La chica camina deprisa hacia la escalera que conduce hasta la tercera planta, donde está su habitación. No hay nadie ya en los pasillos de la residencia.
—Pero ¿tengo que hacer todas esas cosas que ha dicho de la limpieza y ayudar en la cocina?
—Sí. Creo que, a pesar de que usted ha sido la provocada y es más víctima que culpable, también ha cometido una falta grave. Además, si no lo hace, Luca se lo tomará como una ofensa. Y será peor para todos.
Suspira recordando la tarea que Robert Hanson le ha asignado. No solo tendrá que estudiar y preparar los exámenes de la semana que viene, sino limpiar, ayudar a Margaret y Daisy, y convivir con aquel chico indeseable. ¿Llegará sana y salva a Navidades?
Paula sube el último escalón. Tercera planta. Su habitación está al final, a la derecha. Es la 1348. Allí se dirige bajo la luz tenue de aquellas lámparas alargadas que alumbran el pasillo.
Está cansada y cada vez con más hambre. Lo que daría por una chocolatina. Saca la llave del pantalón y la introduce en la cerradura. La puerta chirría un poco al abrirse. El dormitorio está completamente a oscuras, salvo por un pequeño reflejo que proviene de la cama de Valentina. Su compañera de cuarto está tumbada con su ordenador portátil delante.
—¡Hola! ¡Cuánto has tardado! —grita la italiana al verla—. ¿Me has traído una manzana?
¡La fruta! Se le ha olvidado por completo.
—No. Es que… —La chica resopla, se sienta en su cama y enciende el flexo—. ¿No te quedará por casualidad uno de los sándwiches vegetales?
Valentina mueve la cabeza de un lado para otro muy seria. Pero enseguida sonríe y se pone de pie. Abre el cajón de su mesita de noche y saca uno de los sándwiches que compró por la tarde.
—Toma. —Y se lo lanza—. ¿No me has traído la manzana entonces?
—No. Es que me ha pasado algo en la cena.
Paula quita el envoltorio del sándwich y, mientras se lo come, le cuenta a Valentina lo que ha sucedido. Esta escucha perpleja lo que su compañera de habitación le explica. Boquiabierta, permanece en silencio hasta que, al final de la historia, suelta una gran carcajada.
—¡No me puedo creer que te haya pasado todo eso! —exclama, sin poder dejar de reír escandalosamente.
¡Qué tonta! La chica no sabe cómo tomarse la reacción de Valentina y termina riéndose con ella. Si lo analiza bien, la cosa tiene su gracia. Y eso que no le ha revelado que Luca Valor es el sobrino del director y el hijo de, nada más y nada menos, un embajador.
—¡Y lo peor es que tengo que pasarme una semana con él!
—Bueno, por lo menos es guapo.
—¿Es guapo?
—Sí. Está bastante bueno. Aunque es un pesado, un idiota y va de matón. No lo soporto. Pero sí, está bueno.
Puede ser. Pero eso a ella no le interesa. Ya tiene un novio al que quiere muchísimo y del que está completamente enamorada. Aunque la distancia la esté matando.
—Nunca podría tener nada con alguien así.
—Ahora mismo es un estúpido. Pero quién sabe. Quizá alguna vez cambie. Y, si lo hace, será porque una chica como tú lo hace cambiar.
¿Se ha puesto de acuerdo Valentina con el señor Hanson?
—Yo no tengo una varita mágica.
—Una varita, no… Pero tienes otras cosas… —comenta pícara, sonriendo y mirando a Paula de forma traviesa.
—Tú siempre piensas en lo mismo, ¿verdad?
La italiana suelta otra carcajada y se vuelve a tumbar en su cama. Tiene el MSN lleno de mensajes de Marco preguntándole dónde se ha metido.
—Tal vez. Y tú deberías pensar en ello un poco más. Mucho novio, mucho novio…, pero no puedes hacer ciertas cosas estando tan lejos.
—¡Claro que no puedo hacerlas! ¡No pienso serle infiel a Álex!
