Catalina la fugitiva de San Benito (48 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—Ya hemos llegado a vuestro destino —dijo el atocinado individuo en tanto con una de las llaves que pendían de su cinto abría la herrumbrosa cerradura de una de las ocho celdas que se encontraban en aquel pasillo—. Sois mi único huésped esta noche. ¿Tenéis dinero?

El médico se rehizo e intentó que su voz no reflejara la angustia que le embargaba.

—Soltadme las manos, si es que os gusta el tintineo de las monedas.

El truhán, al advertir el tono del doctor pensó que aquel hombre no era la morralla común que acostumbraban enviarle y que tal vez hubiera negocio a la vista.

—Ya pensaba hacerlo... ¡excelencia! He visto de inmediato que vos sois un caballero y que todo este incidente se deberá a un mal entendido. —Y tras esto decir, desató la cuerda que sujetaba firmemente las muñecas del galeno. Éste se las masajeó para que la sangre volviera a fluir por ellas en tanto su mente trabajaba a toda velocidad para acertar en las decisiones que debería ir tomando a cada instante. A la fina percepción de Gómez de León no había pasado inadvertida la servil postura y el cambio de actitud del carcelero, y decidió continuar en la misma tesitura; se felicitó por su inveterada costumbre de esconder bajo el jubón una escarcela de monedas, fruto de su larga experiencia en tantos años de recorrer caminos y cañadas de día y de noche.

—Me vais a traer una manta, una almohada, comida y agua. Además, necesito desocupar mi vientre; por ello os daré diez maravedís.

Los ojillos del individuo brillaban como puntas de pedernal.

—Eso está hecho. Os voy a traer mi misma comida... y lo otro os lo proporcionaré al punto. Permitidme que en la espera os tenga que encerrar. Si por mí fuera no lo haría, pero las reglas son estrictas y yo no soy quien las ha promulgado.

Tras el discurso, el hombre indicó con un ademán al galeno que entrara en la mazmorra; éste así lo hizo. Luego de dar una vuelta de llave a la oxidada cerradura, el individuo se alejó con un paso inusitadamente ligero para persona de su peso y volumen.

En cuanto quedó solo buscó, no sin dificultad a causa de la torpeza de sus manos, la bolsa y procedió a extraer de ella el precio acordado, colocándola posteriormente en su primitivo escondrijo. No tuvo demasiado tiempo de autocompadecerse, ya que al poco regresaba su guardián con las manos ocupadas; en la diestra llevaba una bandeja de madera donde había un cuenco con una sopa de nabos y arroz, una hogaza de pan y una jarra de agua, y en la zurda portaba un cubo. En aquel instante, el médico tuvo conciencia de sus miserias. El individuo dejó el balde en el suelo e introduciendo la llave en la cerradura abrió la reja.

—Os cedo mi cena. No creáis que esto os lo van a servir todos los días; esta posada tiene mala cocina. Aquí os dejo el cubo... ¡servidumbre de los humanos! Todo lo que entra debe salir. ¡Ah!, os he traído una manta, gentileza de la casa. Ahora, si no os importa... —Con un ostentoso gesto, el hombre extendió su mano reclamando el dinero.

—Aquí tenéis. —Uniendo a la palabra el ademán, el médico depositó en ella los cuartos acordados, y el individuo los miró sin atreverse a creer en su buena estrella—. Yo cumplo siempre mis promesas y me acuerdo de las personas que cumplen las suyas.

—Os puedo asegurar que todo lo que esté en mi mano...

—Dejadme ahora. Lo que voy a hacer me gusta hacerlo solo.

—Os comprendo.

El carcelero se retiró, dejando al buen médico sumido en sus miedos y en sus incertidumbres. Pero tras desahogar el cuerpo y alimentarlo, su estoico carácter se sobrepuso y llegó a la conclusión de que nada ganaba adelantando acontecimientos, que estaba en las manos de Dios, que nada malo había hecho a lo largo de su vida y que cuanto más fuerte le hallaran las tribulaciones que le deparara el destino, mejor las enfrentaría. Y con esta disposición de ánimo se estiró en el banco y se dispuso a descansar.

La voz de su conciencia le hablaba clara y concisa. Don Martín de Rojo podía estar tranquilo; él no era de esos hombres que en la adversidad traicionan a sus amigos. Aunque los acontecimientos se sucedieran como él imaginaba, de su boca nada saldría que comprometiera al hidalgo.

Contradices

Muchas cosas habían ocurrido en la mansión de los Cárdenas, y no todas buenas ni inteligibles para Catalina. En primer lugar, aquella clase de danza que tanto la complacía al principio tenía trazas de convertirse en un suplicio para ella; cada mañana sus sentimientos iban cambiando según fuera una u otra su pareja de baile...

