Al otro extremo del gusano vi a un trabajador inclinado sobre una pasarela con algo parecido a una sierra eléctrica. Estaba cortando una enorme costra iridiscente de la espalda de Gideon.
Miré el parche moteado de mi abrigo.
—Eso está muy bien, Ferris —dijo Zebra—. ¿Te importa que te haga otra pregunta antes de seguir nuestro camino?
Él tecleó la respuesta en la silla.
—¿Si?
—¿Profetizaste esto?
Entonces sacó su pistola y le disparó.
Durante el camino de vuelta pensé en lo que Ferris me había mostrado y en lo que había aprendido de los recuerdos de Sky.
Las larvas habían observado una enorme liberación de energía cerca del sistema de la Tierra: cinco chispas de fuego que llevaban la firma de la aniquilación materia-antimateria. Cinco madrigueras huecas empujadas a una velocidad que no causaría ninguna indignación a los Payasos Saltadores: solo un ocho por ciento de la velocidad de la luz. Era, sin embargo, todo un logro si se tenía en cuenta que los primates habían estado golpeándose con huesos hacía tan solo un millón de años.
Para cuando notaron la presencia de las cinco naves humanas, las larvas ya habían sufrido terribles pérdidas. Sus antes poderosas madrigueras huecas habían sido aplastadas y destrozadas en escaramuzas contra el enemigo. En un período en que las longevas larvas recordaban con tristeza, las madrigueras habían quedado divididas en submadrigueras más diminutas y ágiles. Las grandes larvas eran criaturas sociales y la división les había causado un dolor inmenso, aunque podían mantener un contacto limitado con sus hermanas a través del sistema de señalización superlumínica de los Payasos Saltadores.
Al final, una de las submadrigueras se pegó a las cinco naves humanas. La submadriguera cambió de forma para parecerse a las naves a las que seguía. El análisis estadístico de diez millones de años de encuentros les había demostrado que aquella era la táctica más beneficiosa para las larvas a largo plazo, aunque podría ser desastrosa si se diera un único acercamiento.
El plan de El Que Viaja Sin Miedo era bastante simple para las larvas. Estudiaría a los humanos y decidiría qué hacer con ellos. Si daban muestras de extenderse de forma generalizada por aquel volumen de espacio y de crear el tipo de perturbación que los comedores no podrían evitar descubrir, tendrían que eliminarlos. Entre las especies supervivientes había algunas que se dedicaban a cumplir aquella dolorosa aunque necesaria tarea.
El Que Viaja Sin Miedo esperaba no tener que llegar a aquello. Esperaba que los humanos siguieran siendo una insignificancia de bajo nivel y que no hiciera falta eliminarlos de forma inmediata. Si solo pretendían colonizar un par de sistemas solares cercanos, probablemente los pudieran dejar en paz por el momento. La eliminación en sí era un acto con el que corrían el riesgo de atraer a los comedores, así que no se llevaba a cabo a no ser que hubiera una excelente razón. Como pasaron décadas y los humanos no realizaron ningún movimiento, ni hostil ni de ningún otro tipo, El Que Viaja Sin Miedo acercó cada vez más la madriguera hueca al grupo de naves humanas. Quizá lo que quería era darse a conocer; establecer un diálogo con los humanos y explicar aquella situación tan incómoda. La larva estaba dándole vueltas a cómo plantear el primer movimiento cuando una de las naves explotó.
La explosión tenía las mismas características que una detonación completa de varias toneladas de antimateria. La madriguera hueca de El Que Viaja Sin Miedo recibió gran parte del impacto; el integumento de camuflaje de la nave quedó dañado y murieron muchas de las larvas que trabajaban cerca de la capa superficial. La agonía de su muerte había alcanzado a El Que Viaja Sin Miedo a través de sus secreciones. Había absorbido lo posible de sus recuerdos individuales, mientras las larvas se disolvían de vuelta a sus componentes orgánicos.
Dolorido, con la mitad de sus recuerdos lacerados, El Que Viaja Sin Miedo había alejado la madriguera vacía de la Flotilla.
Pero alguien lo había notado. Oliveira y Lago habían llegado poco después y Lago se había dado cuenta muy rápido de que no estaba en una nave humana. Cuando las larvas ayudantes lo habían llevado hasta la cámara de El Que Viaja Sin Miedo, las cosas no habían ido bien. El gusano había intentado ayudar a la criatura diciéndole que no necesitaba su traje espacial; que ambos respiraban el mismo aire. Pero, en retrospectiva, quizá la forma en la que lo había hecho (haciendo que las larvas se comieran el traje) no había sido la mejor. Lago se había disgustado y había empezado a herir a las larvas con el soplete de corte. Cuando el fuego quemó a las ayudantes, El Que Viaja Sin Miedo se tragó sus secreciones agónicas como si el dolor fuera suyo.
