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Authors: Marie Darrieussecq

Tags: #Realismo Mágico, Relato

Chanchadas (11 page)

BOOK: Chanchadas
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Fue la primera vez que nos peleamos. Me dijo que había muy pocas posibilidades de que la casa de mi madre, que había comprado en el campo con sus ganancias en el Loto, hubiera sido destruida durante la guerra; que mi madre por cierto no estaba en la calle, y que sin duda le debían de quedar algunos pesos guardados. Debo decir que el asunto ese de la tele me había producido una conmoción, no sé si fue volver a ver a mi madre, o si fueron mis fotos de pequeña, o si fue verme tal como era actualmente en primer plano sobre la pantalla. No soporté que Yvan hablara así. Le dije que no sabía lo que es ser pobre y pasar hambre, y cosas absurdas de ese tipo; cuando pienso en eso me duele haberme enojado por tan poco con Yvan. En ese momento no sabíamos qué poco tiempo de felicidad nos quedaba. Yvan puso cara larga y declaró que estaba dispuesto a enviarle plata a mi madre, pero que volver a verla nos expondría a dificultades infinitas. Yvan sabía bien que, a fin de cuentas, los Ciudadanos querían su pellejo, y todo ese escandalete en la tele lo inquietaba, creía que en cierta forma le untaban la mano a mi madre para hacer salir al lobo del bosque. A mí me hacía llorar que Yvan hablara así, con una lógica tan fría. Quiso explicarme que ese programa le venía bien a todo el mundo, que hacía creer que los acusados de los Procesos tal vez estuvieran vivos todavía, pero yo, que nunca había entendido nada de política, grité que se trataba de mi madre y de mí. Yvan no se ponía en mi lugar; nosotros, mi padre, mi madre y yo, habíamos vivido en las podridas Viviendas de Protección Oficial de Garenne–le–Mouillé durante años y años; Yvan no sabía lo que era eso, mi madre me daba pena. Mis ideas se mezclaban, no lograba reflexionar con calma. Ahora todas las noches me veía en la tele. Se oía una voz que explicaba que todavía no le había dado señales de vida a mi madre, y veíamos una foto mía de jovencita, una foto de mi madre en Garenne–le–Mouillé, y luego fotos mías y de Yvan. Me mataba ver lo fea que estaba ahora y me mataba que mi madre hubiera logrado reconocerme a pesar de todo. Es lindo el instinto materno,
la voz de la sangre
, como se dice. A Yvan lo sacaba de quicio verme en ese estado, me decía que era mucho más tonta de que lo hubiera creído. Nos gritábamos muy fuerte. Yvan partía a caminar por París a la noche, no sé muy bien qué hacía, volvía borracho y todo mojado. El único momento de verdadera complicidad que nos quedaba todavía era la cuestión de los repartidores de pizza. Los detectives de Uno solo de ustedes falta empezaron a acercarse peligrosamente a nosotros, la dirección del muelle de los Grandes Arlequines no era demasiado discreta, y debo confesar —¡qué mal me siento cuando lo pienso!— que varias veces había llamado por teléfono al programa, que me habían pasado con mi madre y que a último momento siempre colgaba. Hoy me pregunto si no nos localizaron en el muelle de los Grandes Arlequines a raíz de esos llamados repetidos. En la televisión difundían grabaciones de mis «Hola» siempre cortados, eso me daba una culpa terrible, y después veía con toda claridad que jugaban con mi físico difícil para volverme antipática ante todos. Mi madre apareció muchas veces en la sección
Están vivos
para llorar mientras gritaba mi nombre. Se los juro, era más bien penoso. Veíamos que el medidor de audiencia se ponía rojo en pantalla, jamás la audiencia había sido tan alta. Bueno, Yvan arrojó el televisor en el Sena y decidimos mudarnos. Pero Yvan amaba demasiado el Sena, no fuimos lo suficientemente razonables como para salir de París. Las fronteras estaban cerradas, pero debimos al menos irnos al campo. Todavía hoy estaríamos los dos juntos. El nuevo departamento que habíamos elegido estaba justo del otro lado del Sena, junto al antiguo puente Mirabeau. Los detectives de
