Catalina la fugitiva de San Benito (81 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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La hora era la indicada y ensillando a
Boabdil
se dispuso a atravesar Madrid para dirigirse a la casa de las siete chimeneas, junto a la cual se hallaba el palacete de Cárdenas. Su cabeza ya había fraguado un plan y el ponerlo en práctica únicamente dependía de su habilidad e intrepidez.

Llegó a la verja que rodeaba la mansión y junto a la cancela de hierro ató a
Boabdil,
que relinchó inquieto al reconocer la cercanía de su antigua cuadra; luego, atravesando por el camino de grava junto a los arriates que rodeaban el edificio llegó hasta la puerta y golpeó con el aldabón la base metálica, que expandió su ruido por todo el entorno. Esperó un tiempo que se le hizo eterno y el portón se abrió, apareciendo en el quicio un mayordomo que lucía en la casaca los colores gris y azul del marquesado de Torres Claras.

Catalina sacó su mejor voz y con empaque y autoridad, en tanto sacudía sus guantes golpeándolos contra su muslo, exclamó:

—Buena tarde tengáis. Tened la gentileza de comunicar a don Diego de Cárdenas que don Alonso Díaz, tal como quedamos en casa de los Mendoza, ha llegado.

El criado al ver el aplomo del visitante no se atrevió a dejarlo en la entrada.

—Si me hacéis la merced, mejor esperaréis a mi señor en la sala que aquí a la intemperie.

—Sea como queráis.

Partió el hombre seguido por Catalina y la condujo éste a una estancia posterior que daba al jardín y que se encontraba separada de la que ella conocía por una biblioteca intermedia.

—Aquí estaréis mejor. Voy a anunciaros.

Desapareció el lacayo hacia el interior y esperó Catalina con el corazón acelerado a que sus pasos se perdieran al fondo del pasillo. Cuando estuvo cierta de que se había quedado sola extrajo de su escarcela una de las figurillas y la colocó en el bolsillo de su jubón en tanto se aproximaba, como quien quiere buscar un tomo o curiosear los volúmenes en ellos alojados, a los anaqueles de la librería. Miró a ambos lados y también, a través de la cristalera, al jardín... nadie a la vista. Procedió con celeridad. Echó mano al bolsillo y tomando el muñeco lo colocó, subiendo una escalerilla móvil, en el último estante de la librería detrás de un grueso volumen de la
Suma Teológica
de san Agustín; luego descendió rápidamente, se alisó las ropas y se dispuso a aguardar la llegada de los anfitriones de la casa.

Ya las voces se acercaban por el pasillo; los pulsos se le aceleraron. La amada voz de Diego dominaba a la más profunda de don Suero, que avanzaba al ritmo de una marcada cojera, y antes que adoptara una postura o planeara cómo debía afrontar el saludo del viejo ayo ya asomaban los dos por la puerta de la biblioteca.

—¡Por Belcebú, muchacho, que me habéis proporcionado la mayor alegría de este invierno! —El escudero se llegó hasta donde Catalina aguardaba en pie y la apretó con un abrazo de oso—. ¡Por mi vida que la vuestra fue una curiosa manera de despedirse!

Catalina se rehizo y no pudo sustraerse al magnetismo de aquella figura paternal que despertaba en ella viejos sentimientos adormecidos; impostó la voz y quiso dar a su respuesta un tono maduro y reposado, pero le vencieron sus sentimientos.

—¡Cuánto os he añorado y cuánto debo agradeceros, don Suero! —Y mezclando verdad con mentira, añadió—: Dado que mis recuerdos aún permanecen en la penumbra, lo que más se aproxima a la figura del padre que no recuerdo o no he tenido es vuestra imagen.

—Me honráis, Alonso, pero se hizo con vos todo lo que las gentes bien nacidas deben hacer, como buenos samaritanos que siguen las enseñanzas del Evangelio, con aquellos con los que se tropiezan en los caminos y se encuentran en una apurada situación. Todo lo que aconteció después os lo ganasteis con vuestra galanura y vuestro trabajo, nada se os otorgó gratuitamente.

—Sois, como siempre, excesivo conmigo. Pero yo sé que os debo lo que soy, además de la vida.

—Dejaos ya de gentilezas y acomodémonos. Nada ganamos platicando en pie.

Se fueron los tres hacia el tresillo y en tanto se sentaban don Suero comentó:

—Si os encuentro fuera de esta casa y no me hubieran advertido de vuestra presencia, dudo de si os habría reconocido en la calle. Estáis asaz cambiado, Alonso, y este bigote y la perilla os hace mucho mayor; por cierto, quiero relataros un suceso acaecido en Benavente poco antes de mi partida hacia la Corte, que creo despertará vuestra curiosidad.

—¿Os referís a la anécdota del boceto? —intervino Diego.

—Ciertamente.

—Contádsela a Alonso, ya que tanto os llamó la atención y a él atañe.

—¿Qué es ello?

