El hombre presionó una nueva serie de órdenes en la silla. Hubo otro repiqueteo (duró unos quince segundos) antes de que la voz comenzara de nuevo a brotar.
—No, no soy Gideon. Pero probablemente hayas oído hablar de mí. Yo construí este lugar.
—¿El qué? —preguntó Zebra—. ¿Este laberinto de túneles?
—No —respondió él tras otra pausa para que la silla procesara las palabras—. No. No este laberinto de túneles. Toda la ciudad. Todo el planeta. —Había programado una pausa para aquel momento—. Soy Marco Ferris.
Recordé lo que Quirrenbach había dicho sobre que el hombre tenía unas extrañas creencias. Bueno, aquello encajaba en la descripción. Pero no podía evitar sentir una ligera empatia por el hombre de la silla de ruedas de vapor.
Después de todo, yo tampoco estaba del todo seguro sobre mi identidad.
—Bueno, Marco —dije—. A ver si puedes responderme una pregunta. ¿Eres tú el que dirige esto o es Gideon? De hecho, ¿existe Gideon?
La silla traqueteó y tintineó.
—Bueno, no cabe duda de que yo dirijo este sitio, señor… —dejó clara la poca importancia de mi nombre con un breve gesto de su otra mano; le suponía demasiado trabajo detenerse a media frase para preguntármelo—. Pero Gideon está aquí. Gideon siempre ha estado aquí. Sin Gideon, yo no estaría aquí.
—Bien, ¿por qué no nos llevas a verlo? —preguntó Zebra.
—Porque no hace falta. Porque nadie va a ver a Gideon sin una buena razón. Yo llevo todos los asuntos así que, ¿para qué meter a Gideon? Gideon es tan solo el proveedor. No sabe nada.
—De todos modos, me gustaría hablar con él —dije.
—Lo siento. No es posible. No es posible en absoluto. —Retiró la silla del escritorio y las enormes ruedas de radios arqueados retumbaron sobre el suelo.
—Sigo queriendo ver a Gideon.
—Eh —dijo Ratko tras dar un paso para interponerse entre el hombre que se creía Marco Ferris y yo mismo—. Ya has oído al hombre, ¿no?
Ratko se movió, pero era un aficionado. Lo derribé y se quedó gimiendo en el suelo con un antebrazo roto. Le hice un gesto a Zebra para que se agachara y cogiera la pistola que Ratko había estado a punto de sacar. Ya estábamos ambos armados. Saqué mi propia pistola, mientras Zebra apuntaba con la otra a Ferris, o a quienquiera que fuese.
—Este es el trato —dije—. Llévame a Gideon. O llévame a Gideon llorando de dolor. ¿Qué te parece?
Él empujó y tiró de otro grupo de controles e hizo que la silla se desenchufara de sus tuberías de alimentación. Supuse que habría armas instaladas en la silla, pero no creía que fuera lo bastante rápido como para que le sirvieran de algo.
—Por aquí —dijo Ferris tras otro período más breve de chasquidos.
Nos condujo a través de más túneles que volvían a bajar en espiral. La silla se autopropulsaba por medio de una serie de rápidos resoplidos y Ferris la conducía con pericia por las estrechas chicanes de roca. Me intrigaba. Quirrenbach (y quizá Zebra) parecían aceptar que alucinaba. Pero, si no era quien decía ser, ¿quién era?
—Cuéntame cómo llegaste hasta aquí —le dije—. Y cuéntame qué tiene que ver con Gideon.
Más chasquidos.
—Es una larga historia. Por suerte, he tenido que contarla a menudo. Por eso tengo esta declaración pregrabada.
La silla hizo algunos chasquidos más y después una voz comenzó a hablar.
—Nací en Yellowstone, creado en una matriz de acero y criado por robots. Aquello fue antes de que pudiéramos transportar a seres vivos de estrella en estrella. Tenías que desarrollarte a partir de un óvulo congelado; unos robots que ya habían llegado te despertaban a la vida. —Ferris había sido uno de los amerikanos; yo ya lo sabía. Había pasado tanto tiempo de aquello (había sido incluso antes de los tiempos de Sky Haussmann) que, al menos en mi cabeza, había comenzado a mezclarse en un trasfondo histórico general en el que ya estaban los barcos veleros, los conquistadores, los campos de concentración y la peste negra—. Encontramos el abismo —me dijo Ferris—. Fue algo extraño. Nadie lo había visto desde el sistema de la Tierra, ni siquiera con los mejores instrumentos. Era demasiado pequeño. Pero en cuanto comenzamos a explorar nuestro mundo, allí estaba. Un profundo agujero en la corteza del planeta que escupía calor y una mezcla de gases que podía procesarse para obtener aire. Geológicamente hablando, no tenía mucho sentido. Bueno, sí, he visto las teorías, que Yellowstone tuvo que sufrir en su pasado reciente el efecto de las mareas tras un encuentro con el gigante de gas y que toda aquella energía calorífica de su núcleo tiene que filtrarse hasta la superficie y escapar a través de aberturas como la del abismo. Y quizá haya algo de verdad en eso, aunque no toda la verdad. No explica lo extraño del abismo; por qué los gases son tan diferentes al resto de la atmósfera: más cálidos, más húmedos, mucho menos tóxicos. Era casi como una tarjeta de visita. De hecho, eso es justo lo que era. Nadie lo sabe mejor que yo. Bajé para ver lo que había al fondo.
