—Es eso, ¿verdad? Te agobio.
—No me agobias.
—Sí, te agobio —murmura—. Es que cuando estoy en mi casa, sola, no… Bueno, que necesito estar contigo.
Ya han hablado de ello otras veces. La madre de Diana se pasa la mayor parte del día trabajando o en el piso de su novio. Y ella eso no lo lleva del todo bien. Mario es su refugio, y sus padres la tratan como si fuera su propia hija. Por eso aquel es como su verdadero hogar.
—¿Por qué no te quedas a cenar? —le pregunta, sonriendo.
—Porque me quedé ayer y antes de ayer.
—¿Y qué?
—No sé. Paso mucho tiempo en tu casa. Siento que te estoy agobiando.
El joven resopla, pero enseguida vuelve a mostrar la mejor de sus sonrisas.
—No digas más que me agobias, ¿vale?
—Es que…
—No se hable más. Te quedas a cenar.
Diana sonríe por fin. Es un cielo. Él ha conseguido que supere sus mayores miedos. La cuida, la mima, la soporta, la quiere.
—Vale, pero solo a cenar.
—Lo que tú quieras. Pero te quedas también al postre.
—El postre… te lo doy ahora.
La chica se levanta de la silla y se agacha junto a su novio. Lo empuja con suavidad y, lentamente, los dos se deslizan hasta el suelo. Ella sobre él. Agarra sus manos con las suyas y se inclina despacio buscando su boca. La encuentra. Cierra los ojos y se deja llevar en un beso interminable.
—Uff. Es de los mejores postres que he probado en mi vida —comenta Mario unos minutos después, tumbado boca arriba en el suelo.
Una alfombra negra con circunferencias blancas los protege del frío.
—¿De los mejores o el mejor? —pregunta Diana, que está junto a él en la misma posición.
—Es que las natillas caseras que hace mi madre…
—Capullo.
Y le golpea en la cadera con la suya. A continuación, se pone de pie ágilmente y recompone su ropa. También el pelo, que se ha alborotado durante el beso.
—Voy a llamar a mi madre y a decirle que me quedo a cenar —indica Diana, acercándose a la puerta de la habitación.
—¿Y para eso tienes que salir?
—También voy al baño —señala, sacándole luego la lengua—. Es que hay que explicártelo todo.
Y, enviándole un beso imaginario, sale del cuarto.
Mario suspira y mira el reloj de nuevo. Se ha hecho muy tarde.
Se levanta del suelo y se dirige rápidamente hasta su ordenador. Está encendido. Conecta el MSN y cruza los dedos.
El programa tarda en cargarse.
Otra vez sus ojos en el reloj.
La sesión se inicia por fin. ¿Estará…?
—Qué tonta, ¡me dejé el móvil! —exclama Diana, entrando de nuevo en la habitación.
—¡Ah! Vaya… —responde Mario sorprendido, tratando de tapar con el cuerpo la pantalla.
Le ha dado tiempo a abrir otra página.
—¿Qué buscas?
—¿Que qué busco?
—Sí. Estás en Google, ¿no?
—Pues…
La chica alcanza el móvil que estaba en la cama y camina otra vez hacia la puerta del dormitorio.
—No te preocupes; mientras no sea porno… Ahora vengo.
Y, tras otro beso imaginario, sale del cuarto cerrando la puerta.
Mario resopla. «Casi…». Se da la vuelta y observa la pantalla de su PC. Una lucecita naranja ilumina la barra del MSN. Clica en ella y se abre una página en la que hay una frase escrita.
—¿Dónde te habías metido? ¡Llevo media hora esperándote!
Qué mal. Se ha enfadado. El chico teclea a toda prisa, examinando de reojo la puerta de la habitación. No quiere que Diana lo sorprenda de nuevo.
—No puedo hablar esta noche. Al menos, de momento. Lo siento. Sigue aquí y se queda a cenar.
Un icono con un
lacasito
amarillo llorando en la siguiente línea. Y uno más con otro triste. Parece que no se lo ha tomado muy bien.
—Me tengo que ir. No puedo hablar más. Perdona. ¡Adiós!
Y cierra la página, no sin antes mirar la ventanita con la foto de quien se acaba de despedir. La verdad es que, cada vez que ve la imagen de esa morenaza, le tiembla todo el cuerpo.
Esa noche de diciembre, en un lugar de Londres
Es un hombre alto. Habitualmente luce traje, pero a esas horas ya se ha desprovisto de la chaqueta y de la corbata. Aún así, Robert Hanson viste impecable. Calvo, cincuentón y miope. Sus gafas de pasta llevan años y años siendo objeto de burla por parte de los estudiantes. Habla lentamente y con voz profunda, en un perfecto inglés. A Paula no le cuesta comprenderlo normalmente, pero está tan nerviosa que no sabe si en esta ocasión entenderá todo lo que está a punto de decirle. Aunque, sin duda, la peor parte vendrá a la hora de darle explicaciones.
