—Hay algo más adelante —dijo Gómez señalándolo—. Mirad. Escondido junto a la esfera de mando. No parece parte de la nave.
—Es otra nave —dijo Sky.
Se acercaron más y exploraron inquietos la masa oscura con los faros. Casi perdida dentro de la explosión de burbujas del carnoso casco había una nave espacial intacta mucho más pequeña. Era del mismo tamaño que su lanzadera y, de hecho, tenía la misma forma básica. Solo se diferenciaba en ciertas señales y detalles.
—Mierda. Alguien se nos adelantó —dijo Gómez.
—Quizá —respondió Sky—. Pero pueden llevar aquí décadas.
—Lleva razón —añadió Norquinco—. Pero no creo que sea una de las nuestras.
Se acercaron con cuidado a la otra lanzadera, por si se tratara de una trampa, pero la otra nave parecía tan muerta como el vehículo mucho mayor que la acompañaba. Estaba unida al
Caleuche
, amarrada a él mediante tres cables enganchados al casco con garfios. Era el equipo normal de emergencia de las lanzaderas, pero Sky nunca se había imaginado usarlo de aquella forma. Había compuertas de acoplamiento en el extremo más alejado del
Caleuche
… ¿por qué no las había utilizado la lanzadera?
—Acércate despacio y con cuidado —dijo Gómez.
—Lo estoy haciendo, ¿no? —Pero acoplarse a la lanzadera abandonada era mucho más difícil de lo que parecía; sus propios propulsores bloqueaban el acceso. Cuando consiguieron por fin unir las dos naves, el choque fue bastante más violento de lo que le hubiera gustado a Sky. Pero los sellos de la compuerta resistieron y pudo desviar parte de su energía a la otra nave, lo que hizo que se encendieran sus sistemas, que debían estar tan solo dormidos. Parecía demasiado fácil, pero las lanzaderas estaban diseñadas para una compatibilidad completa de los sistemas de acoplamiento de todas las naves.
Las luces parpadearon y el compartimento estanco estableció una presión igual a ambos lados de la esclusa.
Los tres se pusieron los trajes y se colocaron los sensores especializados y el equipo de comunicaciones que se habían llevado para la expedición; después, cada uno cogió una de las metralletas de seguridad con linternas acopladas que Sky había conseguido. Con Sky al frente, flotaron a través del túnel de conexión hasta que salieron a la iluminada cabina de la lanzadera, muy similar en apariencia a la que acababan de dejar. No había telarañas ni capas de polvo flotante que delataran el tiempo transcurrido desde que se vaciara la lanzadera. Hasta algunas pantallas de estado habían empezado a funcionar.
Sin embargo, había un cadáver.
Llevaba traje espacial y resultaba muy obvio que estaba muerto… aunque ninguno de ellos quería mirar más de lo necesario el sonriente cráneo tras el visor del casco. Pero la figura no parecía haber muerto de forma violenta. Estaba sentada tranquilamente en el puesto del piloto, con los dos brazos del traje apoyados en el regazo y los dedos entrelazados, como si rezara una plegaria silenciosa.
—Oliveira —dijo Gómez tras leer el nombre en el casco—. Es un nombre portugués. Debió venir del
Brasilia
.
—¿Por qué murió aquí? —preguntó Norquinco—. Tenía energía, ¿no? Podía haber vuelto a casa.
—No necesariamente —Sky señaló una de las pantallas de estado—. Puede que tuviera energía, pero no le quedaba nada de combustible. Debió gastarlo todo al correr hasta aquí.
—¿Y qué? Tiene que haber docenas de lanzaderas dentro del
Caleuche
. Podría haber abandonado esta y haber cogido otra para la vuelta.
Poco a poco elaboraron una hipótesis de trabajo para explicar la presencia del hombre muerto. Nadie había oído hablar de Oliveira, pero era de otra nave y debía haber desaparecido hacía mucho tiempo.
