—Sentía la mirada de alguien. Nunca imaginé que fueras tú.
—Y, aunque lo hubieras hecho, ¿te hubieras imaginado que estaba a un parpadeo de matarte?
—¿Un gatillo activado por la caída del párpado? ¿Qué haría una buena chica como tú con un rifle de francotirador como ese?
—¿Y ahora qué, Tanner?
Saqué la mano vacía del bolsillo, como un mago al que le ha salido fatal el truco.
—No lo sé —contesté—. Pero aquí fuera hay mucha humedad y yo necesito un trago.
Matusalén no parecía haber cambiado mucho desde la última vez, seguía flotando en el acuario como un monstruoso iceberg pisciforme. Había una pequeña multitud a su alrededor, igual que antes… gente que se quedaba unos minutos para admirar la maravilla de su edad antes de darse cuenta de que, en realidad, no era más que un enorme pez viejo y que, aparte del tamaño, en realidad Matusalén no tenía nada que lo hiciera más interesante que las carpas más jóvenes, más delgadas y más ágiles que llenaban los estanques. De hecho, la cosa era todavía peor, ya que me di cuenta de que nadie le daba la espalda a Matusalén con la misma felicidad con la que había llegado. No era solo que el pez resultara decepcionante; también tenía algo de una tristeza ineluctable. Quizá les asustara ver en Matusalén la masa gris e inerte de sus propios futuros.
Zebra y yo bebimos té y nadie nos prestó atención.
—La mujer con la que te encontraste… ¿cómo se llamaba?
—Chanterelle Sammartini —contesté.
—Pransky no me explicó lo que le pasó. ¿Estabais juntos cuando te encontró?
—No —dije—. Discutimos.
Zebra hizo una encomiable observación:
—¿Y es que discutir no era parte del trato? Quiero decir que, cuando secuestras a alguien, ¿no suele asumirse que van a producirse cierto número de discusiones?
—Yo no la secuestré, al margen de lo que pienses. La invité a llevarme a la Canopia.
—Con una pistola.
—No hubiera aceptado la invitación de otro modo.
—Ahí llevas razón. ¿Y la estuviste apuntando todo el rato que estuvisteis por aquí?
—No —contesté, no del todo cómodo con los derroteros que tomaba la conversación—. No, en absoluto. Resultó no ser necesario. Nos dimos cuenta de que podíamos tolerar nuestra mutua presencia sin ella.
Zebra levantó una ceja.
—Vaya, tú y la niña rica de la Canopia hicisteis buenas migas, ¿no?
—En cierto modo —dije, con la extraña sensación de estar a la defensiva. Desde el otro lado del atrio, Matusalén agitó una aleta pélvica y lo repentino del gesto (aunque fuera débil e involuntario) generó una pequeña conmoción entre los observadores, como si una estatua acabara de guiñar un ojo. Me pregunté qué tipo de proceso sináptico habría disparado el gesto, si había alguna intención tras él o si (como pasaba con los ruidos de una casa) Matusalén se movía de vez en cuando, tan alejado de los pensamientos conscientes como un trozo de madera.
—¿Te acostaste con ella? —preguntó Zebra.
—No —respondí—. Siento decepcionarte, pero lo cierto es que no tuve tiempo.
—No te resulta cómodo hablar de esto, ¿verdad?
—¿Te resultaría a ti? —sacudí la cabeza, tanto para aclararla como para negar que hubiera algo profundo en mi relación con Chanterelle—. Esperaba odiarla por lo que había hecho; por participar en el juego. Pero en cuanto hablé con ella me di cuenta de que no era tan simple. Desde su punto de vista, no tiene nada de bárbaro.
—Vaya, qué bonito y conveniente.
—Quiero decir que no se daba cuenta ni creía que las víctimas no fueran el tipo de personas que le habían dicho que eran.
—Hasta que te conoció.
Asentí con cuidado.
—Creo que le di algo en que pensar.
—Nos has dado a todos algo en que pensar, Tanner. —Dicho lo cual, Zebra se bebió lo que quedaba del té en silencio.
—Tú otra vez —dijo el Maestro Mezclador en un tono que no mostraba ni placer ni decepción, sino una muy refinada amalgama de los dos—. Creía haber respondido a todas tus preguntas de manera satisfactoria en tu última visita. Está claro que me equivoqué. —La mirada de párpados caídos aterrizó sobre Zebra y el dolor del desconocimiento alteró la placidez genéticamente aumentada de su expresión—. Veo que la señora ha pasado por un considerable cambio de imagen desde la última ocasión.
Obviamente, se refería a Chanterelle, pero decidí dejar que aquel cabrón se divirtiera.
—Tenía el número de un buen cortasangres —dije.
—Y salta a la vista que tú no —respondió el Maestro tras cerrar la puerta exterior de su salón y evitar la entrada de otros visitantes—. Hablo del trabajo en los ojos, claro —dijo mientras se instalaba cómodamente tras la consola flotante y nos dejaba a nosotros dos de pie—. Pero ¿por qué no olvidamos ya la mentira de que ese trabajo tenga algo que ver con los cortasangres?
