Ciudad abismo (98 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Ciudad abismo
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—¿Y bien? —pregunté, interrumpiéndola—. ¿Cuánto de todo esto estás preparada para creer?

—No estoy segura, señor Mirabel. ¿Puede contarme cómo podría saber todo eso, si no es mucha molestia?

—Conocí a Gitta —dije—. Y ella me dijo algo que me hace pensar que Constanza decía la verdad.

—¿Cree que Gitta averiguó quién era Cahuella antes que nadie?

—Sí. Hay muchas posibilidades de que ella diera con las pruebas de Constanza y que eso la condujera hasta Cahuella, aunque habían pasado al menos dos siglos desde que Sky hubiera sido supuestamente ejecutado.

—¿Y cuando lo encontró?

—Ella esperaba un monstruo, pero no fue eso lo que descubrió. Él no era el mismo hombre que había conocido Constanza. Gitta intentó odiarlo, creo, pero no pudo.

—¿Qué cree que la hizo estar segura de haberlo encontrado?

—Su nombre, creo. Lo tomó de la leyenda del
Caleuche
, el barco fantasma. Cahuella era su delfín; un vínculo con el pasado que no pudo cortar.

—Bueno, es una teoría realmente interesante.

Me encogí de hombros.

—Probablemente no sea más que eso. Oirás historias más extrañas si pasas algún tiempo aquí, créeme.

Era una recién llegada a Yellowstone; una soldado, como yo, pero ella no había sido enviada con una misión, sino por un error administrativo.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí, señor Mirabel?

—Seis años —respondí.

Miré el ventanal. La vista de la ciudad no había cambiado mucho desde que llegara de Refugio. La espesura de la Canopia se alargaba como una sección del pulmón de alguien: un retorcido enredo negro sobre el fondo marrón de la Red Mosquito. Hablaban de limpiarla el año siguiente.

—Eso es mucho tiempo, seis años.

—No para mí.

Al decir aquello, pensé en el momento en el que me había despertado en Refugio. Tuve que haberme desmayado por la pérdida de sangre causada por la herida que Tanner me había infligido, aunque casi no la hubiera sentido en aquel momento. Tenía la ropa abierta y un ungüento médico color turquesa aplicado en el corte de sutura que había abierto el cuchillo. Estaba tendido en una camilla y uno de los esbeltos criados me miraba.

Yo era una masa de moratones y me dolía cada vez que respiraba. Sentía la boca extraña, como si no me perteneciera.

—¿Tanner?

Era la voz de Amelia. Se movió para que la viera, con una cara angelical, justo el mismo aspecto que tenía el día de mi reanimación en el hábitat Mendicante.

—Ese no es mi nombre —dije, sorprendido al notar que mi voz parecía normal, aunque un poco rasposa por el cansancio. No me parecía que mi boca fuera capaz de algo tan sutil como el lenguaje.

—Eso me había parecido —dijo Amelia—. Pero es el único nombre por el que te conozco, así que tendrá que bastar por ahora.

Yo estaba demasiado débil para discutir y ni siquiera estaba seguro de querer hacerlo.

—Me salvaste —dije—. Tengo una deuda de gratitud contigo.

—A mí me parece que te salvaste tú solo —dijo ella. La sala era mucho más pequeña que la habitación en la que había muerto Reivich, pero estaba iluminada con el mismo tono de oro otoñal y las paredes cinceladas con las mismas intrincadas fórmulas matemáticas que había visto en el resto de Refugio. La luz jugó con el copo de nieve que llevaba al cuello—. ¿Qué te pasó, Tanner? ¿Qué te pasó para hacerte capaz de matar a un hombre de esa manera?

Su pregunta sonaba acusadora, menos por el tono en el que la dijo. Me di cuenta de que no me culpaba. Amelia parecía reconocer que no era necesariamente responsable de los horrores de mi propio pasado, como el hombre despierto no es responsable de las atrocidades que comete en sueños.

—El hombre que yo era —dije— cazaba.

—¿El hombre del que hablabais? ¿El hombre llamado Cahuella?

Asentí.

—Tenía genes de serpiente insertados en los ojos, entre otros trucos. Quería ser capaz de cazar a cualquier criatura en la oscuridad de igual a igual. Creía que eso era todo. Pero me equivoqué.

—Pero ¿no lo sabías?

—No hasta que llegó el momento. Creo que Reivich lo sabía. Sabía que Cahuella tenía glándulas de veneno y los medios para inocular el veneno en un anfitrión. Los Ultras debieron contárselo.

—¿Y trató de decírtelo?

Moví la cabeza arriba y abajo sobre la almohada.

—Quizá prefería que viviera uno de nosotros más que el otro. Espero que hiciera la elección correcta.

—Claro que lo hizo —dijo Zebra.

Me di la vuelta (y me dolió) para verla de pie al otro lado de la cama.

—Parece que Reivich dijo la verdad. Sobre la pistola. Solo os durmió —dije.

—No era una mala persona —dijo Zebra—. No quería que saliera herido nadie más que el hombre que mató a su familia.