Uno solo de ustedes falta
perdieron momentáneamente nuestra huella, y luego como el medidor de audiencia bajaba porque la madre del director de la perfumería era quien ahora se había convertido en vedette, terminaron por dejarnos en paz y ya casi no hablaron de nosotros. No tuve más noticias de mi madre. Eso me dio vacaciones. Me las arreglaba para seguir el programa en el pequeño televisor portátil del Mercedes, quería saber si la madre de mi antiguo director había logrado volver a poner las manos sobre su hijo, pero de todos modos fue como si Yvan y yo nos reencontráramos. De nuevo pudimos disfrutar de algunos momentos de felicidad juntos. Y luego las cosas se precipitaron. El día de la mudanza, como es lógico, estaba un poco perturbada, no me gusta moverme de mi guarida; ahora era completamente chancha, el hocico, las patas, la espalda horizontal, imposible disfrazarme de nada. Yvan se vio obligado a meterme en una gran bolsa, pero yo cuando soy chancha sufro de claustrofobia, imposible mantenerme ahí adentro. Cuando Yvan guardó el Mercedes en el garaje, salté fuera de la bolsa, fue más fuerte que yo. Habíamos tomado nuestras precauciones, era el crepúsculo, esa hora en que las cosas se confunden; pero de todos modos debieron vernos y algún vecino sin duda nos denunció. La
SPA
desembarcó en medio de la noche. La verdadera contra fue que había Luna llena. Yvan acababa de comer y dormía como un tronco, yo dormitaba junto a él, harta de pizza. Ya no sé en qué estado me encontraba, como es lógico se mezcla en mi cabeza, pero cuando oí «¡
SPA
! ¡Abran!», sentí que brotaba mi cola en tirabuzón. Sin mi dichosa emotividad, Yvan tal vez estaría vivo todavía, sólo se las habrían agarrado conmigo. La
SPA
destrozó la puerta y nos rodeó con sus metralletas. Yvan se despertó y mostró los dientes. La
SPA
no reaccionaba al haber encontrado juntos un lobo tan grande y un chancho, y encima en un departamento parisiense. Ya no había ningún rastro del repartidor, sólo el ciclomotor abajo, pero ése no era el problema. ¡Si por lo menos esa noche, como de costumbre, hubiéramos alquilado con Yvan un estudio chico para hacernos entregar la pizza! Pero con nuestra dirección flamante en el puente Mirabeau no nos pareció necesario desconfiar de entrada. Pobres de nosotros. Yo me comunicaba en voz baja con Yvan, le decía sobre todo que se quedara tranquilo, con todo lo que tenía en el estómago esperaba que por lo menos el hambre no fuera lo que lo guiara y que se dejara atrapar sin oponer resistencia. Pero la gente de la
SPA
nunca había visto algo así, tenía miedo. Una buena mujer en uniforme recorría el departamento y levantaba un acta, al día siguiente en los diarios sé que pudieron leer que Yvan, el ex dueño de
Lobo–Ahí–Estás
, demostrando de tal forma la depravación de los ricos —a raíz de ellos las alcantarillas están infectadas de cocodrilos—, dejaba animales salvajes solos en su casa, en pleno París, y había huido no se sabía a dónde con su amante. Los periodistas no comprenden nunca nada de nada. La buena mujer terminó de escribir su acta, los tipos seguían apuntándole a Yvan, y dijo: «Bueno, empecemos por el chancho». Un tipo se acercó a mí con una gran red y otro me echó un lazo al cuello. Yvan pegó un salto hacia ellos. Los disparos estallaron junto con las dentelladas. Yvan tuvo tiempo de decapitar a dos o tres tipos y luego se arrastró hasta un rincón y murió. Yo también me sentí morir. Quise acostarme sobre Yvan y llorar, pero tropecé con los hilos de la red. Me metieron en una camioneta y después en una jaula del zoológico. Aullé durante varios días. No comía. Los visitantes me arrojaban maníes y papas fritas y sobre un papel de diario grasiento vi la última foto de Yvan. Estaba disecado en el hall de entrada