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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (23 page)

BOOK: Causa de muerte
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—Winchester produce la Silvertip.

—Ésta no es Silvertip, estoy segura. ¿Has visto alguna vez una Black Talón?

—Sólo en revistas.

—Pintada de negro, con casquillo de cobre y una punta hueca con muescas que se abre como ves ahí. Observa las puntas. —Las indiqué en la placa—. Es increíblemente destructiva. Atraviesa a uno como un taladro. Magnífica para el mantenimiento de la ley, pero una pesadilla si cae en malas manos.

—¡Joder! —exclamó Fielding, asombrado—. Parece un pulpo.

Me quité los guantes de látex y los cambié por otros hechos de un tejido resistente y tupido, porque una munición como aquélla era tan peligrosa en el East River como en un depósito de cadáveres. Suponía una amenaza mayor que una jeringuilla y no tenía constancia de que Danny no estuviese contagiado de hepatitis o de sida. No quería cortarme con el afilado metal de la bala que lo había matado, de modo que el agresor terminara cobrándose dos vidas en lugar de una.

Fielding se puso unos guantes azules Nitrile, que eran más fuertes que los de látex aunque no lo suficiente.

—Ésos los puedes llevar para tomar notas —le dije—, pero para esto no sirven.

—¿Hay para tanto?

—Sí-contesté mientras enchufaba la sierra de Stryker—. Si te pones esos guantes y manejas este aparato acabarás por cortarte.

—Este asunto no parece cosa de un ladrón de coches. Me huele más a alguien que iba muy en serio.

—Te aseguro que no se puede ir más en serio —dije, levantando la voz por encima del potente gemido de la sierra.

Lo que observamos bajo el cuero cabelludo no hizo sino acrecentar el horror. La bala había hecho astillas los huesos del cráneo: los temporales, el occipital, los parietales y el frontal. De hecho, de no haber perdido energía en fragmentar el grueso peñasco del temporal, la zarpa retorcida habría creado un orificio de salida y no tendríamos una prueba material que resultaba importantísima. En cuanto al cerebro, la Black Talón había producido unos efectos terribles. La explosión de gas y los destrozos causados por el cobre y el plomo habían abierto un paso demoledor a través de la materia milagrosa que había hecho a Danny quien era. Lavé el proyectil y luego lo limpié a fondo en una solución de Clorox en baja concentración pues los fluidos corporales pueden transmitir infecciones e incluso oxidar rápidamente las pruebas materiales metálicas.

Casi a mediodía introduje la bala en una bolsa de plástico, puse ésta dentro de otra y lo llevé todo al laboratorio de armas de fuego, donde eran clasificadas y depositadas en estantes o envueltas en bolsas de papel marrón todo tipo de armas: navajas que serían sometidas a examen en busca de marcas de fábrica, subfusiles ametralladores e incluso una espada. Henry Frost, nuevo en Richmond pero muy conocido en su especialidad, observaba fijamente la pantalla de un ordenador.

—¿Marino ha pasado por aquí? —le pregunté al entrar.

Frost alzó la vista y concentró sus ojos de color avellana, como si acabara de llegar de algún lugar remoto en el que yo no había estado nunca.

—Hace un par de horas —dijo, y pulsó varias teclas.

—Entonces le habrá dado el casquillo... —Me coloqué junto a su silla.

—Ahora mismo estoy trabajando en eso. Al parecer, este caso tiene la máxima prioridad.

Frost tenía más o menos mi edad y se había divorciado un par de veces. Era atractivo y atlético, con facciones bien proporcionadas y el cabello negro y corto. Según las típicas leyendas que la gente cuenta de sus compañeros de trabajo, corría maratones, era un experto en bajar en balsa por aguas bravas y, por supuesto, podía librar a un elefante de una mosca molesta con un solo tiro a cien pasos de distancia. Pero de lo que sí estaba segura, porque lo había observado personalmente, era de que Frost amaba su oficio más que a cualquier mujer y que el único tema del que le gustaba hablar era el de las armas.

—¿Ha buscado el cuarenta y cinco? —le pregunté.

—No sabemos a ciencia cierta que esté relacionado con el crimen, ¿verdad?

—Verdad —asentí—. No lo sabemos con certeza. —Vi una silla con ruedas cerca de donde estábamos y la ocupé—. El casquillo apareció a unos tres metros de donde pensamos que se efectuó el disparo. Entre los árboles. Está limpio y parece reciente. Y también tenemos esto.

Introduje la mano en el bolsillo de la bata de laboratorio y saqué la doble bolsa que contenía la bala Black Talón.

—¡Vaya! —exclamó Frost.

—¿Encaja con una Winchester del cuarenta y cinco?

—¡Hombre, por Dios! Siempre hay una primera vez. —Abrió la bolsa y añadió con súbita excitación—: Mediré surcos y distancias entre estrías y en un minuto sabremos si es una cuarenta y cinco.

