Catalina la fugitiva de San Benito (78 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Las dos cómplices se pusieron a la tarea. En primer lugar Catalina sacó del baúl de mimbre sus avíos de hombre, incluidos su tahalí y su espada, maldiciéndose por no haber tenido preparado el sortilegio que Tarsicia le enseñó para cuando surgiera la ocasión de embrujar a su amado. Lo ocultó todo bajo la gran cama en tanto que Ana buscaba entre sus ropas la de más juvenil aspecto y la colocaba, junto con todos sus accesorios, sobre ella. Ambas mujeres eran de pareja complexión; la Andrade, que quería siempre parecer joven para poder de esta manera interpretar papeles de damisela, cuidaba al máximo su figura. Luego Catalina se vistió, ayudada por la otra, con los ropajes prestados, y la misma Andrade la ayudó a maquillarse de nuevo y a colocarse una altísima peluca. Cuando la tarea quedó completada, se apartó algo de la muchacha y la observó con ojos críticos.

—¡Estáis soberbia! ¡Miraos! —Y al decir esto la tomó por los hombros y la colocó frente al gran espejo.

Catalina, a lo primero no se reconoció; ante ella estaba una hermosa mujer, quizá de más edad de la que ella tenía, que la miraba perfectamente maquillada desde el plateado azogue de la luna.

—Los aplausos nos anunciarán cuando don Pedro finalice. Entonces yo pasaré a su cámara a comunicarle que vos habéis partido indispuesta. Luego, en tanto os escondéis en el cuarto de servidores, haré recoger por los criados los cestos de mimbre. Cuando estemos a punto de partir, volveré a entrar como si me hubiera olvidado alguna cosa para advertiros que, tras diez minutos, ya podéis salir de vuestro escondrijo y bajar al baile. Y entonces... ¡que Dios os acompañe! Mañana ya me contaréis en qué ha parado vuestra aventura.

Fleitas versus Cárdenas

Sebastián Fleitas de Andrade estaba arribando a Benavente. Su intención era, tras entrevistarse con don Benito de Cárdenas, regresar a Braganza pasando por San Martín de Tabara y Alcañices.

Hacía muchos meses que no había puesto los pies en su casa y quería regresar para cuidar sus asuntos antes de partir de nuevo hacia la Corte en busca de aquella maldita monja.

Lo primero que hizo al acudir a Astorga tras su última gestión fue dar cuenta al doctor Carrasco de todas sus diligencias y viajes y mostrarle el fruto del pálpito que había tenido en San Benito, el boceto que tan habilidosamente pintara Rivadeneira. El obispo, tras observarlo cuidadosamente a la luz que entraba por el vitral de su despacho, le ordenó que se desplazara de inmediato a la casa palacio del marqués de Torres Claras con la finalidad de mostrarle al procer el dibujo y evacuar consultas; luego tenía su permiso para descansar en Braganza hasta que aquel maldito dolor remitiera.

Y aquella maldita ciática era la causante de que, por una vez, realizara el viaje en el cómodo coche tirado por un tronco de seis caballos del que le había provisto su amigo y protector.

Se le ocurrió pensar que tal vez se estaría haciendo viejo. ¡Cuan distinto era viajar de aquella manera que hacerlo a lomos de un caballo! La tarde era soleada y el carromato era un cupé
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de lujo. Las triples ballestas amortiguaban los agujeros y baches del camino, la ligereza del vehículo, al ser su caja mucho más pequeña, hacía que el poderoso enganche tirara de él, haciéndolo caminar a la velocidad del viento, los acabados eran de lujo; frente al cómodo asiento forrado de terciopelo morado y relleno de crin de caballo se hallaba un armario horizontal de marquetería hecho con maderas de palisandro y ébano, donde se alojaban dos botellas de cristal de Bohemia que contenían un licor de cerezas y un jerez seco. El portugués se arrellanó en su asiento y dejó volar la imaginación.

¡Finalmente había podido conocer el rostro de aquella maldita criatura! En llegando a Madrid haría hacer varias copias a un pintor especializado en tal menester que le proporcionaría sin duda el Santo Oficio, y podría poner a sus lebreles sobre la huella de la fugitiva.

Intuía que aquel odio sarraceno que profesaba su protector hacia la familia Rojo tenía unas profundas raíces que se le escapaban y que se perdían en la noche de los tiempos. Si quería proporcionarle instrumentos para su venganza debía moverse en dos líneas: la primera, en hacer todo lo posible para que don Martín no consiguiera jamás entrar en alguna de las órdenes cuya pertenencia le eximiera de pagar gravámenes e impuestos, amén de hurtarlo de la jurisdicción de muchos tribunales; la segunda, hallar algún motivo que deshonrara su apellido. Si conseguía demostrar que la monja huida tenía algo que ver con él y que, quizá, su hijo no fuera tal, eso supondría que había mentido al Archivo General de la Nobleza y sobre su nombre caería un baldón imborrable. Pero tras todo aquello intuía que había algo más.

