Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
La función había comenzado. La loa había sido hecha y el primer acto iba mediado. Entonces compareció ella en escena. A Diego se le pegó la lengua al paladar y no pudo tragar saliva; que al cabo de un par de horas pudiera estar charlando con aquella divina criatura en solitario no le cabía en la cabeza. Cuando ya se le pasó el sobresalto, se dedicó a observarla con detenimiento: era alta, espigada y hermosísima, los ojos garzos, la nariz recta, el aire insolente y la gentil apostura, todo denunciaba en ella sin duda a una mujer de clase noble.
En aquel mismo instante y en uno de los aposentos que pertenecían al Santo Oficio, un hombre tosco de mirada astuta extraía de su faltriquera un pequeño boceto en el que se veía un rostro tocado con una cofia, y lo observaba con atención.
Finalizó
El tejedor de Segovia
y, tal como estaba previsto, Catalina en aquella ocasión no volvió a pisar el escenario, ya que la Andrade había montado unos bailes en los que únicamente actuaría ella, de tal manera que pudo la muchacha desmaquillarse con calma, retirarse la peluca y transformarse en Alonso, acicalándose y colocándose el bigote y la perilla con sumo esmero.
María Cordero intentaba en vano calmarla:
—Si no tenéis la cabeza en su sitio, lo más probable es que os equivoquéis en algo y ¡vuestro gozo en un pozo! Hacedme el favor de calmaros y obrad tal como os he aconsejado.
—No os preocupéis. En cuanto comience voy a estar más convincente que en la escena.
—A ver, poneos en pie que os vea yo.
La muchacha obedeció la orden y María le dio un repaso de arriba abajo.
—Talmente sois un bello doncel. El guión no me preocupa, ya que si habéis conseguido durante este tiempo engañar a mis chicas, es que domináis a la perfección vuestro papel. De cualquier manera, no olvidéis simular vuestra voz. Hoy será la prueba de fuego, jamás habéis representado vuestros dos personajes ante la misma persona y uno a continuación del otro. Bueno será que os esmeréis, ya que de hoy dependen muchas cosas. ¡Ah!, no olvidéis decirle que su espera será algo dilatada; habéis de vestiros de mujer, y entre él y vos no habrá la distancia que os separa del público cuando estáis actuando, sino que vais a estar a su mismo lado. Por lo tanto, hemos de ser sumamente cuidadosas. —La mujer vivía hasta tal punto aquella circunstancia que hablaba empleando el plural—. Ahora en cuanto esto termine y vayáis a vuestra cita yo aprovecharé para hacer de mi aspecto el de una respetable dueña... aunque un poco alcahueta... como casi todas —añadió.
Los aplausos del respetable anunciaban que la obra había finalizado, y el ruido de muchos pies transitando por los pasillos corroboraban el hecho. Alonso se dispuso a actuar. Su atento oído detectó que las puertas de los cubículos, que hacían las veces de vestidores, se iban cerrando. Aunque el hecho no le preocupara, ya que sus compañeros tenían muy asumido el que a veces vistiera de mujer y otras de hombre, prefirió en aquella circunstancia, en la que quizás alguien la viera partir sucesivamente vestida de ambas maneras, ser cuidadosa. Se asomó por la entrecaja al patio y comprobó que en un par de minutos la vía estaría expedita. Al fondo y junto al puesto de la aloja, cuyo encargado estaba recogiendo, pudo divisar la adorada silueta, y el corazón le dio un vuelco.
Diego, en cuanto terminó la función y el público fue abandonando el local, se instaló, siguiendo las instrucciones de Alonso, junto al alojero. Los minutos transcurrían y su reloj parecía haberse detenido; súbitamente divisó en el contraluz del apagado palco escénico la imagen de su ex paje que en aquel momento descendía por la escalerilla que daba a los primeros bancos y pasando bajo el degolladero se dirigía hacia donde él estaba.
