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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (20 page)

BOOK: Causa de muerte
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—Atención, central —dijo Marino por la radio portátil mientras yo volvía a tomar fotografías.

—Aquí central —respondió su interlocutor.

—Póngame con cualquier unidad que esté en la zona del despacho del forense jefe, en la Catorce y Franklin.

Danny había recibido un disparo por la espalda, a bocajarro, y hasta era posible que con el arma en contacto con su cuerpo.

Me disponía a preguntar a Marino por los casquillos cuando oí un ruido que conocía demasiado bien.

—¡Oh, no! —exclamé mientras el alarmante matraqueo iba creciendo—. ¡Marino, no dejes que se acerquen!

Pero era demasiado tarde. Al levantar la vista, un helicóptero de los servicios de noticias apareció en el cielo y empezó a sobrevolar la zona en círculos a baja altura. El foco del aparato barrió el túnel y el suelo frío y duro donde me encontraba de rodillas, con las manos manchadas de sangre y sesos. Me protegí los ojos de la luz cegadora mientras las hojas y los desperdicios se levantaban en remolinos y los troncos desnudos se agitaban.

Marino gritó algo inaudible y agitó con furia la linterna, alzándola hacia el cielo. Yo me protegí el cuerpo con la mía lo mejor que pude.

Envolví la cabeza de Danny en una bolsa de plástico y lo cubrí con una mortaja, también de plástico, mientras el equipo del Canal 7 destruía la escena del crimen por ignorancia, por descuido o tal vez por ambas cosas. La puerta del copiloto del helicóptero había sido desmontada y el cámara colgaba en plena noche mientras el foco me iluminaba para sacarme en el noticiario de las once.

—¡Maldito hijo de puta! —gritaba Marino mientras agitaba el puño con gesto desafiante—. ¡Debería volarte los sesos de un tiro, mamón!

9

M
ientras un coche patrulla se dirigía a hacer la comprobación pedida, introduje el cuerpo en una bolsa y cerré la cremallera. Al incorporarme noté un vahído. Por un momento me costó mantener el equilibrio; tenía la cara helada y se me nubló la vista.

—Una brigada se encargará de retirar el cuerpo —le dije a Marino—. ¿Podría alguien sacar de aquí esas malditas cámaras de televisión?

Los brillantes focos de las unidades móviles flotaban como satélites allá arriba, en la calle oscura, a la espera de que hiciéramos acto de presencia. Pete me dirigió una mirada porque ambos sabíamos que nadie podía hacer nada respecto a los reporteros o a lo que utilizaran para grabarnos. Mientras no interfiriesen con el trabajo en la escena de la investigación podían hacer lo que quisieran, sobre todo si iban en helicópteros y no podíamos echarles el guante.

—¿Vas a transportar el cuerpo tú misma? —me preguntó.

—No. Ya está aquí la brigada —respondí—. Y necesitamos ayuda para llevarlo ahí arriba. Diles que bajen.

Marino se puso en contacto por radio mientras nuestras linternas seguían barriendo los escombros, las hojas y los charcos llenos de agua fangosa. Después se volvió hacia mí.

—Dejaré a unos cuantos hombres aquí para que sigan buscando un rato más. A menos que el autor del disparo recogiera el casquillo, tiene que estar por aquí, en alguna parte.

—Miró ladera arriba y añadió—: El problema es que algunas de esas armas pueden expulsar el cartucho muy lejos y que ese helicóptero de mierda lo ha revuelto todo.

Al cabo de unos minutos, entre crujidos de cristales hechos añicos y tintineos metálicos, apareció el equipo de primeros auxilios con una camilla. Esperamos a que levantaran el cuerpo y estudié el lugar que había ocupado. Después miré hacia la negra abertura del túnel que se había excavado mucho tiempo atrás en una ladera demasiado blanda para sostenerlo y me acerqué hasta la misma boca. Al fondo, una pared sellaba el túnel, y el encalado de los ladrillos brilló a la luz de la linterna. Unos clavos de ferrocarril oxidados sobresalían de unas traviesas podridas y cubiertas de barro, y esparcidos por el hueco había viejos neumáticos y botellas.

—Ahí dentro no hay nada, doctora. Ya hemos mirado. —Marino venía tras mis pasos y estuvo a punto de resbalar—. ¡Mierda!

—Sí, está claro que no habría podido escapar por aquí. —Mi linterna descubrió adoquines y zarzas muertas—. Y aquí dentro tampoco podría esconderse nadie. Además, una persona normal no conocería este lugar.

—Vamos. —El tono de Marino era cortés aunque firme cuando me tocó del brazo.

—Este lugar no se escogió al azar. No hay mucha gente que lo conozca, ni siquiera entre los vecinos. —Seguí moviendo la luz—. Esto ha sido cosa de alguien que sabía perfectamente lo que hacía.

—Doctora, no es seguro... —insistió él entre el goteo del agua.

—Dudo mucho que Danny conociera el sitio. Esto ha sido premeditado y a sangre fría.

Mi voz resonó en las paredes viejas y oscuras. Esta vez Marino me agarró con fuerza y no me resistí.