—Veréis, pocos días antes de mi partida compareció por Benavente un familiar de la Suprema de tan peculiares características físicas que solamente hacer mención de él Diego lo ha recordado perfectamente. Lo vimos por vez primera en la antesala del obispado de Astorga antes de los malhadados sucesos de la feria de Carrizo de la Ribera y luego, aunque indirectamente, fue el causante de que casi perdiera mi pierna.

—Me tenéis sobre ascuas, pero ¿qué tengo yo que ver con ello?

—Veréis. Por lo visto, hace unos años escapó una aspirante del monasterio de San Benito, del cual es protector eminentísimo el señor marqués de Torres Claras, y el Santo Oficio va tras sus pasos por no sé que historias de posesiones diabólicas que tienen algo que ver, según sostienen, con la defunción de la antigua priora.

Pese a su disfraz y al bigote que disimulaba su expresión, Catalina fue consciente que la sangre huía de su rostro.

—No veo por qué esa historia me tiene que interesar a mí.

—Dejad proseguir a don Suero, y ya veréis —apostillo Diego—. Reanudad vuestro relato, ayo.

—El caso es parece ser que el individuo visita las mansiones de todos los protectores por ver si la monja se hubiere refugiado a la sombra de alguno de ellos. Y, siendo así que es cosa difícil que se tenga en la memoria una faz que tal vez se haya visto, con suerte, una vez al año, es portador de un boceto que refleja claramente el semblante de la huida, y que la facilidad con los pinceles y la memoria del fraile del convento, el reverendo Rivadeneira, ha facilitado.

—Sigo sin comprender —se oyó a sí misma decir con un hilo de voz.

—Ahora llego. En cuanto lo observé, caí en la cuenta que el parecido con vos, en la época que llegasteis a Benavente, era notable... aunque debo reconocer que en la actualidad mucho ha cambiado vuestro aspecto al haceros más hombre.

Catalina no sabía qué decir ni casi adónde dirigir la vista.

—Son cosas que ocurren a veces; los rostros y las expresiones se repiten —murmuró.

—De cualquier manera, debo deciros que el tal personaje nada sacó en claro de su visita a Benavente; su aspecto y su acritud no nos plació ni a don Benito ni a mí, que de él tengo un ingrato recuerdo. —Al decir esto último se golpeó la rodilla de su pierna herida con la diestra—. De modo que, aunque hubiéramos podido hacer algún comentario al respecto de ese extraordinario parecido, nada objetamos; había llegado ya la carta de Diego dando noticias de vuestra reaparición y pensamos que, al haber perdido la memoria a causa del golpe que sufristeis y del que Diego y yo fuimos testigos, por aquellas mismas fechas, tal vez relacionaros con el parecido de una monja huida podía parar en perjuicio para vos, de modo que el individuo se fue de vacío.

—Si su talante se parece en algo a su rostro, comprendo que os lo sacarais de encima —comentó Diego, y volviéndose hacia Catalina añadió—: Yo lo vi de cerca una tarde en el palacio episcopal de Astorga y no lo he olvidado: la cicatriz que le cruzaba el rostro me tiró del caballo en la feria de Carrizo y desencadenó una serie de acontecimientos que afectaron gravemente a mi familia.

Catalina decidió intentar salir de aquel tema que podía traerle complicaciones y, con un esfuerzo supremo, cambió el tercio:

—Hablemos de vos, don Suero, os veo magnífico.

—La procesión va por dentro, no me puedo quejar; lo único, esta maldita pierna que me trae a la miseria en cuanto el ambiente es húmedo.

—No os lamentéis, ayo, que lo vuestro es manía.

—Decid que sí, don Diego. Ya quisiera yo haber vivido lo que habéis vivido vos y hallarme en las condiciones que estáis.

Hablaron una hora larga y Catalina volvió a explicar los motivos que le habían inducido a partir de Benavente cual si fuera un altanero
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, de noche y a hurtadillas.

—En eso os equivocasteis, Alonso. Don Benito hubiera atendido a vuestras razones y os hubiera permitido partir, sin duda alguna.

—Ya os lo dije —remachó Diego, y añadió cual si fuera un viejo—: La juventud comete errores y hace muchas tonterías de las que luego se arrepiente. Pero dejemos esto. Lo pasado, pasado está; vivamos el presente. Alonso, quiero llevar a mi ayo al Corral del Príncipe en el próximo estreno y tenéis que conseguir que conozca a la Arnedillo.

—Ya me habéis hablado de ella. Os la dejo para vos. Acudid con Lorenzo; yo ya conozco a mucha gente y si no tengo tiempo ni ocasión de cumplir con los que quiero cómo pretendéis que amplíe el espectro de mis amigos. No, Diego no, os lo agradezco pero estos manjares son para muelas que puedan masticarlos; las mías están ya muy deterioradas.

Catalina, que antes de acudir a la cita ya había supuesto que tal circunstancia tarde o temprano se daría, había concebido un plan.

—El sábado próximo se representará una comedia de don Juan Ruiz de Alarcón,
El tejedor de Segovia
es su título. Si os place, ya he hallado la manera de que habléis con ella.

—¿Qué es lo que me estáis diciendo, Alonso?

