.
Solo le queda buscar en un baúl. Es grande, negro y de madera tallada. Nunca ha visto lo que guardan dentro de él. Ahora no le queda más remedio que mirar ahí. Con extrema delicadeza, quita las figuritas de cristal de Swarovski que hay encima y las coloca una a una sobre la cama. Son nueve. Ya está. Suspira. Menos mal que no ha roto ninguna. Camino libre para abrirlo. Le cuesta porque la tapa que lo cierra pesa lo suyo. Hace un esfuerzo y lo consigue.
¡Sorpresa! ¿Esos no son disfraces? Miriam se encuentra con ropa de muchos colores. Parece un traje de payaso. Y otro de presentador de circo. Además, hay gorros, máscaras, una nariz roja… ¿Cuándo fue la última vez que se disfrazaron sus padres? Ella no lo recuerda. Debió ser hace mucho tiempo. Ni habría nacido.
Continúa investigando dentro del baúl. Es bastante profundo. Aparta los trajes y da con un pequeño cofre plateado. Nerviosa, lo abre. Es una caja de música, y lo que suena es el
Para Elisa
. Suspira. La búsqueda del tesoro ha finalizado. La chica examina con detenimiento el botín: dos anillos, un collar de perlas, unos pendientes que brillan muchísimo y una gargantilla dorada muy fina. Seguro que todo aquello vale mucho dinero. Piensa un instante. Lo que está haciendo no está bien. Se siente culpable. Pero su madre no usa aquellas cosas, las tiene allí guardadas en el fondo de un baúl. Ni siquiera las echará de menos. Ella sí que las necesita. Y, mientras no deja de sonar la melodía de Beethoven, Miriam vacía el cofre y guarda los trofeos que ha conseguido en sus bolsillos. Con el dinero que saque por ellos puede vivir una buena temporada.
Logrado el objetivo, trata de dejar todo tal como estaba. Ordena los disfraces, cierra el baúl, coloca las figuritas de cristal sobre él y alisa el edredón de la cama de sus padres. Echa un último vistazo a la habitación para comprobar que no ha cometido ningún fallo y abandona el cuarto.
De nuevo a su dormitorio. Aún tiene que hacer algo más antes de irse. Alcanza su teléfono y marca un número.
—¿Sí? —responde un chico al otro lado, después de varios «bips».
—¡Fabián! —exclama.
Por su tono de voz tiene la impresión de que lo ha despertado.
—¿Qué quieres? ¿Por qué no estás dormida?
—He discutido con mis padres esta noche. Una movida increíble. Ya sabes cómo son. Tengo las maletas aquí preparadas y… —habla atropelladamente, casi uniendo las frases sin pausas.
—Oye, Miriam, llámame luego. No me entero de nada de lo que me estás diciendo.
—¡Espera! ¡No cuelgues! Es que… me voy contigo.
Silencio. Ya se lo ha soltado.
—¿Cómo? ¿Conmigo? ¿A qué? —pregunta Fabián, que no acaba de comprender lo que le está diciendo.
—A vivir allí. Hay espacio de sobra para los dos.
—¿Cómo? ¿Estás loca?
—No tengo dónde ir. Así pasaría más tiempo contigo.
Un nuevo silencio. Parece que Fabián no se ha tomado la noticia con demasiado entusiasmo. Él es un tío muy independiente, pero ¿adónde va a ir si no es con él?
—Pasamos mucho tiempo juntos ya. No quiero agobiarme con mi novia todo el día metida en el mismo sitio que yo.
—Esa nave es muy grande. Me buscaré un lugar donde no te moleste.
—¿Y de qué vas a vivir? ¿No querrás que yo te mantenga, verdad?
—¡No, no! ¡Tengo pasta! ¡Y unas cosas que le he cogido a mi madre para vender!
—¿Unas cosas? ¿Qué cosas?
—Joyas. Las de mi abuela. Mi madre las tenía escondidas, pero las he encontrado. Tienen que valer mucho dinero.
—¿Le has robado a tu madre? —pregunta—. ¿Qué tienes?
Su tono de voz ha cambiado. Da la impresión de que está más interesado en lo que la chica le comenta.
—Dos anillos, una gargantilla, un collar de perlas, bastante gordas, por cierto, y unos pendientes. Todo parece muy caro.
—¿Crees que podemos sacar mucho dinero con eso?
—Yo creo que sí. Parecen cosas muy valiosas. ¿Tú sabes quién nos las podría comprar?
Fabián duda un momento.
—Tengo algún que otro contacto.
—Bien.
