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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Canticos de la lejana Tierra (4 page)

BOOK: Canticos de la lejana Tierra
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Tenía la forma de una punta de flecha aplastada y debía de haber aterrizado verticalmente, ya que no se veían marcas alrededor de la hierba. La luz provenía de un solo punto, de un bastidor aerodinámico situado en su línea dorsal y encima de todo ello destellaba intermitentemente una pequeña luz roja. Todo era tranquilizador, por no decir decepcionante; se trataba de un aparato común. Un aparato que sin duda no podía haber viajado los doce años luz que le separaba de la colonia más cercana.

De repente, la luz principal se apagó dejando ciego por unos momentos al pequeño grupo de observadores. Cuando los ojos de Brant se acostumbraron a la oscuridad, pudo ver que había ventanas en la parte delantera de la máquina, iluminadas pálidamente desde el interior de la nave. Pero ¡si parecía un vehículo conducido por hombres, y no el aparato robot que esperaban!

La alcaldesa Waldron llegó a la misma sorprendente conclusión.

—No es un robot, hay gente dentro. No perdamos más tiempo. Enciende tu linterna, Brant, para que nos vean.

—Helga —protestó el concejal Simmons.

—No seas bobo, Charlie. Vamos, Brant.

¿Qué era lo que había dicho el primer hombre en la luna casi dos milenios atrás? «Unos pasitos...» Habían recorrido unos veinte metros cuando se abrió una puerta lateral del vehículo, una rampa articulada bajó de golpe y dos humanoides salieron a su encuentro.

Éste fue el primer pensamiento de Brant. Pero luego se dio cuenta de que el color de su piel le había engañado, o si lo que podía ver de ella a través de la película transparente y flexible que los cubría de la cabeza a los pies.

No eran humanoides, eran humanos. Si él nunca volviera a tomar el sol, podría llegar a ser tan blanco como ellos.

La alcaldesa levantó las manos en el gesto tradicional de «venimos sin armas» tan viejo como la historia.

—No creo que me entendáis —dijo—, pero bienvenidos a Thalassa.

—Al contrario —contestó una de las voces más profundas y con más bella modulación que Brant había oído jamás—, le entendemos perfectamente. Estamos encantados de conocerles.

Por un momento, el grupo de recepción se quedó sumido en un perplejo silencio. Pero era absurdo, pensó Brant, haber sido sorprendidos. Después de todo, no tenía la más mínima dificultad en entender el lenguaje de los hombres de hacía dos mil años. Cuando se inventó el sonido grabado, se conservaron todos los sonidos fónicos de la sintaxis y la gramática, pero la pronunciación permanecía estable durante milenios.

La alcaldesa Waldron fue la primera en recobrar su aplomo.

—Bien, eso nos ahorra muchos problemas —dijo poco convencida—. ¿De dónde vienen? Hemos perdido el contacto con nuestros vecinos desde que se destruyó nuestra antena interespacial.

El hombre mayor miró a su compañero, que era más alto y se pasaron algún mensaje silencioso. Luego, se volvió de nuevo hacia la expectante alcaldesa.

Había una inconfundible tristeza en aquella hermosa voz cuando hizo la fantástica revelación:

—Aunque les parezca increíble —dijo, no venimos de ninguna colonia. Venimos de la Tierra.

II
Magallanes
6
Aterrizaje en el planeta

Incluso antes de abrir los ojos, Loren sabía exactamente dónde se encontraba y esto le pareció bastante sorprendente. Tras dormir durante doscientos años, cierta confusión era comprensible, pero le parecía como si fuera ayer cuando hizo su última entrada en la cabina de la nave, y por lo que podía recordar, no había tenido ni un solo sueño. Lo agradecía.

Manteniendo los ojos cerrados se concentró en sus otros sentidos. Oyó un suave murmullo de voces, calladamente tranquilizador. Oyó el conocido susurro proveniente de los cambiadores de aire, y sintió una corriente apenas perceptible que hacía circular olores antisépticos sobre su cara.

La única sensación que percibía no era la de la gravedad. Levantó su mano derecha sin esfuerzo, y ésta permaneció flotando en el aire, como a la espera de una próxima orden.

—¡Hola, señor Lorenson! —dijo una voz alegre—. Así que se ha dignado unirse a nosotros otra vez. ¿Cómo se siente?

Loren abrió finalmente los ojos e intentó fijar su vista en la figura borrosa que flotaba junto a su cama.

—Hola... doctor. Estoy bien. Y tengo hambre.

—Esto es siempre un buen síntoma. Puede vestirse, pero no se mueva demasiado deprisa durante un rato. Más tarde podrá decidir si quiere conservar esa barba.

Lore se llevó la mano aún flotante a la barbilla y se quedó sorprendido de la cantidad de pelo que había en ella. Como la mayoría de los hombres, no había optado por su erradicación permanente; se habían escrito volúmenes enteros de psicología sobre ese tema. Quizás había llegado el momento de pensar en hacerlo, era divertido ver cómo tales banalidades asaltaban la mente en un momento así.

