La criatura se revolvió en el hueco, se desenroscó con lánguida paciencia, como si (en algún simple bucle de su diminuto cerebro) comprendiera que su presa no iría a ninguna parte.
La cría no era una cobra real grande; debía haber nacido de su árbol madre en los últimos cinco años, a juzgar por el tono rosáceo de su caperuza fotovoltaica, recogida alrededor de la cabeza como las alas de un murciélago dormido. Perdían aquel color al acercarse a la madurez, ya que solo las cobras reales adultas eran lo bastante largas como para alcanzar las copas de los árboles y desplegar sus caperuzas. Si a la criatura se le permitía crecer, en un par de años su tono rosáceo se oscurecería hasta convertirse en un negro cubierto de lentejuelas: un mosaico oscuro tachonado de células fotovoltaicas, como los iridóforos.
La criatura enroscada bajó hasta el suelo, como un rollo de cuerda rígida tirado desde un barco hacia el amarradero. Durante un momento descansó, mientras abría y cerraba suave y lentamente la caperuza fotovoltaica, como las agallas de un pez. Lo cierto es que era muy grande, al verla más de cerca.
Había visto cobras reales docenas de veces en estado salvaje, pero nunca de cerca y nunca de cuerpo entero; solo un vistazo entre árboles a una distancia segura. Aunque nunca había estado cerca de una sin tener un arma que pudiera matarla con facilidad, siempre había sentido un poco de miedo en aquellos encuentros. Lo entendía. En realidad, era algo natural: el miedo humano a las serpientes, una fobia escrita en los genes después de millones de años de prudente evolución. La cobra real no era una serpiente, y sus antepasados no se parecían ni remotamente a nada que hubiera vivido alguna vez en la Tierra. Pero parecía una serpiente; se movía como una serpiente. Era lo único que importaba.
Gritó.
—Puede que al final me decepcionaras —dije a modo de mensaje silencioso a Norquinco, al que ya no le quedaba ningún medio a su alcance para oírme—. Pero no puedo negar que hiciste un trabajo ejemplar.
Payaso sonrió.
—¿Armesto? ¿Omdurman? Espero que estéis viendo esto. Espero que veáis lo que voy a hacer. Quiero que quede claro. ¿Me entendéis?
La voz de Armesto apareció tras el retardo, como si estuviera a medio camino del quasar más cercano. Era débil porque las otras naves se habían desprendido de todos los dispositivos no esenciales de comunicación: cientos de toneladas de hardware redundante.
—Has quemado todos tus puentes, hijo. Ya no puedes hacer nada más, Sky. A no ser que consigas persuadir a algunos viables más para que crucen el río Estigio.
Sonreí al escuchar la referencia clásica.
—No seguirás pensando que asesiné a algunos de esos muertos, ¿verdad?
—En la misma medida que pienso que asesinaste a Balcazar. —Armesto guardó silencio durante unos instantes; un silencio solo roto por la estática; crujidos y chasquidos de ruido interestelar—. Tómatelo como quieras, Haussmann…
Los oficiales del puente de mi nave miraron a Armesto incómodos cuando mencionó al anciano, pero ninguno de ellos haría nada más. La mayoría debían de albergar sus sospechas. Todos me eran ya leales; había comprado su lealtad al promover a los insatisfechos a puestos de importancia en la jerarquía de la tripulación, justo lo que mi querido Norquinco había intentado obligarme a hacer. Eran débiles en su mayor parte, pero aquello no me preocupaba. Con las capas de automatización que Norquinco había traspasado, casi podía dirigir el
Santiago
yo solo.
Quizá pronto tuviera que hacerlo.
—Habéis olvidado algo —dije, disfrutando del momento.
Armesto debía de estar seguro de no haber olvidado nada y parecía pensar que podía ganar la carrera.
Qué equivocado estaba.
—No lo creo.
—Lleva razón —dijo la voz de Omdurman desde el
Bagdad
, igual de débil—. Has utilizado todas tus opciones, Haussmann. No tienes más ventajas.
—Salvo una —respondí.
Tecleé unas órdenes en la consola de mi sillón de mando. Sentí, de manera subliminal, cómo se doblegaban ante mi voluntad las capas escondidas de los subsistemas de la nave. En la pantalla principal se mostraba una vista a lo largo del eje, muy parecida a la que había observado al desacoplar los dieciséis anillos de los muertos.
Pero aquella vez era diferente.
