Catalina la fugitiva de San Benito (77 page)

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Entonces desplegó la misiva destinada al portugués y leyó. Luego llamó a su mujer e hizo que ella asimismo se enterara de lo que decía el documento. Decidieron hacer una copia y guardarlo bajo el forro de piel del viejo códice por si en alguna ocasión les pudiera ser útil para ganarse el favor de don Martín. A continuación Marcelo volvió a calentar la hoja de acero de su navaja y con ella mezcló la goma arábiga con la laca roja; cuando hubo terminado la operación, untó con la mezcla la parte posterior del despegado sello y lo volvió a colocar en su sitio, presionándolo firmemente con un trapo hasta que volvió a pegarse. Por último puso a buen recaudo ambos documentos y después de guardar su caja de utensilios, decidió partir al día siguiente. Aquella noche hicieron el amor, y tras el acto Marcelo durmió tranquilo.

Los particulares

Don Pedro de la Rosa se lo había comunicado la semana anterior.

—Catalina, el sábado próximo haremos unos particulares.

—¿Y eso qué es?

—Veréis, nos contratan fuera de horario en uno de los palacios de la alta nobleza de Madrid y por la noche representamos una obra corta, de fácil montaje, un entremés por ejemplo, luego se canta y se baila. A los nobles les gusta mucho jugar a plebeyos y en lugar de las danzas de cuenta
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, como el turdón, el caballero o la gallarda, se atreven con las de cascabel
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, el pollo, la gorrona o el rastrojo y finalmente me hacen declamar los fragmentos de las obras que más les placen y siempre, invariablemente, me piden el Segismundo de
La vida es sueño.
Después acostumbran a darnos de cenar, que eso a los cómicos siempre nos viene bien, y en según qué sitios incluso a veces nos hacen un regalo.

—¿Y yo tengo que ir?

—Desde luego, Catalina. El gran recurso es la zarabanda o la capona; no me perdonarían que no las bailarais. Además el montaje es de lo más fácil: cuatro sillas, dos mantones de fondo, las guitarras y la vihuela. Entre el
Lechuguilla
y vos los volveréis locos.

Y así fue como al terminar la función del corral los cómicos cargaron el
atrezzo
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necesario en una galera y se dirigieron al palacete de los Mendoza, que ocupaba toda la manzana entre la calle de la Leche y el prado de San Jerónimo. Un muro de piedra rodeaba el opulento edificio y el lacayo que guardaba la portería los envió por la puerta de las cocinas, pues toda la casa se estaba engalanando; la cera que daban los criados al parqué de la escalera y de los pasillos hacía que el pisarlo fuera inviable hasta que se sacara brillo con las felpas a fin de que, al encenderse los cirios de los grandes candelabros y los candiles de aceite, la barnizada madera refulgiera como un espejo.

Cuando el carromato se detuvo en la entrada de servicio, ya lo estaban aguardando tres criados para acarrear los cestos grandes. Catalina tomó en sus manos un pequeño maletín de piel con sus maquillajes, que no soltaba jamás, y siguiendo a don Pedro y a la primera actriz, Ana de Andrade, se introdujo en el edificio. Las cocinas le recordaron por su tamaño las del convento, pero no tal por su empaque ni por el número de gente que las atendían, ni tampoco por la exhibición de viandas surtidas que allí se mostraban. Al cuidado de los fogones estaban cuatro cocineros, atendiendo las marmitas de las que salían inefables efluvios. Dos reposteros armados con sendas mangas pasteleras daban los últimos toques a un pastel gigante de cumpleaños que lucía colocado sobre un obrador, haciendo rizos y guirnaldas de nata y de crema y clavando en su cima un uno y un ocho de guirlache. Un sinnúmero de pinches y ayudantes pululaban atareados, yendo y viniendo como laboriosas hormigas, entre las mesas de ayuda y la despensa de provisiones, transportando los más diversos manjares: faisanes asados con adornos de plumas, cochinillos con manzanas en la boca, langostas y bogavantes en inmensas bandejas de plata salpicadas de ostras y colocados en ritual danza.

A Catalina no le daba tiempo, al circular con tanta premura entre tan opulentos manjares, a fijarse en las maravillas culinarias que allí se mostraban. Al detenerse junto a la puerta para cambiar de mano su maletín, pudo observar en el atril donde se instalaba el jefe de cocinas el diccionario gastronómico de maese Ruperto de Nola, abierto en la página de los «Caldos oportunos para acompañar la caza».

Entre tanto los criados subían los grandes cestos de mimbre a las habitaciones a ellos destinadas, don Pedro, acompañado de Ana de Andrade, se dedicaba a inspeccionar el lugar donde se celebraría la representación, circunstancia que aprovechó Catalina, apoyada en el pasamanos de la escalera, para observar maravillada aquel marco. A su lado el palacio de Torres Claras era un túmulo triste y desangelado; fuere porque aquél era un mundo de hombres o fuere porque, al estar lejos de la Corte, las modas y las costumbres llegaban con mucho retraso, el caso era que al lado de aquel estallido de luz y de espejos recordó un Benavente ascético y duro como una cartuja.