—¿De qué está hablando? —preguntó Zebra, con toda razón.
—Un pequeño asunto interno —respondí.
—Este caballero —dijo el Maestro Mezclador poniendo un exagerado énfasis en la última palabra— me visitó ayer para discutir ciertas anomalías genéticas y estructurales en sus ojos. En aquel momento me contó que las anomalías eran resultado de la pésima intervención de los cortasangres. Estaba más que dispuesto a creerlo, aunque las secuencias editadas no llevaban las firmas usuales del trabajo de los cortasangres.
—¿Y ahora?
—Ahora creo que los cambios los hizo otro grupo totalmente distinto. ¿Debo decirlo más claro?
—Por favor.
—El trabajo muestra ciertas firmas que sugieren que las secuencias se insertaron empleando técnicas genéticas normales en los Ultras. Ni más ni menos avanzadas que las de los cortasangres o los Maestros Mezcladores… solo diferentes y muy personales. Debí haberlo notado mucho antes. —Se permitió sonreír, obviamente impresionado por sus propias dotes deductivas—. Cuando los Maestros Mezcladores realizan un servicio genético, es en esencia permanente, a no ser que el cliente especifique lo contrario. Eso no quiere decir que el trabajo sea irreversible en la mayoría de los casos; solo significa que los cambios genéticos y fisiológicos permanecerán estables frente a la reversión a su forma original. El trabajo de los cortasangres funciona igual, por la simple razón de que sus secuencias suelen ser copias de las de los Maestros y los cortasangres no son lo bastante ingeniosos como para integrar la obsolescencia en esas mismas secuencias. Roban el código, pero no lo alteran. Pero los Ultranautas hacen las cosas de forma muy distinta. —El Maestro Mezclador cruzó sus largos y elegantes dedos bajo la barbilla—. Los Ultras venden sus servicios con una obsolescencia integrada; un reloj mutacional, si lo preferís. Os ahorraré los detalles; baste decir que, dentro de la maquinaria viral y enzimática que media la expresión de los nuevos genes insertados en tu propio ADN, existe un mecanismo temporal, un reloj que funciona mediante el recuento de la acumulación de aleatoriedad en una cadena de ADN extraño. Huelga decir que, una vez que estos errores exceden un límite predefinido, se libera la maquinaria celular que suprime o corrige los genes alterados. —El Maestro sonrió de nuevo—. Por supuesto, lo estoy simplificando mucho. Para empezar, los relojes se ajustan para que se activen de forma gradual, de modo que la producción de nuevas proteínas y la división de células en tipos nuevos no cese de forma repentina. De otro modo, podría resultar fatal… especialmente si los cambios te permitían vivir en un entorno hostil, como agua oxigenada o una atmósfera de amoniaco.
—¿Estás diciendo que los Ultras modificaron los ojos de Tanner?
—Vaya, lo has cogido muy rápido. Pero hay algo más.
—Suele haberlo —dije yo.
El Maestro Mezclador hizo bailar las manos sobre la consola y sus dedos tiraron de cuerdas de arpa invisibles e hicieron que un montón de datos genéticos brotaran del aire, secuencias concretas de T, A, G y C iluminadas y unidas a una serie de mapas fisiológicos y funcionales del ojo humano y de sus regiones cerebrales asociadas para la comprensión visual. Parecía un mago al que de repente acompañaran unos ayudantes fantasmales… y sangrientos.
—Aquí ha pasado algo muy raro —dijo el hombre cuando sus dedos detuvieron su ágil baile. Señaló un bloque de pares de bases, los peldaños enlazados del ADN—. Estos son los pares a los que se les permite hacerse cada vez más aleatorios; el reloj interno. —Movió el dedo hacia otro bloque resaltado que parecía en principio idéntico—. Y este es el mapa de referencia, el ADN no mutado. El reloj funciona a través de la comparación de ambos (tomando nota del número de cambios mutacionales).
—No parece haber muchos cambios —dijo Zebra.
—Unas cuantas supresiones o desplazamientos de marcos de lectura, menores en términos estadísticos —dijo el Maestro Mezclador—. Pero nada significativo.
—¿Y eso quiere decir…? —pregunté.
—Quiere decir que no ha transcurrido mucho tiempo para el reloj. Los dos conjuntos de ADN apenas han empezado a divergir. —Entrecerró los ojos—. Eso significa que el trabajo se ha hecho recientemente; con total certeza hace menos de un año y es probable que solo hayan pasado meses.
—¿Por qué supondría eso un problema? —preguntó Zebra.
—Por esto. —Movió el dedo a través de una mancha muy enrevesada de color lila—. Esto es un factor de trascripción celular; una proteína que regula la expresión de un conjunto de genes concreto. Sin embargo, no es una proteína humana normal. Su única función (y se ha diseñado para eso) es la de suprimir los nuevos genes insertados en tu ojo. No debería estar presente en grandes cantidades hasta que el reloj mutacional se haya disparado. Pero la he encontrado en abundancia.