—Lo que estáis oyendo. La he conocido y me he ganado su confianza y, aunque es mujer recatada que no acostumbra ver a nadie al terminar la función, lo arreglaré de manera que a la salida podáis charlar unos momentos con ella.

—¡Si tal conseguís jamás terminaré de pagar la deuda que estoy a punto de contraer con vos!

—¡Pardiez que no es para tanto! Mozas en esta tierra de nuestro Señor abundan más que conejos, y cuidado que los hay en España —terció don Suero.

—¡Os juro que otra como ésa no la hay!

El gozo de la muchacha al oír hablar de ella misma en términos tan encomiásticos la obnubilaba.

—Pues no se hable más. Al terminar la función me esperaréis en el puesto de alojeros que hay bajo la cazuela y os diré en qué lugar y a qué hora la tendréis que aguardar.

La tarde había caído y Catalina pensó que era el momento de culminar la misión principal que la había traído hasta Diego.

—Entonces, don Suero, ya que no queréis ir al teatro haré por veros antes de que partáis para Benavente. Se ha hecho tarde y me he de marchar. —Catalina se puso en pie.

—Os acompañamos.

—¿Me permitiríais ver a
Afrodita
antes de partir?

—Eso está hecho, Alonso.

—Yo, con vuestro permiso, me voy a retirar. Hasta siempre, Alonso, ¡cuidaos! Que Madrid no es Benavente —dijo el ayo en tanto se alejaba renqueante, arrastrando las piernas y renegando por lo bajo.

—Por aquí acortamos el camino. —Diego se había llegado a la puerta que daba al jardín y abriéndola invitaba a Catalina a pasar.

—Adelante, Alonso.

—Luego de vos.

—Como gustéis.

Y en el momento que Diego se adelantaba para traspasar el quicio de la acristalada puerta, la muchacha sacando con mucho tiento la figurilla de cera de su faltriquera la pasaba suavemente por la espalda de su amado.

Luego, cuando a lomos de
Boabdil
se encaminaba a la casa de María Cordero, su mente cavilaba, preocupada, sabiendo que un enemigo inconcreto pero terrible se cernía sobre su futuro.

Buenos propósitos

Sor Gabriela de la Cruz había recibido una urgente misiva de doña Beatriz de Fontes con una petición que no consideró oportuno desatender, reclamando la presencia de Casilda en su casa. Desde la visita de los jesuitas las aguas bajaban turbias y no convenía granjearse enemigos. El padre Rivadeneira había partido para la capital del reino, requerido por el señor de Fleitas, y estaba al cuidado de la grey un dominico que se limitaba a cubrir el expediente, pero la tanda de arrobos y de éxtasis que entre los dos manejaban se había suspendido por el momento, ya que no convenía dar un cuarto al pregonero sobre los pactos acordados con el fraile a terceras personas. Las buenas gentes de alrededor creían a pies juntillas que los imaginarios milagros que atribuían a la intercesión de la madre Teresa se debían a los objetos que Rivadeneira les proporcionaba en el confesionario a cambio de buenos dineros y que habían pertenecido en vida a la priora.

La orden que recibió la fámula era que se presentase sin tardanza en la casa solariega de los Rojo. Partió la moza en la galera del convento y al cabo de dos horas la dejaba Antón Cifuentes en la misma puerta.

El motivo que la bondadosa dama tenía para recabar su presencia era que su antigua doncella se había desplazado desde Toledo hasta su casa con la finalidad de visitarla y había rogado a su ama que, de ser posible, reuniera a las dos amigas.

Leonor, que había llegado el día anterior, ya la estaba esperando. Transcurrió la tarde entre el saludo a la señora y la charla con los pocos criados que quedaban al servicio de aquella familia venida a menos, y tras la cena y ya anochecido se hallaban ambas instaladas en el dormitorio que compartían y que fue, anteriormente, el de Leonor. Estaba ubicado en el último piso de la casa y las mujeres solamente se podían poner en pie en su parte central ya que al bajar el tejado a dos aguas, por los laterales descendía bruscamente y hacía que, arrimados a la pared, únicamente cupieran los dos catres desde los cuales ambas habían pegado la hebra.

—Me alegra mucho el veros, Leonor. ¿Cómo van vuestras cosas? Me siento responsable de vuestra felicidad. ¿Qué tal se porta con vos Marcelo? ¿A qué se debe esta premura por verme?

Casilda acosó a Leonor con una batahola de preguntas fruto del aprecio que le profesaba y de las pocas ocasiones que tenían ambas mujeres de verse.

—Todo marcha bien. Gracias a vos, tengo por marido a un buen hombre, responsable y amante de sus hijos; nada nos sobra, pero tampoco nada nos falta y eso en los tiempos que corren ya es mucho. Y ¿cómo os va a vos?

—Mi vida, como podéis suponer, transcurre siempre por la misma vía. El salir del monasterio con cualquier motivo es para mí un acontecimiento y venir a esta querida casa mucho más aún. Los mejores años de mi existencia los pasé aquí, con vos, criando a Álvaro, y la única persona que alegró mis días en San Benito ya no está en el convento.

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