del Museo de Historia Natural. Me acosté y esperé la muerte. Recuerdo que los niños me lanzaban petardos a través de las rejas. Una multitud de veterinarios se agitaba alrededor mío, me daban inyecciones, un morabito vino a aplicarme ungüentos y dijo que nunca había visto un chancho en semejante estado. Por fin creo que me dieron por muerta y me encontré en un camión frigorífico, en dirección al matadero, supongo. El frío fue lo que me despertó. Estaba desnuda, con un cuerpo humano de nuevo. Tal vez fue porque había tocado fondo. Me levanté y me limité a girar el picaporte interior. La puerta se abrió, esperé una luz roja y salté. Levanté la tapa de una cloaca y me refugié adentro, hacía calor, no me arriesgaba a que nadie me viera. Sólo era preciso cuidarse de los cocodrilos. Encontré un pasaje hacia las catacumbas y salí bajo el Museo de Historia Natural, quería despedirme por última vez de Yvan. No tengo ganas de hablar de ese momento. A continuación liquidé a una empleada nocturna con su propia escoba y le robé su bata. Llamé por teléfono a la televisión y pedí con el presentador de
Uno solo de ustedes falta
, le expliqué que tenía datos sobre la amante de Yvan. Me dieron el número personal del presentador. Lo llamé y le dije quién era. Me pidió que fuera inmediatamente a su casa y allá fui, con el palo de escoba. Fui yo quien mató al presentador de
Uno solo de ustedes falta
. Revolví sus cosas y leí la dirección de mi madre en una carpeta. Agarré todo el dinero que encontré. Tomé un tren al alba.

Por precaución subí a un vagón de animales. Con las vacas me sentí un poco mejor. Bebí leche. Me aflojé y dormí mucho, cuando el tren llegó a su destino oscilaba entre mis dos estados. Cuando mi piel se adelgazaba, tenía mucho frío con mi bata, cuando se ponía gruesa ya no sentía nada. La bata se rompió por todas partes. Les robé heno a las vacas y comí mucho en previsión de los días que vendrían. Bajé del vagón al caer la noche y rápidamente llegué a los suburbios del pueblito. Tenía regurgitaciones de heno porque no sabía rumiar y el heno es bastante pesado, y tuve que detenerme a menudo porque tenía cólicos. Era de no haber comido durante tanto tiempo, también. Me encontré verdaderamente poco presentable para ir a ver a mi madre, sobre todo con mi bata toda descuajeringada. A mi madre no le gustan mucho las excentricidades.

Llegué a las últimas calles del suburbio y vi árboles desnudos que se balanceaban lentamente en el viento. Me dije que iba a esperar un poco antes de tocar el timbre en lo de mi madre. Tenía un ataque de miedo. Me acerqué a los árboles. Era la primera vez que veía árboles tan altos y que olieran tan bien. Olía la corteza, la savia salvaje acumulada a ras del tronco, olía toda la potencia dormida del invierno. Entre las grandes raíces de los árboles, la tierra estaba reventada, mullida, suelta, como si las raíces trabajaran desde el interior sumergiéndose profundamente adentro. Hundí mi nariz. Olían bien las hojas muertas del otoño pasado, cedían en pequeños terrones que se deshacían, con perfume a musgo, a bellota, a champiñón. Cavé, escarbé, ese olor: era como si el planeta entero entrara en mi cuerpo, creando estaciones en mí, vuelos de ocas salvajes, narcisos silvestres, frutas, viento del sur. Estaban todos los estratos de todas las estaciones en las capas de humus, se volvía más preciso, se remontaba hacia algo. Encontré una gran trufa negra y en seguida recordé ese Año Nuevo del año 2000 en que había comido tanto en medio de esa gente tan turbulenta, y luego se borró, mordí la trufa, desde la nariz el perfume me entró en la garganta y fue como si comiera un pedazo de la Tierra. Todo el invierno de la Tierra estalló en mi boca, ya no me acordé ni del milenio futuro ni de todo lo que había vivido, se hizo un ovillo en mí y lo olvidé, durante un lapso indefinido perdí la memoria. Comí, comí. Las trufas tenían el sabor de los pantanos cuando se hielan, el gusto de los capullos encogidos cuando esperan la vuelta de la primavera, el gusto de los retoños tensos hasta romperse en la tierra fría y la fuerza paciente de las futuras