—¿No hay nadie en tu casa ahora?
—No. Estoy yo sola. Mis padres se han ido al trabajo. Y Mario está en la universidad.
—Espérame ahí y voy por ti.
Los ojos de Miriam se iluminan. Sonríe feliz.
—¡Genial! ¿Tardarás mucho? No sé a qué hora pueden volver.
—No. En un rato estoy ahí.
—Perfecto. ¡Te espero!
El chico es quien cuelga primero, sin despedirse. Pero a Miriam le da lo mismo. Está contenta. No las tenía todas consigo. Fabián es así. Quizá solo ha aceptado la propuesta por el dinero de las joyas, pero sabe que la quiere más de lo que él imagina. Y viviendo en aquella nave a las afueras de la ciudad, los dos solos, se dará cuenta de que ella es la mujer de su vida.
Esa mañana de diciembre, en un lugar de Londres
Volvió a dormirse, exhausta de tanto llorar. Ya son más de las doce y no ha hecho nada, solamente pensar en su situación y lamentarse. Paula cree que está llegando al límite de sus fuerzas. No soporta tanta presión. Ha aguantado esos tres meses, pero imaginar que cuando pasen las Navidades estará otros seis sin ver a Álex la deprime tanto que hasta se plantea realmente qué es lo mejor para los dos. Le da miedo la respuesta a esa cuestión. Mucho miedo.
Londres continúa nublado. Ahora no llueve, pero lloverá. Ese tiempo tampoco la anima mucho. Quiere sol. Solo unos cuantos rayos de sol, que le den un poco de vida, algo de alegría, aunque esa batalla sí que la tiene perdida desde que llegó a Inglaterra.
Llaman a la puerta de la habitación. Los golpes son demasiado fuertes. Igual es Valentina que se ha dejado las llaves dentro.
—Ya va —responde sin mucho ánimo.
No se ha cambiado de ropa, todavía continúa en pijama.
Se calza las zapatillas y camina hasta la puerta. Abre y allí se encuentra con él. Parece que Luca también está faltando a clase esa mañana.
—Españolita, vamos a… , ¿cómo decís en tu país…?, «a currar» —indica el recién llegado, de malos modos—. ¿Qué pasa? ¿Qué miras?
—Eso… ¿es por mi culpa?
—No. Ayer, después de volver del médico, me clavé un cuchillo en el ojo —contesta Luca, irónico—. ¿Tú qué crees?
Ahora sí que se siente mal de verdad. ¡No se puede creer que por un simple cubito de hielo aquel chico tenga que llevar un parche!
—Lo siento, de verdad.
—Ya, ya. Haberlo pensado antes de hacerlo.
—Oye, tú me provocaste, algo de culpa tuviste.
—Tu pantalón seguro que está ya seco. Y yo no veo nada por este ojo. ¿Quién es aquí el verdadero culpable?
Algo de razón lleva. No pudo evitar su reacción: fueron demasiadas bromas pesadas. Desde que llegó a Londres, aquel chico no ha dejado de buscarle las cosquillas día y noche.
—Pero ¿no lo…? No es definitivo lo del parche… Quiero decir que… algún día podrás ver bien… —tartamudea, nerviosa.
—Sí, volveré a ver bien algún día. No te preocupes, que no irás a la cárcel y a mí no me tendrán que poner un ojo de cristal.
—Me… alegro.
—Aunque hubiera estado bien verte un par de días entre rejas.
La chica protesta en voz baja. Qué pena no tener otro cubito de hielo a mano. O mejor una barra entera.
—Bueno, ¿qué quieres? ¿A qué has venido? —pregunta, cambiando de tema, a pesar de que le cuesta apartar su mirada del parche.
—Te toca limpiar los baños.
—¿Cómo?
—Lo que acabo de decir. Que te toca limpiar los cuartos de baño de abajo.
—¿Quién ordena eso?
—Brenda. Y ya sabes cómo es. Si se enfada… Se lo ha dicho el director.
Así que ya empieza el castigo. Uff. No está en esos momentos para limpiar nada. ¡Y menos los baños de uso público! Pero Brenda, la encargada principal de las mujeres de la limpieza, tiene todavía peor carácter que Margaret, la cocinera. A esa sí que es mejor no llevarle la contraria.
—¿Y cómo sabe Brenda que no estoy en clase?
—Se lo he contado yo —responde el chico con una sonrisa de satisfacción—. He ido al aula donde deberías estar y tus compañeros me han dicho que hoy no habías ido en toda la mañana.