Entró con uno de los exploradores atmosféricos y bajó en espiral adentrándose cada vez más y más en el abismo hasta estar muy por debajo de la capa de niebla. El radar evitó que se estrellara contra las paredes, pero no dejaba de ser peligroso y, en cierto momento, su nave unipersonal sufrió una pérdida de energía que hizo que cayera todavía más. Al final tocó fondo a treinta kilómetros de la superficie. Su nave aterrizó sobre una capa de escombros sueltos que llenaban todo el suelo del abismo. Los procesos de reparación automática se pusieron en marcha, pero necesitaban decenas de horas para arreglar la nave y volver a llevarlo hasta la superficie.
Sin nada mejor que hacer, Ferris se puso uno de los trajes atmosféricos (diseñados para soportar presiones, temperaturas y composiciones químicas extremas) y comenzó a explorar la capa de escombros. La llamó la «escombrera». El aire cálido, húmedo y rico en oxígeno emitía vapor a través de los huecos entre las rocas.
Ferris bajó con cuidado y encontró una ruta a través de los escombros. El calor era peligroso y más de una vez pudo haberse matado de una caída, pero consiguió mantenerse en pie y seguir un camino que lo llevó cientos de metros más abajo. Los escombros presionaban las capas inferiores, pero siempre había rendijas por las que meterse; lugares en los que anclar pitones y cables. No dejó de pensar en la muerte, pero solo como algo abstracto. Ninguno de los primeros amerikanos tuvo que entender la muerte; nunca habían visto a nadie envejecer más que ellos ni morir. Era algo que no comprendían de forma visceral.
Y aquello era bueno. Porque si Ferris hubiera entendido los riesgos un poco mejor y hubiera comprendido lo que realmente entrañaba la muerte, probablemente no hubiera bajado tanto hacia el interior de la escombrera.
Y nuca hubiera encontrado a Gideon.
Debían haberse desplegado por el espacio hasta encontrar a otras especies, pensó Sky… una especie de inteligencia robot o ciborg.
Poco a poco, lentamente, consiguió sacarle una historia coherente a El Que Viaja Sin Miedo. Durante millones de años las larvas fueron una cultura pacífica e inocente que viajaba por el espacio, hasta que se encontraron con las máquinas. Las larvas se habían dispersado por el espacio por sus propias y arcanas razones; El Que Viaja Sin Miedo no supo explicárselas, salvo para dar a entender que tenían poco que ver con la curiosidad o la necesidad de recursos. Simplemente parecía que aquello era lo que hacían las larvas; un imperativo grabado en ellas desde la antigüedad evolutiva. No sentían gran interés por lo que la tecnología o la ciencia pudieran hacer por ellas, sino que parecían valerse de técnicas adquiridas tanto tiempo atrás en términos de memoria racial que ya habían olvidado sus fundamentos.
Como era previsible, no habían salido bien paradas tras el encuentro de sus colonias periféricas con las máquinas come-larvas. Los comedores de larvas llevaron a cabo lentas incursiones en el espacio de las larvas y presionaron a los alienígenas para que modificaran sus patrones de comportamiento, inamovibles desde hacía decenas de millones de años. Para sobrevivir, las larvas tuvieron que comprender primero que las estaban persiguiendo.
Y les llevó un millón de años asumirlo.
Después, con una lentitud glacial, aunque no contraatacaron, al menos desarrollaron estrategias de supervivencia. Abandonaron sus colonias en la superficie y emigraron todas al espacio interestelar para poder esconderse mejor de los comedores de larvas. Construyeron madrigueras huecas tan grandes como pequeños planetas. Con el tiempo, fueron encontrando los asolados vestigios de otras especies también perseguidas por los comedores, aunque ellos los llamaran de otra forma. Las larvas se apropiaron de su tecnología según les convenía, normalmente sin molestarse en comprenderla. El control de la gravedad y la inercia lo obtuvieron de una raza simbiótica llamada los Constructores de Nidos. Lograron una forma de comunicación instantánea gracias al legado de una cultura que se hacía llamar los Payasos Saltadores. Estos seres amonestaron con dureza a las larvas cuando les preguntaron si los mismos principios podían aplicarse al viaje instantáneo. Para los Payasos Saltadores había una delgada y blasfema línea entre la señalización y el viaje a mayor velocidad que la luz. Lo primero era aceptable dentro de unos parámetros muy rígidos de uso. Lo segundo era una perversión incalificable; un concepto tan desagradable que hacía que los Payasos más refinados se arrugaran y murieran de asco.
Solo las especies jóvenes más incultas no lo comprendían.
Pero todas las tecnologías de las que disponían las larvas y sus reticentes aliados no bastaron para vencer a las máquinas. Siempre eran más rápidas; siempre más fuertes. De vez en cuando lograban victorias orgánicas, pero la situación general siempre hacía que ganaran los comedores de larvas.