Bajo una inmensa araña de más de doscientas bujías se abría un salón de mármol blanco y cristal que haría no menos de ochenta varas de largo y cuarenta de ancho. Las paredes eran de espejo para que en ellas pudieran reflejar su luz los más de cuarenta apliques que lucían sus bujías, todavía apagadas. En su extremo se ubicaba un templete, algo más elevado y enmarcado entre dos columnas, donde se iba a celebrar la representación y en el cual, en aquel mismo instante, se hallaba Ana de Andrade conversando con quien Catalina supuso sería el maestro de ceremonias, en tanto que Pedro de la Rosa, instalado en el centro del salón, daba dos fuertes palmadas a fin de comprobar el eco que el alto techo abovedado devolvía. Ante la preocupada mirada de su compañera, aclaró:

—No os intranquilicéis. Cuando esté lleno de gentes vestidas con espesos terciopelos y suntuosos brocados, disminuirá notablemente este incómodo reverbero.

Tras todas aquellas comprobaciones fueron conducidos a dos grandes habitaciones que, llegado el momento, les harían de vestuarios: las mujeres a un lado y los hombres al otro.

Catalina no podía disimular su nerviosismo. Ana de Andrade acudió en su ayuda.

—No os agobiéis, son una panda de engreídos. Nosotros somos la excusa; ellos vienen a verse los unos a los otros para luego poder despellejarse.

—Gracias por vuestra ayuda, pero jamás vi marco parecido y ni pensar quiero lo que debe de ser lleno de gente.

—Imaginaos que estáis en el corral.

—Allí están más alejados y el entarimado es más alto. Aquí pienso que si se desmandaran como en aquella ocasión, podrían asaltar la escena.

—No tengáis cuidado, estas gentes no se desmadran como el pueblo. Los ricos no hacen las revoluciones y ¿sabéis por qué?

—No tal.

—Porque no tienen hambre.

Ante tan sabia reflexión, Catalina se tranquilizó y se dispuso a maquillarse.

El tiempo transcurrió lentamente. Cuando ya estuvieron preparadas pasaron a la estancia de los hombres, donde templaron las guitarras y la vihuela; a lo lejos sonaba la música de cámara de un quinteto de cuerda y un chambelán tocó en la puerta avisándolos de que en unos diez minutos iban a actuar. En primer lugar representarían una pieza corta de Gabriel Téllez, que firmaba como Tirso de Molina, luego saldría el tañedor de vihuela para dar tiempo a que Ana de Andrade se cambiara de ropa para cantar las jácaras de Escarramán
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, después don Pedro recitaría dos fragmentos de
La vida es sueño,
de Calderón, y finalmente saldría el cuadro musical al completo y Catalina cantaría y bailaría la chacona acompañada de guitarras, tejoletas, panderos y bandurrias.

Cuando comenzó la representación, la muchacha, acompañada del
Lechuguilla,
se ocultó entre los balaustres de la escalera desde donde podía divisar tanto la escena como el salón principal. Al verlo se quedó sin habla y le espetó a su compañero:

—¡Yo no salgo! Me tiemblan las piernas.

—No os preocupéis, que no muerden. Cuando empecéis, veréis qué pronto se calientan.

La representación transcurría sin novedad y Catalina se dedicó a observar con atención a las damas y caballeros que tras sus elegantes antifaces, que ocultaban a ellos los ojos y a ellas parte del rostro, llenaban el regio salón. ¡Jamás había visto reunida tanta riqueza y boato! Los pomposos guardainfantes se prodigaban junto a las lujosas basquiñas y las abullonadas mangas acuchilladas, desde cuyos cortes asomaban otras ricas telas de vistoso colorido; los jubones de los hombres, los greguescos, las calzas, las medias sujetas con adornadas ligas y las botas competían entre sí en riqueza y galanura. Entonces, junto a la pared creyó verlo. ¡Los pulsos se le detuvieron! Allí, en una postura harto conocida por ella, apoyado indolentemente en una pequeña columna dórica que sustentaba a una Diana cazadora se hallaba, oculta su mirada por un negro antifaz, apuesto cual dios del Olimpo, Diego de Cárdenas, futuro marqués de Torres Claras.

Súbitamente tres golpes dados por el chambelán con la contera de su alta vara sobre el parqué detuvieron la representación; su voz resonó poderosa anunciando a los ilustres invitados. Todas las miradas convergieron en la entrada. Solemne, con la cara descubierta y con la templanza del que se sabe el más alto, acompañado por su hija María y por su yerno, el marqués de Toral, hacía su entrada el todopoderoso valido del rey, don Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde duque de Olivares.

Catalina salió de su trance. La representación prosiguió y ella tuvo tiempo para recomponer su ánimo y, de esta manera, proseguir su inspección. Al costado de Diego se hallaba una joven impecablemente vestida de blanco que, a través de su brillante antifaz plateado adornado de pedrería, se adivinaba preciosa. Pensó que era Elena de Mendoza, la hija del noble que daba la fiesta aprovechando la coyuntura de su cumpleaños para presentarla en sociedad.

