—Mañana te compraré otro móvil —le comenta el joven acariciándole el pelo.
—¿Y cómo llamo a mis padres si no sé su número?
—Mmm… No hace falta que los llames.
—¿Cómo qué no? Si pasan más días sin que sepan de mí, se preocuparán demasiado. Y quiero darles un escarmiento, pero no asustarlos tanto.
Fabián se pone muy serio. Deja de acariciarla y se sienta encima de una mesa de un brinco.
—Si quieres, te llevo mañana a tu casa de nuevo y nos olvidamos de esto. Así podrás hablar con tus padres.
—¿Cómo?
—Si has perdido el teléfono no es culpa mía. Pero lo que no voy a hacer es estar aguantando todo el día tus quejas y tus numeritos. Te he dejado vivir conmigo, te ofrezco comprarte otro móvil, ¿qué más quieres?
—Yo…
—Es la última vez que soporto algo así. Te lo advierto.
Y saltando sobre el suelo de nuevo, Fabián camina hacia la otra parte de la nave, donde Ricky consuela a Laura a base de besos.
Miriam observa a su novio. Tiene razón. Quizá su móvil esté por allí, en alguna parte, y simplemente no ha sido capaz de encontrarlo. Y aunque se lo haya robado aquella chica, no debería haber reaccionado de esa forma.
Resopla. ¿Qué le sucede? ¿No tiene lo que quería? Está viviendo con él, compartiendo la misma cama, pasando todo el tiempo juntos… ¿Qué importa una llamada de teléfono?
Cuando transcurran unos días, si no encuentra su teléfono, ella misma irá a su casa y hablará con sus padres. Seguro que no están tan mal como piensa.
Hasta entonces, se limitará a no enfadar a Fabián y a compensarle por todo lo que está haciendo por ella.
Tres días más tarde, un sábado de diciembre, en un lugar de Londres
La vida sigue. Es el típico tópico que ella misma se ha repetido una y otra vez durante esos días. Han sido muchos los instantes en los que ha tenido que buscar ese tipo de consuelo para no hundirse por completo. Consuelo o excusa, qué más da. Y es que Paula, aunque lo intente, no consigue olvidar a Álex.
«No me enseñaste cómo estar sin ti».
Falta poco para las vacaciones de Navidad y para regresar a España. Son unos días muy difíciles, que podrían haber sido diferentes. Muy diferentes.
—¡Mierda! Se ha gastado la tinta de mi boli de la suerte. ¡Esto es muy mala señal para los exámenes!
Valentina agita su bolígrafo azul como si fuera un termómetro. Su compañera de habitación la observa con una tímida sonrisa. Siempre tan impetuosa y escandalosa para todo. Pero su espontaneidad y buen humor la han ayudado muchísimo en los peores momentos. Especialmente en las últimas noches desde la ruptura, cuando más pensaba en el chico del que sigue enamorada.
—¿Quieres que te preste el mío?
—¡No! ¡Quiero este! ¡Tiene que funcionar!
La italiana intenta que escriba de nuevo. Pero es misión imposible. Incluso hace un agujero en la página del cuaderno en la que trata de reanimarlo.
—Valen, déjalo ya. Ha muerto.
—¡No! ¡No puede ser! —exclama nerviosa—. ¡Lo tengo desde que empecé el instituto!
—No me extraña entonces que no tenga tinta…
—
Paola
, vete a paseo.
La española se levanta y se acerca hasta donde su amiga solloza por el triste final de su bolígrafo de la suerte. Una palmadita en el hombro y luego otra en la cabeza.
—Venga, anímate.
—Vale —dice alegremente, como si nada hubiera pasado—. Y no me trates como si fuera un perrito.
—Perdona.
—Tengo que comprar un nuevo boli de la suerte —indica Valentina, decidida—. Vamos al centro.
—¿Al centro? Pero si lo puedes comprar el lunes en la Universidad o en la tienda de la esquina al final de la calle.