Sky pensaba sobre aquello cuando lo llamó Gómez. La urgencia de su voz era obvia a pesar de lo débil de la señal.
—Sky. Malas noticias. Las dos lanzaderas han disparado un par de zánganos. Puede que solo sean cámaras, pero yo diría que tienen cabezas nucleares anticolisión. Están en trayectorias de alta gravedad y nos alcanzaran en unos quince minutos.
—No lo harían —dijo Norquinco—. No nos atacarían sin averiguar primero lo que está pasando. Correrían el riesgo de destruir toda una nave de la Flotilla que tiene… supervivientes, justo como pensábamos.
—No —dijo Sky—. Lo harán, aunque solo sea para evitar que nos hagamos con lo que crean que hay en ella.
—No me lo creo.
—¿Por qué no? Es exactamente lo que yo haría.
Le dijo a Gómez que se quedara quieto y cerrara la comunicación. La fracción de día que pensaban tener para ellos había quedado reducida a menos de un cuarto de hora. Probablemente no bastara para volver a la lanzadera y salir de allí, incluso aunque no tuvieran obstáculos que esquivar. Pero todavía tenían tiempo para hacer algo. Tiempo, de hecho, para oír el resto de lo que El Que Viaja Sin Miedo tenía que decir. Puede que aquello hiciera que todo cambiase. Intentó no pensar en los minutos que avanzaban ni en los misiles que volaban hacia ellos, y le dijo a la larva que continuara su historia.
La larva aceptó alegremente.
—Gideon —dijo el hombre de la silla de ruedas tras abreviar su historia con una abrupta secuencia de órdenes.
Habíamos llegado a una caverna natural, en lo alto de un lateral de la pared de roca. Tenía un saliente lo bastante grande como para que entrara la silla de ruedas. Pensé en empujar a Ferris por el borde, pero había una barandilla de seguridad de aspecto robusto que solo se interrumpía en un punto, para permitir el acceso a una escalera de caracol enrejada que conducía hasta el suelo de la cámara.
—Joder —dijo Quirrenbach tras mirar por el borde.
—Empiezas a pillarle el tranquillo —dije.
Supongo que yo me hubiera sobresaltado tanto como Quirrenbach, de no ser por haber visto ya lo que Sky había encontrado a bordo del
Caleuche
. Allí había otro gusano,
(más grande que el que había visto Sky
, pensé) pero solo; no tenía larvas ayudantes.
—No es exactamente lo que me esperaba —dijo Zebra.
—No es lo que suele esperar nadie —dijo el hombre de la silla.
—Me puede explicar alguien qué coño es esa cosa —dijo Quirrenbach, como alguien que se agarrara desesperado a los últimos vestigios de su cordura.
—Más o menos lo que parece —dije—. Una enorme criatura alienígena. Inteligente, a su manera. Se hacen llamar larvas.
Quirrenbach habló entre dientes y las palabras surgieron una a una.
—Cómo. Lo. Sabes.
—Porque ya tuve el placer de conocer a uno de ellos.
—¿Cuándo? —preguntó Zebra.
—Hace mucho, mucho tiempo.
Quirrenbach parecía un hombre al borde de un ataque de nervios.
—Me estás perdiendo, Tanner.
—Créeme, yo tampoco sé si creérmelo del todo —señalé con la cabeza a Ferris—. Tú y él, el gusano, mantenéis una gran relación, ¿no?
La silla chasqueó.
—La verdad es que es bastante simple. Gideon nos da algo que necesitamos. Yo lo mantengo con vida. ¿No es un trato justo?
—Lo torturas.
—A veces necesita que lo animen, eso es todo.
Volví a mirar al gusano. Descansaba en un recinto de metal, una bañera de paredes escarpadas en la que un fluido negro salobre llegaba a la rodilla, como si se tratara de la tinta de un calamar. Estaba encadenado y a su alrededor se veían andamios y pasarelas amenazadores. Unas máquinas oscuras y con aspecto industrial esperaban en puentes de servicio a que las transportaran sobre el gusano. Tenía cables eléctricos y líneas de fluido pinchados en varios lugares de su cuerpo.
—¿Dónde lo encontraste? —preguntó Zebra.
—Aquí, ya ves —le dijo Ferris—. Estaba dentro de los restos de una nave. Se había estrellado aquí, en la base del abismo, quizá hacía un millón de años. Un millón de años. Pero eso no es nada para él. Aunque dañada e incapaz de volar, la nave lo había mantenido con vida, en semihibernación, durante todo aquel tiempo.
—¿Simplemente se estrelló aquí? —pregunté.
—Hubo algo más. Huía de algo. Pero nunca he logrado averiguarlo.
Interrumpí la secuencia de sonidos que emitía la silla.
—Déjame adivinarlo. Una raza de máquinas asesinas sentientes. Han estado atacando a esta raza (y a otras) durante millones de años; acosándolos de estrella en estrella. Al final, las larvas se vieron obligadas a huir al espacio interestelar y a evitar la luz de las estrellas. Pero algo debió conducir a este gusano hasta aquí… una misión de espionaje o algo parecido.