Se colocó ante el microscopio de comparar y utilizó el método de capa de aire para fijar la bala al campo, lo cual significaba que empleaba ceras para no dejar ninguna huella que no tuviera ya el metal.

—Bien —dijo Frost sin levantar la vista—, el estriado es a izquierdas y tenemos seis surcos y otras tantas superficies entre ellos. —Inició las mediciones con un micrómetro—. La distancia entre estrías es de cero dieciocho centímetros y el grosor de las mismas, de cero treinta y ocho. Voy a introducir los datos en el GRC —indicó a continuación. Se refería al registro informatizado que llevaba el FBI sobre características generales de estriados de armas—. Veamos ahora el calibre... —murmuró al tiempo que tecleaba.

Mientras el ordenador revisaba sus bases de datos, Frost estudió la bala con un medidor de precisión y determinó que, en efecto, la Black Talón era del calibre cuarenta y cinco, lo cual no significó ninguna sorpresa para mí. El GRC proporcionó a continuación una lista de doce marcas de armas de fuego que podrían haberla disparado. Todas eran pistolas militares, salvo una Sig Sauer y varias Colt.

—¿Qué me dice del casquillo? —dije—. ¿Sabemos algo?

—Lo tengo filmado en vídeo pero todavía no lo he estudiado.

Volvió a la silla donde lo había encontrado al entrar y se puso a teclear en el terminal informático, conectado por modem a un archivo de imágenes de armas de fuego utilizadas en delitos que había establecido el FBI y que recibía el nombre de DRUGFIRE. La aplicación era parte de la enorme red de análisis de informaciones sobre delitos conocida como CAÍN, que Lucy había desarrollado y cuyo objeto era relacionar delitos cometidos con armas de fuego. En pocas palabras, quería saber si el arma que había matado a Danny había causado otras muertes o heridas con anterioridad, sobre todo porque la clase de munición utilizada hacía pensar que el agresor no era ningún novato.

El terminal era sencillo, un PC 486 turbo conectado a una cámara de vídeo y a un microscopio comparador que hacía posible captar imágenes a color y en tiempo real en una pantalla de veinte pulgadas. Frost pasó a otro menú y el monitor se llenó de pronto con una parrilla de discos plateados que representaban otros casquillos del cuarenta y cinco, cada cual con sus marcas únicas. El cierre de la recámara del Winchester 45 que encajaba con el casquillo quedaba en el ángulo superior izquierdo y distinguí todas las marcas dejadas por el bloque del cierre, el fulminante, la uña extractora y cualquier otra pieza metálica del arma que había disparado el proyectil a la cabeza de Danny.

—La suya tiene una gran deformación a la izquierda. —Frost señaló una especie de cola que salía de la muesca circular dejada por la aguja percutora—. Y aquí hay esta otra marca, también a la izquierda. —Tocó la pantalla con el dedo.

—¿La uña extractora? —pregunté.

—No, opino que es de un rebote de la aguja percutora.

—Eso es muy raro, ¿no?

—Bueno, yo diría que es una característica única de esta arma-dijo sin apartar la mirada—. Si quiere podemos introducir los datos.

—De acuerdo.

Frost llamó otra pantalla y entró la información que tenía, como la marca semiesférica que el percutor había dejado impresa en el blando metal del fulminante y la dirección de giro y la estriación paralela de las características microscópicas de la superficie del cierre de la recámara. No incluimos ningún dato de la bala que había recuperado del cerebro de Danny porque no podíamos demostrar que la Black Talón y el casquillo estuvieran relacionados, por muy convencidos que estuviéramos de ello. En realidad, el examen de aquellas dos pruebas no podía relacionarlas, porque las estrías y superficies lisas y las marcas impresas por la aguja percutora son tan distintas como las huellas dactilares y las del calzado.

En casos así, lo único que se puede esperar es que coincidan las historias que cuentan los testigos.

Sorprendentemente, en este caso era así. Cuando Frost dio orden de ejecutar la búsqueda, sólo tuvo que esperar un par de minutos para que DRUGFIRE nos diera a conocer que tenía varios candidatos que podían encajar con el pequeño cilindro chapado en níquel que habíamos encontrado a tres metros de la sangre de Danny.

—Veamos qué tenemos aquí... —Frost hablaba consigo mismo mientras situaba el principio de la lista en la pantalla—. Aquí está el principal candidato. —Arrastró el dedo sobre el cristal—. No hay color. Éste va muy por delante de todos los demás.

—Una Sig P220 del cuarenta y cinco —leí, y miré a Frost con perplejidad—. ¿El casquillo encaja con un arma y no con otro casquillo?

—Así es, Dios bendito.

—Veamos si lo he entendido bien. —No podía creer lo que estaba viendo—. Este programa DRUGFIRE no tiene las características de un arma de fuego a menos que ésta, por la razón que sea, haya sido llevada a un laboratorio. Por la policía.