—No deberías serle infiel —indica Valentina, al tiempo que responde a Marco—. Directamente, tendríais que dejarlo. Las relaciones a distancia no son buenas. Ya te lo he dicho mil veces.
¡No va a cortar con Álex! Aunque es verdad que lo está pasando muy mal. Llora demasiado y no consigue concentrarse en los estudios.
—Ahora lo veré en Navidades y todo será como antes.
—Vale, vale. Y luego, ¿qué? Otros seis meses sin veros. Y más lágrimas, más tristeza… Y no estás aprovechando que eres joven y que estás en una residencia de estudiantes sedientos.
—Yo lo quiero a él. No necesito a otro.
—¡Qué cabezota eres, española! ¡No ves más allá!
—Es que estoy enamorada.
Valentina hace un gesto con las manos. Y lee otro comentario de Marco, pidiéndole que por favor le responda a lo que le acaba de preguntar: «Valen, ¿no me quieres ya?». La chica suelta una palabra malsonante en italiano y apaga el ordenador sin esperar a que se cierre la sesión.
—Todos los tíos son iguales,
Paola
.
—Eso no es verdad. No se puede comparar a mi novio con ese Luca, por ejemplo. Son la noche y el día.
—Vale, vale. No todos son iguales, pero sí parecidos —indica, concluyendo la frase con una sonrisa.
—Quiero a mi chico.
—Que sí, que sí… Pero deberías aprovechar que os veréis en Navidades para romper la relación unos meses. Y si cuando regreses a España, después del curso, él está libre, y tú sigues sintiendo algo por él, retomarla.
No le contesta. Está cansada de oír que debe dejar a Álex. Además, esa no es la noche adecuada para escuchar ese tipo de cosas. Pero ¿y si tiene razón? ¿Y si lo mejor es que se tomen un tiempo hasta que ella regrese en junio a España? ¡No! ¿Cómo va a ser eso lo mejor? Confusa, se dirige al ordenador. Necesita verlo. Aunque solo sea a través de la
cam
. Contemplar sus preciosos ojos, su sonrisa perfecta. Necesita oírle decir que la quiere, que lo que están haciendo es lo correcto.
Valentina la observa preocupada. Entiende que se moleste y le duela cada vez que le suelta algo así. Pero no cree en el amor a distancia. Está convencida de que el novio de Paula no está sufriendo tanto como su compañera de habitación. Y eso le fastidia muchísimo. ¿Por qué una chica joven y guapa como ella debe pasarlo tan mal por un tío?
—Me voy a conectar. ¿No te importa, verdad? —le pregunta Paula a la chica.
—No. Ya sabes que duermo como un tronco.
—Será solo un momento.
El Windows aparece en su pantalla y rápidamente busca el Messenger y lo enciende. Álex no está conectado. Resopla, triste, y se pone las manos en la cara. Le apetece llorar. No puede más. Qué angustia tan grande. Ya no hay ganas de más. En cambio, y casi sin querer, vuelve a mirar la pantalla y descubre que tiene un correo sin abrir. Entra en Hotmail. Quizá sea de él. ¡Sí, es de él! Nervios. ¿Un
email
de Álex? ¿Qué querrá? ¿Y si es malo? Pasa una eternidad hasta que se abre la bandeja de entrada. «Te quiero»: ese es el título del correo. ¿Entonces es bueno? ¡Tiene que ser bueno! Clica más nerviosa todavía. ¿No será una despedida? El
email
tarda en cargarse. Paula se muerde las uñas. Hasta le apetece fumar. ¡Si hace un siglo que lo dejó! ¿Qué le dirá su novio? ¡Dios, que se abra ya el maldito correo! ¡Por fin! Se echa hacia delante pegando su cara a la pantalla del ordenador. Solo son unas palabras y un
link
. Lee impaciente.
