Una de las consecuencias del total ateísmo de Thalassa es una grave carencia de palabrotas. Cuando a un thalassano se le cae algo sobre el dedo gordo del pie, no sabe qué decir. Incluso las habituales referencias a las funciones corporales no le son de mucha ayuda, ya que se dan por supuestas. Prácticamente, la única exclamación que sirve para todo es «¡Krakan!», y se emplea en exceso. Sin embargo, sí demuestra la impresión que causó la erupción del Monte Krakan, hace cuatrocientos años; espero tener la oportunidad de visitarlo antes de nuestra marcha.
Quedan aún muchos meses por delante, y sin embargo ya siento temor. No por el posible peligro... (si algo le sucede a la nave, nunca lo sabré), sino porque querrá decir que se ha roto otro vínculo con la Tierra y contigo, amor mío.
—Al presidente no le va a gustar esto —dijo con entusiasmo la alcaldesa Waldron—. Se ha empeñado en llevarles a la Isla Norte.
—Lo sé —contestó el segundo comandante Malina—. Y sentimos decepcionarle. ¡Ha sido tan atento! Pero la Isla Norte es demasiado rocosa; las únicas áreas costeras utilizables ya están edificadas. Sin embargo, hay una bahía completamente desierta, con una playa de suave pendiente a sólo nueve kilómetros de Tarna. Nos vendrá de maravilla.
—Parece demasiado bonito para ser cierto. ¿Por qué está desierta, Brant?
—Ése fue el Proyecto Mangrove. Todos los árboles murieron, todavía no sabemos por qué, y nadie ha tenido coraje para acabar con aquel desorden. Tiene un aspecto terrible, y huele aún peor.
—Así que se trata ya de un área de desastre ecológico. ¡Bienvenidos, pues, comandante! En algo la mejorarán ustedes.
—Puedo asegurarle que nuestra planta será muy estética y no dañará el medio ambiente en lo más mínimo. Y, naturalmente, será desmantelada por completo cuando nos marchemos. A menos que deseen conservarla.
—Gracias, pero dudo que nos fueran muy útiles varios cientos de toneladas de hielo al día. Mientras tanto, ¿qué comodidades puede ofrecerles Tarna: alojamiento, abastecimientos, transporte? Nos encantaría poder ayudarles. Supongo que bajarán a trabajar bastantes de ustedes.
—Alrededor de un centenar, probablemente; y le agradecemos su oferta de hospitalidad. Sin embargo, me temo que seremos unos invitados horribles; mantendremos contactos con la nave a todas horas del día y de la noche. De modo que debemos permanecer unidos... y tan pronto como hayamos organizado nuestra pequeña aldea prefabricada, nos mudaremos a ella con todos nuestros equipos. Lamento que esto parezca descortés... pero cualquier otro sistema no sería práctico.
—Creo que tiene razón —suspiró la alcaldesa. Se había estado preguntando cómo podría organizar el protocolo y ofrecerle al espectacular comandante en jefe Lorenson en vez de al segundo comandante Malina la que pasaba por ser la habitación para huéspedes. El problema parecía no tener solución; por desgracia, ahora ya ni siquiera iba a plantearse.
Se sintió tan decepcionada que casi estuvo tentada de llamar a la Isla Norte e invitar a su último consorte oficial a pasar unas vacaciones. Pero, probablemente, el muy canalla la volvería a rechazar, y ella no podría resistir algo así.
Incluso cuando era muy anciana, Mirissa Leonidas podía recordar todavía el momento exacto en que fijó por primera vez la mirada en Loren. Con nadie más, ni siquiera con Brant, le había sucedido esto.
La novedad nada tenía que ver con ello; ya había conocido a varios terrícolas antes de encontrar a Loren, y no le habían causado ninguna impresión especial. La mayoría de ellos podrían haber pasado por thalassanos si se hubieran expuesto al sol durante unos días.
Pero Loren, no; su piel nunca se volvió morena, y su sorprendente pelo, en todo caso, se hizo aún más plateado. Eso fue lo que primero llamó su atención cuando él salía de la oficina de la alcaldesa Waldron con dos de sus compañeros: todos tenían ese aspecto ligeramente frustrado que era el resultado habitual de una sesión con la letárgica y bien atrincherada burocracia de Tarna.
Sus ojos se habían encontrado, aunque sólo por un momento. Mirissa dio unos pasos más; y luego, sin quererlo de modo consciente, se detuvo y miró por encima del hombro... y vio que el visitante la estaba observando. En aquel momento, ambos supieron que sus vidas habían cambiado de manera irrevocable.
Aquella noche, después de hacer el amor, le preguntó a Brant:
—¿Han dicho cuánto tiempo van a quedarse?
—Siempre eliges los peores momentos —refunfuñó con voz somnolienta—. Al menos un año. Tal vez dos. Buenas noches... otra vez.