Los gritos del postillón y el chirrido de las zapatas del freno, que obligadas por el trinquete que manejaba el auriga presionaban los aros metálicos de las ruedas, obligándolas a reducir el ritmo de la marcha, le indicaron que llegaban a su destino. Subió la cortinilla de lona de la ventanilla y se encontró ante un sobrio edificio cuyos nobles orígenes quedaban reflejados en los cuarteles del pétreo escudo de armas que ornaba la parte superior de su entrada. El portugués tomó el bastón de empuñadura de marfil que descansaba apoyado en el asiento y cuando el cochero abrió la portezuela y desdobló la peana de la estribera, con lentos y calculados movimientos descendió.

—Llevad los caballos a abrevar y ya os comunicaré si hacemos noche aquí o seguimos camino hasta la primera posada que hallemos en Benavente.

—Como mande vuecencia.

Fleitas partió, renqueante, hacia la puerta de entrada, en tanto el lacayo, tomando por la brida al caballo guía lo hacía caminar, arrastrando a sus compañeros de tiro, hacia la entrada posterior, donde se hallaban ubicadas las cuadras.

Llamó a la puerta con el aldabón y tras una corta espera abrió la cancela un pulcro mayordomo vestido con la casaca gris y azul de los Torres Claras.

—¿Don Benito de Cárdenas?

—¿A quién tengo el honor de anunciar?

—Decid que ha llegado un emisario del Santo Oficio.

—Si hacéis el favor de seguirme. —El mayordomo lo condujo a una sala ricamente amueblada.

—Mi pierna os agradece la gentileza —dijo el portugués mientras se dejaba caer, derrengado, sobre un cómodo sofá.

—Ya he observado que teníais dificultades. Aquí esperaréis mejor. Voy a avisar al señor marqués.

Partió el hombre hacia el fondo de la mansión, dejando al destacado visitante acomodado en el salón donde aguardaban los principales.

Todo el entorno denotaba la calidad y riqueza del marquesado. Fleitas, que había visitado una ingente cantidad de nobles casas y distinguía rápidamente lo auténtico de lo artificial, se dio cuenta al punto de que allí no ocurría lo que en muchas de las mansiones de la Corte, que querían aparentar lo que no eran: las maderas, los objetos que ornaban los anaqueles, las armas de los plafones, todo rezumaba autenticidad, riqueza, austeridad y buen gusto. Ensayó la mejor de sus sonrisas, que no pasó de ser una torcida mueca, y se decidió a actuar con tiento, ya que sin duda el personaje lo merecía.

Ya los pasos resonaban en el pasillo anunciando que su introductor regresaba.

—Don Benito de Cárdenas os espera en su cámara. Si queréis acompañarme.

Se alzó el de Fleitas con dificultad y se dispuso a seguir al mayordomo, que acortó su paso para que el otro pudiera seguirle más fácilmente. Atravesaron de esta forma salones y pasillos hasta llegar a la estancia donde le esperaba el marqués acompañado de un hidalgo de duras facciones y apergaminada piel, que le fue presentado como don Suero de Atares, escudero y hombre de confianza del de Cárdenas, y que al punto reconoció Fleitas.

—Bienvenido a esta vuestra casa, don Sebastián. Pero sentaos. Me han dicho que andáis en dificultad para caminar.

Don Benito lo había esperado de pie y solícito en medio del salón y ahora con un amplio gesto lo invitaba a sentarse a su costado en un cómodo diván que junto a dos butacas de cuero napolitano ocupaban uno de los laterales de la estancia. Don Suero y él se acomodaron en ellas y el portugués, en tanto se sentaba, explicaba sus males.

—Quisiera poder justificar mi torpeza relatando algún glorioso lance, pero en esta ocasión me ha apartado del servicio un miserable dolor propio de un viejo.

—No os lamentéis, os cambio mi pierna por la vuestra. Vuestro mal es pasajero, el mío en cambio es de por vida.

El que así había respondido era don Suero, que tras la aciaga jornada de Carrizo arrastraba su pierna con dificultad.

Al portugués le interesaba crear un clima cordial, acorde con el fin que le había traído a Benavente.

—Pero vuestra hazaña es para explicarla, al amor de la lumbre, a las generaciones venideras; en cambio lo mío es miserable.

—Y ¿cómo sabéis vos que el lance que proporcionó esta cojera que arrastra don Suero fue una hazaña gloriosa? —indagó don Benito.

—Yo estaba presente en Carrizo cuando el arrojo de don Suero salvó la vida de vuestro hijo.

—¡No me digáis! Qué casual circunstancia—comentó don Benito.

—Y cuando él salvó la mía —añadió el ayo.

Los tres se pusieron a glosar los avatares de aquella jornada ocurrida hacía ya cinco años, hasta que el ambiente fue distendiéndose a la lumbre del diálogo y del generoso licor que un criado escanció en las copas que sobre un velador y ante sí tenían los tres interlocutores.

—La conversación con vos nos es muy grata, pero decidme, don Sebastián, ¿qué os ha traído por estos lares?

