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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Canticos de la lejana Tierra (5 page)

BOOK: Canticos de la lejana Tierra
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No obstante, a pesar de que muchos perseguían el olvido, eran incluso más los que obtenían satisfacciones trabajando para alcanzar unos objetivos que trascendieran a sus propias vidas. La investigación científica avanzó considerablemente, al utilizar los inmensos recursos que ahora eran gratuitos. Si un físico necesitaba cien toneladas de oro para un experimento, ello sólo constituía un pequeño problema de logística, no de presupuestos.

Había tres problemas que les preocupaban. El primero era el seguimiento continuo del Sol, no porque quedara alguna duda, sino para pronosticar el año, el día y la hora exacta de detonación...

El segundo era la búsqueda de inteligencia extraterrestre que se reanudaba ahora con desesperada urgencia, olvidada tras siglos de fracaso. E incluso al final, el resultado parecía no tener mayor éxito que en las ocasiones anteriores. El Universo seguía dando vagas respuestas a las preguntas del hombre.

El tercero era, por supuesto, la siembra de la raza humana en las estrellas cercanas, con la esperanza de que la Humanidad no se extinguiera al morir el Sol.

En los albores del último siglo, naves sembradoras de cada vez mayor velocidad y sofisticación habían sido enviadas a más de cincuenta objetivos. Tal como se preveía, la mayoría de estas misiones fracasaron, pero diez de ellas habían informado de un éxito al menos parcial. Se tenía aún mayores esperanzas en los últimos y más avanzados modelos, aunque éstos no alcanzarían sus lejanos objetivos hasta después de la desaparición de la Tierra. El último modelo que iba a ser puesto en órbita podía viajar a un veintavo de la velocidad de la luz, y aterrizaría al cabo de novecientos cincuenta años, si todo iba bien.

Loren recordaba todavía el lanzamiento del
Excalibur
desde su plataforma en la base de Lagrangian, entre la Tierra y la Luna. Aunque por aquel entonces él tenía solamente cinco años, sabía que esta nave sembradora era la última de su tipo. Sin embargo, era demasiado joven para entender por qué había sido cancelado este programa secular precisamente cuando había alcanzado su madurez técnica. Tampoco podía adivinar entonces el cambio que se produciría en su propia vida con aquel asombroso descubrimiento que lo transformó y dio a la Humanidad una nueva esperanza en las últimas décadas de la historia terrestre.

Aunque se habían realizado numerosos estudios técnicos, nadie había conseguido encontrar una razón para un vuelo espacial
tripulado
a la estrella más cercana. El hecho de que ese viaje pudiera durar un siglo no era ya un factor decisivo, la hibernación podía solucionar ese problema. En el hospital satélite Luis Pasteur un mono estaba dormido desde hacía casi un milenio y mostraba una actividad cerebral perfectamente normal. No había ninguna razón para suponer que no ocurría lo mismo con los seres humanos, si bien el récord, un paciente con una extraña forma de cáncer, no superaba los dos siglos.

El problema biológico había sido resuelto; era el problema de ingeniería el que parecía insalvable. Una nave que pudiera transportar miles de pasajeros dormidos, imprescindibles para una nueva vida en otro mundo, debería tener las mismas dimensiones que los grandes trasatlánticos que una vez surcaron los mares de la Tierra.

Sería bastante fácil construir esta nave fuera de la órbita de Marte y usar los abundantes recursos del cinturón de asteroide. Sin embargo, era imposible idear unos motores que le permitieran alcanzar las estrellas en un período razonable de tiempo. Incluso a una décima parte de la velocidad de la luz, los objetivos más prometedores estaban a más de quinientos años de distancia. Esa velocidad había sido alcanzada por sondas robot, que recorrían a toda velocidad sistemas estelares cercanos y transmitían sus informes y observaciones durante las agitadas y escasas horas del trayecto. Pero era completamente imposible reducir la velocidad para acoplarse a otra nave o aterrizar, y estaban destinadas a seguir viajando a través de la galaxia para siempre.

Éste era el problema fundamental de los cohetes, y nadie había descubierto hasta entonces una alternativa para la propulsión ultraespacial. Era tan difícil perder velocidad como ganarla, y llevar la carga propulsora necesaria para la deceleración no simplemente doblaba la dificultad de la misión, sino que la elevaba al cuadrado.

Se podía construir una hibernave a escala real que alcanzara la décima parte de la velocidad de la luz. Requeriría un millón de toneladas de algún exótico material como carga propulsora; era difícil, pero no imposible.

Pero para anular la velocidad final del viaje, la nave debería despegar no con un millón, sino con millones de toneladas de carga propulsora. Esto, por supuesto, estaba tan fuera del alcance que nadie había pensado seriamente en ello desde hacía mucho tiempo.

Y después, por una de las mayores ironías de la historia, se le dieron a la Humanidad las llaves del Universo, y un siglo escaso para utilizarlas.

