La propulsión cuántica hubiera podido ser desarrollada en cualquier momento después del año 2500, y la historia de la raza humana hubiera sido diferente. Por desgracia, como ha ocurrido otras veces en el progreso zigzagueante de la ciencia, las observaciones y teorías erróneas retrasaron el avance casi mil años.
Los siglos febriles de los Últimos Días produjeron un arte brillante, aunque a menudo decadente. En cambio progresaron poco en el campo científico. Además, por aquella época, la larga lista de fracasos había convencido a todos de que aprovechar las energías del espacio era como el movimiento perpetuo, imposible incluso en teoría, y por supuesto, en la práctica. Sin embargo, al contrario que el movimiento perpetuo, aún no se había probado que fuera imposible aprovechar la energía del espacio, y mientras no se demostrara existía aún alguna esperanza.
Sólo ciento cincuenta años antes del fin, un grupo de físicos del satélite de investigación de gravedad cero Lagrange Uno anunciaron que habían encontrado esta prueba; había fundadas razones para pensar que las inmensas energías del superespacio, aunque nadie dudaba de su existencia, no podrían explotarse nunca.
A nadie le interesaba lo más mínimo poner en orden este oscuro rincón de la ciencia.
Un año más tarde, se oyó un avergonzado carraspeo proveniente de Lagrange Uno. Se había hallado un pequeño error en la prueba. Era algo que había sucedido ya muchas otras veces en el pasado, aunque nunca con consecuencias tan trascendentales.
Un signo menos se había convertido, accidentalmente, en un signo más.
En un instante cambió el mundo entero.
El camino a las estrellas se había abierto, cinco minutos antes de medianoche.
Quizá se lo tendría que haber dicho con más delicadeza, se dijo Moses; todos parecían asustados. Pero este hecho en sí mismo es ya instructivo. Incluso si esta gente tiene un grado bajo de tecnología (¡no hay más que ver este coche!) se deben de dar perfecta cuenta de que sólo un milagro de ingeniería ha podido trasladarnos desde la Tierra a Thalassa. Al principio se preguntarán cómo lo hemos hecho, y luego querrán saber por qué.
De hecho, ésta era la primera pregunta que se le había ocurrido a la alcaldesa Waldron. Aquellos dos hombres que iban en aquel pequeño vehículo eran claramente, la avanzadilla. En órbita debía de haber miles, quizá millones. Y la población de Thalassa, gracias a un estricto control de natalidad, estaba ya al noventa por ciento de sus condiciones ecológicas óptimas...
—Me llamo Moses Kaldor —dijo el visitante de edad más avanzada—. Y éste es el comandante en jefe Lorenson, segundo Ingeniero Jefe de la Nave
Magallanes
. Les pedimos disculpas por estos trajes burbuja, comprenderán que son para nuestra mutua protección. Aunque nosotros venimos en son de paz, nuestras bacterias pueden tener otras ideas.
¡Qué voz tan maravillosa!, se dijo la alcaldesa Waldron; y tenía razón. En su tiempo había sido la más famosa del mundo, que consolaba y a veces irritaba a millones de seres en las décadas anteriores al fin.
Sin embargo, la conocida mirada coquetona de la alcaldesa no se posó mucho tiempo en Moses Kaldor; se veía claramente que rebasaba los sesenta, y era un poco demasiado mayor para ella. En cambio el más joven le gustó más, a pesar de que se preguntó si podía acostumbrarse a aquella desagradable palidez. Loren Lorenson (¡qué nombre tan agradable!) medía dos metros, y su pelo era tan rubio que parecía plata. No era tan fuerte como... bueno, como Brant, pero desde luego era más guapo.
La alcaldesa Waldron sabía juzgar bien a los hombres y a las mujeres, y clasificó con gran rapidez a Lorenson. Había en él inteligencia, determinación, quizás incluso crueldad... No le gustaría tenerle como enemigo, pero sí le interesaba tenerle como amigo. O mejor...
Al mismo tiempo, no tenía la menor duda de que Kaldor era una persona mucho más agradable. En su rostro y su voz ya podía distinguir sabiduría, compasión y también una profunda tristeza. No era de extrañar, teniendo en cuenta la sombra bajo la cual debía de haber pasado toda su vida.
Todos los demás miembros del comité de recepción se habían acercado y fueron presentados uno a uno. Brant, tras un breve saludo, se encaminó directamente a la nave y empezó a examinarla de cabo a rabo.
Loren le siguió; sabía reconocer a otro ingeniero cuando lo veía y podía aprender mucho de las reacciones del thalassano. Adivinó la primera pregunta que le haría Brant. Pese a ello, se sintió desconcertado.
—¿Cuál es el sistema de propulsión? Estos orificios de propulsión son ridículamente pequeños... si es que son eso.
Era una observación perspicaz; esa gente no eran los salvajes tecnológicos que parecían a primera vista. Sin embargo, no serviría de nada demostrar que estaba impresionado. Mejor era contraatacar y no fiarse de él.
