Authors: Patricia Cornwell
Indicó una mesa vacía al fondo del local, bajo unas cintas colgantes y junto a la pared blanca de ladrillo con el cuadro de un pollito. Mientras observaba la mesa en la que Danny había tomado su última comida después de haber viajado a la ciudad porque yo se lo había pedido, su imagen apareció en mi mente. Primero lo vi vivo, siempre tan animado y servicial, con sus hermosas facciones y sus cabellos largos y relucientes; después lo vi ensangrentado y cubierto de lodo en una ladera oscura, revuelto con la basura. Sentí una opresión en el pecho, y por un momento tuve que apartar la mirada. Tenía que hacer otra cosa con los ojos.
Cuando me hube dominado un poco, me volví a Daigo.
—Ese joven trabajaba para mí en la oficina del forense. Se llamaba Danny Webster.
La mujer me miró largamente porque entendió al instante mi claro mensaje.
—¡Oh! —exclamó en voz baja—. Era él. ¡Oh, Señor, no me lo puedo creer! Ha salido en las noticias y aquí no han parado los comentarios en toda la noche, porque ha sucedido ahí al lado.
—Sí-murmuré.
Ella se volvió hacia Marino como si le suplicara.
—¡Pero si apenas era un muchacho! Estuvo aquí, no se metió con nadie y lo único que hizo fue comerse un bocadillo... ¡Y después va alguien y lo mata! —Daigo se agarró a la barra con gesto de rabia—. Hay demasiada maldad. ¡Demasiada, maldita sea! Estoy harta. Esa gente que mata como si tal cosa...
Varios comensales próximos captaron la conversación pero continuaron la suya sin hacer comentarios y sin lanzar miradas furtivas hacia nosotros. Marino iba de uniforme. Se notaba que era un oficial, y en esos casos la gente siempre mostraba una marcada inclinación a ocuparse de sus propios asuntos. Esperamos a que la mujer desahogara suficientemente su bilis. Después encontramos una mesa en el rincón más tranquilo del local y Daigo hizo una seña a una camarera para que se acercara.
—¿Qué quiere tomar, encanto? —me preguntó.
En aquel momento no me creía capaz de probar bocado y pedí una infusión de hierbas, pero Daigo no quiso ni oír hablar de ello.
—Veamos... —dijo a la camarera—. Tráele a la doctora una porción de mi budín de pan con salsa de Jack Daniel's.
No se preocupe, encanto, el alcohol se ha evaporado en la cocción —añadió, y en aquel momento la doctora era ella—. Y una taza de café bien cargado. ¿Y usted, capitán? —Se volvió hacia Marino—. ¿Quiere lo de costumbre? —prosiguió, y sin dar tiempo a que Pete respondiera indicó a la muchacha—: Será un bocadillo de bistec al punto, cebollas a la parrilla y patatas fritas. Y tráele kétchup, mostaza y mayonesa. Nada de postre; todos queremos que este hombre siga vivo.
—¿Os molesta? —Marino sacó el paquete de cigarrillos como si aquel día aún le faltara por hacer una cosa más que lo pusiera en riesgo de muerte.
Daigo también encendió un cigarrillo y se extendió más sobre lo que recordaba del asunto, que era prácticamente todo, porque el Hill Café era de esos bares donde la gente se fijaba en los desconocidos. Según ella, Danny había estado allí menos de una hora. Había llegado solo, se había marchado también solo y en ningún momento había dado la impresión de que esperara a alguien. Parecía pendiente de la hora porque consultaba el reloj con frecuencia y había pedido un bocadillo, patatas fritas y una Pepsi. La última cena le había costado a Danny Webster seis dólares y veintisiete centavos. A la camarera, que se llamaba Cissy, le había dado un dólar de propina.
—¿Y no has visto rondar por los alrededores, en algún momento del día, a nadie que te haya despertado recelo? —preguntó Marino.
—No, capitán. —Daigo acompañó sus palabras con un gesto de la cabeza—. Pero eso no significa que no hubiera algún hijo de puta merodeando por la calle. Porque están ahí fuera. No hay que ir muy lejos para encontrarlos. Pero si había alguien, yo no lo vi. Y ninguno de los clientes que estaban aquí me comentó que se hubiera topado con algún tipo raro.
—Pues tendremos que preguntar a tus clientes, por numerosos que sean —dijo Marino—. Quizás alguien ha visto un coche a la hora en que Danny salió de aquí.
—Tenemos la cuenta de las mesas. —Daigo hundió los dedos entre los cabellos; parecía casi fuera de sí—. En cualquier caso, conocemos a la mayoría de la gente que ha pasado por aquí.
Nos dispusimos a marcharnos pero había un detalle más que necesitábamos saber.
—¿No pidió nada para llevar? —pregunté a la mujer.
Daigo me miró, desconcertada, y se levantó de la mesa.
—Voy a preguntar.
Marino aplastó un cigarrillo recién encendido y vi que estaba muy congestionado.
—¿Te encuentras bien? —le dije.
Pete se secó el rostro con una servilleta.
—Aquí dentro hace un calor de cojones.