8
Recuerdos de un amor perdido

Qué contento estoy, pensó Moses Kaldor, por no haber sucumbido nunca a esta tentación, a ese seductor señuelo que el arte y la tecnología habían dado a la Humanidad hace más de mil años. Si hubiese querido, hubiese podido traer conmigo al exilio al fantasma electrónico de Evelyn, metido en algunas cintas de programación. Podía haber aparecido ante mí, en alguno de los escenarios que amábamos, y mantener una conversación tan convincente que un desconocido no hubiera nunca adivinado que nadie,
nada
estaba realmente allí.

Pero yo lo hubiera sabido al cabo de cinco o diez minutos, a no ser que me engañase a mí mismo mediante un acto deliberado de voluntad. Y yo sería incapaz de hacerlo. Aunque sigo sin saber por qué mis instintos se rebelan contra ello, siempre me niego a aceptar el falso alivio de un diálogo con los muertos. Ni tan siquiera poseo, ahora, una simple grabación de su voz.

Es mejor así, verla moverse en silencio en el pequeño jardín de nuestro último hogar, sabiendo que no es una ilusión de los creadores de imágenes, sino que ocurrió de vedad, hace doscientos años, en la Tierra.

Y la única voz que se oirá será la mía, aquí y ahora, hablando a la memoria que todavía existe en mi propio cerebro vivo y humano.

Grabación privada. Número Uno. Aparato Alpha. Programa autodestructible.

Tenías razón, Evelyn, y yo no. Aunque sea el más viejo de esta nave, parece que todavía puedo ser útil.

Cuando me desperté, el capitán Bey estaba a mi lado. Me sentí halagado... en cuanto pude sentir algo.

—Vaya, capitán —dijo—. Esto sí que es una sorpresa. Esperaba que me arrojara al espacio como algo inservible.

Se echó a reír y respondió:

—No esté muy seguro todavía; el viaje no ha acabado. Pero le necesitamos ahora. Los que planearon la misión fueron más listos de lo que usted pensaba.

—Me inscribieron en el manifiesto de la nave como Embajador-Consejero, y ¿en calidad de qué se me requiere?

—Probablemente en ambas. Y quizá en calidad de...

—No dude en decir cruzado, aunque nunca me gustó la palabra y nunca me consideré líder de ningún movimiento. Sólo intenté que la gente pensara por sí misma. Nunca quise que nadie me siguiera ciegamente. La historia ha visto ya demasiados líderes.

—Sí, pero no todos han sido malos. Fíjese en su tocayo.

—Se le ha sobrevalorado, aunque puedo comprender su admiración. Después de todo, usted también dirige las tribus sin hogar a una tierra prometida. Me imagino que ya habrá surgido algún pequeño problema.

El capitán sonrió y respondió:

—Me alegro de ver que ya está totalmente despierto. Hasta ahora, no ha surgido ni un problema, y no hay razones para pensar que surja. Pero se ha presentado una situación inesperada, y usted es oficial diplomado. Tiene unas cualidades que nunca pensamos que íbamos a necesitar.

Te aseguro, Evelyn, que me quedé atónito. El capitán Bey debió de leer mi mente cuando vio mi expresión.

—¡Oh! —exclamó rápidamente—. No hemos encontrado a ningún extraterrestre. Parece ser que la colonia humana de Thalassa no se destruyó como imaginábamos. De hecho está funcionando muy bien.

Esto fue, por supuesto, otra sorpresa, aunque bastante agradable. Thalassa, ¡el mar, el mar!, fue una palabra que nunca esperaba volver a repetir. Siempre había pensado que cuando me despertara, esta palabra habría quedado siglos y años luz atrás.

—¿Cómo es esa gente? ¿Han establecido ya algún contacto con ellos?

—Todavía no, éste es su trabajo. Usted sabe mejor que nadie los errores que cometimos en el pasado. No queremos repetirnos. Ahora, si está preparado para subir al puente, le dejaré echar un vistazo a nuestros primos perdidos.

Eso fue hace una semana, Evelyn; qué agradable es no tener prisas después de décadas de inquebrantables fechas límites. Sabemos todo lo que se puede saber sobre los thalassanos sin haberlos visto cara a cara. Y esto es lo que haremos esta noche.

Hemos elegido un terreno común para mostrar que reconocemos nuestro parentesco. El lugar del primer aterrizaje es muy visible y ha sido celosamente guardado, como un parque o como una reliquia. Esto es buena señal; sólo espero que nuestro aterrizaje allí no se considere un sacrilegio. Quizá nos hará aparecer como dioses, lo cual haría las cosas más fáciles para nosotros. Esto es, si los thalassanos han inventado dioses. Ésta es una de las cosas que quiero averiguar.