Ella sabía que era mejor no hacer más preguntas, aunque estaba completamente despierta. Durante largo tiempo yació con los ojos abiertos, mirando cómo las veloces sombras de la luna interior recorrían el suelo, mientras el querido cuerpo acostado junto a ella se hundía suavemente en el sueño.
Había conocido a no pocos hombres antes de Brant, pero desde que estaban juntos, se sentía absolutamente indiferente a cualquier otro. Entonces, ¿por qué ese súbito interés (aún pretendía que no era más que eso) por un hombre que había visto sólo unos pocos segundos y cuyo nombre no conocía siquiera? (Aunque aquello sería una de sus primeras prioridades el día siguiente.)
Mirissa se enorgullecía de ser honesta y perspicaz; no tenía en mucha consideración a las mujeres, u hombres, que se dejaban dominar por las emociones. Estaba segura de que parte de la atracción era el elemento novedad, el encanto de nuevos y vastos horizontes. Poder hablar con alguien que había caminado por las ciudades de la Tierra —y que había sido testigo de las últimas horas del Sistema Solar—, y se dirigía ahora hacia nuevos soles era un milagro más allá de sus sueños más fantásticos. Le hizo ser consciente una vez más de la insatisfacción que en el fondo sentía ante el plácido ritmo de la vida thalassana, pese a ser feliz con Brant.
¿O era tan sólo conformismo y no felicidad verdadera? ¿Qué era lo que realmente quería? No sabía si lo encontraría con esos extranjeros de las estrellas, pero antes de que partiesen de Thalassa para siempre, quería intentarlo.
Aquella misma mañana, Brant también había visitado a la alcaldesa Waldron, que le saludó con algo menos de su afectuosidad habitual cuando él descargó sobre su escritorio los trozos de su trampa para peces.
—Sé que ha estado ocupada con asuntos más importantes —dijo—, pero, ¿qué vamos a hacer respecto a esto?
La alcaldesa miró sin entusiasmo el enredado lío de cables. Era difícil concentrarse en la rutina cotidiana después de los embriagadores encantos de la política interestelar.
—¿Qué crees tú que sucedió? —le preguntó.
—Obviamente, es algo deliberado: fíjese cómo han retorcido este alambre hasta romperlo. No sólo fue dañada la red, sino que secciones enteras han sido robadas. Estoy seguro de que nadie de la Isla Sur haría una cosa así. ¿Qué motivos podrían tener? Lo descubriré tarde o temprano...
La densa pausa de Brant no dejó dudas de lo que pasaría entonces.
—¿De quién sospechas?
—Desde que empecé a hacer experimentos con trampas eléctricas, he luchado no sólo con los Ecologistas, sino también con esos chalados que creen que toda la comida debería ser sintética porque es repugnante comer seres vivos, como animales... o incluso plantas.
—Los Ecologistas, al menos, tienen su parte de razón. Si tu trampa es tan eficaz como aseguras, podría alterar el equilibrio ecológico del que están siempre hablando.
—Realizar un censo del arrecife regularmente nos dirá si eso está sucediendo, y entonces no tendremos más que dejarlo por un tiempo. De todos modos, en realidad voy detrás de los pelágicos; mi campo parece atraerles desde una distancia de tres o cuatro kilómetros. E incluso si todos los habitantes de las Tres Islas comieran sólo pescado, no podríamos reducir la población oceánica.
—Estoy segura de que tienes razón... en lo que respecta a los pseudopeces autóctonos. Y eso está bien, dado que la mayor parte son demasiado venenosos para que merezca la pena someterlos a tratamiento. ¿Estás seguro de que las especies de la Tierra se han adaptado por completo? Tú podrías ser la última gota que rebosa el vaso, como dice el viejo dicho popular.
Brant miró a la alcaldesa con respeto; continuamente le sorprendía con preguntas astutas como aquélla. Nunca se le había ocurrido pensar que no habría permanecido tanto tiempo en el cargo de no valer en realidad mucho más de lo que aparentaba.
—Me temo que el atún no va a sobrevivir; aún pasarán algunos miles de millones de años hasta que los océanos sean lo bastante salados para ellos. Pero la trucha y el salmón se adaptan bastante bien.
—Y son deliciosos; incluso podrían vencer los escrúpulos morales de los Sinteticistas. No es que realmente acepte tu interesante teoría. Esas personas pueden hablar, pero no hacen nada.
—Hace un par de años dejaron en libertad toda una manada de ganado de aquella granja experimental.
—Querrás decir que lo intentaron: las vacas volvieron solas. Todo el mundo se rió tanto, que renunciaron a otras acciones; la verdad es que no me puedo imaginar que se hayan tomado tantas molestias.
Hizo un gesto señalando la red rota.
—No sería difícil: un pequeño bote por la noche, un par de buzos... las aguas sólo tienen veinte metros de profundidad.
—Bien, haré algunas averiguaciones. Mientras tanto, quiero que hagas dos cosas.
—¿Qué? —preguntó Brant, tratando de no parecer suspicaz sin conseguirlo.