—Ahí no tienen bolígrafos de la suerte.
—¿Cómo? ¿Me estás hablando en serio?
La italiana le guiña un ojo y suelta una carcajada.
—Va,
Paola
, demos una vuelta por el centro. Así nos despejamos un poco de tanto estudiar —señala, sonriente—. Además, me apetece comerme una pizza.
—¡Era por eso!
—¡Sí! ¡Es que estoy harta de la comida de aquí!
—¡Ay…!
—Imagínate una base de masa crujiente, con extra de queso…, cubierta de carne picada, champiñones…
Aunque a Paula se le hace la boca agua al escuchar las palabras de su compañera de habitación, no le apetece nada dar una vuelta por la ciudad. Lleva ya unos cuantos días encerrada. Solo sale para ir a clase y vuelve en cuanto puede. No tiene ganas de nada. Y Londres nublado y lluvioso la entristece. Bastante deprimida está ya. Hoy, sin embargo, no ha llovido demasiado y el sol se ha asomado discretamente. Y si Valentina le ha pedido que la acompañe… Le debe unas cuantas.
—Está bien… Compremos un bolígrafo de la suerte nuevo y engordemos comiendo pizza.
—¡Genial,
Paola
! ¡Genial! —grita Valentina, incorporándose y abriendo el armario—. ¡Me has hecho muy feliz!
—Pero volvemos pronto, ¿eh?
—¡Por supuesto! En cuanto nos comamos la pizza, regresamos y continuamos estudiando.
Las chicas se cambian de ropa y se peinan, las dos a la vez, en el espejo del cuarto de baño. Mientras están allí, llaman a la puerta de la habitación. A través del cristal, se miran la una a la otra.
—¿Vas tú? —pregunta Paula, que se ha hecho una coleta alta.
—Mejor ve tú. Aún tengo que pintarme los ojos.
—¿Pintarte los ojos? Vamos solo a comer una pizza…
—Ya. Pero imagina que en la pizzería hay un guapo camarero italiano con el que practicar… mi lengua.
—En fin.
Llaman una vez más. Paula sale del cuarto de baño deprisa, ajustándose la gomilla del pelo. Abre y se encuentra en el pasillo a Luca Valor.
—Hola.
—Hola.
El saludo entre ambos es cordial, sin rencor, algo imposible de imaginar hace una semana.
—Brenda quiere que vayamos a limpiar la sala de los ordenadores.
—¿Ahora?
—Sí, eso me ha dicho.
Luca se encoge de hombros. Su expresión no es agresiva, como solía ser cuando hablaba con ella. Las cosas han cambiado bastante durante estos últimos días. De buenas a primeras, él dejó de molestarla y de insultarla constantemente. No hablan mucho, pero cuando lo hacen el chico la respeta. Paula no comprende a qué se debe aquel nuevo comportamiento del sobrino del señor Hanson, pero tampoco quiere preguntarle para no estropearlo. Si está menos desagradable con ella, todo bien.
—No puedo. Voy a salir con Valentina.
—¿Vais a salir?
—Sí. Tiene que comprarse un bolígrafo y, ya que vamos al centro, aprovecharemos para comernos una pizza.
No son amigos y cree que nunca podrán serlo, pero se siente mejor cuando están juntos. Mañana termina el castigo que el director de la residencia les puso y, aunque ella no confiaba en las posibilidades de que él cambiara, en cierta manera lo ha hecho.
Realmente no sabe por qué. Se niega a aceptar la disparatada teoría de Valentina, que sigue manteniendo que Luca Valor está enamorado de ella.
—¿Las dos solas?
—Sí.
—¿Y qué le digo a Brenda?
—No sé. No tardaremos mucho —dice, mirando su reloj—. Limpiaré la sala de informática cuando llegue.
El chico piensa un instante. No va a discutir con ella. Ni quiere ni tiene ganas de hacerlo.
—Muy bien. Se lo diré a Brenda. Luego lo hacemos.