Los anillos fueron dejando el eje por las seis caras. Seguía teniendo cierta armonía (yo era demasiado perfeccionista para que no fuera así), pero ya no era una fila ordenada de anillos. Estaba desprendiendo uno de cada dos anillos de los ochenta que quedaban. Cuarenta anillos se separaron del eje del
Santiago
…
—Por Dios santo —dijo Armesto cuando vio lo que estaba pasando—. Por Dios santo, Haussmann… ¡No! ¡No puedes hacerlo!
—Demasiado tarde —respondí—. Ya lo he hecho.
—¡Esas personas están vivas!
Sonreí.
—Ya no.
Y entonces desvié la atención de nuevo hacia la vista, antes de que terminara la gloria de lo que había hecho. En verdad, era algo hermoso. También cruel, lo admitía. Pero ¿qué era la belleza si no tenía una pizca de crueldad en su corazón?
En aquellos momentos supe que había ganado.
Cogimos el Céfiro hasta la terminal del behemoth; al tren seguía impulsándolo la misma locomotora con forma de dragón que nos había llevado a Quirrenbach y a mí hasta la ciudad hacía unos cuantos días.
Usé el poco efectivo que me quedaba para comprarme una falsa identidad en una de las tiendas, un nombre y un historial de crédito superficial, lo justo para poder salir del planeta y, con suerte, entrar en Refugio. Había entrado como Tanner Mirabel, pero no me atrevía a volver a usar el nombre. Normalmente era capaz de sacar del aire un nombre falso y meterme en aquel disfraz por puro reflejo, pero algo me hizo dudar al seleccionar mi nueva identidad.
Al final, cuando el mercader estaba a punto de perder la paciencia, le dije:
—Conviérteme en Schuyler Haussmann.
El nombre no significaba casi nada para él, ni siquiera el apellido le pareció digno de ningún comentario. Me repetí el nombre unas cuantas veces hasta que me resultó lo bastante familiar como para reaccionar de la forma apropiada si oía mi nombre en un sistema de megafonía o si alguien lo susurraba en una habitación repleta de gente. Después reservamos plaza para el siguiente behemoth disponible que nos pudiera sacar de Yellowstone.
—Yo también voy, por supuesto —dijo Quirrenbach—. Si dijiste en serio lo de proteger a Reivich, soy la única forma que tienes de poder acercarte a él.
—¿Y si no hablaba en serio?
—¿Quieres decir que puede que sigas pensando en matarlo?
Asentí.
—Tienes que admitirlo; sigue siendo una posibilidad —dije.
Quirrenbach se encogió de hombros.
—Entonces haré lo que se suponía que debía hacer. Matarte a la menor oportunidad. Por supuesto, mi interpretación de este asunto es que no llegaremos a eso, pero no creas ni por un instante que no lo haría.
—Ni lo soñaría.
—Me necesitas, claro —añadió Zebra—. Yo también soy un contacto con Reivich, aunque no estuviera tan cerca de él como Quirrenbach.
—Puede que sea peligroso, Zebra.
—¿Sí? ¿Y visitar a Gideon no lo era?
—Cierto. Admitiré que agradezco cualquier ayuda que pueda conseguir.
—Entonces también me querrás a mí —dijo Chanterelle—. Después de todo, soy la única de aquí que realmente sabe cómo cazar a alguien.
—No se ponen en duda tus habilidades para la caza —dije—. Pero no será como una. Si conozco a Tanner (y me temo que puede que lo conozca tanto como él mismo), no seguirá ninguna norma escrita.
—Entonces tendremos que jugar sucio antes que él, ¿no?
Por primera vez desde hacía siglos me reí casi con ganas.
—Estoy seguro de que podremos ponernos a la altura de la situación.
Quirrenbach, Zebra, Chanterelle y yo despegamos una hora después; el behemoth realizó un descenso en picado formando un arco sobre Ciudad Abismo antes de elevarse hacia las nubes cerradas, retorcidas como fantasmas por la colisión entre los implacables vientos de Yellowstone y la explosiva corriente ascendente del fondo del abismo. Miré hacia abajo y la ciudad parecía diminuta, como de juguete; el Mantillo y la Canopia parecían estar casi juntos, comprimidos en una sola capa urbana enredada y compleja.
—¿Estás bien? —me preguntó Zebra tras regresar a nuestra mesa con bebidas.
Me aparté de la ventana.
—¿Por qué?
—Porque casi parece que eches de menos ese sitio.
Cuando el viaje casi había terminado; cuando el éxito de lo que había planeado se hacía evidente (cuando habían empezado a decir abiertamente que yo era un héroe), visité a mis dos prisioneros.