El
Lechuguilla
la avisó. La obra había finalizado y la intervención del tañedor de vihuela era breve; el tiempo que tenían para repasar su maquillaje y prepararse era el que tardara Ana de Andrade en interpretar sus coplas. Sin casi darse cuenta se encontró frente a aquel encopetado auditorio; pensó que lo mejor era morir matando, y cantó y bailó acompañada por el cuadro, imaginándose que estaba con los Ayamonte en cualquier feria de cualquier pueblo e imitando los recursos que ellos tenían para entusiasmar al respetable. Los aplausos se repetían incansables al finalizar cada cante y no la dejaban irse del escenario. Finalmente, don Pedro de la Rosa les hizo una seña desde el lateral del improvisado tablado y, aprovechando una copla que se prestaba para ello, se fueron bajando todos del entarimado a ritmo de las guitarras y de las panderetas.

La cabeza de Catalina, durante la actuación y cuando ya los supo entregados, trabajaba a toda máquina y una idea fue germinando poco a poco que, aunque arriesgada, le pareció factible.

Ana de Andrade se cambiaba de ropa a su lado en tanto Pedro de la Rosa cerraba el espectáculo, tal como había previsto, recitando el fragmento de Segismundo en la mazmorra y los versos inmortales de Calderón, que comenzaban con el «¡Ay! mísero de mí, ¡ay! infelice...», llegaban nítidos hasta donde ellas se hallaban. Su plan contaría, sin duda, con la complicidad de la gran cómica a la que Catalina, desde el primer día, había caído en gracia.

—Señora, me tenéis que ayudar.

Ana la miró sorprendida.

—¿Y qué ayuda precisáis de mí?

—Ahí abajo está el hombre por el que vine a la Corte y al que amo con toda mi alma. Quisiera quedarme en el baile, aprovechando la coyuntura de que podré estar cerca de él ocultando mi rostro.

La cómica, que había cumplido ya los cuarenta años, la miró con la simpatía con la que una mujer mayor que ya ha pasado por estos trances mira a una jovencita.

—Creo que vuestra presunción es imposible.

—¿Por qué decís tal cosa?

—Porque el valido del rey ha acudido a la fiesta.

—Y ¿eso qué tiene que ver?

—Vos sois nueva en la Corte. Hace más de un año se promulgó una pragmática que prohibía el uso de antifaces durante las cenas a las que asistiera su excelencia, el conde duque de Olivares.

—Y ¿por qué?

—Cuestión de seguridad. Se hablaba de un intento de asesinarlo por parte de los hombres del cardenal Richelieu, al servicio de Francia.

—¿Entonces?

—Cuando pasen los invitados al comedor tienen que tener, todos, el rostro descubierto. Solamente se permitirán las máscaras hasta que finalice el baile. Yo lo sé porque ya ha ocurrido en otras ocasiones en las que he estado presente.

—¡Por favor, señora, ayudadme! Frente a la entrada del salón hay un gran reloj. ¡Estaré vigilante! Antes de que pasen al comedor ya me habré escapado.

—Pensad que habrá mucha más vigilancia de la normal.

—¡Os lo suplico!

La mujer dudó.

—Sea. No sé qué dirá don Pedro, pero contad conmigo. Yo sé bien lo que es sufrir el mal de amores, aunque no alcanzo a comprender cómo llevaréis a cabo vuestro plan.

—¡Doña Ana, os amaré siempre! Atendedme, mi plan es bien sencillo. Si me lo prestáis, usaré uno de vuestros disfraces y una de vuestras pelucas; entre mis ropas traigo el antifaz que uso cuando, vestida de doncel, represento con vos la escena de la huida en
Los apuros de Fenisa.
Cuando marchéis esconderé mis ropas de varón bajo esta cama y bajaré al salón vestida con el traje que tengáis a bien prestarme; estaré en el baile cerca del hombre que amo. Luego subiré de nuevo a esta habitación, me cambiaré de vestimenta y, aprovechando el incógnito que me proporciona el antifaz, saldré por la puerta principal como cualquier invitado que abandona la fiesta, dejando mis ropajes de mujer colgados en el armario. Mañana enviaré a un propio a recogerlos, alegando que la gran Ana de Andrade se olvidó uno de sus atavíos. ¿Qué os parece mi idea?

—¡A fe mía! Cuan osada es la juventud. Ya había olvidado de lo que es capaz una mujer enamorada. Contad con mi ayuda, pero nada vais a decir a don Pedro; yo me ocuparé de ello. Cuando suba le explicaré que os habéis encontrado indispuesta y que habéis marchado a vuestra casa.

Catalina estaba exultante. Se abalanzó sobre Ana de Andrade y la abrazó fuertemente.

—¡Jamás os podré pagar este favor!

—Ni tenéis por qué. Yo también he tenido dieciocho años.

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