—Os guarde Dios, Alonso. Ya pensaba que no acudiríais, tan grande es mi ansia de saber si habéis podido arreglar mi encuentro.
Catalina lo miraba disfrutando del momento tantas veces soñado en el que Diego ansiaba verla y cuidó mucho su voz a fin de no cometer error alguno, tal como le había aconsejado María Cordero.
—Tengo que daros buenas noticias.
—¡Estoy sobre una hoguera! ¡Decidme!
—Aguardaréis a Clara Arnedillo en El Rincón del Ermitaño, que se halla en el pasaje del Gato, junto a la plaza de Santa Cecilia.
—¿Cuándo?
—Dentro de hora y media; a lo sumo, dos.
—¡Gracias, amigo mío, si no he muerto allí estaré!
—Debo aclararos algo.
—¿Qué es ello?
—Clara siempre acude a todas partes con su dueña, como corresponde a una dama de su rango. Os aconsejo que seáis generoso con ella; ya sabéis cómo son este tipo de mujeres...
—Descuidad, que no ha de quedar descontenta.
—Pues entonces ya nada tengo que deciros, únicamente desearos buena suerte.
—Alonso, sabed que contáis con mi eterna gratitud.
—Estoy siempre a vuestras órdenes. Ya me contaréis cómo os ha ido.
—Pasaos por mi casa cuando gustéis y os pondré al corriente de mi entrevista.
—Entonces, adiós y que Cupido os ayude.
—¡Gracias de nuevo, amigo!
Partió Alonso hacia el interior del corral e hizo lo propio Diego, tras calarse el chambergo y tomar su capa, en dirección al túnel que daba a la calle.
Catalina llegó al primer piso desabotonándose el jubón y sacándose el talabarte por la cabeza. María la esperaba con la ropa preparada en la puerta misma de su camerino.
—¿Cómo ha ido? ¿Le habéis dado el recado?
—Ya todo está en marcha... y no puedo volverme atrás. ¡Estoy asustada, María!
—Conservad la calma, que ésta va a ser vuestra gran noche. Vamos a vestiros.
La ropa que había elegido Catalina no era extremada, sino que podía pasar por la que vestía una elegante dama acostumbrada a los lances de la Corte. Una basquiña ajustada y escotada, con mangas abullonadas de color tabaco por cuyas aberturas asomaba una tela interior adamascada de un marrón más claro, cubría su cuerpo; su escote permitía que sus altos senos se asomaran atrevidos y sugerentes y la falda se ensanchaba en la cintura obligada por el armazón de mimbre de su miriñaque, que no llegaba a tener el volumen del guardainfantes; en los pies, unos chapines de cinco suelas de corcho forrados de cordobán la hacían parecer mucho más alta. Cuando ya estuvo totalmente vestida, la Cordero procedió a colocarle la peluca. Eligieron, de entre tres, una maravilla que le prestó Ana de Andrade: los tirabuzones caían por los costados, haciendo imposible el adivinar sus bordes, y sobre la frente desparramaba un flequillo que disimulaba su arranque; estaba rematada con cintas de colores. Cuando la tuvo colocada y antes de permitirle mirarse en el espejo, María procedió a maquillarla y puso en el empeño todo su arte: las cejas, los ojos, las mejillas, todo fue tratado. Cuando dio por finalizado su trabajo, se separó de ella y la observó con detenimiento.
—Daos la vuelta y miraos en el espejo. Decidme, ¿os reconocéis?
Catalina estuvo a punto de volverse, creyendo que la imagen que reflejaba el plateado azogue era la de otra persona que estaba a su espalda.
—¡Dios! ¡Qué grande sois! Ni yo misma me reconozco. ¿Cómo va a reconocerme alguien que únicamente me ha visto una vez y bajo un antifaz?
—Vale. No os entretengáis, que ya ha pasado casi una hora; colocaos sobre la cabeza el mantón y partamos, que luego es tarde.