Luca sonríe en la silla de al lado. Se está divirtiendo, aunque no ve nada por el ojo maltrecho. Antes de entrar en aquel despacho se lo han curado como han podido y ahora trata de bajar la hinchazón con hielo envuelto en un pañuelo.
—Así que ese estropicio al señor Valor se lo ha hecho usted. ¿Y cómo dice que fue?
—Con un cubito de hielo, señor Hanson.
El hombre le pide con la mano a Luca que aparte el pañuelo. Este obedece y el director del centro contempla el estado de su ojo. Hace un gesto como si le estuviera doliendo a él mismo y vuelve a fijar su mirada en Paula.
—Y dice usted que un pequeño cubito de hielo le ha dejado el ojo así al señor Valor.
—No era tan pequeño —interviene Luca.
—Bueno, yo…
—Pues lo ha tenido que lanzar con mucha fuerza.
—Si es que, aquí donde la ve, la españolita no es tan poca cosa como parece.
Paula se sonroja. Quiere decir un montón de palabras que no sabe expresar en inglés. Está muy tensa y empieza a costarle respirar con tranquilidad. Además, cada mirada del director la pone más nerviosa.
—¿Y cuál ha sido el motivo de su agresión?
—Una rabieta de niña pequeña y caprichosa —se anticipa a decir el joven.
—Usted cállese, por favor. No le he preguntado a usted —comenta el hombre, molesto—. Dígame, señorita García, ¿por qué le ha lanzado el cubito de hielo al señor Valor?
La chica piensa antes de contestar. No será fácil explicárselo en inglés. Pero coge fuerzas y se lanza.
—Porque me ha puesto hielo en la silla. Es la segunda vez que lo hace y…
—Lo mío ha sido una broma. Lo tuyo una agresión.
—¿Le tengo que decir más veces que se calle, señor Valor? —le advierte de nuevo, enfadado, Robert Hanson—. Prosiga.
—El primer día que vine a esta residencia, ya me hizo lo mismo. Mientras iba a por la bebida, colocó varios cubitos de hielo sobre mi silla. Y al sentarme me empapé de agua. Además, este chico lleva fastidiándome todo el curso. No sé por qué, yo no le he hecho nada.
El hombre se pone las dos manos en la barbilla y mira hacia arriba. Luego, resopla y contempla a Luca.
—Una más, ¿no? ¿Qué le dije que pasaría a la próxima?
—¡Pero si ha sido ella la que me ha tirado el hielo a mí!
—Sí. Y también tiene su culpa. Pero ¿por qué se lo ha lanzado? Porque es usted insaciable. No ha dejado de hacer gamberradas desde que llegó a este centro. Y le hemos perdonado por…, bueno, porque no nos queda más remedio.
Robert Hanson se pone de pie y camina por detrás de su mesa de despacho. Analiza la situación. Si no fuera porque ese chico es quien es, ya habría sido expulsado hace tiempo.
—¿Y a ella no le dice nada? —pregunta el joven con tono amenazante.
El director de la residencia no responde inmediatamente. Descorre una cortina y se asoma por la ventana. Pensativo, debe tomar una medida justa.
Paula sigue nerviosa. No sabe qué es lo que está pensando aquel hombre. Si decide expulsarla, sus padres se llevarán una gran decepción. Además, perdería un año de curso y aquel antecedente contaría para su expediente académico. La única buena noticia sería que volvería a estar con Álex. Piensa en él en ese momento de silencio. Y lo echa de menos. ¡Cómo desearía que en ese instante apareciera por la puerta de aquel despacho y la defendiera…! Que les contara a todos cómo es ella realmente y que, si le ha lanzado un cubito de hielo a ese indeseable de Luca Valor, ha sido porque no ha parado de molestarla durante tres meses.
—Muy bien. Lo tengo.
Las palabras del señor Hanson hacen temblar a Paula. En cambio, Luca sonríe y se quita el pañuelo con hielo del ojo. Está convencido de que él saldrá indemne. Es intocable. Y esta vez es más víctima que culpable.
—Bien, quiero oírlo —dice el chico, seguro de sí mismo.
—Usted, señor Valor, se ha convertido en alguien muy incómodo para este centro. Desde que llegó hace un año y pico, no ha parado de meterse en problemas. Y creo que ya es hora de que las cosas cambien.
El joven frunce el ceño. ¿Qué se propone el director? No será capaz de echarlo de la residencia…
—No me irá a expulsar por una broma inocente, ¿verdad?
—No ha sido una broma inocente.
—Compare su pantalón mojado con mi ojo izquierdo —comenta Luca, levantándose y señalando la zona herida.
El señor Hanson no se inmuta, invita a Luca a que se siente de nuevo y continúa hablando cuando el joven le obedece.
—A usted ahora me lo llevaré a un médico de guardia a que le miren eso bien. Tiene muy mala pinta.
—Pero…
—Pero la realidad es que usted, señor Valor, ha molestado a la señorita García en repetidas ocasiones y durante demasiado tiempo —indica el hombre, con tranquilidad—. Y usted, señorita García, ha cometido una falta grave. Muy grave.