—Pero yo sigo vivo. ¿Quiere eso decir que falló?

Ella sacudió la cabeza lentamente. Parecía radiante bajo aquella luz dorada y yo me di cuenta de que la deseaba profundamente, no importaba que nos hubiéramos traicionado o lo que nos esperara en el futuro; no importaba que yo ni siquiera tuviera un nombre por el que pudiera llamarme.

—Creo que al final consiguió lo que quería. Al menos, casi todo.

Algo en su voz me decía que me estaba ocultando algo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Supongo que nadie te lo ha dicho —dijo Zebra—. Pero Reivich nos mintió a todos.

—¿Sobre qué?

—Sobre su escaneado. —Miró al techo y las líneas de su cara se definieron en marcas doradas. Las rayas de su piel todavía eran levemente visibles—. Fue un fracaso. Lo hicieron demasiado rápido. No lo capturaron.

Hice todos los movimientos para demostrar mi incredulidad, aunque podía ver que Zebra decía la verdad.

—Pero no puede haber fallado. Hablé con una copia suya después de que lo escanearan.

—Creíste hacerlo. Parece ser que se trataba tan solo de una simulación de nivel beta, una representación de Reivich programada para imitar sus respuestas y hacerte pensar que el escaneado había tenido éxito.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué quiso fingir que había funcionado?

—Creo que fue por Tanner —dijo ella—. Reivich quería que Tanner pensara que todo había sido en vano; que incluso matar al cuerpo físico de Reivich era un gesto sin sentido.

—Pero no lo era —dije.

—No. Reivich hubiera muerto de todos modos, tarde o temprano… pero fue en realidad Tanner el que lo hizo.

—Y él lo sabía, ¿verdad? Todo el tiempo que estuvimos con él sabía que iba a morir y que el escaneado había fallado.

—¿Quiere eso decir que ganó? —preguntó Zebra—. ¿O que lo perdió todo?

Le cogí una mano y la apreté.

—Ya no importa. Nada de eso importa. Tanner, Cahuella, Reivich… todos están muertos.

—¿Todos?

—Todos los que importan.

Y después miré la fuente de luz dorada durante lo que me pareció una eternidad, hasta que Zebra y Amelia me dejaron solo. Estaba cansado; el tipo de cansancio absoluto que pesa demasiado para dejarte escapar por el sueño. Pero acabé cerrando los ojos. Y llegaron los sueños. Esperaba que no fuera así, pero con los sueños llegó la habitación blanca y el prístino horror de lo que había pasado allí; lo que me había pasado a mí; lo que me había hecho a mí mismo.

Más tarde, mucho más tarde, volví a Ciudad Abismo. Fue un largo viaje de regreso y se vio interrumpido por una parada en el hábitat Mendicante para devolver a Amelia a su labor. Se lo había tomado todo muy bien y, cuando me ofrecí a ayudarla de alguna forma (sin saber muy bien cómo), ella rechazó todas mis intenciones y únicamente me pidió que hiciera una donación a los Mendicantes del Hielo cuando pudiera.

Le prometí que lo haría. Una promesa que mantuve.

Quirrenbach, Zebra y yo organizamos una reunión con Voronoff al llegar a la Canopia.

—Es sobre el Juego —dije—. Vamos a proponer una importante reestructuración de todo el tema.

—¿Por qué piensas que puede interesarme? —bostezó Voronoff.

—Escúchanos —dijo Quirrenbach, después de lo cual comenzó a explicar el esquema que los tres habíamos diseñado desde nuestra estancia en Refugio. Era complejo y por un momento pareció que no llegábamos a Voronoff. Pero, poco a poco, lo comprendió.

Escuchó lo que teníamos que contarle.

Y, finalmente, dijo que le gustaban nuestras ideas. Que quizá pudiera funcionar.

Propusimos una nueva forma de caza; algo que llamaríamos Juego de Sombras. En esencia, era parecido al viejo Juego clandestino que la ciudad había engendrado tras la Plaga. Pero todos sus detalles serían radicalmente distintos, empezando por la legalidad. Llevaríamos el Juego a la luz del día, estableceríamos reglas para los patrocinadores y una estructura que garantizara la cobertura y los comentarios a todos los que quisieran disfrutar de la emoción indirecta de la caza de hombres. Nuestros perseguidores serían algo más que niños ricos en busca de una noche de aventura fácil. Serían expertos entrenados; cazadores-asesinos. Los formaríamos en profesionalidad y les inventaríamos elaborados personajes, cultos a la personalidad que elevarían el Juego al nivel de arte. Reclutaríamos a los mejores jugadores ya existentes, claro. Chanterelle Sammartini había aceptado ser nuestra primera empleada. Yo no dudaba que encajaría perfectamente en el papel.

Pero cambiaríamos algo más que los cazadores.

No habría víctimas. Los cazados serían voluntarios. Sonaba a locura, pero aquella era la parte que más interesó a Voronoff.