—Es un estatorreactor cuántico restringido, adaptado para vuelo atmosférico usando aire como fluido de trabajo. Utiliza las fluctuaciones Plank... ya sabe, diez a la menos treinta y tres centímetros. Por supuesto tiene un alcance infinito en el aire o en el espacio.
Loren se sintió bastante satisfecho de su «por supuesto». Por segunda vez se quedó admirado del aplomo de Brant; el thalassano apenas había parpadeado e incluso consiguió decir: «Muy interesante», como si hablara en serio.
—¿Puedo entrar?
Loren titubeó. Negárselo podría parecer descortés, y al fin y al cabo estaban deseosos de hacerse amigos lo más pronto posible. Y, lo que quizás era más importante, esto mostraría quién era el amo.
—Desde luego —respondió—. Pero procure no tocar nada.
Brant estaba demasiado interesado para notar la ausencia del «por favor».
Loren le condujo hasta la diminuta cámara bajo presión de la astronave. Había apenas el espacio suficiente para los dos, y tuvieron que recurrir a una complicada gimnasia para que Brant se ajustara el traje espacial sobrante.
—Espero que no sean necesarios por mucho tiempo —le explicó Loren— pero tenemos que llevarlos hasta que las pruebas de microbiología hayan finalizado. Cierre los ojos hasta que hayamos pasado del ciclo de esterilización.
Brant notó un tenue brillo violáceo, y se oyó un breve silbido de gas. Luego, la puerta interior se abrió y entraron en la cabina de control.
Cuando se sentaron uno junto al otro, las espesas pero apenas visibles películas que les rodeaban casi no dificultaron sus movimientos. Sin embargo, les separaban con tanta eficacia como si estuvieran en mundos distintos... lo que, en muchos sentidos, era todavía cierto.
Loren tuvo que admitir que Brant aprendía rápidamente. Si se le dieran unas pocas horas, podría aprender a manejar aquel aparato... aunque nunca podría comprender la teoría subyacente. A este respecto, la leyenda decía que sólo un puñado de hombres había llegado a entender de verdad la geodinámica del superespacio... y llevaban muertos ya varios siglos.
Pronto estuvieron tan enzarzados en discusiones técnicas que casi olvidaron el mundo exterior. De repente, una voz ligeramente preocupada exclamó desde la dirección general del panel de control:
—¿Loren? Llamando a la nave. ¿Qué sucede? No hemos sabido nada de vosotros desde hace media hora.
Loren alargó perezosamente una mano hasta un interruptor.
—Dado que nos sintonizáis a través de seis canales de video y cinco de audio, esto es una exageración.
Esperaba que Brant hubiera captado el mensaje: dominamos completamente la situación.
—En cuanto a Moses... se encarga de las conversaciones.
A través de las ventanas curvadas, podían ver que Kaldor y la alcaldesa seguían enfrascados en una seria discusión, uniéndoseles de vez en cuando el concejal Simmons. Loren accionó un interruptor, y sus voces amplificadas llenaron súbitamente la cabina a un volumen mayor que si estuvieran junto a ellos.
—...nuestra hospitalidad. Pero, naturalmente, como puede darse cuenta éste es un mundo extraordinariamente pequeño, en lo que respecta a superficie terrestre. ¿Cuánta gente ha dicho usted que había a bordo de su nave?
—Creo que no le he dado ninguna cifra, señora alcaldesa. De cualquier modo, sólo unos pocos de nosotros descenderían a Thalassa, a pesar de su belleza. Entiendo perfectamente su... eh... preocupación, pero no tiene por qué sentir la menor aprensión. En un año o dos, si todo va bien, reemprenderemos nuestro camino.
»Además, esto no es una petición de auxilio. ¡Al fin y al cabo, no esperábamos encontrar a nadie aquí! Pero una nave estelar no se desvía hasta aquí a la mitad de la velocidad de la luz a no ser que tenga muy buenas razones. Ustedes poseen algo que necesitamos, y nosotros tenemos algo que darles.
—¿Qué es, si me permite la pregunta?
—De nosotros, si lo aceptan, los últimos siglos del arte y la ciencia humanos. Sin embargo, debo advertirle que considere bien lo que un regalo así podría ocasionar a su cultura. Quizá no sería prudente aceptar todo lo que podemos ofrecerles.
—Le agradezco su honestidad... y su comprensión. Ustedes deben de tener tesoros de valor incalculable. ¿Qué podemos ofrecerles a cambio?
Kaldor soltó una de sus sonoras carcajadas.
—Afortunadamente, eso no es ningún problema. Si nos lo lleváramos sin pedirlo, ni siquiera se darían cuenta. Lo único que queremos de Thalassa es cien mil toneladas de agua. O, para ser más concretos, de hielo.
