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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (38 page)

BOOK: Causa de muerte
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—Dentro de un minuto sobrevolaremos Governor's Landing —anunció Wesley. No necesitábamos auriculares para hablar entre nosotros sino sólo para comunicarnos con los pilotos—. Es la rama inmobiliaria del CP&L y donde reside Brett West. Es el vicepresidente a cargo de operaciones y vive ahí abajo, en una casa de novecientos mil dólares. —Hizo una pausa mientras todos mirábamos abajo—. Creo que se verá bien... ¡Ahí! Ésa de ladrillo con la piscina y la cancha de baloncesto en la parte de atrás.

En la zona había muchas casas enormes de ladrillo con piscina y una vegetación penosamente joven, un campo de golf y un club de vela donde West tenía una embarcación que en aquel momento no se encontraba allí, según nos habían informado.

—¿Y dónde está ese señor West? —preguntó la fiscal general mientras los pilotos ponían rumbo al norte en la confluencia del Chickahominy y el James.

—En este momento no lo sabemos. —Wesley no apartó la vista de la ventanilla.

—Por lo que veo, usted lo considera implicado, ¿no? —apuntó el senador.

—Desde luego. De hecho, cuando el CP&L decidió abrir una oficina de distrito en Suffolk la construyó en tierras que compraron a un agricultor llamado Joshua Hayes.

—Ese nombre también consta en la lista de fichas consultadas en el ordenador de la compañía —apunté.

—¿Fue cosa de la pirata? —preguntó Gradecki.

—Efectivamente.

—Y ahora la tienen detenida, ¿no? —añadió.

—En efecto. Al parecer salía con Ted Eddings; así fue como el periodista se metió en el asunto y acabó asesinado. —Wesley tenía la expresión muy seria—. De lo que estoy convencido es que West y Joel Hand han sido cómplices en esto desde el principio. Ahora se distingue la oficina de distrito. —Indicó el suelo por la ventanilla—. Y si se fijan bien —añadió con tono irónico—, observarán que está contigua al terreno de Hand.

La oficina de distrito era, en pocas palabras, un gran aparcamiento de camiones de carga y surtidores de gasolina, con edificios modulares que lucían el logotipo de CP&L pintado en rojo en el techo. Tras sobrevolarlo y dejar atrás una arboleda, el terreno a nuestros pies se convirtió de pronto en las veinte hectáreas de la punta de tierra en el río Nansemond donde vivía Joel Hand, rodeadas por una alta valla metálica que, según advertían los rótulos, estaba electrificada.

La propiedad era un conjunto de casas menores y de barracones, y la mansión que él ocupaba era un caserón desvencijado de altos pilares blancos. Pero no eran éstos los edificios que nos preocupaban sino otros que vimos a continuación, unas grandes estructuras de madera con aspecto de cobertizos, construidas a lo largo de una vía de tren que conducía a un inmenso muelle de carga privado con enormes grúas sobre el agua.

—Eso no parecen graneros normales —apuntó la fiscal general—. ¿Qué se embarcaba desde la granja?

—Más bien qué se desembarcaba en ella —le corrigió el senador. Entonces me acordé de lo que había dejado el asesino de Danny en la alfombrilla de mi antiguo Mercedes.

—Podría ser ahí donde guardaban los cofres —señalé—. Los edificios son lo suficientemente grandes, y ese Hand necesitaría grúas y trenes o camiones para mover las piezas.

—Bien, eso relacionaría claramente a los Nuevos Sionistas con el homicidio de Danny Webster —me dijo la fiscal general mientras jugaba con sus perlas en un gesto nervioso.

—O por lo menos con alguien que entraba y salía de los cobertizos donde se guardaban los cofres —respondí—. Habría partículas microscópicas de uranio empobrecido por todas partes, lo cual delataría que los cofres, efectivamente, llevan un revestimiento interior de ese material.

—Entonces ese individuo podría haber llevado polvo de uranio en la suela de los zapatos sin saberlo —apuntó el senador Lord.

—En efecto.

—Bien, tenemos que asaltar ese lugar y ver qué descubrimos —añadió entonces el senador.

—Sí, señor —asintió Wesley—. En cuanto podamos.

—Hasta el momento esa gente no ha hecho nada que se pueda demostrar —intervino Gradecki—. No tenemos bases firmes para una acusación —dijo al senador—. Los Nuevos Sionistas no han reclamado la autoría.

—Bueno, yo también sé cómo funcionan estas cosas, pero es ridículo —respondió Lord—. En esa finca no queda nadie, me parece, sólo algún perro. Si los neosionistas no andan metidos en el asunto, dígame dónde está todo el mundo, aunque me parece que lo sabemos muy bien.

Vimos unos dóberman, encerrados en un cercado, que ladraban y amenazaban el aire en el que volábamos en círculos.

—¡Dios mío! —exclamó Wesley—. Ni se me habría pasado por la cabeza que toda esa gente pudiera estar dentro de la central.

A mí tampoco, y en mi mente empezaba a tomar forma un pensamiento muy alarmante.