—Reparar la red; el Departamento Técnico te dará todo lo que necesites. Y dejar de hacer acusaciones hasta que estés seguro al cien por cien. Si te equivocas quedarás como un estúpido, y quizá tengas que disculparte. Si tienes razón, puede que ahuyentes a los responsables antes de que podamos atraparles. ¿Entendido?
Brant abrió ligeramente la boca con sorpresa: nunca había visto una actitud tan incisiva en la alcaldesa. Recogió la Prueba A y salió de forma algo sumisa.
Podría haber salido todavía más sumiso (o quizá simplemente divertido) de haber sabido que la alcaldesa Waldron ya no estaba tan enamorada de él.
Aquella mañana el Segundo Ingeniero Jefe Loren Lorenson había impresionado a más de un ciudadano de Tarna.
Este recordatorio de la Tierra era un nombre desafortunado para el asentamiento, y nadie se hizo responsable. Sin embargo, era algo más atractivo que «campamento base» y fue aceptado rápidamente.
El complejo de viviendas prefabricadas se había desplegado con asombrosa velocidad: prácticamente en una noche. Era la primera demostración ante Tarna de los habitantes de la Tierra (o mejor de los
robots
de la Tierra en acción, y todos quedaron enormemente impresionados. Incluso Brant, que siempre había pensado que los robots causaban más problemas de lo que valía la pena, salvo para realizar trabajos peligrosos y monótonos, empezó a reconsiderar la cuestión. Había un elegante constructor móvil no especializado que operaba con una rapidez tan cegadora que, a menudo, era imposible seguir sus movimientos. Fuera donde fuese, le seguía una multitud admirada de pequeños thalassanos. Cuando se cruzaban en su camino, dejaba educadamente lo que estaba haciendo hasta que el camino estaba despejado. Brant decidió que ésa era exactamente la clase de ayudante que necesitaba; quizás hubiera algún modo de poder persuadir a los visitantes.
Al cabo de una semana, Terra Nova era un microcosmos en pleno funcionamiento de la gran nave que orbitaba más allá de la atmósfera. Había alojamiento sencillo pero confortable para cien miembros de la tripulación, con todos los sistemas de habitabilidad que necesitaban, así como biblioteca, gimnasio, piscina y teatro. Los thalassanos estuvieron conformes con estas comodidades, y se apresuraron a utilizarlas. Como resultado, la población de Terra Nova era, por lo general, el doble del supuesto centenar.
La mayoría de los que iban allí, invitados o no, estaban deseosos de ayudar y decididos a hacer la estancia de sus visitantes lo más confortable posible. Tanta cordialidad, aunque muy bien recibida y agradecida, solía resultar incómoda. Los thalassanos eran increíblemente preguntones, y la idea de intimidad les era casi desconocida. Un cartel de «Se Ruega No Molestar» solía considerarse como un desafío personal, que conducía a interesantes complicaciones...
—Todos ustedes son oficiales y adultos de gran inteligencia —había dicho el capitán Bey en la última reunión de la tripulación en la nave—, así que no debería ser necesario decirles esto. Traten de no acabar metidos en, eh, líos hasta que sepamos exactamente qué piensan los thalassanos sobre estos temas. Parecen muy cordiales, pero eso podría ser engañoso. ¿No está de acuerdo, señor Kaldor?
—Capitán, no puedo pretender ser una autoridad en costumbres thalassanas tras un período de estudio tan corto. Sin embargo, existen algunos paralelismos históricos muy interesantes, cuando los viejos barcos de la Tierra llegaban a puerto tras largos viajes por mar. Espero que muchos de ustedes hayan visto aquella clásica reliquia en vídeo,
Rebelión a bordo
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—Confío, doctor Kaldor, que no me está comparando con el capitán Cook... quiero decir Bligh.
—No sería ningún insulto; el auténtico Bligh fue un marino brillante y difamado de manera muy injusta. En estos momentos, todo lo que necesitamos es sentido común, buena educación... y, como ha indicado usted antes, prudencia.
Loren se preguntó si Kaldor había mirado hacia él al hacer aquella puntualización. Seguro que no era aun algo tan obvio...
Después de todo, sus deberes oficiales le ponían en contacto con Brant Falconer una docena de veces al día. No había manera de que pudiera evitar encontrarse con Mirissa... aunque quisiera.
Nunca habían estado aún a solas, y apenas habían intercambiado unas pocas palabras de conversación formal. Pero no era necesario decir nada más.
—Esto es un bebé —dijo Mirissa— y, a pesar de las apariencias, un día crecerá hasta convertirse en un ser humano absolutamente normal.
Ella sonreía, aunque sus ojos estaban húmedos. Hasta que notó la fascinación de Loren, nunca se le había ocurrido que, probablemente, había más niños en la pequeña ciudad de Tarna que en todo el planeta Tierra durante las décadas finales de tasa de nacimiento casi cero.
—¿Esto es... tuyo? —preguntó él en voz baja.