—OK.
El joven se da la vuelta y, sin despedirse, se aleja por el pasillo hacia la escalera. Paula cierra la puerta y se dirige de nuevo al cuarto de baño, donde Valentina sigue pintándose.
—¿Quién era? —pregunta la italiana retocando con mimo sus largas pestañas.
—Luca.
—¡Ah, tu amado!
—¡No es mi amado!
—Ya, ya…. ¿Y qué quería? Espera, espera, no me respondas. Te quería a ti.
—Muy graciosa.
—El humor es un don que tenemos los de mi país.
Guarda el lápiz de ojos y coge un pintalabios rojo. Es un rojo muy intenso. Abre la boca ligeramente y comienza a pintarse ante la sorpresa de su amiga.
—Pero ¿vamos a comprar un bolígrafo o a salir de fiesta?
—No te quejes tanto,
Paola
. Tú deberías hacer lo mismo que yo. Nunca se sabe dónde aparecerá el hombre de tu vida.
No tiene remedio. De todas maneras, ella no necesita más hombres en su vida. Solo quiere a uno. Lo quiere tanto que ha roto su relación porque no puede soportar más estar distanciada de él.
—¿Y tú estás segura que el hombre de tu vida no es…?
—Shhh. Ni lo nombres.
—¿Por qué?
—
«Marco se n’è andato e non ritorna più»
—canta en italiano el principio de
La solitudine
de Laura Pausini—. Estoy en Londres, él no. Por tanto, el hombre de mi vida solo puede estar aquí.
—¿Y cuando vuelvas a Italia?
—¡Pues estará allí! —grita feliz.
Paula niega con la cabeza, pero sonríe. Ojalá ella pudiera tomarse las cosas de esa manera. Valentina vive el momento, disfruta de lo que tiene al alcance de la mano y no se preocupa de lo que no tiene. Tal vez debería aprender un poco de su amiga. Álex no está y no estará. La distancia que los separa es demasiado grande y eso seguirá siendo así durante mucho tiempo. Y aunque su corazón luche con todas sus fuerzas por tenerlo presente cada minuto del día, lo mejor sería dejarlo atrás definitivamente.
Se mira al espejo y resopla.
Sí, eso sería lo mejor.
Ese mismo sábado de diciembre, en un lugar de la ciudad
Está despistado. En tres días, se le han caído dos cafés al suelo y casi derrama un zumo de melocotón sobre su portátil. Eso hubiera sido fatal ya que hace una semana que no guarda lo que escribe en el
pen drive
. Es lo que le faltaba: tener que volver a hacer lo que ya tenía hecho. Y es que desde que Paula lo dejó, Álex no logra centrarse.
Se pasa las noches en vela pensando, recordando, echándola de menos. Pero la quiere demasiado como para pedirle tiempo y paciencia. La comprende. Comprende que, si está sufriendo, haya tomado aquella drástica decisión. Aunque se le rompa el alma.
Aquello está siendo muy doloroso a pesar de que una persona se ha propuesto ponérselo un poquito más fácil haciéndole reír con su particular manera de ser.
—Así que los donuts con café los cobro a dos euros y sin el café a uno con quince —indica Pandora asimilando aquel nuevo dato.
Es su tercer día en el Manhattan y poco a poco va adaptándose a su puesto como camarera. Álex ha estado con ella durante su turno para echarle una mano y explicarle cómo funcionan las cosas.
—Correcto.
—Bien.
Al principio, lo que el escritor tenía pensado para su bibliocafé era solamente alquilar y prestar libros y servir todo tipo de cafés, además de zumos, batidos, refrescos y agua. De comer, solo tostadas para el desayuno. Sin embargo, esta semana, a propuesta de Pandora, ha decidido incorporar bollería a la oferta de productos del Manhattan. Y aquello no está funcionando nada mal. Ha sido una buena idea.