Era desagradable, pero no tenía más remedio que desmantelar a Lago. Lago, por supuesto, tampoco se lo había tomado con mucho entusiasmo, pero para entonces era demasiado tarde. Las larvas ayudantes le habían arrancado la mayoría de las extremidades y los componentes más interesantes de su interior, para aprender cómo sus fragmentos funcionaban y encajaban antes de disolver su sistema nervioso en la secreción. El Que Viaja Sin Miedo había ingerido todos los recuerdos de Lago que consiguió entender. Había aprendido a hacer los mismos tipos de sonidos, a darles sentido y, copiando a Lago, se había hecho una boca. Otras larvas habían copiado los órganos sensoriales de Lago o incluso se habían incorporado partes de él.
Así, tras comprender mejor, El Que Viaja Sin Miedo supo por qué Lago no se había tomado bien su primera visión de la cámara repleta de gusanos. Lamentaba lo que se había visto obligado a hacerle a Lago e intentó arreglarlo usando todos los recuerdos y componentes de Lago que pudo.
Estaba seguro de que los humanos apreciarían el gesto.
—Después de la llegada de Lago me sentí muy solo otra vez —dijo la boca—. Mucho más solo que antes.
—No entendiste lo que era la soledad hasta que te lo comiste, jodido gusano estúpido.
—Eso es… posible.
—Vale, escúchame con atención. Me has explicado que puedes sentir dolor. Bien. Necesitaba saberlo. Probablemente también tengas un instinto de supervivencia bien desarrollado o ya no seguirías vivo. Bueno, llevo un creapuertos. Si no entiendes el concepto, mira en la memoria de Lago. Seguro que él lo sabía.
Hubo una pausa en la que el gusano se retorció incómodo; el fluido rojo chapoteaba como agua de mar bajo una ballena varada. Los creapuertos eran cabezas nucleares; equipo transportado por la Flotilla para ayudar al desarrollo de Final del Camino.
—Lo entiendo.
—Bien. Quizá puedas usar ese truco de la gravedad para evitar que funcione, pero apostaría a que no puedes generar campos fuertes de forma arbitraria con tanta facilidad, o habrías usado algo similar para inmovilizar a Lago cuando empezó a crearte problemas.
—Te conté demasiado.
—Sí, quizá. Pero sigo queriendo saber más. Sobre esta nave, sobre todo. Estuviste en una guerra, ¿verdad? Puede que no la ganaras, pero creo que no habrías sobrevivido hasta ahora sin armas de algún tipo.
—No tenemos armas. —La boca de la larva parecía ofendida—. Solo madejas de blindaje.
—¿Madejas de blindaje? —Sky pensó en ello unos momentos e intentó pensar como la larva—. Algún tipo de técnica de fuerza proyectada, ¿no? ¿Puedes levantar una especie de campo alrededor de esta nave?
—Antes podíamos. Pero las partes necesarias se estropearon cuando la quinta madriguera hueca explotó. Ahora solo podemos crear una madeja parcial. No sirve frente un enemigo hábil como los comedores de larvas. Pueden ver los agujeros.
—Vale, escúchame. ¿Notas que se acercan dos pequeñas máquinas?
—Sí. ¿Son también amigos de Lago?
—No del todo. —Bueno, pensó, puede que la tripulación de las lanzaderas lo fuera. Pero era poco probable que fueran amigos de Sky Haussmann y aquello era lo que importaba—. Quiero que uses tu madeja contra esas máquinas… o yo usaré el creapuertos contra ti. ¿Está claro?
La larva pareció entenderlo.
—¿Quieres que los destruya?
—Sí. O yo te destruiré a ti.
—No lo harías. Morirías.
—No lo entiendes —dijo Sky en tono amistoso—. Yo no soy Lago; no pienso como él y, sin duda, no actúo como él.
Seleccionó a una de las larvas más cercanas y descargó parte de la munición de su metralleta sobre ella. Las balas abrieron agujeros del tamaño de pulgares en el integumento rosa pálido de la criatura. Observó cómo el líquido rojo se derramaba y después oyó un horrible chillido salir de alguna parte de la criatura. Pero, tras prestar más atención, vio que se equivocaba. El chillido provenía de la larva grande; no de la que acababa de disparar.
Observó cómo la larva herida se derrumbaba en un mar rojo hasta que solo se veía una parte de ella. Otras muchas larvas ayudantes serpentearon hacia ella y comenzaron a pincharla con sus antenas.
Poco a poco, el penetrante grito de angustia se convirtió en un débil gemido.
—Me has hecho daño.
—Solo intentaba dejar clara mi postura —dijo Sky—. Cuando Lago te hizo daño fue de forma indiscriminada, porque estaba asustado. Yo no estoy asustado. Te hice daño porque quería que supieras de lo que soy capaz.
Un par de larvas ayudantes se arrastraban hacía la orilla a pocos metros de donde se encontraban Sky y Norquinco.
—No —dijo Sky—. No te acerques más o dispararé a otra… y no intentes ningún truco extraño con la gravedad o lanzaré el creapuertos.
Las larvas se detuvieron y sus frondas se agitaron histéricas.
La luz amarilla (la luz que bañaba toda la cámara) murió durante un segundo. Sky no esperaba la oscuridad. Durante un momento el terror fue total. Había olvidado que los gusanos controlaban la luz. En la oscuridad, podían hacer casi cualquier cosa. Se los imaginó saliendo del lago rojo y arrastrándolo hasta él por los talones. Imaginó que se lo comían, igual que a Lago. Puede que llegara un momento en el que ya no pudiera lanzar el creapuertos; en el que no pudiera acabar con su agonía.