Oliveira también debía haber oído algo sobre el
Caleuche
, quizá de la misma forma que Sky: un rumor cada vez más fuerte que al final se había convertido en hecho. Como Sky, había decidido retroceder y ver lo que tenía que ofrecerle la nave fantasma, quizá con la esperanza de lograr una ventaja importante para su tripulación o, incluso, para sí mismo. Así que, probablemente, había cogido una lanzadera en secreto, pero también había decidido hacer el viaje con un alto gasto de combustible. Quizá se viera forzado a tal estrategia por la estrecha ventana de maniobra de la que disponía hasta que se notara su ausencia. Tenía que haberle parecido un riesgo razonable. Después de todo, como había dicho Gómez, habría suministro de combustible a bordo del
Caleuche
… incluso otras lanzaderas, ya puestos. Volver no tenía por qué resultar un problema.
Pero, evidentemente, sí lo había sido.
—Aquí hay un mensaje —dijo Norquinco al observar una de las lecturas.
—¿Qué?
—Lo que he dicho. Un mensaje. De… mmm… él, supongo. —Antes de que Sky pudiera volver a preguntarle, Norquinco solicitó escuchar el mensaje, traducido por medio de varios protocolos de software y después canalizado hasta sus trajes, con la pista de audio reproducida a través del canal de comunicaciones normal y el componente visual proyectado como una representación de cabeza levantada, lo que hacía que la forma fantasmal de Oliveira pareciera unirse a ellos en la cabina. Todavía llevaba el mismo traje en el que había muerto, pero con el visor del casco levantado, de modo que podían verle bien la cara. Era un hombre de aspecto juvenil, piel oscura y una mirada mezcla de horror y profunda resignación.
—Creo que voy a matarme —dijo en portugués—. Creo que es lo que haré. Creo que es la única alternativa sensata. Creo que tú habrías hecho lo mismo en mis circunstancias. No necesitaré mucho valor. Existen docenas de formas para suicidarse sin dolor dentro de un traje espacial. He oído que algunas son hasta agradables. Lo sabré pronto. Hazme saber si he muerto con una sonrisa en la cara, ¿vale? Espero que así sea. De lo contrario, sería muy injusto, ¿no?
Sky tenía que concentrarse para seguir sus palabras, pero no era imposible. Como oficial de seguridad había tenido que dominar los demás idiomas de la Flotilla… y el portugués se parecía más al castellano que el árabe.
—Supondré que, seas quien seas, has venido hasta aquí por la misma razón que yo. Codicia pura y dura. Bueno, no puedo culparte por eso… y si has venido por alguna razón infinitamente más altruista, acepta mis humildes disculpas. Pero lo dudo. Como yo, habrás oído hablar de la nave fantasma y te habrás preguntado qué tiene a bordo que merezca la pena saquear. Solo espero que no hayas cometido el mismo error de cálculo que yo respecto a su suministro de combustible. O quizá ya lo has cometido y comprendes exactamente de qué estoy hablando, porque has estado dentro de la nave. Y si necesitas el combustible y todavía no has entrado, bueno, lo siento, pero te espera una gran decepción. Si es que se puede llamar así. —Hizo una pausa y miró a la parte superior del chaleco de soporte vital de su traje—. Porque la nave no es exactamente lo que esperabas. Es muchísimo menos. Y muchísimo más. Yo lo sé. He estado dentro. Los dos hemos estado dentro.
—¿Los dos? —preguntó Sky en voz alta.
Era como si el hombre lo hubiese oído.
—O quizá todavía no hayas encontrado a Lago. ¿He mencionado ya a Lago? Debería haberlo hecho… perdón. Era un buen amigo, pero creo que él es la razón por la que voy a suicidarme. Bueno, no puedo volver a casa sin combustible, lo sé; y si pidiera ayuda me ejecutarían por haber venido hasta aquí. Incluso si no me ahorcaran en el
Brasilia
, lo harían las otras naves. No, no hay otra salida. Pero, como dije, ha sido Lago el que me ha convencido de verdad. Pobre, pobre Lago. Solo lo mandé a buscar combustible. Lo siento mucho. —De repente, como si saliera de un trance, pareció mirarlos a todos a los ojos, uno a uno—. ¿Te he dicho ya lo otro? ¿Que, si puedes, debes irte de inmediato? No estoy seguro de habértelo dicho.