¿Y el señor Hanson quiere que cambie a su sobrino? ¡Eso es imposible! Luca ha nacido para fastidiar al prójimo. No, para fastidiarla a ella. Si en ocasiones el destino se empeña en unir a dos personas que están hechas la una para la otra, también es caprichoso en cuanto a juntar a otras que nunca podrán ser ni amigas. El suyo es uno de estos últimos casos.
—Qué amable…
—Ya sé que me quieres mucho —señala él colocándose bien el parche—. Venga, rapidito. Vístete, que hay mucho trabajo. O, si quieres, baja así. Ese pijama tuyo daría mucho que hablar.
—No. Prefiero cambiarme de ropa, gracias.
—Pues rápido.
—No me exijas.
—Es que ya tenías que estar en los baños.
—¡Ya voy! Aunque imagino que tú colaborarás conmigo en las tareas de limpieza.
—Claro. Yo me encargo de los espejos y los lavabos, y tú del resto de cosas. Ya sabes.
El rostro de Paula no puede ser más expresivo al oír a Luca.
—¡Ni lo sueñes!
—No lo sueño. Es la realidad. Tú has cometido la falta más grave, tú te encargas de las tareas más duras.
—¿Eso también lo ha dicho Brenda?
—No, eso lo digo yo. Y, si no te gusta…, te aguantas.
—Eres un capullo.
¡No lo soporta! Es que menudo tipo. ¿Cómo puede ser así de estúpido?
Le cierra la puerta en la cara y resopla. Quiere gritar. ¡Qué semana le espera!
Tendrá que ponerse algo que pueda ensuciar sin lamentarlo. Si va a limpiar los baños, deberá usar la ropa más vieja que tenga en el armario.
—¡Españolita, date prisa! —grita Luca desde el pasillo.
—¡Déjame en paz!
—¡Como no corras, Brenda nos va a echar la bronca y será peor!
¿Peor? ¿Qué puede ser peor que estar a su lado? ¡Nada!
La chica revuelve en su armario entre toda la ropa que se ha llevado a Londres. ¿Qué se pone? No quiere manchar nada. Todo lo que tiene allí es muy valioso para ella.
Ya está: una camiseta de manga larga blanca y, encima, uno de esos petos vaqueros de color azul. Se viste lo más deprisa que puede y sale de la habitación. En el pasillo la espera Luca, apoyado en la pared de enfrente. El joven la observa detenidamente y sonríe.
—¿Qué te pasa?
—Estás ridícula y, además, no vamos a pintar la residencia.
—Si no te gusta, no mires.
—Es que menuda pinta que tienes.
—¿Alguna vez vas a dejar de molestarme?
—No. Ya te dije que me caías mal. Y ahora que por tu culpa llevo un parche en el ojo y que me obligan a limpiar los baños, me caes todavía peor.
—Estás obsesionado conmigo.
El muchacho suelta una carcajada al oír aquello.
—Lo que tú digas —responde.
Se mete las manos en los bolsillos y comienza a caminar hasta la escalera de la planta sin dejar de sonreír. Paula le sigue detrás. Está furiosa.
Los dos bajan sin hablarse. Luca silba. Todos lo miran cuando pasan por su lado y cuchichean en voz baja. ¿Qué le habrá pasado para llevar un parche en un ojo? ¿O es una nueva moda? ¿Y la española? ¿Qué hace con él? ¿No se odiaban?
Nadie, excepto Valentina, conoce lo que sucedió ayer por la noche, durante la hora de la cena. Aún no ha trascendido entre los estudiantes. El cubito de hielo todavía no se ha hecho famoso.
Al final de la escalera, Brenda les está esperando en la puerta de los baños. Su rostro no es precisamente el de una persona amable. Al contrario. Cuando los ve, grita en su tosco inglés.
—¿Dónde os habíais metido? ¡Llevo una hora esperando!
—Perdón, es que…
—¡Me da lo mismo! —interrumpe Brenda a Paula—. Esta semana, cuando yo os llame, venís en menos de un minuto.
—Vale, así lo haremos —señala sonriente Luca.
En el fondo no está tan mal aquel castigo a dúo. Verá de cerca sufrir a la chica española a la que, seguro, se le bajarán sus humos de grandeza. Desde la primera vez que la vio, supo cómo era. Va de guapa, de buena, de perfecta. Es de las que están acostumbradas a que la gente esté pendiente de ella, a que le rían las gracias y la alaben continuamente. No lo soporta. Nunca lo ha soportado. Él ha terminado con un parche en el ojo, pero ella no olvidará esa semana. Ya se encargará de ello.