Diego se había convertido en el centro de su vida. Aquel sentimiento que se despertó en su corazón el mismo día que vio asomar su cabeza por el ventanillo del semisótano del convento había crecido dentro de su ser, por lo demás tan ayuno de afectos, y había adquirido la fuerza de un torrente. Soñaba de noche y pensaba de día, vivía por y para los momentos que estuviera cerca del muchacho. Cuando bailaba con Diego era la mujer más feliz del mundo, pero cuando era el francés el que enlazaba su cintura, para mostrar al joven cómo era un paso de la danza, en su interior y sin saber bien por qué resurgía el sentimiento percibido el día que en el campanario el padre Rivadeneira le puso las manos encima. Era extraño... En realidad nada había ocurrido, y su desconcierto iba en aumento al razonar y deducir de todo ello que, o bien el francés había intuido que ella era una mujer, o de no ser así... entonces nada comprendía. Un elemento más se sumaba y contribuía a aumentar su turbación: las sonrisas que entre sí intercambiaban los músicos cuando, tras un giro o una reverencia, el afectado maestro la adulaba e incluso le daba una palmada en la cara mientras con aquel acento horrible le decía: «¡Excelente, Alonso, excelente!»

Diego se sentía extraño. Su mente adolescente había hecho mil cabalas de cómo sería aquello de yacer con mujer. La casa de su padre era un mundo especial; al haber muerto la marquesa, su madre, en tiempo que por su edad ni recordaba, allí jamás existió algo que se pareciera a una corte de las que en tiempos lejanos presidiera Leonor de Aquitania. Y por tanto, el universo que montó su padre en derredor suyo fue un mundo de hombres, de soldados, donde el elemento femenino no tuvo cabida. La única mujer con la que podía hablar confiadamente era su vieja ama, Tomasa, y le hubiera avergonzado enormemente tratar con ella según qué asuntos. Don Suero, las veces que él con cierto tacto había intentado tocar un tema sinuoso, se había apurado más que él mismo y le había respondido que «estas cosas» las debía hablar con su padre. Las demás mujeres que habitaban en la casa eran sirvientas, criadas, lavanderas o mujeres de servicios varios, y su rango y condición le impedían tener trato alguno con ellas que no fuera el por ello debido.

Una única vez recordaba haber intentado acercarse al mundo femenino... Tendría unos once años cuando, una mañana, bajando a la laguna oyó una algarabía de risas y agudos gritos. Se deslizó hasta la orilla y recostado sobre las matas, oculto por las altas yerbas del margen, pudo entrever a un grupo de muchachas procedentes de las pedanías circundantes, bañándose desnudas; sus blancas y mojadas pieles brillaban y miles de pequeñas gotas de agua refulgían al impacto de los rayos del sol, y al retozar entre ellas, salpicándose y saltando, hacían que sus pechos brincaran alegres en una danza alucinante que por las noches le produjo oníricas poluciones. Cuando el sábado en la confesión habitual se lo dijo a fray Anselmo, éste lo apabulló con una reprimenda cual si hubiera matado a un hombre; lo amenazó con el fuego eterno y tras decirle que le había decepcionado, que su médula se resentiría y que podía quedarse paralítico, le advirtió sobre el peligro que ocultaba la mujer y que supiera que tras ella se escondía Satanás. Todo ello turbó su ánimo varios días hasta el punto de que don Suero, que tan bien lo conocía, notó algo y él algo le dijo. El escudero montó en cólera y tuvo un altercado con el fraile, y él cierto estaba aunque nadie le dijo nada, de que finalmente como tantas otras veces tuvo que intervenir su padre y mediar entre los dos. Las aguas regresaron a su cauce y las cosas no pasaron de allí. De todo esto había transcurrido mucho tiempo... Pero él, a sus casi diecinueve años, todavía no conocía mujer.

Un nuevo factor se había sumado para que la ceremonia de su confusión fuera total. Alonso, el paje, había entrado en su círculo y desde el primer día se había sentido responsable de él. Y, ya fuere porque le había salvado la vida o porque, al haber sido asignado a su servicio directo estaba siempre cerca de su persona, el caso fue que una corriente muy especial se estableció entre ambos y un nuevo sentimiento se apoderó de su espíritu, aumentando si cabe el caos que reinaba en su cabeza. Mientras el muchacho estuvo recuperándose de la paliza que le prodigaron aquellos desalmados, Diego se acostumbró a visitarlo en su cámara y a charlar con él en circunstancias que cada vez eran más frecuentes y en ratos que en cada ocasión se alargaban más; luego se dio cuenta de que esperaba con impaciencia la oportunidad de subir a hacerle compañía. Después vino lo del baño: el día que su ayuda de cámara se puso enfermo y el paje lo suplió, se dio la inoportuna circunstancia de que, al necesitar un masaje, notara sus manos sobre la piel; una desazón especial invadió su espíritu y desde aquel día buscó la ocasión de que aquello se repitiera más veces. Ya únicamente faltó aquella absurda idea de su padre, empeñado en que diera clases de danza, para que la turbación fuera absoluta. Y a ello se añadió el hecho de que al maldito francés se le ocurrió la peregrina idea de que danzaran juntos. La cabeza de Diego estaba a punto de estallar de tanto analizarse y quería atribuir aquella aberración de la naturaleza a que el muchacho era un adolescente bellísimo, que el bozo todavía no había irrumpido en su rostro y que sus sentimientos, que estaban a punto de florecer, no tenían ocasión de hacerlo en otras condiciones. Finalmente tuvo que reconocer que cuando veía que aquel francés melifluo y afectado le ponía las manos encima, un sentimiento muy parecido a lo que debían ser los celos invadía su alma. Ni a imaginar se atrevía que todo aquello, oculto en los arcanos más recónditos de su corazón, pudiera ser imaginado por su ayo. La vergüenza y el oprobio se hubieran abatido sobre él, matándolo.