La chica no solo se ha esforzado por aprender rápidamente su lista de tareas. Su mayor logro ha sido soltarse con el que desde hace unos días es su jefe. Auque hay cosas que no cambian: continúa poniéndose nerviosa cuando la mira fijamente y le sonríe. Entonces se sonroja y agacha la cabeza. Nunca se acostumbrará a que le sonría de esa forma. Pero estar con él, vivir aquella experiencia a su lado, es un sueño para Pandora.
—¿Más preguntas?
—No, de momento.
—Pues me voy a escribir un rato.
—Vale. ¿Cómo lo llevas?
—Mal —contesta, sonriente—. Muy mal. Voy muy retrasado.
—No será para tanto… ¡Ánimo!
—Gracias. Lo necesito.
Y después de alcanzar su portátil, se dirige a la mesa en la que se sienta a escribir cada día. Pandora lo observa. Sabe que, aunque intenta que no se le note, le pasa algo. Y no solo es por el estrés de
Dime una palabra
. Lo ha visto demasiadas veces cabizbajo, reflexivo. Suspirando. Contemplando la pantalla del ordenador sin escribir, con los ojos tristes. ¿Qué será? Puede que tenga algo que ver con aquella mujer de la editorial, que ha ido a visitarlo todas las tardes desde que ella trabaja allí. No le gusta esa Abril. Y menos cuando se pone tan cariñosa con Alejandro. En ocasiones, hasta parece que son pareja. Y eso le fastidia mucho. Se toma demasiadas confianzas.
Precisamente, en esos instantes, Abril entra en el Manhattan con su hijo de la mano. Otra vez. La mujer saluda a Pandora con frialdad y se acerca hasta la mesa donde está el escritor. Este ya se ha dado cuenta de su presencia y de la de David.
—¡Hola, tío Álex! —grita el crío, dándole un abrazo al joven ante la mirada de su madre que sonríe.
—Hola. ¿Cómo estás?
—Con mucho frío.
—Vaya, entonces no querrás que te invite a un batido…
—¿Cómo que no? —protesta el niño indignado—. ¡Claro que quiero!
—¿De fresa?
—¡Sí!
—Pues ve a la barra y dile a aquella chica tan simpática que está allí que te dé uno. ¡Ah!, y si quieres también puedes comerte un donut.
David mira hacia donde Álex le indica y se sonroja. Nunca había tenido que hablar hasta ahora con una mujer para conseguir un batido. Bueno, con su madre sí, pero ella no cuenta. Le da muchísima vergüenza hacerlo.
—¿A ella?
—Sí. Es Panda, nuestra nueva camarera.
—¿Panda? ¿Qué nombre es ese?
—Viene de Pandora —le aclara su madre, que se sorprendió muchísimo cuando se enteró de que aquella muchacha trabajaría en el Manhattan.
—Me suena a oso panda.
—Pues no le digas eso a ella o te quedarás sin batido —le comenta Álex guiñándole un ojo.
David vuelve a sonrojarse. ¡Pues vaya! No le gustan las chicas. Se pone furioso cada vez que le preguntan si tiene novia. A él esas cosas no le van. Pero en esta ocasión no le queda otro remedio que hablar con ella o no merendará.
El niño resopla y camina deprisa hacia la barra. Su madre, por su parte, se sienta en la mesa junto al escritor. Lo mira a los ojos y coloca una mano sobre la suya.
—¿Cómo te encuentras hoy?
—Bien.
—¿Las cosas siguen igual, no?
—Sí.
—¿Has hablado con ella?
—No. No hemos hablado.
Aquel interrogatorio se viene repitiendo desde que Abril supo la noticia de la ruptura con Paula. La mujer no ha faltado ni un solo día al Manhattan para interesarse por él. Álex no se siente cómodo hablando del tema. Preferiría que lo pasaran por alto. Cuanto más trata aquel asunto, más le duele. Pero no quiere molestarla ni ser desagradecido. Al fin y al cabo, ella solo intenta ser amable.