—Aquí ya has hecho todo lo que podías hacer. Vámonos.

El fango se pegaba a mis botas y rezumaba sobre el calzado militar negro de Pete mientras seguíamos las podridas traviesas del tendido ferroviario hasta salir al aire gélido de la noche. Subimos juntos la pendiente sembrada de basura y dimos un cuidadoso rodeo en torno a la sangre vertida, desde donde había sido empujado el cuerpo de Danny ladera abajo como un saco de desperdicios. Todo había sido movido de sitio por la intensa ventolera del helicóptero y este hecho sería utilizado algún día si un abogado defensor lo consideraba importante. Aparté el rostro del resplandor de los focos y de los flashes fotográficos. Marino y yo nos retiramos sin hablar con nadie.

—Quiero ver el coche —le dije mientras la radio de su vehículo emitía una señal.

—Aquí coche cien —respondió, llevándose el micrófono a los labios.

—Adelante, uno diecisiete —indicó el hombre de la central.

—Hemos comprobado el aparcamiento delantero y el posterior, capitán —comunicó el coche 117 a Marino—. No hay rastro del coche que nos indicó.

—Recibido. —Marino colgó la radio con cara de preocupación—. El Suburban de Lucy no está en tu despacho. No lo entiendo. Todo esto no tiene sentido.

Nos encaminamos a pie a Libby Hill Park porque en realidad no estaba muy lejos y queríamos hablar.

—A mí lo que me parece es que Danny debió de recoger a alguien. —Marino encendió un cigarrillo—. Desde luego tiene el aspecto de ser un asunto de drogas.

—Danny no haría una cosa así mientras me traía el coche —le repliqué, aunque sabía que mi respuesta parecería ingenua—. No recogería a nadie.

Marino se volvió.

—Bueno, eso tú no lo sabes.

—Nunca he tenido motivos para pensar que era un irresponsable o que andaba metido en asuntos de drogas o en cosas por el estilo.

—A mí me parece muy claro que llevaba un estilo de vida alternativo, como lo llaman.

—Eso no lo sé con certeza. —Estaba harta del tema.

—Pues será mejor que lo averigües, porque tienes un montón de sangre encima.

—Siempre me preocupo mucho de eso, no importa de quién sea.

—Escucha, lo que digo es que incluso los conocidos de uno hacen cosas que nos desagradan —continuó. A nuestros pies se extendían las luces de la ciudad—. Y a veces las personas a las que no conoces demasiado bien son peores que los perfectos desconocidos. Tú confiabas en Danny porque te caía bien y porque lo considerabas un buen trabajador, pero tras las bambalinas podía ser cualquier cosa sin que tú te enteraras.

No protesté. Pete tenía razón en lo que decía.

—Era un chico atractivo —prosiguió—. Atractivo y guapo. Y de pronto se encuentra conduciendo ese coche increíble. En el mejor de los casos, quizá cedió a la tentación de darse una vueltecita antes de devolver el coche a la jefa. O tal vez sólo quería pillar un poco de droga.

A mí me preocupaba más que Danny hubiera sido víctima de intento de robo del coche y señalé que la policía había tenido una auténtica epidemia de tales intentos en la zona.

—Tal vez —asintió Marino al tiempo que mi coche aparecía a la vista—. Pero el Mercedes todavía está aquí. ¿Por qué iba alguien a llevar al conductor calle abajo, matarlo a tiros y dejar el coche donde está? ¿Por qué no robarlo? Tal vez deberíamos considerar un asunto de homosexuales. ¿Habías pensado en ello?

Llegamos al Mercedes y los reporteros tomaron más fotos e hicieron más preguntas, como si aquél fuera el crimen más importante de la historia. Rodeamos el coche sin hacerles caso y abrí la puerta del conductor para echar un vistazo al interior de mi S—320. Me fijé en los reposabrazos, en los ceniceros, en el tablero de instrumentos y en los asientos tapizados de cuero y no vi nada anormal. No observé señales de lucha, pero la alfombrilla del lado del copiloto estaba sucia y había huellas de zapatos.

—¿El coche está como lo han encontrado? —pregunté—. ¿Cómo es que la puerta no estaba cerrada?

—La abrimos nosotros —respondió Marino.

—¿Se subió alguien?

—No.

—Pues eso no estaba antes ahí. —Indiqué la alfombrilla.

—¿Qué?

—¿Ves esas huellas de zapatos y los restos de tierra? —Hablé en voz baja para que no me oyeran los reporteros—. El asiento del copiloto no debería haberlo ocupado nadie, por lo menos mientras Danny conducía. Y tampoco antes, mientras reparaban el coche en Virginia Beach.

—¿Qué me dices de Lucy?

—No. Últimamente no la he llevado. Y no recuerdo que haya subido nadie más desde la última limpieza.

—No te preocupes, pasaremos el aspirador por todas partes. —Pete desvió la mirada y añadió con disgusto—: Ya sabes que tendremos que quedárnoslo.

—Lo entiendo —asentí. Dimos media vuelta y emprendimos el camino de vuelta a la calle próxima al túnel, donde habíamos aparcado.

—¿Tú sabes si Danny conocía bien Richmond? —preguntó Marino.