No habría premio para los supervivientes, aparte de la supervivencia en sí. Pero con ella vendría un inmenso prestigio. Tendríamos todos los voluntarios que quisiéramos: sacados de la enorme reserva de casi inmortales aburridos y ricos que llenaban la Canopia. En la forma revisada del Juego, finalmente, encontrarían la forma de darle un riesgo controlado a sus vidas. Firmarían contratos con nosotros en los que se detallarían los términos de una competición concreta: la duración, la zona permitida de juego y los tipos de armas que podría usar el asesino. Todo lo que debían hacer era permanecer vivos hasta que expirara el contrato. Serían famosos y envidiados. Otros les seguirían, ansiosos por hacerlo un poco mejor: un contrato más largo; unos términos de juego más arriesgados.

Por supuesto, usaríamos implantes de seguimiento… pero no funcionarían igual que el dispositivo que Waverly me había instalado en el cráneo y que Dominika, tan amablemente, me había extirpado sin cita previa. Asesino y cazado llevarían dispositivos emparejados, que estarían programados para activarse y transmitir solo cuando se acercaran a cierta distancia… de nuevo, especificada en los términos del contrato. Ambas partes sabrían cuándo pasaba mediante un pitido en el cráneo o algo similar. Y en aquella hora final de la persecución, los medios de comunicación podrían descender por primera vez y ser testigos del final… acabara como acabara.

Voronoff al final se unió a nosotros. Fue nuestro primer cliente.

Llamamos a nuestra compañía Punto Omega; pronto llegaron otros y les dimos la bienvenida a los competidores. Al cabo de un año de funcionamiento, habíamos hecho que se olvidara la antigua caza. No era una parte de la historia de la ciudad que nadie quisiera ensalzar. Y así pasó todo.

Primero procuramos dejar que nuestros clientes sobrevivieran a los términos de sus contratos, en su mayoría. Nuestros asesinos perdían su rastro en el momento crítico o fallaban el disparo de la única bala que se especificaba en el contrato. Era una forma de construir una lista inicial de clientes, de modo que nuestro nombre se diera a conocer con mayor rapidez.

Una vez que aquello ocurrió, nos pusimos serios. Era de verdad; tenían que luchar de verdad por seguir con vida durante el tiempo del contrato.

Y la mayoría lo conseguía. Las probabilidades de morir durante el Juego de las Sombras fluctuaban alrededor del treinta por ciento (lo bastante seguro como para que los jugadores no dejaran de participar, al margen de su nivel de aburrimiento), pero el riesgo bastaba para que la supervivencia, ganar, fuera algo valioso.

Punto Omega se hizo muy rico. A los dos años de mi llegada a Ciudad Abismo estaba entre los cien individuos más ricos (corpóreos o no) de todo el sistema de Yellowstone.

Pero nunca olvidé la promesa que me hice a mí mismo durante el largo viaje hasta Refugio.

Que si sobrevivía, lo cambiaría todo.

Con el Juego de Sombras, ya había empezado. Pero no era suficiente. Tenía que alterar totalmente la ciudad. Destruir el sistema que me había permitido florecer; acabar con el equilibro tácito entre el Mantillo y la Canopia. Comencé por reclutar a mis nuevos cazadores en el mismo Mantillo. Aquello no me suponía ningún riesgo, ya que los habitantes de aquella zona eran tan buenos en el arte como cualquiera que pudiera encontrar en la Canopia… e igual de receptivos a mis métodos de entrenamiento.

Igual que el juego me había hecho rico a mí, hice que mis mejores jugadores amasaran fortunas más allá de sus sueños. Y observé cómo parte de aquella riqueza se filtraba de vuelta al Mantillo.

Era un pequeño comienzo. Podría llevar años, incluso décadas, producir un cambio visible en la jerarquía de Ciudad Abismo. Pero sabía que ocurriría. Me lo había prometido a mí mismo. Y aunque había roto promesas en el pasado, no volvería a hacerlo nunca.

Después de un tiempo, comencé a llamarme Tanner otra vez. Sabía que era mentira; que no tenía derecho a llevar aquel nombre; que le había robado primero los recuerdos y luego la misma vida al hombre que realmente se llamaba Tanner Mirabel.

Pero ¿qué importaba ya aquello?

Pensaba en mí mismo como en el guardián de sus recuerdos; de todo lo que había sido. No se le podía considerar un buen hombre, al menos bajo ninguna definición razonable de la expresión. Había sido cruel y violento, y se había acercado al arte de la ciencia y al asesinato con la estudiada frialdad de un geómetra. Pero nunca había sido realmente malvado y, en el momento que marcó su vida para siempre, cuando disparó a Gitta, intentaba hacer algo bueno.

Lo que había ocurrido después; lo que lo había convertido en un monstruo… no importaba. No empañaba lo que Tanner había sido antes.

Era, pensé, un nombre tan bueno como cualquier otro. Y nunca habría un día en que no lo considerara mío.

Decidí no luchar contra ello.

Me di cuenta de que me había perdido en otra ensoñación. La mujer de mi oficina esperaba a que dijera algo.

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