miests
. Y en mi vientre estaba el peso del invierno, el deseo de encontrar una pocilga y adormecerme y esperar. Doblé las cuatro patas, hice caca, me revolqué, se formó un lindo agujero oblongo lleno de gusanos despiertos y de arvejas en germen. La tierra caliente se puso a echar humo alrededor de mí, me estiré, puse el hocico entre mis patas. Los terrones cayeron sobre mi espalda y me quedé allí largo rato. El sol del alba me acarició el morro. Aspiré el paso de la Luna que cae del otro lado de la Tierra, hubo viento esa noche y olor a arena fría. Pensé en Yvan, eso me arrancó de mi pocilga. El dolor se apoderó de todo mi vientre, volví en mí. Tuve miedo de perderme totalmente como lo había perdido a Yvan e hice un gran esfuerzo para ponerme de pie. Me dolía. Era muy difícil seguir sin Yvan. Era más fácil dejarse estar, comer, dormir, eso no exigía esfuerzo, sólo energía vital y la había en mis músculos de chancha, en mi vulva de chancha, en mi cerebro de chancha, había suficiente para hacer una vida de pocilga. Volví a caer en el agujero. Todo mi cuerpo volvía a girar con la rotación del planeta, respiré con el cruce de los vientos, de pronto mi corazón latió con la masa de las mareas chocando contra las orillas, y mi sangre corrió con el peso de las nieves. El conocimiento de los árboles, de los perfumes, de los humus, de las mieses y de los helechos, puso en movimiento mis músculos. En mis arterias sentí que batía el llamado de los otros animales, el enfrentamiento y el acoplamiento, el perfume deseable de mi raza en celo. El deseo de la vida hacía olas bajo mi piel, me venía de todas partes, como galopes de jabalíes en mi cerebro, estallidos de rayos en mis músculos, me venía del fondo del viento, de lo más remoto de las razas sucesivas. Sentía hasta lo hondo de mis venas la desesperación de los dinosaurios, el encarnizamiento de los celacantos, me impulsaba hacia adelante saber vivos a esos grandes peces, no sé cómo explicarlo hoy, y casi ya no sé cómo sé todo eso. No se rían. Ahora todo se ha vuelto vago en mi cabeza, pero no he podido olvidar a Yvan. Cada Luna reaparece en el cielo, cada Luna llena como un vientre me hundo en el dolor de mi amor por Yvan, cada Luna la chancha se endereza sobre sus patas y llora. Por eso escribo, porque sigue en mí el dolor por Yvan. Inclusive cuando estoy en el bosque, con los otros chanchos; ellos a menudo me olisquean con desconfianza, huelen que en mi interior sigo pensando como los hombres. No estoy a la altura de sus expectativas. No me someto lo suficiente a las labores de la raza, y sin embargo soy yo quien los liberó del principal peligro que los acechaba. Cuando logré salir de mi agujero gracias al sol, que estaba muy alto y que por así decirlo me tiraba hacia adelante, cuando logré olvidar los olores embriagadores y volver a pararme como quien diría sobre mis pies, me puse en camino hacia la casa de mi madre. No esperaba lo que encontré allí. Mi madre había montado una pequeña granja, tenía gallinas, vacas y chanchos. Mi madre ganaba mucho dinero ahora, eso se veía, tenía un BMW flamante y un reciclador de agua privado, y la sigla con las normas de la
SPA