—Se llevó las patatas fritas —anunció Daigo cuando regresó—. Cissy dice que se comió el bocadillo y la ensalada de col, pero reservó casi todas las patatas fritas. Y cuando pasó por caja, compró un paquete gigante de chicle.
—¿De qué marca? —pregunté.
—Está casi segura de que era Dentyne.
Cuando salíamos del local, Marino se desabrochó el cuello de la camisa blanca del uniforme y aflojó el nudo de la corbata.
—Maldita sea, hay días en que querría no haber dejado nunca la brigada A —masculló, porque cuando era jefe de detectives vestía siempre de civil—. No me importa que alguien me vea. Estoy a punto de morirme.
—Por favor, ¿lo dices en serio? —murmuré.
—No te preocupes, doctora. Todavía no estoy en las debidas condiciones para una de tus mesas. Lo único que me pasa es que he comido demasiado.
—Sí, tienes razón. Y también has fumado demasiado. Y eso es lo que prepara a la gente para pasar por mis mesas, maldita sea. Ni se te ocurra pensar en morirte. Estoy harta de que la gente se muera.
Habíamos llegado a mi furgoneta y Pete me miraba fijamente, buscando algo que yo no quisiera que viese.
—¿Y tú? ¿Te encuentras bien?
—¿Tú qué crees? Danny trabajaba para mí. —Busqué la llave con mano temblorosa—. Parecía honrado y buen chico. Siempre intentaba hacer lo correcto. Me traía el coche desde Virginia Beach porque se lo pedí, y ahora le han volado la cabeza. ¿Cómo cono crees que me voy a sentir?
—Me parece que te estás tomando esto como si en cierto modo fuera culpa tuya.
—Y quizá lo sea.
Nos miramos a los ojos, inmóviles en la oscuridad.
—No, nada de eso —dijo él, por fin—. La culpa es del hijoputa que apretó el gatillo. Tú no tienes absolutamente nada que ver. Pero si yo estuviera en tu lugar, también me sentiría mal.
—¡Dios mío! —exclamé de improviso.
—¿Qué?
Marino miró alrededor, alarmado, como si yo hubiera visto algo.
—La bolsa de las patatas fritas. ¿Qué fue de ella? En el Mercedes no estaba, seguro. Yo no vi que hubiera nada allí. Ni siquiera un envoltorio de chicle —añadí.
—Tienes razón. Y yo tampoco vi nada en la calle donde estaba aparcado. No encontramos nada en el cuerpo ni en la escena del crimen.
Quedaba un sitio donde nadie había mirado y era precisamente allí, en la calle junto al restaurante. Sacamos de nuevo las linternas y batimos la zona. Miramos en Broad Street pero fue en la calle Veintiocho donde encontramos la bolsita blanca, junto al bordillo, mientras un perrazo se ponía a ladrar en un patio. La situación de la bolsa daba a entender que Danny había aparcado el coche lo más cerca posible del bar, en una zona con pocas luces donde los edificios y árboles producían densas sombras.
Marino se agachó junto a lo que sospechábamos que podían ser los restos de la cena de Danny.
—¿Tienes un par de bolígrafos en el bolso?
Encontré un lápiz y un peine de mango largo y se los di. Con aquellos sencillos instrumentos abrió la bolsa sin tocarla y la inspeccionó. Dentro estaban las patatas fritas frías, envueltas en papel de estaño, y un paquete gigante de chicle Dentyne. La visión del chicle resultaba perturbadora y sugería una historia terrible. Danny había sido interceptado cuando salía del local camino del coche. Tal vez alguien había emergido de las sombras y había sacado un arma mientras Danny abría la puerta del Mercedes. No lo sabíamos, pero parecía probable que fuera obligado a conducir hasta la calle siguiente, donde le habían hecho bajar y lo habían llevado a un descampado remoto y boscoso para darle muerte.
—¡A ver si se calla ese maldito perro de una vez! —exclamó Marino mientras se incorporaba—. No te muevas de aquí. Vuelvo enseguida.
Cruzó la calle hasta su coche y abrió el portaequipajes. Al regreso traía una de esas bolsas grandes de papel marrón que la policía utiliza normalmente para guardar pruebas materiales. Mientras yo la mantenía abierta, él utilizó el lápiz y el peine para introducir en ella los restos de la cena de Danny.
—Sé que debería llevar esto a la sección de custodia de pruebas, pero allí no quieren saber nada de comidas. Además no hay frigorífico.
Pete cerró la bolsa de las pruebas enrollando la abertura entre crujidos del papel. Luego echamos a andar y nuestros pasos resonaron en la calzada con un acusado arrastrar de pies.
—Aquí fuera hace más frío que en cualquier frigorífico —prosiguió—. Si encontramos alguna huella, lo más probable es que sea suya, aunque de todos modos haré que lo comprueben en el laboratorio.
Marino guardó la bolsa en el portaequipajes. No era ni mucho menos la primera vez que lo hacía. La resistencia de Marino a seguir las normas del departamento iba más allá de la indumentaria.
Eché una ojeada a la calle oscura y orlada de coches aparcados.
—Sucediera lo que sucediese, debió iniciarse aquí-dije.