Estoy empezando a vivir otra vez, querida. Sí, sí, ¡eras más inteligente que yo, el llamado filósofo! Ningún hombre tiene derecho a morir mientras pueda ayudar a los demás. Fue egoísta por mi parte haber deseado lo contrario. Haber deseado yacer siempre a tu lado, en el punto que escogimos hace tiempo, tan lejos... Ahora incluso puedo aceptar el hecho de que estás diseminada por el Sistema Solar con todos los seres que amé sobre la Tierra.

Pero ahora hay que ponerse a trabajar; y mientras hablo a tu memoria, sigues viva.

9
La búsqueda del superespacio

De todos los mazazos que los científicos del siglo XX tuvieron que soportar, quizás el más arrollador e inesperado fue el descubrimiento de que no había nada más lleno que el espacio vacío.

La vieja doctrina aristotélica de que la Naturaleza aborrecía el vacío era perfectamente cierta. Incluso cuando se aislaba un átomo de materia sólida de un volumen dado, lo que quedaba en éste era un infierno hormigueante de energía de una intensidad y de una escala inimaginable para la mente humana. En comparación, incluso la forma de materia más condensada, los cientos de millones de toneladas por centímetro cúbico de una estrella neutrón, era un fantasma impalpable, un accidente apenas perceptible en la increíblemente densa, aunque espumosa estructura del superespacio.

Que en el espacio había mucho más que lo que sugería la ingenua intuición se reveló por primera vez en la obra clásica de Lamb y Rutherford, en 1947. Estudiando el elemento más simple, el átomo de hidrógeno, descubrieron que algo muy extraño ocurría cuando el solitario electrón giraba alrededor del núcleo. En vez de viajar formando una suave curva, se comportaba como si recibiera continuos golpes de ondas incesantes en una escala sub-microscópica. Aunque era difícil entender el concepto, había fluctuaciones en el propio vacío.

Desde los griegos, los filósofos se han dividido en dos escuelas: los que creían que las operaciones de la Naturaleza fluían suavemente y los que argüían que esto era una ilusión; todo ocurría en realidad en discretos saltos o sacudidas demasiado pequeñas para ser perceptibles en la vida cotidiana.

El establecimiento de la teoría atómica fue un triunfo para la segunda escuela de pensamiento, y cuando la teoría de Quantum de Plank demostró que incluso la luz y la energía se movían en pequeños paquetes, no en corrientes continuas, se acabó por fin la discusión.

En el análisis final, el mundo de la Naturaleza era granular, discontinuo. Aun cuando, para el ojo humano, una cascada y una avalancha de ladrillos parecía muy diferente, en realidad eran lo mismo. Los diminutos «ladrillos» de H
2
O eran demasiado pequeños para ser visibles al ojo humano sin ayuda, pero podían ser fácilmente percibidos por los instrumentos de los físicos.

Ahora el análisis avanzaba un paso más. Lo que hacía la granulosidad del espacio tan difícil de concebir no era su escala submicroscópica, sino su violencia.

Nadie podía realmente imaginar una millonésima de centímetro, pero si al menos el número en sí, mil millones, era familiar en asuntos humanos tales como presupuestos y estadísticas de población. Decir que se requería un millón de virus para formar un centímetro sugería algo a la mente.

Pero, ¿una millonésima de millón de un centímetro? Esto era comparable al tamaño de un electrón, y estaba fuera de los límites de visualización. Quizá se podía entender su significado mentalmente, pero no emocionalmente.

Y sin embargo, la escala numérica de la estructura del espacio era increíblemente menor que esta cantidad; tanto, que, en comparación, una hormiga y un elefante eran prácticamente del mismo tamaño. Si uno se imaginara como una masa burbujeante y espumosa (éste es un término engañoso pero es una primera aproximación a la realidad), entonces estas burbujas medían...

... una millonésima de una millonésima de una millonésima de una millonésima de una millonésima...

... de un centímetro.

Y ahora imaginémoslas explotando continuamente con una energía comparable a la de las bombas nucleares, y absorbiendo luego esa energía, y escupiéndola otra vez, y así indefinidamente.

Ésta era,
grosso modo
, la imagen que algunos físicos de finales del siglo XX tenían de la estructura fundamental del espacio. El hecho de que sus energías intrínsecas pudiesen ser aprovechadas debió de parecer, en aquella época, completamente ridículo.

Así que en aquel tiempo tuvieron la idea de soltar las recién descubiertas fuerzas del núcleo atómico; y esto sucedió en menos de medio siglo. El dominar «las fluctuaciones de los quantums» que cubrían las energías del propio espacio era una tarea de mayor magnitud, y su precio era proporcionalmente mayor.

Entre otras cosas, daría a la Humanidad la libertad del universo. Una nave espacial podría acelerarse literalmente siempre, ya que no necesitaría combustible.

El único límite práctico para adquirir velocidad sería, paradójicamente, aquel con el que el avión tuvo que combatir primero: la fricción del medio ambiente. El espacio entre las estrellas contenía cantidades apreciables de hidrógeno y otros átomos, que podrían causar problemas antes de alcanzar el límite final establecido por la velocidad de la luz.

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