—¿Hemos llegado sanos y salvos?

—Por supuesto, si no todavía dormiría. Todo ha salido de acuerdo con el plan. La nave empezó a despertarnos hace un mes. Ahora estamos en la órbita de Thalassa. La tripulación de mantenimiento ha comprobado todos los sistemas; ahora le toca a usted realizar algún trabajo. Le tenemos reservada una pequeña sorpresa.

—Espero que sea agradable.

—Nosotros también lo esperamos. El capitán Bey da una conferencia informativa dentro de dos horas en la Asamblea Central. Si todavía no se quiere mover, lo puede ver desde aquí.

—Iré a la Asamblea. Me gustaría conocer a todo el mundo. Pero ¿puedo desayunar antes? Hace mucho tiempo...

El capitán Sirdar Bey parecía cansado pero contento cuando recibió a los quince hombres y mujeres que acababan de ser reanimados y los presentó a los treinta que formaban las tripulaciones normales A y B. Según los reglamentos de la nave, la tripulación C debería estar durmiendo, pero varias figuras se escondían disimuladamente en el fondo de la sala.

—Estoy contento de que estén con nosotros —dijo a los recién llegados—. Es bueno ver caras nuevas, y es mejor aún ver un planeta y saber que nuestra nave ha cumplido los primeros doscientos años de su misión sin anomalías serias. Hemos llegado a Thalassa según el horario previsto.

Todos se giraron hacia la pantalla visual que cubría gran parte de la pared. Una parte importante de ella estaba dedicada a datos e información puntual de la nave, pero la sección más amplia estaba integrada por una imagen sorprendentemente bella de un globo azul y blanco, casi totalmente iluminado. Sin duda todos se habían dado cuenta de la desgarradora similitud con la Tierra vista desde el Pacífico. Era casi todo agua, con tan solo unas masas de tierra aisladas.

Y aquí había tierra, un grupo compacto de tres islas ocultas en parte por un velo nuboso. Loren pensó en Hawai, que nunca había visto y que ya no existía. Pero había una diferencia fundamental entre los dos planetas. El otro hemisferio de la Tierra era casi todo tierra; el otro hemisferio de Thalassa era todo océano.

—Aquí está —dijo el capitán con orgullo—. Tal como los planificadores de la misión predijeron. Pero hay un detalle que no esperaban y que afectará seguramente a nuestras operaciones.

»Recordarán que Thalassa fue sembrada por un módulo de cincuenta mil unidades Mark 3A, que despegó de la Tierra en 2751 y llegó aquí en el año 3109. Todo fue bien y las primeras transmisiones se recibieron ciento sesenta años más tarde. Continuaron intermitentemente durante dos siglos, y de repente pararon tras un breve mensaje que comunicaba la erupción de un importante volcán. No se volvió a oír nada más y se dio por seguro que nuestra colonia en Thalassa se había destruido, o que había quedado reducida a la barbarie como parece que sucedió en otros casos.

»Para información de los recién llegados déjenme repetir lo que hemos descubierto. Cuando entramos en el sistema, lo primero que hicimos por supuesto fue buscar sus frecuencias. No oímos nada, ni tan siquiera una radiación por la fuga del sistema eléctrico.

»Cuando nos acercamos más, nos dimos cuenta de que esto no probaba gran cosa. Thalassa tiene una ionosfera muy densa. Podría existir comunicación con ondas cortas y medias sin que nadie que estuviera en el exterior se enterara. Las microondas la atravesarían, claro, pero quizá no las necesiten, o puede que nosotros no hayamos tenido la suerte de interceptar ningún rayo.

»De cualquier forma, existe ahí abajo una civilización muy desarrollada. Cuando logramos una buena vista nocturna, vimos las luces de las ciudades, pequeñas ciudades. Hay muchas pequeñas industrias, un pequeño tráfico costero, no hay barcos grandes, y hemos divisado un par de aviones desplazándose a la velocidad de quinientos klicks, que son capaces de transportarles a cualquier parte en quince minutos.

»Evidentemente, una comunidad tan compacta no necesita mucho transporte aéreo, y tienen un buen sistema de carreteras. Pero seguimos sin poder detectar comunicación alguna. No tienen satélites, ni siquiera meteorológicos, que parecería que los han de necesitar... aunque quizá no, ya que sus naves probablemente nunca se alejan de tierra firme. Claro, no tienen otra tierra donde ir.

»De modo que así están las cosas. Es una situación interesante, y una sorpresa agradable. Al menos así lo espero. ¿Alguna pregunta? ¿Sí, señor Lorenson?

—¿Hemos intentado ponernos en contacto con ellos?

—Todavía no; pensamos que no era aconsejable hasta saber exactamente el nivel de cultura que poseen. Hagamos lo que hagamos les causaremos una enorme impresión.

—¿Saben que estamos aquí?

—Probablemente no.

—Pero sin duda tienen que haber visto nuestra propulsión.