—Hasta ahora hemos supuesto que los Nuevos Sionistas han mantenido su número en los últimos tiempos —continuó Benton—, pero tal vez no sea así. Al final, quizá los únicos que quedaban aquí eran los que se entrenaban para el ataque.

—Y entre ellos Joel Hand —apunté, y me volví a mirarlo.

—Sabemos que ha vivido ahí y creo que hay muchas probabilidades de que estuviera en ese autobús. Casi seguro que está en la central con los demás. Es su líder.

—No —lo corregí—. Es su dios.

Hubo un largo silencio.

—El problema —dijo por fin la fiscal general—, es que ese hombre está loco.

—No —repliqué—. El problema es que no lo está. Hand es malo, y eso es infinitamente peor.

—Y su fanatismo afectará a todo lo que haga —dijo Wesley—. Si está dentro... —añadió, midiendo sus palabras—, la amenaza a la que nos enfrentamos podría ir mucho más allá de un intento de escapar con una barcaza cargada de barras de combustible nuclear. En el momento más inesperado, esto podría convertirse en un acto suicida.

—No entiendo por qué dice eso —comentó Gradecki, que no tenía ganas de oír una palabra más en aquel sentido—. Los motivos de la acción están muy claros.

Pensé en
El libro de Hand y
en lo difícil que resultaba para un no iniciado comprender de lo que era capaz un hombre como su autor. Miré a la fiscal general mientras pasábamos sobre las filas de buques cisterna y naves de transporte, grises y viejas, de la llamada Flota Muerta de la Marina. Los barcos estaban fondeados en el James, y desde cierta distancia producía la impresión de que Virginia estuviera sitiada, como en cierto modo lo estaba.

—Creo que nunca había visto eso —murmuró Gradecki con asombro mientras contemplaba la escena.

—Pues debería haberlo hecho —replicó el senador Lord—. Ustedes, los demócratas, son los responsables del desmantelamiento de la mitad de la flota. De hecho, no tenemos espacio ni para guardar las naves. Están repartidas aquí y allá, fantasmas de su antiguo esplendor y absolutamente inútiles si de pronto necesitamos con rapidez buques de guerra adecuados. Cuando se estuviera en condiciones de poner en acción una de esas viejas bañeras, lo del golfo Pérsico ya habría quedado tan atrás como esa otra guerra que hubo por aquí...

—Bien, Frank, ya has expresado tu opinión —respondió la fiscal general en tono enérgico—. Creo que esta mañana tenemos otros asuntos que atender.

Wesley se había colocado los auriculares para hablar con los pilotos. Pidió que lo pusieran al corriente de la situación, y durante un buen rato escuchó las novedades con la vista puesta en Jamestown y su trasbordador. Cuando cortó la comunicación, nos miró con inquietud.

—Dentro de unos minutos estaremos en Oíd Point. Los terroristas siguen negándose a establecer contacto y no sabemos cuántas bajas puede haber ahí dentro.

—Oigo más helicópteros —indiqué.

Guardamos silencio, y el sonido de otras aspas resultó inconfundible. Wesley volvió a conectar la radio.

—Escuchen, maldita sea, las autoridades aéreas tenían orden de cerrar el espacio aéreo... —Hizo una pausa para escuchar la respuesta—. Rotundamente, no. Nadie más tiene permiso para acercarse a menos de dos kilo... —Volvió a callar, interrumpido—. ¡Está bien, está bien!

Cada vez más irritado, soltó una exclamación mientras el ruido de los otros helicópteros aumentaba de intensidad.

Dos Huey y dos Black Hawks pasaron estruendosamente cerca de nosotros, y Wesley se desabrochó el cinturón de seguridad como si fuera a alguna parte. Se levantó enfurecido y se trasladó al otro lado de la cabina, oteando el cielo por las ventanillas. De espaldas al senador, murmuró con furia controlada:

—No debería haber llamado a la Guardia Nacional, señor. Tenemos en marcha una operación muy delicada y no podemos..., deje que se lo repita, no podemos permitirnos interferencias de ninguna clase en nuestro plan de acción ni en nuestro espacio aéreo. Y permita que le recuerde que esto es jurisdicción de la policía, no de los militares.

—No he sido yo quien los ha llamado —intervino el senador Lord, sin dejarle continuar—. Y estamos completamente de acuerdo.

—Entonces, ¿quién lo ha hecho? —preguntó Gradecki, que era la jefa última de Wesley.

—Su gobernador, probablemente —respondió el senador. Se volvió hacia mí y aprecié en su gesto que él también estaba furioso—. Es muy capaz de hacer una cosa así porque lo único que cuenta para él son las próximas elecciones. Pónganme inmediatamente con su despacho.

Se colocó el auricular y unos momentos después, cuando empezó su reprimenda, lo hizo sin que le importara quien lo oía.

—¡Por el amor de Dios, Dick! ¿Has perdido el juicio? —dijo al máximo cargo del estado—. No me vengas con ésas. Estás interfiriendo en lo que preparamos aquí, y si tu intervención nos cuesta vidas, puedes tener la seguridad de que daré a conocer con toda claridad quién es el responsable...