«Hola cariño. Estaba pensando en ti, en lo que hablamos, en lo que prometimos. En nosotros. Y sé que no lo estás pasando bien. Yo tampoco. Pero recuerda solo una cosa. Es simple, importante, sincera: te quiero».
Las lágrimas asoman, pero no caen. Clica en el enlace adjunto.
http://www.youtube.com/watch?v=trS1rG7epwE
.
Es un vídeo. Una declaración. Un mensaje. Lo ve sin pestañear. Y cuando termina, entonces sí, cierra el vídeo, apaga el ordenador y se echa a llorar sobre el colchón de su cama ante la mirada de Valentina, que sigue sin comprender cómo se puede querer tanto a alguien que lleva tantas semanas estando tan lejos.
Esa noche de diciembre, en un lugar de la ciudad
Abre los ojos. Se ha despertado por el frío y tiembla. Las mantas están casi en el suelo y tiene el pantalón del pijama un poco bajado. Eso es porque está más delgada. Miriam protesta en voz baja y se tapa de nuevo. Hasta el cuello. Cierra los ojos, pero enseguida los abre otra vez. ¿Qué hora es? ¿Cuánto ha dormido?
Trata de encontrar su móvil para mirar el reloj. No da con él. Normalmente lo deja sobre la mesita de al lado de la cama. Pero ahí no está. ¿Dónde demonios lo ha puesto? Enciende el flexo y busca por la cama. Tampoco. No recuerda bien nada de lo que hizo anoche. ¿Habló con alguien antes de irse a dormir? ¡Sí! ¡Con Fabián! Es verdad. Entonces el teléfono debe estar entre las sábanas. Vaya, pues no. El aparato está tirado en el suelo. Uff. Espera que no se haya roto. Solo tiene un mes y medio, y es el tercero del año.
Refunfuña, se destapa otra vez y se inclina para cogerlo. Parece que funciona bien o esa es la impresión que da. Toca varias teclas para comprobarlo. Sí, funciona correctamente, aunque la pantalla se ha rallado un poco. Mierda.
Son las 2:34 de la madrugada.
¿Qué le diría a Fabián cuando se fue a la cama? No se acuerda y eso que no había fumado nada desde hacía unas horas. Seguro que las lagunas en su memoria son por culpa de esa última pastilla que tomó. La azul.
Tiene hambre, pero le da muchísima pereza bajar hasta la cocina. Sus tripas rugen. Es que casi no ha comido nada en todo el fin de semana. ¿Es la madrugada del lunes al martes, verdad?
Hace un esfuerzo sobrehumano y se levanta de la cama. ¡Qué frío! Corriendo, abre el armario y saca un jersey blanco de algodón que se coloca sobre la parte de arriba del pijama. Se calza unas zapatillas y, tiritando, sale del dormitorio.
La luz del pasillo está apagada. Sus padres deben estar ya durmiendo. ¡Claro, son más de las dos y media de la madrugada! Es lo normal. A Miriam le cuesta asimilar la vida de los demás y adaptarla a su propia realidad. Los horarios no son los mismos y hasta las costumbres empiezan a ser contrarias. Ella vive de noche.
Sin embargo, en la habitación de Mario hay luz. Tiene la puerta medio abierta. ¿Qué hará su hermano despierto tan tarde?
Se acerca lentamente y se asoma sin hacer ruido. El chico está delante del ordenador y teclea a toda velocidad.
—¡Hola! —grita Miriam, entrando en el cuarto.
Mario se asusta y da un salto sobre la silla.
—¡Joder! ¿No sabes llamar antes de entrar?
—Sí que sé, pero no me apetecía —indica chasqueando la lengua, y se sienta en la cama de su hermano—. ¿Qué haces todavía levantado?
—Nada.
El chico sale de la pantalla del MSN en la que está y clica en la de su Facebook.
—¿Hablabas con Diana?
—¿Con Diana? Ah, sí.
—Qué pegajosos sois. Todo el día juntos… No sé cómo no os cansáis el uno del otro.
Mario observa a su hermana molesto y responde muy serio.