Se colocó sobre la cabeza Catalina la mantilla, y tapada como estaba tomó el manguito que reposaba sobre el estante. Salieron ambas por la puerta posterior, la misma que habían utilizado a su llegada, alquilaron una litera de manos para dos personas y, agitadas como estaban, no observaron que a poca distancia alguien a caballo las seguía.
Los cuatro lacayos portadores se turnaban para transportar a las dos mujeres, y lo hacían frecuentemente a causa del peso de la dueña. Frente a ellos, abriendo paso y destocado el sombrero como era costumbre, marchaba el guía. El trayecto duró media hora larga y cayendo la tarde llegaron al pasaje del Gato. No hizo falta que María indicara a los hombres el lugar exacto; a una distancia que no llegaría a diez varas castellanas, una banderola de madera pintada de verde anunciaba con letras góticas destacadas en negro: «El rincón del Ermitaño.»
Se detuvo la silla y tras colocar uno de los lacayos los calces bajo las varas a fin de que la gestatoria, al descargar el peso, no se bamboleara, bajó la dueña. Tal cosa no extrañó a los lacayos pues era costumbre que estas mujeres iniciaran las maniobras de aproximación, y eso en el Madrid de Felipe IV era el pan de todos los días.
La dueña, ya en la calzada, alzó la cortinilla de lona encerada que ocultaba el rostro de la bella y dijo:
—No os mováis hasta que yo regrese.
Ninguna voz salió del interior, y la gruesa mujer se dirigió a la puerta del establecimiento moviendo ostentosamente sus importantísimas posaderas.
—¡Voto a briones! Si este nalgatorio fueran un barco, me metía a marinero —comentó con sorna y por lo bajo uno de los hombres en tanto se limpiaba, con un sucio pañuelo, el copioso sudor que perlaba su frente.
La dueña traspasó la cancela y al principio tuvo que esperar a que sus ojos, acostumbrados a la claridad diurna, se acomodaran a aquella oscuridad, ya que no divisaba bien a la clientela que en aquel momento concurría al establecimiento; así que se quedó en medio de la estancia mirando a uno y otro lado. Luego, cuando ya sus ojillos se acostumbraron a la penumbra reinante, pudo divisar a un caballero que desde un rincón le hacía una señal con su diestra.
La mujer se acercó y el joven se puso en pie, deferente y atento.
—Sois sin duda la dueña de Clara Arnedillo.
—Y vos sois don Diego de Cárdenas.
—Sentaos, por favor, gentil señora y tomad lo que os cumpla, que mucha es la calor de Madrid esta tarde. ¡A ver, mesonero!
A la llamada del muchacho acudió obsequioso un hombre que vestía, sobre sus ropajes, un mandil de indefinido color y en el que se andaba secando unas manos que parecían, talmente, un manojo de morcillas de Burgos.
—¿Qué deseáis, señora?
La Cordero, viendo que Diego estaba tomando un vaso de anisado con nieve:
—Lo mismo que el caballero.
—Al punto seréis servida.
Partió el hombre para traer el pedido y la dueña habló:
—No vayáis a creer que soy dada a consumir estos brebajes, pero es que hoy el calor es agobiante y con los nervios de saber que estoy haciendo algo que me puede costar el empleo, mi sed es inaguantable.
—Por mí no tengáis cuidado, podéis contar con mi discreción. Si vos no os vais de la lengua, no es fácil que alguien sepa algo de lo que aquí suceda. Además, ¿a quién le importa que dos personas se vean en un local público siendo así que nadie las fuerza y que ambas son mayores de edad?
—Don Pedro de la Rosa tiene absolutamente prohibido a las actrices de su compañía que se citen en locales públicos con personas desconocidas. Dice que es bueno que sean inasequibles a sus admiradores; de esta manera las idealizan y un aura de misterio las rodea. Ved que las estrellas del firmamento son inaccesibles y, por ende, más misteriosas.
—Pero cualquier persona es libre de escoger sus compañías y sus amistades. La esclavitud hay que dejarla para otras razas y otras latitudes.
