Authors: Patricia Cornwell
—Marino... Lo siento mucho.
—Con el tipejo del coche grande con los asientos de cuero. ¿No te parece encantador? Primero se larga. Después quiere volver. Luego Molly deja de salir conmigo. Y ahora Doris se casa, de buenas a primeras.
—Lo siento —repetí.
—Será mejor que entres antes de que cojas una pulmonía —dijo él—. Yo tengo que volver a comisaría y llamar a Wesley para contarle lo que tenemos. Va a querer que le informemos respecto al arma, y para ser sincero contigo —me dirigió una breve mirada mientras caminábamos—, sé lo que va a decir el FBI.
—Va a decir que la muerte de Danny es fortuita —apunté.
—Y en el fondo pienso que a lo mejor lo fue. Cada vez me da más la impresión de que Danny quizá quería comprar un poco de crack o algo así y fue a dar con quien no debía, un tipo que casualmente había encontrado la pistola de un policía.
—Sigue sin convencerme...
Cruzamos Franklin Street y volví la mirada hacia el norte, donde la imponente estación de tren, de ladrillo rojo y estilo gótico, con la torre del reloj, me ocultaba a la vista el barrio de Church Hill. Danny se había desviado muy poco de la zona en la que posiblemente había estado la noche anterior, cuando tenía que entregar el coche. No había encontrado nada que me hiciera sospechar que el muchacho se proponía conseguir droga. Tampoco había descubierto ningún indicio físico de que tomara alguna. Aún faltaban los informes toxicológicos, por supuesto, pero ya sabía que Danny no había bebido.
—Por cierto —dijo Marino mientras abría la puerta de su Ford—, he pasado por la subcomisaría de la Séptima y Duval y tendrás el Mercedes esta tarde.
—¿Ya lo han examinado?
—Sí. Lo hicimos anoche y lo teníamos todo listo a la hora de abrir los laboratorios esta mañana, porque dejé muy claro que con este caso no vamos a andar con remilgos. Todo lo demás pasa a segundo término.
—¿Qué habéis encontrado? —quise saber, pero cuando pensé en el coche y en lo que había sucedido en su interior me pareció insufrible.
—Huellas, no sé de quién. Hemos sacado moldes. En realidad eso es todo. —Subió al coche y dejó abierta la portezuela—. No obstante me aseguraré de que lo traigan aquí para que puedas volver a casa.
Le di las gracias, pero cuando entré en el edificio supe que ya no podría conducir aquel coche. Supe que no podría tocar aquel volante nunca más. Ni siquiera podría abrir las puertas o sentarme de nuevo en su interior.
Cleta fregaba el vestíbulo mientras la recepcionista frotaba el mobiliario con unas gamuzas. Intenté explicarles que no era necesario hacerlo. La ventaja de un gas inerte como el halón, les dije en tono paciente, era que no afectaba al papel ni a los instrumentos delicados.
—Se evapora sin dejar residuos —les aseguré—. No es necesario que lo limpien todo. Pero habrá que enderezar los cuadros de las paredes, y en el mostrador de Megan hay un desorden terrible. —En la zona de recepción, el suelo estaba sembrado de solicitudes de donaciones anatómicas y de otros formularios.
—Sigo pensando que huelo algo raro —apuntó Megan.
—Sí. A revistas, eso es lo que hueles, tonta —intervino Cleta—. Siempre tienen un olor raro. —Se volvió hacia mí—. ¿Qué hay de los ordenadores?
—No deberían estar afectados en absoluto —respondí—. Me preocupan más los suelos que está fregando. Terminen y séquenlos bien, no vaya a resbalar alguien.
Con un creciente sentimiento de impotencia, seguí pisando con cuidado las resbaladizas baldosas mientras las dos mujeres seguían con su quehacer. Cuando tuve a la vista mi despacho, me preparé para lo que iba a encontrar y me detuve apenas cruzado el umbral.
Mi secretaria ya estaba allí, trabajando.
—Muy bien, Rose. ¿Qué tal todo?
—No hay ningún problema, excepto que todos los papeles han volado. Ya he enderezado las macetas. —Rose era una mujer enérgica, con la edad suficiente para jubilarse. Me miró por encima de las gafas de leer y añadió—: Usted siempre ha querido tener vacías las cestas de entradas y salidas de correspondencia; pues bueno, ahora lo están.
Los certificados de defunción, las notificaciones judiciales y los informes de autopsia habían volado por todas partes como hojas de otoño. Había papeles en el suelo, en las estanterías y hasta en las ramas del ficus.
—También opino que no debería usted pensar que el hecho de no ver una cosa no significa que no exista un problema. Por eso creo que debería dejar que todos esos papeles se aireen. Voy a improvisar un tendedero aquí mismo y con unos clips...
Rose hablaba sin dejar de moverse. Advertí que se le había soltado un mechón de cabellos canosos del moño alto que lucía.
—Estoy segura de que no será necesario nada de eso. —Me dispuse a repetir el discurso—: El halón desaparece cuando se seca.
—He visto que no ha sacado el casco del cajón.