—No estamos todo el día juntos.
—¿No? Casi pasa ella más tiempo aquí que yo. Mamá y papá la podrían adoptar.
—Tampoco es complicado estar más tiempo en casa que lo que estás tú. A saber qué haces tantas horas por ahí.
Ahora es Miriam la que mira a su hermano con saña.
—¿Tienes algún problema? —pregunta desafiante.
—Creo que eres tú la que los tiene…
—¿Me quieres decir algo, Mario? Porque prefiero que me lo digas a la cara y no te andes con rodeos…
—Y te lo estoy diciendo a la cara y muy claro: tienes un problema, Miriam.
La chica se pone de pie y se ríe irónicamente.
—¿Qué pasa? ¿Que todos tenemos que ser como tú?
—¿Cómo?
—Lo que oyes. Yo no soy una niña de papá, no me gusta estudiar, no está hecho para mí, y quiero aprovechar mi juventud para divertirme. Si no lo hago ahora, ¿cuándo lo voy a hacer?, ¿con setenta años?
—Hay muchas maneras de divertirse.
—¿Ah, sí? ¿Cuáles? ¿Estar todo el día pegado a tu novia, sin salir de casa y estudiar tanto que no puedas ni respirar? ¡Guau! ¡Menuda diversión!
La voz de Miriam empieza a ser demasiado elevada. Mario teme que, si sigue gritando así, sus padres se despierten.
—No hace falta que grites.
—¡¡¡No grito!!!
—Lo acabas de hacer otra vez.
Suspira desesperado. Y para evitar que sus padres la oigan, el chico se levanta de la silla y cierra la puerta de la habitación. Luego regresa adonde estaba sentado.
—Mira —continúa diciendo Miriam—, sé que vosotros no lo podéis entender. Tenéis una idea de cómo hay que vivir que yo no tengo. Para mí la vida de un joven es otra cosa.
—¿Y tu idea es la buena?
—Es la mía. La que he elegido. Y la que me gusta. Quiero divertirme. Solo tengo diecinueve años.
—Pero ni estudias, ni trabajas… ¡Solo sales por ahí!
—¡Y qué! ¡Ya tendré tiempo de ponerme a trabajar! ¡Soy joven, Mario! ¡Soy muy joven todavía!
La tensión aumenta entre ambos con cada frase.
—Yo también soy joven. Y estudio para tener un buen futuro.
—¡Madre mía! Hablas como un ingenuo idiota.
—¿Qué?
—¿Tú crees que, por estudiar más, vas a tener más dinero dentro de unos años? ¡Eres un ingenuo, hermano!
—No todo es dinero.
—Claro que lo es. Uno trabaja para tener dinero. No hay más.
Le está sacando de sus casillas. Pero no quiere alzar la voz demasiado para no despertar a sus padres. Si los descubren discutiendo a esas horas de la madrugada, se montará una buena en casa.
—Pues trabaja tú y no te gastes el dinero de nuestros padres en… lo que te lo gastas.
Aquella frase fulmina a Miriam. Piensa que su hermano no ha podido caer más bajo acusándola de esa manera. No tiene ningún derecho a decirle qué puede y no puede hacer con el dinero que le dan.
—¿Y en qué me lo gasto?
—Tú sabrás.
—¿Vas de buen hijo y me acusas a mí?
—No voy de nada. La realidad es que tú…
—¡Venga ya…! —exclama interrumpiéndole—. Yo no traigo aquí a mi novia todos los días. ¿O es que Diana no se queda aquí muchas veces a comer o a cenar? Entre los dos gastáis más del doble de dinero en comida que yo. Tú coges el bus para ir y volver de la universidad. Más dinero. Y luego todo lo que te gastas en libros, en fotocopias, en material… ¿Y soy yo la que se gasta el dinero de papá y mamá? ¡No me fastidies!
El discurso de su hermana es totalmente demagógico. Y le duele que compare en lo que gasta el dinero que le dan a él con en lo que se lo gasta ella.