Hacía únicamente dos meses que el presidente de Thalassa ostentaba el cargo, y todavía no se había acostumbrado a su infortunio. Sin embargo, no había nada que pudiese hacer, salvo ejercer lo mejor posible un mal trabajo durante tres años que iba a durar. Realmente, era inútil pedir una revisión: el programa de selección, que implicaba la generación y combinación de números aleatorios de mil dígitos, era lo más próximo a la pura suerte que el ingenio humano podía inventar.
Existían exactamente cinco formas de evitar el peligro de que a uno lo llevasen a rastras hasta el Palacio Presidencial (veinte habitaciones, una de ellas lo bastante grande para acoger a casi cien invitados): tener menos de treinta años o más de setenta; ser un enfermo incurable; ser retrasado mental; o haber cometido un delito grave. La única opción realmente posible para el presidente Edgar Ferradine era la última y había pensado en ella seriamente.
Sin embargo, tenía que admitir que pese a las molestias personales que le había causado, probablemente ésta era la mejor forma de gobierno que había ideado jamás la Humanidad. El planeta madre había necesitado unos diez mil años para perfeccionarla a base de tentativas y, a menudo, de terribles errores.
En cuanto toda la población adulta estuvo educada hasta los límites de su capacidad intelectual (y a veces, ¡ay!, más allá de ella) la democracia auténtica se hizo posible. El paso definitivo precisó el desarrollo de comunicaciones personales instantáneas, unidas a ordenadores centrales. Según los historiadores, la primera democracia verdadera de la Tierra se estableció el año terrestre 2011, en un país llamado Nueva Zelanda.
En adelante, seleccionar un jefe de estado fue relativamente poco importante. Una vez fue aceptado por todo el mundo que cualquiera que aspirara deliberadamente al cargo debía ser descalificado de manera automática, casi cualquier otro sistema podía servir, y el procedimiento más simple fue una lotería.
—Señor presidente —dijo la secretaria del Gabinete—, los visitantes le esperan en la Biblioteca.
—Gracias, Lisa. ¿Sin los trajes espaciales?
—Sí, todo el equipo médico coincide en que no hay ningún peligro. Sin embargo, será mejor que le advierta algo, señor. Ellos... eh... tienen un olor un poco extraño.
—¡Krakan! ¿En qué sentido?
La secretaria sonrió.
—Oh, no es desagradable... al menos, yo no lo considero así. Supongo que tiene algo que ver con su alimentación; después de mil años, nuestras bioquímicas pueden haber cambiado. La palabra que lo describe mejor, probablemente, es «aromático».
El presidente no estaba muy seguro de qué quería decir aquello, y estaba pensando en preguntárselo cuando se le ocurrió una idea inquietante.
—Y, ¿cómo cree que será nuestro olor para ellos? —preguntó.
Para alivio suyo, sus cinco invitados no mostraron signos evidentes de molestias olfativas cuando le fueron presentados, de uno en uno. Sin embargo, la secretaria Elizabeth Ishihara había sido muy prudente al avisarle; ahora sabía exactamente lo que quería decir la palabra «aromático». También tenía razón al decir que no era desagradable; de hecho, le recordó las especias que utilizaba su esposa cuando le tocaba el turno de cocinar en el palacio.
La mesa de conferencias tenía forma de herradura. Al ocupar su asiento en la parte curvada, el presidente de Thalassa se encontró murmurando irónicamente algo sobre el Azar y el Destino... temas que nunca le habían preocupado mucho en el pasado. Pero el Azar, en su forma más pura, le había puesto en su posición actual. Y ahora, el Azar (o su hermano, el Destino), atacaban de nuevo. ¡Era sorprendente que él, un fabricante de equipos deportivos carente de toda ambición, hubiera sido elegido para aquella reunión histórica! Sin embargo, alguien tenía que hacerlo; y debía admitir que empezaba a divertirse. Como mínimo, nadie podría impedir que pronunciara su discurso de bienvenida...
... De hecho, era un buen discurso, aunque tal vez un poco más largo de lo necesario incluso para una ocasión como aquélla. Hacia el final se dio cuenta de que las expresiones educadamente atentas de cuantos le escuchaban empezaban a tornarse algo vidriosas, de modo que eliminó algunas de las estadística de productividad y toda la sección de la nueva red eléctrica de la Isla Sur. Al sentarse, estaba convencido de haber mostrado la imagen de una sociedad fuerte y progresista con un nivel elevado de capacidad técnica. Por más que ciertas impresiones superficiales sugirieran lo contrario, Thalassa no era retrasada ni decadente, y aún mantenía las tradiciones más puras de sus grandes antepasados. Etcétera.
—Muchas gracias, señor presidente —dijo el capitán Bey en la apreciativa pausa que siguió—. Fue una auténtica sorpresa de bienvenida descubrir que Thalassa no sólo estaba habitada, sino que era floreciente. Ello hará nuestra estancia aquí todavía más agradable, y esperamos marcharnos con buena voluntad por ambas partes.