—No he tenido tiempo de cogerlo —respondí.
—Es una lástima que no tengamos ventanas. —No había semana que Rose no repitiera la misma cantinela.
—En realidad lo único que tenemos que hacer es recoger las cosas —insistí—. Están todas paranoicas.
—¿A usted la han gaseado con eso alguna vez?
—No —reconocí.
—Ya —exclamó ella mientras dejaba un montón de toallas junto a ella—. Entonces todas las precauciones son pocas.
Me senté tras mi mesa, abrí el cajón superior y saqué de él varias cajas de clips. El abatimiento me atenazó el pecho y temí que me desmoronaría allí mismo. Mi secretaria me conocía mejor que mi madre y captó cada una de mis expresiones, pero no dejó de trabajar.
—Doctora Scarpetta —dijo al cabo de un largo silencio—, ¿por qué no se va a casa? Yo me ocuparé de esto.
—Nos ocuparemos de esto entre las dos, Rose —repliqué con terquedad.
—No puedo creer que ese guarda de seguridad fuera tan estúpido.
—¿Qué guarda de seguridad? —Dejé lo que estaba haciendo y la miré.
—El que disparó el sistema antiincendios porque pensó que íbamos a tener alguna clase de fusión radiactiva en el piso de arriba.
La miré mientras Rose levantaba de la moqueta un certificado de defunción. Lo colgó del cordel con los clips mientras yo seguía poniendo orden en mi mesa.
—¿Pero de qué me está hablando? —le pregunté.
—Es lo único que sé. Hablaban de ello en el aparcamiento. —Se frotó la zona lumbar y miró a su alrededor—. Estoy asombrada de lo deprisa que se seca eso. Parece salido de una película de ciencia ficción. Creo que esto funcionará perfectamente —añadió mientras colgaba otro papel.
No hice más comentarios y pensé de nuevo en mi coche. La idea de volver a verlo me producía auténtico espanto y me tapé la cara con las manos. Rose no supo muy bien qué hacer porque nunca me había visto llorar.
—¿Quiere que le traiga café? —preguntó. Dije que no con la cabeza y ella intentó darme ánimos de nuevo—. Es como si hubiera pasado un vendaval. Mañana no quedará ni rastro.
Me sentí aliviada cuando la oí salir. Rose cerró suavemente las dos puertas y me recosté en el asiento. Estaba exhausta. Después descolgué el teléfono y marqué el número de Marino, pero no lo encontré; entonces probé a hablar con Walter, el concesionario de Mercedes, confiando en que no hubiera salido a alguna parte.
Tuve suerte.
—¿Walter? Soy la doctora Scarpetta —le dije sin más preámbulos—. ¿Puede hacer el favor de venir a recoger mi coche? —Titubeé un instante y añadí—: Supongo que le debo una explicación...
—No es necesario. ¿Ha sufrido muchos daños? —Era evidente que el hombre había seguido las noticias.
—Para mí es siniestro total. Para cualquier otro está como nuevo.
—Comprendo. Y no se lo recrimino —añadió—. ¿Qué quiere que hagamos?
—¿Puede cambiármelo por algo ahora mismo?
—Tengo un coche casi idéntico. Pero es usado.
—¿Muy usado?
—Apenas. Pertenecía a mi esposa. Un S—500, negro, con el interior de piel.
—¿Puede encargar a alguien que lo traiga al aparcamiento de la parte de atrás de mi edificio y se lleve el otro?
—Voy para allá, doctora.
Walter llegó a las cinco y media, ya anochecido, una hora estupenda para que un vendedor enseñara un coche usado a una cliente tan desesperada como yo. Lo cierto sin embargo es que llevaba muchos años tratando con Walter, y a decir verdad me merecía suficiente confianza como para habérselo comprado sin verlo siquiera. Era un negro de aspecto muy distinguido, con un mostacho inmaculado y un corte de pelo siempre impecable. Vestía mejor que cualquier abogado y llevaba una pulsera de oro de Alerta Médica porque era alérgico a las abejas.
—Lamento mucho todo esto —me dijo mientras yo recogía las cosas del portaequipajes.
—Yo también lo siento. —No hice ningún esfuerzo por mostrarme amistosa o por disimular mi estado de ánimo—. Aquí tiene una llave. La otra, considérela perdida. Y lo que me gustaría, si no le importa, es marcharme ahora mismo. No quiero ver cómo sube al coche. Lo único que quiero es marcharme. Ya nos ocuparemos del equipo de radio más adelante.
—De acuerdo. Ya habrá ocasión de hablar sobre los detalles.
Los detalles no me importaban en absoluto. En aquel momento no estaba interesada en la relación coste/eficacia de lo que acababa de hacer o en si era cierto que el estado del coche era tan bueno como el del que acababa de cambiar. Habría podido conducir una hormigonera y me habría parecido bien. Pulsé un botón del salpicadero y las puertas se cerraron mientras guardaba la pistola entre los asientos.