estaba puesta por todas partes, sobre el establo de muchos pisos, sobre el matadero sofisticado, sobre la conejera bien limpia. Me paseé de incógnito. Algunos chanchos se revolcaban libremente en el barro y venían a olisquearme, daba gusto ver qué bien alimentados estaban. Me escondí en el establo y tomé una ducha bajo los chorros higiénicos laterales de la ordeñadora construida según el último grito de la moda. Tenía la impresión de haber conocido eso toda mi vida, y sin embargo nací en Garenne–le–Mouillé. Olía un poco a desinfectante para vaca, pero con un mono de trabajo que encontré colgado en el establo y un gran esfuerzo de voluntad, conseguí volver a tener aspecto humano. Creo que lo único que me empujaba era pensar en Yvan. Quería preguntarle a mi madre si lo que quería era verme a mí o el dinero, quería saber si Yvan estaba en lo cierto antes de morir y que termináramos el asunto. Mi madre me recibió con los brazos abiertos a pesar del olor a desinfectante para vaca y me pidió noticias de Yvan. Mi madre no había cambiado, sólo parecía un poco más cansada que antes, pero también estaba más serena, más linda, más gorda, más segura de sí misma. Esta granja, por cierto, era una linda revancha para ella. Le dije que Yvan había muerto. Mi madre me dijo que yo había cambiado terriblemente, que le había costado reconocerme. Me preguntó qué pensaba hacer ahora que Yvan había muerto, si me había dejado algo. Comprendí que era inútil insistir. Me levanté. Mi madre me dijo que decididamente siempre había sido la misma tonta, que por lo menos hubiera podido hacerme mi agosto, que me lo merecía. También me dijo que si de verdad estaba en la miseria, ella podría echar a la chica de la granja y tomarme por la mitad del
SMVM
con casa y comida, que había lugar en el establo. Me ofreció un café. Me fui sin una palabra porque ya no podía articular nada. Volver a la pocilga me hizo bien, pude aflojarme. Me acosté, ni siquiera logré preguntarme qué sería de mí. Tenía la cabeza llena de olores, era dulce, agradable, rico. Algunos chanchos entraron y me olfatearon, eran unos lindos castrados grandes bastante simpáticos, también había una chancha gorda y compacta que desde su rincón puso mala cara al verme. El olor franco y espeso me levantaba el ánimo, me bloqueaba, por así decirlo, en mi interior, me bloqueaba en mi cuerpo enorme, tranquilizador, en medio de otros cuerpos enormes y tranquilizadores. Ese olor me protegía de todo, me volvía al llevar al fondo de mí, en cierta forma había vuelto a mi casa. Tuve un sobresalto cuando mi madre llegó para distribuir el grano. La asombró ese chancho suplementario. Me dio una patada para hacerme dar vuelta y ella también me olfateó, y luego hizo un rictus raro. Cerró la puerta, que hizo
clic clac
y produjo como una agitación en el aire. No pude dormir a raíz de esas ondas angustiantes, vibraban y desequilibraban todo. Todos mis congéneres se revolvían, su buen olor se volvía agrio, lleno de malas hormonas, de tensión, de miedo. El olor se escindía en bloques aislados, cada olor alrededor de cada chancho, los hocicos buscaban los ángulos de las paredes, la parte baja de las puertas, el intersticio por el cual huir, cada uno quería dejar al otro librado a su propio olor de víctima. Todo mi cuerpo se echó a temblar, comprendí que la horda sacrificaría al más débil. Me puse a pensar con gran rapidez, intentaba recuperar mi cuerpo de ser humano pero el pánico me impedía concentrarme, todo mi cuerpo de chancho oía y sentía las ruedas del camión, todavía muy lejanas pero muy rápidas, que devoraba la ruta para venir a agarrarnos. Sin embargo había que hacer como los monos o como los más lúcidos de los perros: encontrar solo la solución. Un castrado husmeó la solución; los chanchos también son muy lúcidos. Pero no lograba sacar conclusiones. Levantaba el hocico hacia lo alto de la puerta y miraba el picaporte. Entonces me acordé de la existencia de las cerraduras, de los cerrojos y de los demás candados; la historia del camión frigorífico me volvió a la mente; podemos abrir las puertas que parecen definitivamente cerradas. Me acerqué a la puerta, empujé a todos con violencia, mi cuerpo de ser humano intentaba arrancarse de mi cuerpo de chancho, tratando de erguirse bajo mis músculos; veía que mi pata delantera derecha temblaba, se afinaba, los tendones se movían presos del pánico bajo la piel; pero no salía nada, ni siquiera la punta de un dedo. Intenté hacer girar ese bendito cerrojo con la pata, con el hocico, pero no lo lograba, mi cuerpo no comprendía por qué debía encarnizarse con esa pieza de acero, mi cuerpo se movía sin convicción mientras mis neuronas se desesperaban por mantener esa idea en la cabeza,