—En fin, vayamos a lo nuestro. Únicamente he querido dejar constancia de lo mucho que me juego.
Diego recordó las palabras de Alonso y decidió aplicar a la mujer la mejor de las medicinas: echó mano a la cintura y colocó sobre la mesa una bolsa de piel suave que, al ser depositada, sonó con el inconfundible tintineo de las buenas monedas. En los ojillos de la dueña destellaron chiribitas.
—Creo que este remedio os ayudará a calmar vuestra angustia. Caso que perdierais vuestro trabajo, lo que aquí hay os ayudaría a paliar vuestros problemas durante un largo tiempo hasta que encontrarais un nuevo empleo.
La mujer con un rápido movimiento hizo desaparecer la bolsa en el hondo bolsillo de su saya y pareció respirar aliviada.
—Sois muy generoso, caballero, y me complace ver cómo habéis valorado mi esfuerzo. Doña Clara va a conoceros, pero sabed que dentro de una hora la pasaré a recoger. No puedo concederos ni un minuto más.
—Cualquier tiempo que me concedierais me parecería escaso, aunque éste fuera la eternidad.
—Sois un galante y gentil hidalgo, que en los tiempos actuales ya no abundan. ¡Ay si una tuviera dieciocho años! ¡Qué cosas no haría por una cita como la de hoy!
—Señora, desde que vi por vez primera a Clara no he conocido el descanso ni la paz. Sabed que el día de hoy es para mí la culminación de un sueño; decidle que incluso hablé de ella a mi señor padre en una carta.
—Pues vamos a ver si os ayudo a despertar; la voy a buscar. Cuando entre por esa puerta ya le habré indicado dónde os hayáis ubicado. No os mováis, ella os buscará.
El mesonero había llegado con la copa de nieve y el licor que había encargado la dueña. De la botella escanció una generosa ración, que desapareció entre el pecho y la espalda de la mujer más rápidamente de lo que lo hiciera la bolsa de las monedas.
—Perdonad, ya sé que no es forma de degustar un licor por parte de una dama, pero el tiempo apremia y si no me avío se nos va a echar la tarde encima.
—Os comprendo, y no os preocupéis. Sé distinguir al momento una dama de calidad, y vos sin duda lo sois —dijo Diego poniéndose en pie para acelerar la marcha de la inmensa mujer.
La Cordero se deshizo, como un azucarillo, ante el halago del joven y se dispuso a partir, constituyéndose desde aquel instante en la celestina de la pareja.
—Recordad, una hora. —Y soltando amarras, el inmenso galeón partió rumbo a la calle.
La doble litera descansaba sobre sus calces y los lacayos aguardaban hablando en un grupo al costado de una de las varas . María llegó hasta ellos y alzando la cortinilla del vehículo bajó la voz para dar la novedad a Catalina.
—¡Por mi vida que tenéis buen gusto! Hace muchos años que no conocía a un joven tan galán como vuestro enamorado.
—Ya os lo dije. Hace mucho tiempo que lo conozco y desde el primer día se portó conmigo como un gentilhombre. Decidme, no perdáis tiempo, ¿qué debo hacer?
—Vais a entrar y el lugar, como observaréis, tiene su calidad: todos sus pasteles y licores los compran en Botín y no veréis gentes zafias ni perdularios; el precio selecciona al personal. Vuestro enamorado está sentado bajo el ventanal que hay a la derecha y os espera como los campos al agua de mayo. Yo daré una vuelta por Madrid aprovechando que tenemos alquilada esta litera aunque estos malandrines se deslomen. —Al decir esto con el gesto indicó a los lacayos—. Al cabo de una hora os recogeré; no es bueno que a la primera cita os mostréis asequible ni fácil. En este tiempo tenéis que hacer lo que vuestro instinto de mujer os dicte; esto, desde que el mundo es mundo, no es menester enseñarlo. Y ahora id, no perdáis vuestro tiempo ya que tanto os ha costado llegar a este momento.