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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (82 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—¿Y si me diera la vuelta y volviera ahora a la lanzadera?

—No te lo tendría en cuenta —dijo Sky en voz baja—. Es un lugar terrorífico, después de todo. Pero no te podría garantizar un santuario en los años que nos esperan.

Norquinco se soltó de la mano de Sky y desvió la mirada hasta encontrar una respuesta.

—De acuerdo. Seguimos. Pero no pasaremos más de una hora en este lugar.

Sky asintió, aunque el gesto no servía de nada.

—Me alegro, Norquinco. Sabía que eras un hombre sensato.

Avanzaron. El progreso se hizo más fácil, como si el túnel estuviera siempre cuesta abajo; casi no costaba trabajo deslizarse por él. Sky pensó en la forma en la que el fluido se había movido a su alrededor. El control local de la gravedad era tan preciso que el fluido había parecido vivo y fluía como un moho baboso muy acelerado. Las criaturas que habían construido la nave habían aprendido a hacer algo más que alterar el campo Higgs. Podían jugar con él como si fuera un yoyó.

Sean lo que sean
, pensó,
aunque sean todos como gusanos, tienen que estar millones de años por delante de la humanidad
. La Flotilla debía parecerles primitiva hasta lo indecible. Quizá ni siquiera estuvieran seguros de que fuese un producto del pensamiento inteligente. Pero, aun así, les había interesado.

El túnel se abrió hasta convertirse en una caverna enorme de paredes lisas. Habían salido un poco más arriba del lateral de una de sus paredes dentadas, pero el lugar estaba tan lleno de vapor empalagoso que era difícil ver el otro lado. La cámara estaba bañada en una fétida luz amarilla y el suelo se escondía bajo un enorme lago de fluido rojo que debía tener varios metros de profundidad. Había docenas de gusanos en el lago, algunos de ellos totalmente sumergidos. Muchos eran de tamaños y formas ligeramente distintos al que habían visto antes. Algunos eran mayores que un hombre y sus zarcillos incluían apéndices especializados y, quizá, órganos sensoriales. En concreto, uno de ellos estaba mirando a Sky y a Norquinco con un único ojo humano al final de una cola. Pero el más grande de todos, con diferencia, estaba sentado en el centro del lago y su pálido cuerpo rosa se elevaba varios metros por encima del agua; decenas de metros. Volvió el extremo de su cuerpo hacia ellos y una pequeña corona de zarcillos se balanceó como fronda al viento.

Había una boca bajo la fronda; era tan pequeña que resultaba absurda para el tamaño del gusano. Tenía forma humana, bordes rojos y, al hablar (emitiendo una voz inmensa y atronadora), formaba sonidos humanos.

—Hola —saludó—. Yo soy Lago.

Sostuve el frasco frente a la luz durante un momento antes de meterlo en la ranura. La forma en que el fluido rojo brillaba, la forma en que se arrastraba lentamente durante un instante y después con una velocidad cegadora… me recordaba demasiado al lago rojo en el centro del
Caleuche
. Salvo que nunca hubo un
Caleuche
, ¿no? Solo algo mucho más extraño que se había pegado al mito del barco fantasma como un parásito. ¿Y no había estado siempre conmigo aquel recuerdo de Sky, en lo más hondo de mi mente? Había reconocido el Combustible de Sueños casi al instante de verlo.

Pensé que en aquel lago rojo había lo bastante como para ahogarse en él.

Me puse de golpe la pistola nupcial en el cuello e introduje el Combustible en mi arteria carótida. No sentí ningún subidón, ninguna transición alucinógena. El Combustible no era una droga en aquel sentido; actuaba globalmente en el cerebro, no en una única región. Solo quería detener la degeneración celular y reparar los daños recientes; volver a poner los recuerdos en su sitio y reestablecer conexiones rotas recientemente. Parecía aprovechar un mapa reciente de lo que había sido, como si el cuerpo transportara un campo residual que cambiara más lentamente que los mismos patrones celulares. Por eso el Combustible era capaz de reparar tanto las heridas como los recuerdos tan fácilmente, sin que la misma droga supiera nada sobre fisiología ni neuroanatomía.

—Mierda de calidad —dijo Ratko—. Yo solo uso lo mejor, tío.

—Entonces nos estás diciendo que no todo lo que sale de aquí es igual de bueno, ¿no? —preguntó Zebra.

—Oye, ya te lo he dicho antes. Pregunta a Gideon.

Ratko nos condujo a los tres por una serie de túneles retorcidos e improvisados. Estaban equipados con luces y un suelo rudimentario, pero estaban más o menos abiertos en roca sólida. Era como si hubieran excavado túneles por todo el complejo que llevaran hasta la pared del abismo.

—No dejo de oír rumores —dije—. Sobre la salud de Gideon. Alguna gente piensa que por eso está dejando que salga un producto inferior a las calles. Porque está demasiado enfermo para gestionar sus propias cadenas de suministro.

Esperaba no haber dicho nada que traicionara mi desconocimiento sobre la verdadera situación. Pero Ratko solo dijo:

—Gideon sigue produciendo. Eso es todo lo que importa ahora mismo.

