Catalina la fugitiva de San Benito (47 page)

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Otra coyuntura se había sumado a las muchas favorables que habían ocurrido en su vida desde el día que pisara el umbral del palacete de los Cárdenas. El marqués había contratado un maestro de baile con la finalidad de que Diego aprendiera el arte de Terpsícore, por lo visto imprescindible para desenvolverse en la Corte. Al principio el muchacho se sublevó, pero al comunicarle su señor padre que cuando dominara aquel aspecto de su formación ingresaría en la Casa de los Pajes que había fundado recientemente en Madrid don Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde duque de Olivares y valido del rey, para la formación y adiestramiento de los jóvenes de alta cuna que, corriendo el tiempo, accederían al servicio de Su Majestad, se dispuso a tomarse el aprendizaje cual si fuera una justa nueva o un arma de difícil manejo.

El encargado de tal menester fue un francés que compareció un día en Benavente recomendado, desde la Corte, por un antiguo amigo del marqués de Torres Claras.

Monsieur de Lagarteare, que así se llamaba el personaje, era un parisino melifluo, untuoso y afectado, que parecía extraído de una obra de Moliere y que vestía, a juicio de Catalina, de una forma extravagante y afeminada. Sobre una blusa con chorreras lucía una casaca de brillos argénteos de cuyas mangas sobresalían las puñetas de la camisa; sus muslos los cubrían unas calzas gris perla ajustadas y cerradas en las corvas, bajo las rodillas, por unos cintillos de diversos colores, y sus pantorrillas las protegía con unas medias blancas que, embutidas en unos pequeños chapines de charol con tacón y hebillas de plata, completaban el atuendo. En cuanto entraba en la sala de armas, que hacía las veces de salón de baile, tomaba de un rincón, cual si fuera un mariscal de campo y ante la sonrisa disimulada que afloraba a los labios a don Suero, un largo bastón con contera de metal y con él iba marcando en el maderamen del suelo el compás de la melodía que tres músicos venidos asimismo de la Corte desgranaban con sus instrumentos. El primero tocaba un clavicordio, una viola de gamba el segundo y el tercero pulsaba indistintamente una guitarra, un laúd o un arpa, según conviniera a la melodía que interpretaban. Catalina estaba extasiada. La música la transportaba al séptimo cielo y las evoluciones de Diego con monsieur de Lagarteare, que para este menester dejaba su báculo sobre la tarima de los músicos, le parecían llenas de encanto, gracia y finura. Los rugieros, las pavanas y las caponas, aunque estas últimas en contadas ocasiones y únicamente como concesión especial hacia las músicas del país, se sucedían ininterrumpidamente, y a Catalina se le iban los pies... Hasta aquella mañana. La sesión había comenzado hacía una buena media hora cuando monsieur de Lagarteare se desasió de Diego y, parando la música, dijo:

—Dieggo, me es muy difissil coguegig los defectos sin podeg obsegvaglos. A veg, paje, venga aquí.

Catalina se volvió hacia atrás como si el maestro llamara a alguien que estuviera a su espalda.

—¡Le estoy llamando a vos, Alonso!

La muchacha fue consciente de que la sangre afluía a su rostro.

—Vos haga el papel de una dama de la cogte e intentagá seguig las indicasiones que yo le vaya dando. ¡Pego ¿me está usted escuchando...? O ¡pasa una caggueta!

Don Suero apenas conseguía reprimir su risa y Diego esperaba, un punto escamado, en el centro del salón. Catalina avanzó hasta llegar a su altura y allí restó inmóvil a la espera de instrucciones. El maestro se dirigió a los músicos:

—Vamos a tocag un rugiero. Busquen la pagtituga de la sonata. El compás es tegnaguio. —Ahora se dirigía a ellos—: A vegg, Diego, enlazad a Alonso por la cintugga y vayan gigando al ggitmo que yo maggque en el suelo, con mi bastón, tal como ha pggacticado conmigo anteggioggmente. ¡Maestgos, cuando gusten!

A la muchacha no le llegaba la camisa al cuerpo y Diego la tranquilizó.

—Tomadlo como un ejercicio de armas. A mí tampoco me complace esta mojiganga, pero la daré por bien empleada si con esta mascarada consigo ir a la Corte.

Los músicos atacaron el rugiero y, siguiendo el ritmo que marcaba el bastón del francés en el entarimado, Diego y Catalina empezaron a danzar al principio agarrotados y tensos, pero al cabo de unos compases y tras unos pasos vacilantes ganaron en apostura y donaire ante el aplauso del francés y el gesto curioso de don Suero, que no creía lo que veían sus ojos.

—¡Excelente, Alonso, excelente. Tenéis madegga de danzaggín! Vais a segg una ggan ayuda pagga mí, a fin de conseguig que don Diego domine este aggte.

Y así fue que Catalina se convirtió, por una pirueta del destino, en la pareja de baile de Diego y a la vez en una experta y excelente bailarina, por más casualidad, instruida en la parte femenina de la danza ante el asombro de don Suero y la alegría del francés, que creía haber encontrado en ella un mirlo blanco.