Me dirigí al sur por Fourteenth Street y doblé por Canal en dirección a la interestatal que solía tomar para llegar a casa, pero varias salidas después cogí una y di media vuelta. Quería hacer el recorrido que posiblemente había seguido Danny la noche anterior, y si venía de Norfolk debía de haber tomado la 64 Oeste. La salida más fácil para él sería la del Medical College, pues ésta lo llevaba casi directamente a mi oficina, pero no creía que fuera eso lo que había hecho mi joven ayudante.
Cuando Danny llegó a Richmond debió pensar en comer algo, y en las inmediaciones de mi oficina no había nada que pudiera interesarle. El muchacho lo sabía sin duda porque había trabajado con nosotros en anteriores ocasiones. Imaginé que habría salido en Fifth Street, como hacía yo en aquel momento, y que habría seguido hasta Broad. Era noche cerrada cuando pasé junto a los solares vacíos y en construcción que pronto se convertirían en el Parque de Investigaciones Biomédicas de Virginia, al cual se trasladaría algún día mi sección.
Varios coches patrulla pasaron en silencio y me detuve tras uno de ellos en el semáforo junto al Marriott. Me fijé en el agente que iba al volante cuando encendió una luz en el interior del coche y se puso a escribir en una hoja sujeta a un portapapeles metálico. Era muy joven, con el pelo rubio claro. Lo vi descolgar el micrófono de la radio y hablar con alguien. Distinguí el movimiento de sus labios cuando se volvió a mirar la silueta oscura de la minicomisaría de la esquina. El joven agente exhaló el aire de los pulmones y sorbió algo de un vaso de 7—Eleven. Me di cuenta de que no hacía mucho tiempo que era policía porque no había sabido darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor. No parecía haberse percatado de que lo estaban observando.
Seguí adelante y tomé a la izquierda por Broad hasta dejar atrás un Rite Aid y los viejos almacenes Miller & Rhoads, que habían cerrado definitivamente las puertas porque cada vez eran menos los que compraban en el centro. El ayuntamiento antiguo era una fortaleza gótica de granito que se alzaba a un lado de la calle; al otro lado quedaba el campus del Medical College of Virginia, que a mí me resultaba conocido, pero quizá no a Danny. No creía que conociese The Skull & Bones, donde comían el personal médico y los estudiantes, ni que hubiera sabido dónde aparcar el coche en aquella zona.
Me inclinaba a pensar que el pobre muchacho habría hecho lo que cualquiera que llegara a una ciudad relativamente desconocida al volante del lujoso automóvil de su jefa. Se habría encaminado directamente al lugar acordado y se habría detenido en el primer local decente que encontrase, y tal lugar era precisamente el Hill Café. Doblé la esquina, como tema que haber hecho Danny para aparcar de cara al sur, donde habíamos encontrado la bolsa de las sobras. Me detuve bajo el espléndido magnolio y me apeé del coche al tiempo que deslizaba la pistola en un bolsillo del abrigo. Inmediatamente se reanudaron los ladridos tras la valla de tela metálica. Los ladridos parecían venir de un animal de gran tamaño, y por su insistencia daba la impresión de que entre el perro y yo había alguna cuenta pendiente que lo llenaba de odio. En el piso de arriba de la casita de su amo se encendieron las luces.
Atravesé la calle y entré en el local, concurrido y animado como de costumbre. Daigo estaba ocupada en preparar vanos whisky sour y no reparó en mí hasta que ocupé un taburete de la barra.
—Esta noche tiene cara de necesitar algo fuerte, encanto —dijo entonces mientras colocaba una rodaja de naranja y una
cereza
, en cada vaso.
—Sí, pero estoy trabajando —respondí. Los ladridos habían cesado.
—El mismo problema del capitán. Usted y él siempre están trabajando.
Con una mirada indicó algo a un camarero. Éste se acercó y recogió las bebidas. Daigo empezó a preparar el siguiente pedido.
—¿Se ha fijado alguna vez en el perro de ahí delante, al otro lado de la calle? —pregunté sin alterar la voz.
—¿Bandido? Bueno, por lo menos es así como yo llamo a ese perro hijo de perra. No puede hacerse una idea de la cantidad de clientes que me ha ahuyentado ese cabronazo. —Me miró con gesto irritado mientras cortaba en rodajas un limón verde—. Es mitad perro pastor y mitad lobo, ¿sabe? —continuó sin darme tiempo a decir nada—. ¿La ha molestado?
—No. Es que esos ladridos tan fuertes y feroces... Me pregunto si ladraría anoche, después de que dejaran ahí a Danny Webster. Sobre todo porque sospechamos que estuvo aparcado bajo el magnolio, que está en el solar del perro.
—Ese cabrón se pasa el rato ladrando.
—¿No lo recuerda? Bueno, no esperaba que...
La mujer me interrumpió al tiempo que leía un pedido y abría una cerveza.
—¡Claro que me acuerdo! Ya le digo que se pasa el rato ladrando, y no iba a ser menos con ese pobre muchacho. Menuda bronca montó Bandido cuando el chico salió de aquí. Ese perro ladra hasta a su propia sombra.