—No lo sabré hasta que no lo vea, ¿verdad?

—No es una visión agradable, espero que lo tengas en cuenta.

Sonreí.

—Eso se comenta.

36

Mientras Ratko nos llevaba hasta Gideon, dejé que se desarrollara el siguiente episodio. Al menos eso parecía, que empezaba a poder decidir cuándo lo dejaba pasar; como si solo fuera cuestión de escarbar por aquellos recuerdos de hacía trescientos años, ordenarlos de forma más o menos cronológica y dejar que el siguiente lote me inundara el cerebro. Ya no lo veía como algo molesto y extraño. Era como si ya supiera más o menos lo que iba a ocurrir, pero no hubiera pensado en ello recientemente; como si se tratara de un libro que no había abierto hacía mucho tiempo, pero cuya historia nunca llegara a sorprenderme del todo.

Sky y Norquinco bajaron del hueco por el que habían salido y procuraron no caer de las paredes resbaladizas y dentadas de la sala; después, se acercaron a la orilla del lago rojo.

El gusano que descansaba en el agua, a decenas de metros de ellos, acababa de presentarse como Lago.

Sky se armó de valor. Sentía un miedo y una extrañeza tremendos, pero estaba convencido de que su destino era sobrevivir a aquel lugar.

—¿Lago? —preguntó—. No lo sé. Por lo que tengo entendido, Lago era un hombre.

—Soy también lo que existía antes que Lago. —La voz, aunque fuerte, era tranquila y, curiosamente, no sonaba amenazadora—. Es difícil decir esto usando el idioma de Lago. Soy Lago, pero también soy El Que Viaja Sin Miedo.

—¿Qué le pasó a Lago?

—Eso tampoco es fácil. Perdóname. —Se hizo una pausa en la que litros de fluido rojo manaron hacia el exterior del gusano y después otros tantos litros más fluyeron hacia su interior—. Así está mejor. Mucho mejor. Permíteme que te lo explique. Antes de Lago sólo existía El Que Viaja Sin Miedo, las larvas que le ayudan y la madriguera hueca. —Los zarcillos parecían señalar a las paredes y el techo de la caverna—. Pero entonces la madriguera hueca sufrió daños y muchas pobres larvas ayudantes tuvieron que… la mente de Lago no tiene una palabra para eso. ¿Romperse? ¿Disolverse? ¿Degradarse? Pero no del todo.

Sky miró a Norquinco, que no había dicho palabra desde que entraran en la cámara.

—¿Qué pasó antes de que tu nave sufriera daños?

—Sí… nave. Eso es. No madriguera hueca. Nave. Mucho mejor. —La boca esbozó una horrorosa sonrisa y más fluido rojo llovió de la criatura—. Hace mucho tiempo.

—Empieza por el principio. ¿Por qué nos seguías?

—¿Nos?

—A la Flotilla. A las otras cinco naves. Las otras cinco madrigueras huecas. —A pesar de su miedo, sentía rabia—. Joder, no es tan difícil. —Sky levantó un puño y extendió los cinco dedos, uno a uno—. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. ¿Entiendes? Cinco. Había otras cinco madrigueras huecas, construidas por nosotros, por gente como Lago, y tú decidiste seguirnos. Me gustaría saber por qué.

—Eso fue antes de los daños. Después de los daños solo quedaron otras cuatro madrigueras huecas.

Sky asintió. Al menos parecía entender algo de lo que le había sucedido al
Islamabad
.

—Entonces, ¿no lo recuerdas bien?

—No muy bien, no.

—Bueno, hazlo lo mejor que puedas. ¿De dónde vienes? ¿Qué te hizo unirte a nuestra Flotilla?

—Ha habido demasiados huecos. Demasiados para que El Que Viaja Sin Miedo pueda recordarlos desde el principio.

—No tienes que recordarlo desde el principio. Solo dime cómo llegaste hasta donde estás.

—Hubo un tiempo en el que solo estaban las larvas, aunque antes había muchos huecos. Buscamos otros tipos de larvas, pero no encontramos ninguno. —Sky supuso que aquello quería decir que hubo un tiempo en el que la gente de El Que Viaja Sin Miedo había cruzado el espacio, pero no habían encontrado a ninguna otra forma de inteligencia.

—¿Cuánto hace de eso?

—Hace varias eras. Un giro y medio.

Sky sintió un escalofrío de asombro cósmico. Quizá se equivocara, pero sospechaba que el gusano se refería a rotaciones de la Vía Láctea; el tiempo que una estrella típica, a la distancia actual del centro galáctico, tardaba en realizar una órbita completa. Cada una de aquellas órbitas debía durar más de doscientos millones de años… lo que significaba que la memoria racial de la larva (si eso es lo que era) abarcaba más de trescientos millones de años de viaje espacial. Los dinosaurios ni siquiera eran un esbozo en el cuadro evolutivo por aquel entonces. Era un período de tiempo que hacía que los humanos y todo lo que habían hecho pareciera una capa de polvo en la cima de una montaña.