Quizá debería hacerlo ya.
Pero la luz amarilla regresó.
—He hecho lo que pediste —dijo El Que Viaja Sin Miedo—. Ha sido duro. Tuvimos que emplear toda nuestra energía para llevar la madeja a tanta distancia.
—¿Funcionó?
—Hay dos más ahí afuera… madrigueras huecas más pequeñas.
Las lanzaderas.
—Sí. Pero tardarán un poco en llegar. Entonces podrás utilizar el mismo truco. —Llamó a Gómez—. ¿Qué ha pasado?
—Las sondas explotaron, Sky… como si golpearan algo.
—¿Nucleares?
—No. No llevaban creapuertos.
—Bien. Quédate donde estás.
—Sky… ¿qué coño pasa ahí adentro?
—No quieras saberlo, Gómez… en serio, no quieras saberlo.
Tuvo que esforzarse para entender la siguiente pregunta.
—¿Encontrasteis a…? ¿Cómo se llamaba? ¿Lago?
Fue Norquinco el que contestó.
—Sky. Escucha. Deberíamos irnos. No tenemos que matar a los demás. No queremos empezar una guerra entre naves. —Habló más alto y el altavoz de su casco hizo retumbar el sonido a través del lago rojo—. Puedes protegernos de otras formas, ¿verdad? Podrías movernos; ¿podrías mover toda la nave… toda la madriguera para ponerla a salvo? ¿Fuera del alcance de las lanzaderas?
—No —dijo Sky—. Quiero destruir esas lanzaderas. Si quieren una guerra entre las naves, la tendrán. Veremos cuánto duran.
—Por amor de Dios, Sky. —Norquinco levantó los brazos, como para cogerlo. Sky dio un paso atrás y perdió el equilibrio sobre la dura y resbaladiza superficie de la cámara. De repente, se tambaleó; cayó hacia atrás en la salmuera roja. Aterrizó sobre la mochila, medio sumergido en las aguas bajas. El líquido rojo chapoteó hacia su visor con una extraña impaciencia, como si buscara la forma de entrar en su traje. Por el rabillo del ojo vio a dos larvas ayudantes arrastrándose hacia él. Sky lo intentó, pero no pudo agarrarse a ninguna superficie que lo ayudara a salir y mucho menos a ponerse de pie.
—Norquinco. Sácame de aquí.
Norquinco se movió con precaución hasta el borde del lago rojo.
—Quizá debería dejarte ahí, Sky. Quizá sería lo mejor para todos nosotros.
—Sácame de aquí, cabrón.
—No he venido hasta aquí para hacer el mal, Sky. Vine para ayudar al
Santiago
… y quizá al resto de la Flotilla.
—Tengo el creapuertos.
—Pero no creo que tengas el valor para usarlo.
Las larvas ya habían llegado hasta él… dos y después una tercera que no había visto acercarse. Lo pinchaban y empujaban con grupos de apéndices de distintas formas, exploraban su traje. Siguió forcejeando, pero el fluido rojo parecía más espeso; conspiraba contra él para mantenerlo prisionero.
—Sácame, Norquinco. Es la última advertencia…
Norquinco se quedó junto a él, pero no siguió acercándose al borde.
—Estás enfermo, Sky. Siempre lo sospeché, pero no lo vi claro hasta ahora. Realmente no sabía de lo que eras capaz.
Entonces pasó algo que no esperaba. Dejó de forcejear porque el esfuerzo era excesivo, pero algo lo sacaba del fluido rojo, el mismo fluido parecía sacarlo, mientras que las larvas lo empujaban con delicadeza. Temblando de miedo, se encontró en la superficie. Los últimos restos del fluido se alejaron de él.
Por un momento, sin palabras, se quedó mirando a El Que Viaja Sin Miedo, consciente de que la larva notaba su atención.
—Me crees, ¿verdad? No me matarás. Sabes lo que significaría.
—No quiero matarte —dijo El Que Viaja Sin Miedo—. Porque entonces volvería a estar solo, como antes de que llegaras.
Sky comprendió y la comprensión en sí era asquerosa. Todavía disfrutaba con su compañía aunque le hubiera hecho daño; incluso después de haber asesinado a parte de él. La soledad de aquella cosa era tan desesperada que hasta deseaba la presencia de su torturador. Pensó en un niño pequeño gritando en la oscuridad más absoluta, traicionado por un amigo que nunca había existido en realidad; y, aunque al mismo tiempo lo odiaba por su debilidad, al menos lo comprendió.
Y aquello hizo que lo odiara todavía más.
Tuvo que matar a otra larva antes de convencer a El Que Viaja Sin Miedo para que destruyera a las dos lanzaderas que se aproximaban y, aquella vez, no fue tan solo el asesinato de la larva lo que provocó la agonía de la criatura. La generación de su madeja parecía dolerle también, como si pudiera sentir el daño de la nave.