Marino también miró alrededor, sin decir una palabra.
—¿Crees que fue por el Mercedes? —me preguntó por fin.
—No lo sé —respondí.
—Bueno, sí, podría ser el móvil —dijo él—. Con ese coche parecería un chico rico, aunque no lo era. —Nuevamente me sentí abrumada por la culpa—. Pero sigo pensando que quizá se encontró con alguien a quien se proponía recoger.
—Tal vez sería más fácil si Danny anduviera metido en algo feo —murmuré—. Tal vez sería más cómodo para todos, porque de ser así podríamos echarle la culpa de que lo mataran.
Marino guardó silencio y me miró.
—Vete a casa y duerme un poco. ¿Quieres que te siga?
—No, gracias. Me las arreglo sola.
Pero en realidad no me sentía nada bien. El viaje se me hizo muy largo y el trayecto estaba más oscuro de lo que recordaba. Además me sentía torpe en todo lo que intentaba hacer. Incluso me resultó difícil bajar el cristal de la ventanilla y buscar el cambio exacto en el peaje. Entonces la moneda que había lanzado cayó fuera de la cesta, y cuando alguien de la cola hizo sonar el claxon di un respingo en el asiento. Estaba tan fuera de mí que no podía pensar en nada que me tranquilizara. Ni siquiera en un whisky.
Llegué a la urbanización casi a la una de la madrugada. El guarda que me franqueó el paso tenía una expresión ceñuda y temí que él también hubiera oído las noticias y supiera de dónde venía. Cuando detuve la furgoneta frente a mi casa, me quedé de piedra al ver el Suburban de Lucy aparcado en el camino privado.
Estaba levantada y parecía recuperada. La encontré en el salón; la chimenea estaba encendida, tenía una manta sobre las piernas. En la tele, Robin Williams estaba graciosísimo en el Met.
—¿Qué ha sucedido? —Me senté a su lado—. ¿Cómo ha llegado tu coche aquí?
Lucy llevaba puestas las gafas y leía un manual del FBI.
—Han llamado de tu servicio de mensajería —me dijo—. El tipo que conducía mi coche llegó a tu despacho del centro, pero ese ayudante tuyo no se presentó. Danny, ¿no es eso? Entonces el tipo del coche ha llamado y ha preguntado qué hacía. Le he dicho que trajera el coche hasta la caseta del guarda y he salido a buscarlo.
—¿Pero qué ha sucedido antes? —repetí—. Ni siquiera sé cómo se llama ese hombre. Parece que era un conocido de Danny. Danny venía con mi coche. Habíamos acordado que dejarían los dos coches aparcados en la parte de atrás de mi oficina. —Hice un alto y me limité a mirar a mi sobrina—. ¿Tienes idea de qué sucede, Lucy? ¿Sabes por qué llego a casa tan tarde?
Ella cogió el mando a distancia y apagó el televisor.
—Lo único que sé es que has tenido que salir para atender un caso. Es lo que me has dicho antes de marcharte.
Le conté lo sucedido. Le dije quién era Danny y cómo había muerto, y lo de mi coche. Se lo expliqué con todo lujo de detalles.
—Lucy —le pregunté después—, ¿tienes idea de quién era la persona que te trajo el coche?
Lucy estaba muy erguida en el sofá.
—Era un chico hispano y se llamaba Rick. Llevaba un pendiente, tenía el pelo corto y le calculo unos veintidós o veintitrés años. Era muy educado y simpático.
—¿Dónde está ahora? Seguro que no te limitaste a cogerle las llaves y a despedirlo.
—Claro que no. Lo llevé a la estación de autobuses. George me dijo cómo llegar.
—¿George?
—El guarda de servicio a esa hora, el de la barrera. Calculo que debió de ser hacia las nueve.
—¿Entonces Rick ha vuelto a Norfolk?
—No sé adonde habrá ido. Mientras lo llevaba me dijo que estaba seguro de que Danny aparecería. Probablemente no tiene idea de lo sucedido.
—Esperemos que no, a menos que lo haya oído en las noticias. Esperemos que no estuviera allí.
La idea de que Lucy viajara sola en su coche con aquel desconocido me llenó de terror. Evoqué la imagen de la cabeza destrozada de Danny y casi volví a palpar el hueso astillado bajo los guantes, resbaladizos debido a la sangre.
—¿Se considera sospechoso a Rick? —preguntó Lucy, sobresaltada.
—De momento, como cualquier otro.
Descolgué el teléfono del mueble bar. Marino también acababa de llegar a casa y, sin darme tiempo a decir nada, me comunicó sus novedades.
—Hemos encontrado el casquillo.
—Magnífico —respondí con alivio—. ¿Dónde?
—Si te sitúas en el camino, de cara a la boca del túnel, estaba entre unos matorrales a unos tres metros a la derecha de donde empezaba el rastro de sangre.
—Ventanilla del eyector a la derecha —indiqué.
—Sin duda, a menos que tanto Danny como su asesino bajaran la colina de espaldas. Y ese cabrón sabía lo que se hacía. Disparó un cartucho del cuarenta y cinco. La munición de un Winchester.
—Excesiva.