—¿Podrían haber engañado los Ultras a Tanner?
El Maestro Mezclador negó con la cabeza.
—No es probable. No les reportaría un beneficio económico. Tendrían que hacer los cambios genéticos, así que no les resultaría más barato reajustar el reloj. De hecho, les haría daño a largo plazo, porque Tanner (si es que es ese tu nombre) hubiera contratado los servicios de otra tripulación.
—Entiendo que tienes otra explicación, ¿no?
—La tengo, pero puede que no te guste. —Volvió a dedicarme una sonrisa profundamente salaz—. Sería realmente difícil poner el reloj mutacional a cero sin disparar todo tipo de salvaguardias secundarias contra manipulaciones. Hasta para un Maestro Mezclador. Yo podría hacerlo, pero no sería un trabajo nada trivial. Pero el procedimiento contrario sería mucho más simple.
—¿El procedimiento contrario? —Me incliné hacia delante y sentí que tenía a mi alcance algún tipo de revelación fundamental. No era un sentimiento muy agradable.
—Hacer que el reloj vaya más rápido, de modo que los nuevos genes se desactiven. —Lo dijo y después se permitió un momento de silencio contemplativo, mientras hacía girar el globo ocular proyectado con la punta del dedo, un macabro globo terráqueo—. Sería más fácil porque no habría salvaguardias. A los Ultras nunca se les ocurriría añadir protecciones contra ese tipo de manipulación, porque solo serviría para dañar al cliente. Lo que no quiere decir que sea algo fácil. Sin embargo, la dificultad sería un orden de magnitud menor que hacer retroceder el reloj. Podría intentarlo cualquier cortasangres que comprendiera el problema.
—Sigue.
Su voz adquirió una gravedad que no tenía antes, como si hubiera activado su propio cambio mutacional para hacer más profunda la respuesta de su laringe.
—Por alguna razón, alguien adelantó tu reloj, Tanner.
Zebra me miró.
—¿Quieres decir que los cambios de Tanner están desapareciendo? —preguntó ella. Me di cuenta de que seguía sin tener ni idea de los cambios de los que estábamos hablando.
—Probablemente esa fuera la intención —respondió el Maestro—. Quien lo hizo tenía cierta habilidad. Una vez herido el reloj, las células del ojo hubieran comenzado a fabricar proteínas humanas normales, la división celular habría seguido el contenido genético normal —suspiró—. Pero el que lo hizo se descuidó, se precipitó o ambas cosas. Solo alteraron parte de los relojes y de forma imperfecta. En tu ojo se está desatando una pequeña guerra entre diferentes componentes de la maquinaria genética de los Ultras. El que intentó reajustar el reloj pensó que estaba apagando la máquina, pero lo que realmente hizo fue meter una llave inglesa en el engranaje. —Una nota de tristeza se introdujo en su voz—. Tantas prisas. Las malditas prisas. Por supuesto, el que lo hizo se merecía fallar. La pregunta es, ¿por qué pensó que merecía la pena hacerlo? —Sus ojos se abrieron expectantes y me di cuenta de que pensaba que yo le proporcionaría una respuesta.
Pero no tenía sentido darle ese placer, aunque me hubiera gustado hacerlo. En vez de eso, dije:
—Quiero una exploración. Una exploración de cuerpo completo. Puedes hacerlo, ¿no?
—Depende de para qué la quieras; del tipo de resolución que quieras conseguir.
—No demasiada. Solo quiero que busques algo. Tejidos dañados. Internos. Heridas que pueden o no haberse curado.
—Puedo intentarlo —dijo el hombre mientras señalaba una camilla y un dispositivo de exploración similar a un patín bajaba del techo.
No tardó mucho. Con toda sinceridad, me hubiera sorprendido que la exploración del Maestro encontrara otra cosa distinta a la que yo temía y esperaba. Era cuestión de observar la verdad plasmada en los fríos índices de una lectura; solo cuestión de enterrar cualquier rastro residual de negación… y, ya puestos, de esperanza.
El patín dibujó el núcleo de mi cuerpo, aprendió mis secretos más profundos a través de múltiples técnicas sensoriales. Lo que hacía la máquina no era más que una forma muy modificada de rastreo, ajustada para soportar la estructura celular y genética de todo el cuerpo en vez de limitarse a los tipos especializados de tejido neural. Con el tiempo suficiente, podía analizar la materia hasta el nivel atómico; hasta el mismo borde de la confusión cuántica, pero no hacía falta tanta precisión y la exploración fue proporcionalmente rápida.
Y lo que mostró me dejó helado hasta la médula. Algo que debería estar allí, no estaba.
Algo que no debería estar, estaba.
—Parece que hayas visto un fantasma —dijo Zebra.
Me había obligado a sentarme en el atrio y a beber algo caliente, dulce y soso.
—Ni te lo imaginas.
—¿Tan malo es, Tanner? Debe haber sido algo que ya esperabas o si no, no le habrías pedido la exploración al Maestro.