La mirada del hombre y la chica coinciden. Paula se teme lo peor.
—Entonces, ¿nos expulsará a los dos? —pregunta Luca, que empieza a no estar tan convencido de su inmunidad.
—No. No expulsaré a nadie.
—¿No?
—¿No? —repite Paula, aliviada y sorprendida.
—No. Haremos otra cosa —comienza a explicar Robert Hanson—. Durante la próxima semana ustedes dos aprenderán a convivir juntos. Pasarán buena parte de su tiempo el uno con el otro.
—¿Quéee?
Ni Luca ni Paula pueden creer lo que están oyendo.
—Lo que han escuchado —continúa hablando el hombre, muy serio—. Ayudarán los dos a Margaret y a Daisy en la cocina, y también echarán una mano en las labores de limpieza del centro. Los dos. El uno con el otro. Y si yo me entero de que alguno de ustedes incumple un solo segundo lo que les he ordenado…, entonces sí me veré obligado a expulsarles. Y le aseguro, señor Valor, que ni su padre el embajador influirá en esta ocasión en mi decisión.
¿Cómo? ¡Su padre «el embajador»! ¿Ha entendido bien? Paula no está segura si le ha sorprendido más el castigo que el señor Hanson les ha impuesto o el puesto del padre de Luca.
—No me parece justo.
—Es totalmente justo, señor Valor.
—No lo es. Ella está aquí prácticamente gratis, con una beca, pero yo estoy pagando mi estancia en la universidad y en la residencia. Mi padre pone mucho dinero. Pago y tengo derechos, y no obligaciones como tener que limpiar nada o hacer la comida a nadie.
—Usted también tiene obligaciones, Luca. Y una de ellas es comportarse como una persona normal.
—Solo fue una broma sin importancia.
El chico se pone de pie y mueve la cabeza de un lado para otro.
—No ha sido una broma sin importancia aislada, sino una más de una suma de bromas demasiado pesadas. Alguna de ellas al límite.
—Bah.
Paula prefiere no intervenir en la discusión entre el joven y el director de la residencia. No la van a expulsar y eso para ella ya es un respiro. Sin embargo, pensar que tiene que pasar tanto tiempo con aquel tipo le agobia. Hubiera preferido otro tipo de castigo, aunque no está en disposición de decir nada.
—Señor Valor, como le he dicho muchísimas veces, usted es un chico inteligente. Con talento y creatividad. No entiendo por qué no usa sus células grises para hacer el bien. Ha elegido convertirse en Moriarty en lugar de tratar de ser Sherlock Holmes.
A Paula le suena esa frase. No es la primera vez que Robert Hanson hace comparaciones refiriéndose a los personajes de Conan Doyle, su escritor preferido.
—Es un abuso de autoridad lo que está haciendo, señor.
—No lo es. Y lo sabe. —Los dos se vuelven a mirar desafiantes—. Y ahora vayamos al médico de guardia a ver qué pueden hacer con su ojo.
El hombre abandona su sillón, rodea la mesa y se sitúa entre los dos chicos. Luca es el primero en salir del despacho del director ante la mirada de este, que resopla. Luego da una palmadita en el hombro de Paula, que se levanta de su asiento. Le tiemblan un poco las piernas.
—Lo siento, no quería que esto pasara —susurra ella, caminando hacia la puerta.
—Lo sé. Entiendo que se sintiera mal y que explotara de esa manera.
—Es que…
El señor Hanson sonríe mostrando su perfecta dentadura blanca, bien cuidada.
—En realidad, el castigo que les he impuesto es un favor que usted me puede hacer, señorita García.
—¿Cómo? No entiendo…
—Quiero que usted guíe por el buen camino a este joven. Es importante para mí y para sus padres.
—Pero yo…
—Creo que el problema de Luca es que siempre ha hecho lo que ha querido y que se ha rodeado de malas influencias. Usted parece una buena chica. Y además, ha sido la primera que le hace frente. Solo hay que ver su ojo…
Sonrojo. Uff. Nunca le había hecho daño a nadie.
—Ha sido sin querer.
—Ya. Pero que le haya plantado cara, al menos, servirá para que se le bajen los humos —comenta, sonriente, el señor Hanson—. Necesito que me ayude, Paula. Necesito a alguien que consiga reconducir el camino por el que se ha perdido mi sobrino.
Una noche de diciembre, en un lugar de la ciudad
—Nosotros nos vamos para casa, que este se está durmiendo.
David tiene sueño y va cogido de la mano de su madre. Casi arrastrándola. Han pasado unas horas muy entretenidas en el bibliocafé de Álex. Los dos se encuentran muy cómodos junto a él. Abril siente una predilección muy especial hacia el escritor y el niño lo quiere como si fuera de la familia.
—Vale. Yo también me iré dentro de poco.
—¿Nos vemos mañana?
—Pasaré aquí toda la tarde escribiendo. Voy con mucho retraso.
—No te preocupes. Seguro que te dará tiempo y la novela quedará genial. ¿Sabes ya cómo terminará?