el cerrojo, el cerrojo
, era agotador luchar así contra sí misma. Una cosa me ayudó. De muy lejos llegó un perfume. Yerling para hombre. Se acercaba con el camión. Logré ponerme de pie, ese perfume me recordaba mi vida de antes, la perfumería, el director de la cadena. La oleada de un asco antiguo se apoderó de mí, un asco hasta entonces profundamente escondido en mí. Ese perfume era el perfume del director de la cadena el día de mi entrevista de trabajo. Intenté abrir el cerrojo. Los otros, al ver que me transformaba a medias, se pusieron a pegar aullidos, un poco más y olvidaban las vibraciones del camión. Oí el paso de mi madre que salía de la cocina y se dirigía hacia la pocilga. Eso me hizo volver a caer en cuatro patas. Ahora, desde el fondo del vientre, yo sólo era un hervidero de terror. Había un olor a acero inoxidable en el aire que llegaba con mi madre, y una determinación cortante, algo inexorable, empezó a oler espantosamente a muerte. Los chanchos echaron a correr en todos los sentidos entre las cuatro paredes de la pocilga y yo me dejé pisotear. No tenía todavía la costumbre de esos desplazamientos despavoridos. Ahora sabía que ante la mínima tormenta hay que concentrarse muy a fondo para mantenerse calmo, para no ceder a la locura que sube del vientre, para dominar un poco ese terror que vuelve a instalarse en el vientre de las bestias desde la primera tormenta del mundo. Con la muerte es igual. La muerte cunde a mi alrededor y hay que mantener la calma. Me encogí en un rincón detrás de los otros chanchos en estado de pánico y vi que se abría la puerta. En el mismo momento llegó el camión y se ubicó delante de la puerta, y el director de la perfumería bajó. El director de la perfumería se había puesto muy gordo. En el marco de la puerta lo vi inclinar sus hombros de toro y besar a mi madre en la boca y palparle el trasero con una cierta ternura. Sobre el camión se veía el letrero Welfare Electronics, pero ahí adentro olía a cadáver con toda claridad; el director de la perfumería y mi madre estaban en el mercado negro, al precio que está la carne ahora las cosas debían andar muy bien para ellos. El director de la perfumería estaba vestido como un ejecutivo pero mi madre le dio un delantal blanco y una cuerda y los dos entraron en la pocilga. Mi madre tenía un gran cuchillo en la mano, una palangana de cuero para la sangre y papel de diario chamuscar el pellejo. «Allá, al fondo», dijo mi madre. Dejó la palangana y el papel de diario. Se acercaron a mí. Los otros chanchos se escaparon en medio de un escándalo terrible y se hizo un gran círculo vacío alrededor de mí. Me preparé a vender bien caro mi pellejo. Mi madre, además de ser una asesina era una ladrona, iba a matar un chancho que no le pertenecía. Mostré los dientes y el director se la perfumería se echó a reír. Me tiró la cuerda encima. Toda la última escena con Yvan me volvió al cerebro, eso me inflamó las neuronas y el vientre y los músculos, me levanté con todo mi cuerpo, con todo mi odio, con todo mi miedo, no sé, tal vez con todo mi amor por Yvan. El director se puso verde. Sacó un revólver de su bolsillo temblando y se lo arranqué de las manos. Tiré dos veces, la primera vez sobre él, la segunda sobre mi madre. El cuchillo hizo un ruido de chatarra al caer en la palangana de cuero. A continuación salí al bosque. Algunos de los chanchos me siguieron, a los otros, demasiado atados al confort de su pocilga moderna, sin duda los rescató la
SPA
u otra granja, en todo caso no me gustaría estar hoy en su lugar.

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