El apresamiento

Laurencia, la septuagenaria criada del doctor Gómez de León, se secaba las manos en su delantal, compungida y llorosa, en presencia de don Martín de Rojo. Éste, a su regreso de Madrid y tras pasar por el convento, había acudido a visitar a su viejo amigo con el fin de conocer su opinión sobre la extraña defunción de su querida hermana, la priora de San Benito. El hidalgo, cariacontecido y demudado, no daba crédito a las explicaciones que, entre hipos y sollozos, le daba la buena mujer.

—No conduce a nada poneros de esta manera. Secaos las lágrimas y explicadme, punto por punto y con todo detalle, lo sucedido.

—Si es que no sé por dónde empezar. ¡Qué desgracia tan grande, Virgen Santa! ¡Qué desgracia tan grande!

—Sosegaos, Laurencia, tened calma. De esta manera no ayudaréis, en modo alguno, al buen doctor.

La buena mujer se fue calmando lentamente y poco a poco cesaron sus gimoteos y sus palabras se fueron haciendo algo más inteligibles.

—Pues veréis, don Martín... hará ya una semana el buen doctor, como cada mañana, se disponía a salir a sus visitas y me encargó que dijera al mozo que le preparara el caballo. Como no ignoráis, las cuadras están detrás del patio, así que dejé la puerta abierta y cuando regresaba de mi cometido me encontré frente al templete de la entrada una galera cerrada que iba tirada por cuatro caballos; al lado del pescante y guardándola había dos corchetes y un alguacil. Me preguntaron quién era yo y, tras darme a conocer, me permitieron entrar en la casa. La puerta del despacho del doctor estaba ajustada y se escuchaban voces... Me llegué hasta ella y, ¡Dios me perdone!, hice lo que no había hecho jamás en toda mi vida... arrimé el oído y al punto reconocí la voz.

—¿Qué voz reconocisteis?

—La de la otra vez.

—¿Qué otra vez, Laurencia? ¡Por los clavos de Cristo!

—Veréis, señor. —Aquí la criada relató a don Martín la primera visita que el portugués había realizado hacía un mes al doctor Gómez de León, y en la que se había llevado el libro.

—¿Y decís que el personaje tenía una gran cicatriz que le cruzaba la mejilla?

—Era siniestro, señor... vestido de negro y pálido como la muerte.

—A ese individuo ya me lo han descrito algunas veces. Ceñíos al último día. ¿Qué es lo que oísteis tras la puerta?

—Discutían, señor. Algo decían de los libros del doctor y de no sé que prohibiciones que estaban en el
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El caso fue que al rato salió el hombre y llamó al alguacil; yo estaba aterrorizada y ni osé entrar en el despacho. Aparecieron los corchetes y se llevaron al buen doctor; lo amanillaron con una soga, cual si fuera un malhechor, y lo metieron en la galera. El de negro volvió para meter en un bolsón varios volúmenes de los anaqueles; luego montó en su caballo y partió al galope. Entonces me atreví a salir hasta la puerta; el carro aún no había arrancado, los corchetes se habían encaramado a la parte posterior de la galera y el alguacil daba órdenes al postillón indicándole la dirección a donde debía dirigirse.

—¿Pudisteis oír adónde lo llevaban?

—Entendí que a Astorga.

—¿Qué sucedió después?

—El doctor se asomó a la reja de la ventanilla y me dijo al verme descompuesta: «No lloréis, Laurencia. Dentro de dos o tres días estaré de vuelta. Esto no es más que un malentendido. Quedad tranquila y no vayáis a ver a nadie para relatarle este mal paso.» Es por lo que no me he atrevido a pedir auxilio a persona alguna.

—Es tan fiel y buen caballero que no ha querido comprometer a ninguno de su amigos, pues cualquier movimiento que hagáis al punto será conocido por quien tanto mal le busca.

—Pues sabed que hoy mismo, que ya hace una semana del suceso, tenía intención de ir a ver a María Lujan, su comadrona, a que lo supiera y me aconsejara. Vienen a buscarlo gentes de todas partes y ya no sé qué decir ni qué inventarme, amén de que ya han pasado los tres días y no tiene visos de volver.

—Diréis a la partera que ha tenido que marchar a Toledo y que ella atienda, en lo que pueda, a las buenas gentes que lo soliciten... Y nada diréis, de momento, de todo este enredo hasta que yo os lo autorice. Sabéis que soy amigo del doctor desde hace muchos años y tengo autoridad moral para ordenaros lo que os digo.

—Descuidad, que seré muda hasta que me autoricéis. Y tal vez, si os parece, cerraré la casa y marcharé al domicilio de una hermana que tengo en Sueros; el doctor ya la conoce. Y si fuerais tan amable de escribirme una nota, se la dejaría en el despacho por si vuelve en mi ausencia y se inquieta al no saber mi paradero.

—Claro, Laurencia, pasemos donde mejor pueda escribir.