—Apaga ese puto cacharro —dijo Sky.
Norquinco dudó y después obedeció, de modo que el fantasma de Oliveira se quedó colgado en el aire, helado en medio de su soliloquio.
—Sal —dijo Chanterelle al abrirse la puerta delantera y asomarse la cara magullada y ensangrentada de Quirrenbach—. Tú también —dijo apuntando con su pistola al otro gorila que, por el contrario que su socio, seguía consciente.
—Creo que te debo dar las gracias —dije, vacilante—. Esperabas que sobreviviera al ataque, ¿no?
—Se me ocurrió que podrías hacerlo. ¿Estás bien, Tanner? Pareces un poco pálido.
—Se me pasará.
Los tres amigos de Chanterelle, que habían mantenido una hosca indiferencia, tenían a Voronoff; ya estaba a salvo en el coche de Chanterelle y se sostenía una muñeca destrozada. Solo me habían dedicado un vistazo de soslayo, pero no podía culparlos. La última vez que nos habíamos encontrado les había agujereado las piernas.
—Te has metido en un buen lío —dijo Quirrenbach una vez estuvimos en el coche y pudo captar la atención de Chanterelle—. Seas quien seas.
—Yo sé quién es —dijo Voronoff mirándose la muñeca, mientras el coche desplegaba un pequeño criado para curarle la herida—. Chanterelle Sammartini. Es una cazadora. Una de las mejores, si es que eso significa algo.
—¿Cómo demonios lo sabes? —preguntó Quirrenbach.
—Porque estaba con Mirabel la noche que intentó derribarme. Hice que la comprobaran.
—Pues no ha sido un control muy exhaustivo —dijo Quirrenbach.
—Vete a la mierda. Se suponía que tú lo estabas siguiendo, por si se te ha olvidado.
—Bueno, bueno, chicos —dijo Zebra con la pistola apoyada tranquilamente en la rodilla—. No hace falta que os peleéis solo porque os han quitado vuestras pistolitas.
Quirrenbach señaló con un dedo a Chanterelle.
—¿Por qué coño tiene Taryn una pistola, Sammartini? Es una de los nuestros, por si no lo habías notado.
—Según Tanner, dejó de trabajar para vosotros hace algún tiempo —Chanterelle sonrió—. Sinceramente, no me sorprende.
—Gracias —dijo Zebra con cautela—. Pero no estoy segura de por qué confías en mí. Es decir, yo no lo haría.
—Tanner dijo que debería haberlo. Tanner y yo hemos tenido ciertas diferencias de opinión, pero estoy dispuesta a aceptar su palabra por esta vez. ¿Puedo confiar en ti, Zebra?
Ella sonrió.
—No es que tengas muchas opciones, ¿no? —después añadió—. Bueno, Tanner, ¿y ahora qué?
—Justo lo que Quirrenbach tenía en mente —dije—. Un viaje a Refugio.
—Estás de coña, ¿no? Tiene que ser una trampa.
—Es la única forma de acabar con esto. Reivich también lo sabía, ¿no?
Quirrenbach no dijo nada durante unos momentos, como si no supiera si había ganado o si había perdido, sin esperanza alguna de redención.
—Entonces tendremos que ir al puerto espacial —dijo después débilmente.
—Iremos después, sí —me tocaba jugar a mí—. Pero antes quiero ir a otro sitio, Quirrenbach. A un sitio más cercano. Y creo que tú puedes llevarme hasta allí. —Saqué el frasco de Combustible de Sueños que Zebra me había dado; estaba vacío—. ¿Te suena?