—Así es como se hace —asintió Frost al tiempo que empezaba a imprimir pantallas—. Esa Sig del cuarenta y cinco que aparece en el ordenador está confirmándose como el arma que disparó el casquillo encontrado en las proximidades del cuerpo de Danny Webster. En este momento sabemos hasta ahí. Lo que voy a hacer ahora es coger el casquillo de la prueba que se realizó con el arma cuando fue registrada.

El hombre se puso en pie. Yo no me moví y continué mirando la lista de DRUGFIRE, con los símbolos y abreviaturas que nos revelaban datos de la pistola. Dejaba las mismas marcas de rebotes y deformaciones —es decir, sus huellas dactilares— en los casquillos de cada bala que disparaba. Pensé en el cuerpo rígido de Ted Eddings en las frías aguas del río Elizabeth. Pensé en Danny, muerto junto a un túnel que ya no conducía a ninguna parte.

—Entonces, por la vía que sea, esta arma ha vuelto a la calle —murmuré.

Frost apretó los labios y abrió un archivador.

—Así parece. Pero, para empezar, en realidad ni siquiera conozco las circunstancias o razones por las que consta en la lista... —Sin dejar de rebuscar, añadió—: Creo que el arma nos la envió el departamento de policía del condado de Henrico. Veamos..., ¿dónde está el CVA5471? En esta sección nos estamos quedando sin espacio, desde luego.

—Fue enviada el otoño pasado —indiqué. La fecha aparecía en la pantalla—. El veintinueve de septiembre.

—Sí. Esa debe de ser la fecha en que se rellenó el formulario.

—¿Sabe por qué entregó la pistola la gente de Henrico?

—Tendrá que llamarlos y preguntárselo a ellos —contestó Frost.

—Ahora mismo voy a poner a Marino a trabajar en ello.

—Buena idea.

Llamé al contestador de Marino mientras Frost sacaba un expediente del archivador. Dentro había el típico sobre de plástico transparente que utilizábamos para guardar los miles de casquillos y vainas de armas de fuego que llegaban cada año de los laboratorios de Virginia.

—Vamos allá-dijo.

—¿Tiene alguna Sig P220 aquí? —Me puse en pie también.

—Una. Estará en el armero con las demás automáticas del cuarenta y cinco.

Mientras colocaba el casquillo de control bajo la lente del microscopio, me asomé a una sala que era una pesadilla o una tienda de juguetes, según como se mirara.

Las paredes eran grandes casilleros repletos de pistolas y revólveres de todos los tamaños y calibres. Resultaba deprimente pensar en cuántas muertes habrían producido las armas almacenadas en aquella sola habitación abarrotada, y en cuántos casos habrían pasado por mis manos. La Sig Sauer P220 era negra y se parecía tanto a las nueve milímetros que llevaba la policía de Richmond que a primera vista no habría podido distinguirlas. Por supuesto, en una inspección más minuciosa la cuarenta y cinco era un poco mayor e imaginé que la marca de la boca del cañón también sería algo distinta.

—¿Dónde está el tampón? —pregunté a Frost mientras éste se inclinaba sobre el microscopio para alinear ambos casquillos de modo que pudiera compararlos físicamente, el uno al lado del otro.

—En el primer cajón de mi mesa —respondió al tiempo que sonaba el teléfono—. Busque en el fondo.

Saqué la cajita metálica del tampón de tinta y desplegué junto a ella un pañuelo de algodón cruzado, impoluto como la nieve, que coloqué sobre una almohadilla delgada de plástico blando. Frost descolgó el teléfono.

—¡Eh, amigo! Tenemos algo en el DRUGFIRE —le oí decir, y supe que hablaba con Marino—. ¿Puedes encargarte de un asunto?

Procedió a contarle a Marino lo que sabía. Después de colgar se volvió hacia mí.

—Marino va a comprobar eso de Henrico ahora mismo.

—Bien —respondí abstraída, mientras presionaba el cañón de la pistola primero contra la tinta y después contra el pañuelo—. Éstas son claramente características —apunté de inmediato mientras estudiaba varias marcas negruzcas de la boca del cañón que mostraban con claridad el punto de mira, la guía de retroceso y la forma de la guía.

—¿Cree que podríamos identificar ese tipo de pistola en concreto? —preguntó Frost, y volvió a concentrarse en el microscopio.

—En un disparo a quemarropa, teóricamente sí. El problema, claro, es que un arma del cuarenta y cinco con munición de altas prestaciones resulta tan increíblemente destructiva que no hay muchas posibilidades de encontrar marcas aprovechables. Sobre todo si el disparo es en la cabeza.

Así había sucedido en el caso de Danny, incluso después de recurrir a mis máximas habilidades en cirugía plástica para reconstruir el orificio de entrada. Aun así, al comparar el pañuelo con los diagramas y fotos que había realizado abajo, en el depósito, no encontré nada que descartara la Sig P220 como el arma del crimen. De hecho me pareció que habría encajado con una marca del punto de mira que sobresalía del borde de la entrada.

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