El hidalgo siguió a la mujer hasta el estudio del galeno, se sentó a la mesa de su amigo y tomando un cálamo que allí había lo mojó en el tintero y en un papel de lino se dispuso a dar noticia de la intención de la mucama, no fuera a ser que el doctor regresara, cosa que él creía harto improbable, y se intranquilizara por la ausencia de la sirvienta.

La mazmorra

El doctor Gómez de León yacía postrado en el banco de piedra de una de las mazmorras subterráneas que se ubicaban en los sótanos del palacio episcopal de Astorga, residencia habitual del secretario provincial del Santo Oficio, su excelencia reverendísima don Bartolomé Carrasco. La celda era lóbrega y la humedad hacía que los muros de la ergástula brillasen con reflejos acerados y amenazadores. Era aquélla una prisión de tránsito; únicamente tenía ocho calabozos a lo largo de un oscuro corredor iluminado sólo por un hachón de cuatro mechas encastrado en un soporte de hierro y situado a medio pasillo. Los desgraciados que allí paraban lo hacían por escaso tiempo, pues tras ser interrogados seguían su triste viaje hacia León, Valladolid o Toledo.

El viejo doctor maldecía su falta de previsión, aunque verdad era que aquella nimiedad no podía motivar el hecho de que lo detuvieran sin antes llamarlo a declarar. Su trabajo le absorbía y, viviendo en el campo, no había atendido con diligencia el hecho de expurgar su biblioteca ni parar atención sobre si alguno de sus volúmenes estaba, o no, incluido en el
índice
del Santo Oficio. Desde los tiempos en los que el famoso pensador de Carrión gozaba de absoluta libertad para divulgar sus escritos, una copia de los
Proverbios morales
de Sem Tob siempre había estado en poder de su familia; pero tras tantos años de no mediar una delación, cosa harto improbable, jamás hubiera pensado que persona alguna se desplazara hasta su casa para visitarle si, tras ello, no hubiera una segunda intención más oculta. Luego las charlas mantenidas con María Lujan habían despertado sus recelos, y sí se le ocurrió que tal vez debiera preocuparse de algunas cosas, pero jamás pensó que los tiros vinieran de donde habían venido y sí en cambio a través de la curiosidad e interés que, por lo visto, habían despertado en ciertas personas los hechos acaecidos aquella ya lejana noche de hacía catorce o quince años.

Sus viejos huesos le dolían y sus articulaciones crujían al menor movimiento. Lo habían conducido directamente allí desde su casa, sin una mísera parada para orinar, hasta el punto de que se había visto obligado a hacerlo manteniéndose en pie, en precario equilibrio; y sumados los vaivenes y los saltos del carricoche a que tenía las manos atadas con una soga, la operación había resultado harto dificultosa.

Tras un tiempo que le pareció una eternidad, llegaron ya anochecido a Astorga. En cuanto los corchetes lo bajaron de la galera, reconoció al punto la mole del palacio episcopal y supo al instante que su apresamiento no era un tema baladí. Estaba desfallecido y muerto de sed. La puerta posterior del imponente edificio se abrió, ante la demanda autoritaria del alguacil, y apareció un centinela con una antorcha encendida, iluminando la tenebrosa entrada. Apenas cruzaron tres palabras.

—Traigo un huésped distinguido. Avisad al carcelero y decidle que lo atienda como es debido. Su excelencia tiene un particular interés en él.

—Esperadme aquí; no tardo nada.

Partió el hombre tras cerrar el portón y poner en sus encajes un grueso travesaño de roble, y al hacerlo los dejó en una penumbra atenuada solamente por la mortecina luz de dos candiles de aceite que alumbraban, apenas, el frío corredor. Al poco, un ruido de llaves anunció la aparición de otro personaje que llegó hasta ellos en compañía del primero. Era el cancerbero de la prisión y su aspecto no desmerecía su cargo: grueso, sudoroso, con el pelo ralo y unos ojos porcinos y curiosos que denotaban una avaricia sin límites; en las manos un farol de mecha y a la cintura, pendiendo de su cinto, un aro de grueso alambre en el que iban un montón de llaves.

—¿Qué pescado me traéis esta noche? —preguntó al alguacil.

—Entrego a vuestro cuidado un caballero al que debéis tratar con celo. No es lo que acostumbra a caer por aquí; atendedlo bien y procurad que no se os debilite. —Ahora se dirigió al centinela que los había recibido—: Testigo sois de que el doctor se encuentra sano y fresco como hoja de lechuga.

—Y por mi vida que así ha de seguir. No os preocupéis lo más mínimo. Todo corre, ya, de mi cuenta.

—No, yo ya no me preocupo... preocupaos vos. He terminado mi trabajo y aquí os lo dejo. —Diciendo esto, el alguacil entregó al seboso personaje el extremo de la cuerda que sujetaba las muñecas del prisionero y, dando media vuelta, seguido de los dos esbirros que lo acompañaban partió.

El gordo, tomando la soga lo condujo a través de tenebrosos pasadizos y estrechas escaleras hasta el sótano de la fortaleza. El panorama era digno del infierno de Dante y, llegado a aquel punto, el firme ánimo del médico comenzó a flaquear.

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