—Estuvo en mi despacho alguna vez —respondí abatida—. De hecho, cuando lo contraté, hizo un internado de una semana con el equipo. No recuerdo dónde se alojaba, pero creo que era en el Comfort Inn de Broad Street. —Dimos unos pasos en silencio y añadí—: Por supuesto, conocía la zona alrededor del despacho.

—Sí, y eso incluye este lugar, porque tu despacho está sólo a unas quince calles de aquí.

Se me ocurrió una cosa:

—Tampoco sabemos si se acercó anoche por aquí para comprar algo para la cena antes de coger el autobús de vuelta a casa. A lo mejor hizo una cosa tan inocente como ésa.

Nuestros vehículos estaban cerca de varios coches patrulla y de una furgoneta de análisis de la escena del crimen, y los periodistas ya se habían marchado. Abrí la puerta de la furgoneta y me senté al volante. Marino se quedó plantado con las manos en los bolsillos y una expresión suspicaz, porque me conocía bien.

—No vas a examinarlo esta noche, ¿verdad? —me dijo.

—No. —No era necesario y no quería pasar por aquel trance.

—Y tampoco quieres volver a casa. Eso se nota.

—Hay cosas que hacer —murmuré—. Cuanto más esperemos, más podemos perdernos.

—¿Adonde quieres ir? —preguntó, porque sabía lo que era que mataran a alguien con quien uno trabajaba.

—Bueno, por aquí cerca hay varios locales de comidas. Millie's, por ejemplo.

—No, demasiado caro, como Patrick Henry's y la mayoría de locales del Slip y de Shockoe Bottom. Recuerda que Danny no tenía mucho dinero, a no ser que lo sacara de algún sitio que ignoramos.

—Poe's, entonces. No está en Broad, pero queda muy cerca del parque. Y además está el Café, por supuesto.

—Yo también me inclinaría por ése.

Cuando entramos en Poe's, el encargado estaba confirmando el cheque del último cliente de la noche. Esperamos un rato que se nos hizo eterno para que al final nos dijeran que la hora de cenar no había estado muy animada y que no se había presentado nadie parecido a Danny. Volvimos a los coches y continuamos hacia el este por Broad hasta el Hill Café. Se me aceleró el pulso cuando advertí que el restaurante quedaba una calle más abajo de donde se había encontrado mi Mercedes.

El bar, conocido por sus bloody marys y sus enchiladas, ocupaba la esquina, y a lo largo de los años había sido uno de los locales favoritos entre los agentes de policía. Era un auténtico bar de barrio y a aquella hora las mesas todavía estaban llenas, el aire saturado de humo y en la tele sonaban muy alto unos viejos video clips de Howie Long por la ESPN. Daigo, la encargada, estaba secando vasos tras el mostrador. Al ver a Marino le dedicó una sonrisa, mostrando los dientes.

—¿Qué hace por aquí tan tarde, capitán? —le preguntó, como si fuera la primera vez que sucedía—. ¿Dónde estaba hace un rato, cuando la movida?

—Dime tú a mí —respondió Marino—, ¿qué tal la noche en el tugurio donde hacen el mejor bocadillo de carne de la ciudad?

Se inclinó sobre la barra para que nadie más oyera lo que iba a decir. Daigo era una negra delgada, aunque nervuda y fuerte. Me miraba como si me conociera de haberme visto en alguna parte.

—Hace un rato han empezado a llegar de todas partes —explicó—. Pensaba que me iba a dar un patatús. ¿Les pongo algo a usted y a su amiga, capitán?

—Quizá —dijo él—. Conoces a la doctora, ¿verdad?

La mujer frunció el entrecejo, y de pronto le brillaron los ojos al reconocerme.

—Ya sabía que la había visto por aquí alguna vez. Con él. ¿Se han casado ya? —Se echó a reír como si fuera la cosa más graciosa que había dicho en su vida.

—Escucha, Daigo —prosiguió Marino—, quisiéramos saber si hace un rato has visto por aquí a un chico blanco, delgado, con el pelo negro y largo, y muy guapo. Seguramente llevaba cazadora de cuero, téjanos, suéter, zapatillas deportivas y un aparato ortopédico rojo brillante en la rodilla. Tiene unos veinticinco años y conducía un Mercedes Benz negro, nuevo, con un montón de antenas en la carrocería.

La mujer entrecerró los ojos y puso una cara muy seria, con la toalla de secar los vasos inmóvil en la mano, mientras Marino seguía hablando. Sospeché que no era la primera vez que la policía le hacía preguntas sobre asuntos desagradables, y por la mueca de sus labios deduje que no tenía ningún aprecio por esos tipos vagos y sin escrúpulos que no tenían el menor miramiento en arruinar una vida decente.

—Sé perfectamente a quién se refiere —le oí decir.

Sus palabras produjeron el efecto de un estampido. De pronto Daigo acaparó toda nuestra atención. Los dos nos quedamos boquiabiertos.

—Llegó a las cinco, creo, porque todavía era pronto. Había algunos tipos tomando cerveza, como casi siempre, pero el comedor aún estaba casi vacío. Se sentó por ahí.

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