Era una pregunta razonable, ya que un superreactor a plena potencia era uno de los espectáculos más dramáticos nunca inventados por el hombre. Su luz era tan potente como la de una bomba atómica, y duraba mucho más, meses en vez de milésimas de segundo.

—Posiblemente, pero lo dudo. Estábamos al otro lado del sol cuando efectuamos la mayor parte del frenado. Su resplandor les habría impedido vernos.

Entonces alguien preguntó lo que todos estaban pensando.

—Capitán, ¿en qué medida afectará esto a nuestra misión?

Sirdar Bey miró a su interlocutor con aire pensativo.

—A estas alturas es imposible decirlo. Unos cientos de miles de seres humanos, o cualquiera que sea su población, podrían hacernos las cosas más fáciles o por lo menos más agradables. Por otra parte, si no les gustamos...

Encogió los hombros en un expresivo gesto.

—Acabo de acordarme de un consejo que dio un viejo explorador a uno de sus colegas: «Si piensas que los nativos son amistosos, probablemente lo sean y viceversa.» Así que hasta que no nos demuestren lo contrario, presumiremos que son amistosos. Y si no...

La expresión del capitán se endureció, y su voz se convirtió en la de un comandante que acababa de conducir una gran nave a través de treinta años luz de espacio.

—Nunca he creído que los sueños se conviertan en realidad, pero a veces es reconfortante pensarlo.

7
Señores de los días finales

Le resultaba difícil de creer que estaba real y verdaderamente despierto y que la vida pudiera empezar de nuevo.

El comandante en jefe Loren Lorenson sabía que siempre le perseguiría la tragedia que había ensombrecido más de cuarenta generaciones y que había llegado a su clímax en el transcurso de su propia vida. A lo largo de su primer nuevo día le acompañó continuamente un temor. Ni siquiera la promesa y el misterio del bello mundo oceánico que pendía bajo la
Magallanes
le permitía mantener alejado un pensamiento: ¿Qué soñaré esta noche cuando cierre los ojos en mi primer sueño
natural
después de doscientos años?

Había sido testigo de escenas que nadie podría nunca olvidar y que atormentarían a la Humanidad hasta sus últimos días. A través de los telescopios de la nave había observado la muerte del Sistema Solar. Con sus propios ojos había visto los volcanes de Marte en erupción por primera vez en mil millones de años; a Venus prácticamente desnudo, cuando su atmósfera se precipitó en el espacio antes de desintegrarse por completo. Vio explotar gigantescas masas de gases que luego se convirtieron en bolas de fuego incandescentes. Sin embargo, estos espectáculos eran insignificantes y vacíos en comparación con la tragedia de la Tierra.

Había visto los últimos momentos a través de los objetivos de unas cámaras que habían sobrevivido algunos minutos más a los abnegados hombres que habían sacrificado los últimos momentos de su vida para montarlos. Había visto...

... la Gran Pirámide encenderse antes de hundirse en un charco de piedra fundida...

... el fondo del Atlántico, roca calcinada endurecida en segundos antes de ser sumergida de nuevo por la lava que brotaba de los volcanes de la falla central oceánica...

... la luna levantarse sobre la selva brasileña en llamas, brillando ahora casi tanto como el sol en su última puesta, sólo unos minutos antes de...

... el continente antártico emerger brevemente, después de su largo entierro, debido a la fusión de sus kilómetros de viejos hielos...

... al poderoso tramo central de Puente de Gibraltar fundirse cuando se desplomaba en medio de un aire abrasador...

En el último siglo, la Tierra se había visto acosada por fantasmas, pero no de los muertos, sino de aquellos que ya no podían nacer. Durante quinientos años, la tasa de natalidad se había mantenido a un nivel que reduciría la población humana a pocos millones cuando llegara el Fin. Se abandonaron ciudades enteras, e incluso países, pues la Humanidad quiso estar unida para presenciar el último acto de su Historia.

Fueron unos tiempos de extrañas paradojas, de aparatosas oscilaciones entre la desesperación y el regocijo frenético. Muchos, desde luego, buscaron el olvido mediante las vías tradicionales de las drogas, el sexo y los deportes peligrosos, incluyendo lo que en la práctica eran en realidad guerras en miniatura cuidadosamente controladas, y en las que se luchaba con armas acordadas de antemano. Fue también popular el enorme abanico de catarsis electrónica, formado por innumerables videojuegos, representaciones interactivas y estimulación directa de los centros de placer del cerebro.

Al no haber ya razón para pensar en el futuro de este planeta, los recursos de la Tierra y las riquezas acumuladas a lo largo de todos los tiempos podían derrocharse con la conciencia tranquila. Por lo que se refiere a los bienes materiales, todos los hombres eran millonarios, más ricos de lo que podían haber soñado jamás sus antepasados, de cuyo trabajo habían heredado el fruto. Se llamaban a sí mismos, con ironía, aunque no sin cierto orgullo, los señores de los Días Finales.

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