No sabía con certeza si Quirrenbach estaría más cerca del centro de producción de Combustible que Vadim, pero parecía razonable. Vadim llevaba encima suministros de droga, pero su pequeño imperio de extorsión estaba restringido a Ciudad Abismo y sus alrededores orbitales. Solo Quirrenbach se movía con libertad entre Ciudad Abismo y el espacio y, por tanto, era muy probable que fuera él el que había subido los frascos en una visita reciente.
Lo que quería decir que Quirrenbach podría saber dónde estaba la fuente.
—¿Y bien? —pregunté—. ¿Me estoy acercando?
—No sabes en lo que te metes, Tanner. No tienes ni idea.
—Deja que yo me preocupe por eso. Tú preocúpate por llevarnos hasta allí.
—¿Hasta dónde? —preguntó Chanterelle.
Me volví hacia ella.
—Hice un trato con Zebra, le dije que continuaría la investigación que llevaba a cabo su hermana cuando desapareció.
Chanterelle miró a Zebra.
—¿Qué pasó?
Zebra habló en voz baja.
—Mi hermana hizo demasiadas preguntas incómodas sobre el Combustible de Sueños. Los matones de Gideon la cogieron y desde entonces he querido saber el porqué. Ni siquiera intentaba acabar con ellos, solo quería saber más sobre la fuente.
—Estoy seguro de que no será lo que esperas —dijo Quirrenbach mirándome suplicante. Nos alejábamos de la Estación Central, donde habíamos soltado a Voronoff y a los gorilas—. Por amor de Dios, Tanner. Sé sensato. No hace falta que te embarques en una cruzada personal, sobre todo teniendo en cuenta que eres un extranjero. No necesitas meterte en nuestros asuntos… ni tienes derecho a hacerlo, ya puestos.
—No necesita ese derecho —dijo Zebra.
—Vaya, ahórrate la superioridad moral. Tú misma usas esa sustancia, Zebra.
Ella asintió.
—Y también unos cuantos miles de personas más, Quirrenbach. Sobre todo porque no tienen elección.
—Siempre hay elección —respondió él—. ¿El mundo os parece demasiado triste sin implantes? Vale, aprended a vivir con ello. Y si no os gusta, siempre os queda el enfoque hermético.
Zebra sacudió la cabeza.
—Sin implantes moriríamos de viejos; la mayoría de nosotros, al menos. Con ellos tendríamos que vivir encogidos de miedo dentro de máquinas. Lo siento, pero eso no es lo que yo llamaría una elección. No cuando existe una tercera solución.
—Entonces no tienes ninguna base moral para ponerle pegas a la existencia del Combustible de Sueños.
—No estoy poniendo pegas, tedioso hombrecillo. Solo quiero saber por qué no es fácil conseguir esa cosa cuando se necesita tanto. Cada mes que pasa es más difícil encontrarla; cada mes tengo que pagarle a Gideon (sea quien sea) un poco más por su preciado elixir.
—En eso se basa la ley de la oferta y la demanda.
—¿Puedo pegarle por ti? —preguntó Chanterelle alegremente—. No me supondría ningún problema.
—Muy generoso por tu parte —dijo Zebra, obviamente muy contenta por haber encontrado algo en común con Chanterelle—. Pero creo que lo vamos a necesitar consciente por ahora.
Asentí.
—Al menos hasta que nos lleve al centro de fabricación. ¿Chanterelle? ¿Estás segura de que quieres venir con nosotros?
—Si no fuera así, me hubiera quedado en la estación, Tanner.
—Lo sé. Pero será peligroso. Puede que no salgamos de esta.
—Lleva razón —dijo Quirrenbach, que parecía seguir albergando la esperanza de quitarme la idea de la cabeza—. Yo me lo pensaría bien si fuera tú. ¿No tendría más sentido volver más tarde, con un grupo bien preparado? ¿Incluso con algo remotamente parecido a un plan?