Permaneció escuchando y en silencio unos instantes, con expresión furiosa. Después, en el mismo tono, añadió algunos comentarios más mientras el gobernador ordenaba la retirada de la Guardia Nacional. De hecho, los enormes helicópteros no llegaron a tomar tierra sino que cambiaron bruscamente de formación y ganaron altura, dejando atrás Oíd Point. La central empezaba a aparecer a la vista. De sus edificios de contención de hormigón, con la típica forma cónica convexa, se alzaban unos hilillos de vapor en el despejado cielo azul.

El senador nos pidió disculpas por todo aquello porque por encima de todo era un caballero.

Vimos en el suelo montones de policías y de vehículos de los cuerpos de seguridad, ambulancias, coches de bomberos y un sinnúmero de antenas parabólicas y de furgonetas de noticiarios.

Decenas de personas asistían al despliegue como si disfrutaran de un día primaveral y estimulante. Wesley nos informó de que el edificio junto al que se congregaba la gente era el centro de visitantes, donde se había instalado el puesto de mando del perímetro exterior.

—Como puede ver —explicó—, queda a más de medio kilómetro de la central de producción de energía y del edificio principal, que está ahí —indicó el lugar.

—¿En ese edificio principal es donde está la sala de control? —quise saber.

—Exacto. Ese edificio de ladrillo beige de tres plantas. Ahí es donde están Hand y los suyos, creemos. O por lo menos la mayoría de ellos, incluidos los rehenes.

—Bueno, es donde deberían estar si tienen pensado hacer algo con los reactores, como desconectarlos, cosa que ya han hecho, como todos sabemos —apuntó el senador Lord.

—¿Y qué sucederá si hacen lo que dice? —preguntó la fiscal general.

—En realidad ya lo han hecho, Marcia, pero hay generadores suplentes y nadie se quedará sin electricidad. Por su parte, la central tiene un suministro de energía de emergencia —continuó Lord, conocido por ser un ardiente defensor de la energía nuclear.

Por los dos lados de la central se extendían amplias vías de agua, una de las cuales conducía al cercano río James y la otra a un lago artificial también próximo. Después había una extensa zona de transformadores, cables eléctricos y aparcamientos con numerosos vehículos, la mayoría de ellos pertenecientes a gente que había acudido a colaborar. Como era lógico, no existía un modo fácil de acceder al edificio principal sin ser visto porque todas las centrales nucleares están proyectadas teniendo en cuenta las más rigurosas medidas de seguridad. Oíd Point estaba pensada para impedir el paso de cualquier persona no autorizada, y por desgracia éste era nuestro caso. Una entrada por la azotea, por ejemplo, habría requerido abrir huecos en planchas de metal y en capas de hormigón armado. Por lo que hacía a reventar puertas o ventanas, era imposible forzarlas sin arriesgarse a que nos vieran.

Sospeché que Wesley pensaba en el agua para un posible plan pues los submarinistas del Grupo de Rescate de Rehenes podían entrar en el río o en el lago sin que los detectaran y seguir la vía de agua muy cerca de los muros del edificio principal. Vi factible que los comandos pudieran llegar a nado hasta veinte metros de la misma puerta por la que habían irrumpido los terroristas, pero no logré imaginar cómo evitarían ser detectados una vez en tierra.

Wesley no explicó sin embargo ningún plan porque el senador y la fiscal general eran aliados e incluso amigos, pero también políticos. Ni el FBI ni la policía necesitaban que Washington se entrometiera en la misión. Ya era suficiente con lo que había hecho el gobernador.

—En esa furgoneta blanca aparcada cerca del edificio principal —dijo Wesley—, tenemos el puesto de mando en el perímetro interior.

—La había tomado por una unidad móvil... —comentó la fiscal general.

—Desde ahí intentamos establecer una relación con el señor Hand y su banda feliz.

—¿Cómo?

—Para empezar, quiero hablar con ellos —dijo Wesley.

—¿Nadie ha hablado todavía con ellos? —preguntó el senador.

—Hasta el momento no parecen interesados en hablar —fue la respuesta de Wesley.

El Bell 222 efectuó su estruendoso y lento descenso mientras los equipos de noticias se congregaban cerca del helipuerto instalado al otro lado de la calzada que conducía al centro de visitantes.

Cogimos las bolsas y los maletines y desembarcamos bajo la ventolera de las palas, aún en movimiento. Wesley y yo avanzamos en silencio, con paso rápido. Volví la vista sólo una vez y observé al senador Lord rodeado de micrófonos mientras la fiscal más poderosa de la nación prorrumpía en una sarta de comentarios emotivos.

Entramos en el centro de visitantes, con sus numerosos paneles y expositores destinados a escolares y curiosos. Pero en aquellos momentos toda la zona estaba ocupada por policías locales y estatales que bebían refrescos y engullían comida rápida y bocadillos cerca de unos planos y bosquejos colocados sobre varios caballetes. No pude evitar preguntarme qué utilidad tenía nuestra presencia allí.

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