Todo este cúmulo de circunstancias había servido de acicate para que se esforzara al máximo en aquel menester a fin de que su padre diera por acabado su aprendizaje y lo enviara a Madrid sabiendo que por un lado partiría feliz y por el otro destrozado. Pero su primigenia idea de que Alonso lo acompañara para que le sirviera como paje estaba absolutamente descartada; era consciente que perdía un servidor que se había convertido en un excelente y temible espadachín, cosa muy importante y muy a tener en cuenta en la capital de España, pero quería arrancarse como fuera aquel confuso sentimiento, aquel caos que atormentaba su alma y que en llegando a la Corte y frecuentando damas jóvenes y hermosas, estaba seguro de que remitiría.

Monsieur de Lagarteare estaba viviendo un hermoso momento. Había llegado a Madrid integrado en el séquito de cortesanos que desde Francia acompañaron a la princesa Isabel de Borbón para convertirse en reina de España al contraer matrimonio con su alteza real el príncipe Felipe, el cual accedería al trono al deceso de su progenitor Felipe III.

Al principio se estableció en la capital como maestro de danza, pero la austera corte de los Austria no era la alegre corte de Luis XIV, y sus vestimentas negras y lúgubres chocaban frontalmente con los brillos, pelucas y afeites de la corte francesa. Pero por encima de todo existía algo que le obsesionaba y no le dejaba ser feliz: la Inquisición. Monsieur de Lagarteare era un libertino y a su condición le era indiferente el pelo o la pluma. Esto en la dulce Francia no representaba inconveniente alguno, pero en la España de Felipe IV, el Santo Oficio enviaba a la hoguera a los sodomitas y a todos los que de una forma u otra cayeran en el pecado nefando. La ocasión de alejarse de la Corte y marchar a provincias le vino pintiparada. Había tenido un amor mercenario y venal con un mancebo de quince años cuyo padre ejercía de mandil
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de una marca godeña
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muy conocida entre nobles y caballeros, y el villano le andaba amenazando con llevarlo ante el Santo Tribunal si no le daba periódicamente una cierta cantidad de dinero; ya le había sacado buenos cuartos un par de veces y aquello no tenía trazas de terminar, de modo que el francés estaba intranquilo y atemorizado. En éstas andaba cuando surgió la oportunidad de desaparecer de Madrid durante un tiempo y marchar a provincias a instruir en el noble arte de la danza a un rústico caballerete al que, por lo visto, su señor padre pretendía refinar para luego enviarlo a la Corte. Ni que decir tiene que recogió sus bártulos y con una recomendación de un noble amigo del señor de Cárdenas, monsieur de Lagarteare compareció en Benavente.

Su sorpresa fue mayúscula al encontrarse un palacete que para sí hubieran querido muchas de las familias donde había impartido sus enseñanzas, y su alegría se duplicó cuando conoció un doncel de los que a él agradaban y al que su instinto detectó de inmediato. El muchacho era un conjunto de contradicciones. Lo conoció en la sala de armas de la heredad y en un asalto encarnizado que en aquel momento libraba con el que luego sería su alumno, y se asombró de su agilidad así como de la maestría y facilidad de su esgrima, pese a los pocos años que, supuso, tendría. Y en este trance no escaparon a su fina percepción sus gráciles movimientos, su limpia mirada y un no se qué femenino, que desde el primer momento lo sedujo. El que era buen esgrimista era buen bailarín, y quien era buen bailarín, por experiencia sabía que era bueno en los ejercicios amatorios; a todo ello habría que añadir el acicate de la iniciación que él, pacientemente, tornaría en maestría tras unas cuantas lecciones de catre y el goce inenarrable de su desfloramiento.

El portugués y la visita

El de Fleitas, tras pasar por Madrid, donde había finalizado aquel asunto urgente que solamente a él competía, se dispuso a cumplir las órdenes que el doctor Carrasco le había impartido. En primer lugar hizo encerrar al doctor Gómez de León en las mazmorras del palacio del Santo Oficio, en Astorga, para un primer interrogatorio; luego se había dirigido a San Benito con el fin de entrevistarse con la priora, cosa que no pudo llevar a cabo pues ésta, acompañada del clérigo de las monjas, había partido en comisión de servicio con el fin de recolectar donativos de las casas de los protectores de la orden; finalmente, encaminó sus pasos a la mansión de los Rojo e Hinojosa.

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