—Veréis, excelencia, como sabéis, los familiares somos únicamente unos modestos subordinados del Santo Tribunal y no nos compete dilucidar las órdenes que recibimos de nuestros superiores.

—Nada intentamos juzgar; lo que la Suprema demande de nosotros siempre será obedecido.

—Pues bien, el caso es que desde hace tres años andamos tras la huella de una aspirante huida de San Benito en extrañas circunstancias y a la que se le atribuyen poderes maléficos. Creyendo que su caso entra dentro de la jurisdicción del Santo Oficio y que su relación con las gentes sencillas podría implicar peligro para sus almas, la Suprema, en cumplimiento de su sagrado deber, se ha lanzado en su búsqueda. Pero la chica es escurridiza cual anguila y al parecer se la ha tragado la tierra.

—Ya tuvimos ocasión de comentar este incidente cuando estuvieron aquí, hará ahora aproximadamente algo más de un año, su reverencia sor Gabriela, actual priora, y fray Julián Rivadeneira. Pero ¿por qué acudís a mí? ¿Qué podemos saber nos?

—Veréis, excelencia, en primer lugar mi comprobación es rutinaria: tengo obligación de visitar a todos los protectores de la Orden. Por otra parte, existen dudas razonables sobre las intenciones de la renegada, no fuera que malinterpretando la caritativa acción de vuestro hijo, quien obrando dentro de las más elementales normas de la caridad cristiana y siendo entonces muy joven e inexperto abogó por ella ante sor Teresa de la Encarnación, hubiera intentado cobijarse cerca de vuestra casa. Asimismo, parece ser que mal pagó las bondades que la priora prodigó sobre ella a manos llenas, participando en su óbito, ya que fue la última persona que la vio con vida aquella noche, y creemos que tal incidente pudo ser el desencadenante de su fuga.

—Me dejáis atónito.

Ahora el que intervino fue don Suero, dirigiéndose al marqués:

—Recuerdo perfectamente el lance. ¿No recordáis que a la vuelta de San Benito os expliqué la circunstancia que rodeó el hecho? Una jovencita adolescente, que aún no era ni tan siquiera postulanta, había llevado a cabo una travesura al respecto de unos gallos por la que fue castigada y un zagal de las monjas condujo a don Diego hasta su encierro. Éste, creyéndose uno de lo héroes de los libros de caballerías a los que tan aficionado era, rompió una lanza por la muchacha y se enfrentó a la priora.

Al portugués le venció la víscera:

—¡La tal jovencita, a la que tan misericordiosamente juzgáis, es un engendro de Satán!

Don Suero no se inmutó.

—Me parecen exageraciones y pláticas de monjas histéricas, y por lo que yo pude colegir más me pareció una travesura de chiquillos que un tema de endemoniados.

—¡Vos no tenéis elementos de juicio suficientes ni podéis pretender saber de estas cuestiones cual si fuerais un teólogo o uno de los padres que se dedican a los asuntos del maligno!

Don Benito intervino, pues no le gustó el cariz que estaba tomando lo que, hasta el momento, había sido una amable charla.

—Caballeros, haya paz. No dudéis, don Sebastián, que se os ayudará en todo lo que esté a nuestro alcance para que podáis llevar a cabo vuestro cometido. Y vos, don Suero, reportaos; no dejéis en mal lugar la proverbial hospitalidad que siempre tuvo a gala la casa de Cárdenas. Pero insisto, don Sebastián, no sé en que podamos ayudar.

El portugués entendió que se había propasado, lo cual no convenía a sus intereses.

—Perdonad que me acalore, pero en lo tocante a asuntos que solamente atañen al Santo Tribunal me enciendo como una tea.

Don Suero observaba circunspecto y decidió para sus adentros que aquel personaje no le cuadraba.

El otro prosiguió:

—Veréis, es muy dificultoso para mí buscar a alguien a quien jamás vi el rostro, y asimismo hacer que otros rastreen su pista. Sin embargo, la divina providencia ha acudido en mi ayuda, de tal manera que persona que la conocía muy bien y que tiene un don especial para el retrato me ha proporcionado un boceto en el cual se distinguen perfectamente sus rasgos. Ved.

El portugués extrajo de la escarcela que había dejado a su alcance, junto al bastón, el pequeño cuadro pintado por Rivadeneira y se lo entregó a don Benito. Éste se lo pasó a don Suero a la vez que se levantaba.

—Disculpad y permitidme alcanzar mis anteojos. La edad no perdona y sin ellos estoy más perdido que un ciego en una cueva.

Y en tanto el escudero observaba atentamente el dibujo, el marqués se dirigió a su escritorio en busca de sus impertinentes. Cuando ya regresaba escuchó la voz del ayo, que en un tono diferente y algo afectado decía:

—Nadie parecido a esta persona ha parado por Benavente. ¿No es verdad, don Benito?

El marqués de Torres Claras tomó el boceto en sus manos y lo examinó con curiosidad. Entonces comprendió el porqué del tono empleado por su escudero, que por otra parte tampoco había pasado inadvertido al portugués.

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