—Cuéntame el resto.

—Después encontramos otras larvas. Pero no eran como nosotros. No parecían larvas, la verdad. No querían… tolerarnos. Eran como una madriguera hueca pero… deshabitada. Solo la madriguera hueca.

Una nave sin seres vivos a bordo.

—¿Inteligencias artificiales?

La boca volvió a sonreír. Lo cierto es que era algo bastante obsceno.

—Sí. Inteligencias artificiales. Máquinas hambrientas. Máquinas que comían larvas. Máquinas que nos comían.

Máquinas que nos comían.

Pensé en la forma en la que el gusano había dicho aquello; era como si todo se redujera a un aspecto ligeramente molesto de la realidad; algo que había que aguantar, pero que realmente no era culpa de nadie. Recordé mi repugnancia al pensar en el derrotista modo de pensar del gusano.

No… yo no sentí repugnancia
, me dije a mí mismo.
Sky Haussmann la sintió
.

Así era, ¿no?

Ratko nos condujo a los tres a través de los rudimentarios túneles de la fábrica de Combustible de Sueños. De vez en cuando pasábamos por cámaras más amplias, poco iluminadas, en las que trabajadores con abrigos color gris brillante se agachaban sobre bancos tan abarrotados de equipos químicos que parecían ciudades de cristal en miniatura. Había enormes retortas llenas de litros de Combustible de Sueños, de un oscuro y reluciente rojo sangre. Justo al final de la cadena de producción había unos ordenados estantes llenos de frascos listos para la distribución. Muchos de los trabajadores tenían gafas como las de Ratko, lentes especializadas que se ajustaban entre chasquidos y chirridos para cada tarea del proceso de producción.

—¿Adónde nos llevas? —pregunté.

—Queríais beber, ¿no?

—Creo que nos lleva hasta el hombre —susurró Quirrenbach—. El hombre que lo dirige todo, así que no lo subestimes… aunque sí que tiene unas extrañas creencias.

—¿Gideon? —preguntó Zebra.

—Bueno, es parte de él —respondió Ratko, obviamente por un malentendido.

Pasamos a través de otra serie de laboratorios de producción y después llegamos a una oficina de paredes rugosas en la que estaba tumbado (o sentado, no quedaba muy claro a primera vista) un anciano marchito, delante de un enorme y abollado escritorio de metal. El hombre estaba en una especie de silla de ruedas: un artilugio tosco, negro y blindado que hervía suavemente; el vapor susurraba al salir por unas válvulas con fugas. Las tuberías de alimentación llegaban hasta la silla desde la pared. Se suponía que podía desacoplarse de ellas si necesitaba moverse, deslizándose sobre las ruedas esqueléticas de radios arqueados sobre los que estaba suspendida la silla.

El cuerpo del hombre era difícil de distinguir bajo las capas de mantas aluminizadas. Emergieron dos brazos de exquisita delgadez, el izquierdo cruzado sobre el muslo y el derecho jugando con el ejército de palancas y botones negros instalados en uno de los brazos de la silla.

—Hola —dijo Zebra—. Tú debes ser el hombre.

Él nos miró uno a uno. La cara del hombre era piel colgada sobre hueso, gastada en algunos puntos hasta parecer pergamino, de modo que tenía una extraña cualidad translúcida. Pero todavía se percibía un aura de belleza a su alrededor y sus ojos, cuando finalmente me miraron, eran como dos penetrantes astillas de hielo interestelar. La mandíbula era fuerte, casi despectiva. Los labios temblaban como si estuviera a punto de contestar.

En vez de hacerlo, la mano derecha se movió sobre una variedad de controles, bajó palancas y empujó botones con una destreza que me sorprendió. Los dedos, aunque delgados, parecían fuertes y peligrosos como las garras de un buitre.

Levantó la mano de las palancas. Algo comenzó a suceder dentro de la silla, un ruidoso y rápido repiqueteo de interruptores mecánicos. Cuando el ruido cesó, la silla comenzó a hablar; sintetizaba sus palabras con una serie de silbidos que, con un poco de concentración, podían entenderse.

—Es evidente. ¿Qué puedo hacer por ti?

Lo miré maravillado. Había pensado muchas cosas sobre Gideon, pero nunca me había imaginado algo así.

—Podrías ofrecernos las bebidas que Ratko nos prometió —dije.

El hombre asintió (el movimiento fue lacónico, como mucho) y Ratko fue hasta un armario colocado en un agujero de roca, en la esquina de la oficina. Volvió con dos vasos de agua. Me bebí el mío de un trago. No sabía demasiado mal, teniendo en cuenta que probablemente hubiera sido vapor hacía tan solo un rato. Ratko le ofreció algo a Zebra y ella aceptó con un claro recelo; estaba claro que la sed podía con el miedo a que la envenenaran. Puse el vaso vacío en el destrozado escritorio de metal.

—No eres del todo lo que esperaba, Gideon.

Quirrenbach me dio un codazo.

—Ese no es Gideon, Tanner. Es, bueno… —y dejó la palabra en el aire antes de añadir débilmente—… el hombre, como te dije.

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