En todos aquellos años nadie había localizado la cámara en lo más profundo del
Santiago
, aunque alguien (Constanza, para ser más exactos) había estado a punto de averiguar que existía. Pero la cámara se alimentaba con parsimonia de los sistemas de energía y soporte vital de la nave, y ni siquiera las indudables habilidades de Constanza ni su persistencia habían logrado sacar a la luz su ubicación. Y aquello estaba bien, porque aunque la situación ya no era tan crítica, en los largos años anteriores el descubrimiento de la cámara podría haberme arruinado. Pero mi situación era ya más segura; tenía suficientes aliados como para capear escándalos menores y había despachado de forma eficaz a la mayoría de los que se habían enfrentado a mí.
Por supuesto, técnicamente había tres prisioneros, aunque Sleek en realidad no encajaba en la categoría. Su presencia me había resultado útil y, al margen de cómo lo viera él, yo no consideraba su encarcelamiento como un castigo de verdad. Como siempre que llegaba, el delfín se dobló dentro de su tanque, pero llevaba bastante tiempo haciéndolo con pereza; su pequeño ojo negro solo registraba mi presencia vagamente. Me pregunté cuánto recordaba de su vida anterior, confinado en un tanque que tenía dimensiones oceánicas en comparación con el que había ocupado durante los últimos cincuenta años.
—Ya casi estamos allí, ¿verdad?
Me di la vuelta, sorprendido de escuchar el graznido de Constanza tras tanto tiempo.
—Muy cerca —respondí—. Acabo de ver Final del Camino con mis propios ojos, ¿sabes?… Como un mundo totalmente formado, no solo como una estrella brillante. Es una visión realmente maravillosa, Constanza.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —Luchó contra sus ataduras para intentar mirarme. Estaba atada a una camilla puesta en un ángulo de cuarenta y cinco grados.
—¿Desde que te traje aquí? No lo sé, ¿cuatro, cinco meses? —Me encogí de hombros como si no hubiera pensado mucho en el tema—. En realidad no importa, ¿no?
—¿Qué le has contado al resto de la tripulación, Sky?
Sonreí.
—No tenía que contarles nada. Hice que pareciera que te habías suicidado saltando de uno de los compartimentos estancos. Así no hace falta enseñar un cadáver. Dejé que los demás sacaran sus propias conclusiones.
—Algún día averiguarán lo que ha pasado.
—Bueno, lo dudo. Les he dado un mundo, Constanza. Quieren canonizarme, no crucificarme. No creo que eso cambie en mucho tiempo.
Ella siempre había sido problemática, por supuesto. Yo la había desacreditado después del incidente del
Caleuche
, al sacar a la luz un rastro de pruebas falsas que la involucraban en la conspiración del capitán Ramírez. Aquello supuso el final de su carrera en seguridad. Había tenido suerte de librarse de la pena de muerte o prisión, sobre todo en los desesperados días que siguieron a la separación de los módulos de los durmientes. Pero Constanza no había dejado de preocuparme, aunque la habían degradado a trabajos de escasa importancia. La tripulación en su conjunto había estado dispuesta a aceptar que la separación de los módulos había sido un acto desesperado, aunque necesario; una conclusión que yo había forzado a través de propaganda y mentiras sobre las intenciones de las otras naves. Ni si quiera yo mismo lo consideraba un crimen. Constanza no pensaba igual y se pasó sus últimos años de libertad intentando desenredar el laberinto de informaciones falsas que yo había tejido alrededor de mi persona. Siempre tanteaba el incidente del
Caleuche
; afirmaba que Ramírez era inocente e insistía en hacer locas especulaciones sobre la forma en que había muerto realmente el Viejo Balcazar; que sus dos médicos habían sido ejecutados injustamente. A veces hasta planteaba dudas sobre la muerte de Titus Haussmann.
Finalmente decidí que tenía que silenciarla. Para fingir su suicidio solo había necesitado unos pocos preparativos, lo mismo que para llevarla hasta la cámara de tortura sin que nadie más la viera. Se había pasado casi todo aquel tiempo drogada y atada, por supuesto, pero le había permitido pequeños momentos de lucidez de vez en cuando.
Era bueno tener a alguien con quien hablar.
—¿Por qué lo has mantenido con vida tanto tiempo? —me preguntó Constanza.
La miré, maravillado por lo vieja que estaba. Recordaba el momento en el que los dos habíamos estado frente al cristal del enorme tanque de los delfines; casi iguales.
—¿Al quimérico? Sabía que acabaría siéndome útil, eso es todo.
—¿Para torturarlo?
—No. Bueno, hice que pagara por lo que había hecho, pero eso no era más que el principio. Eso es. ¿Por qué no lo miras con más atención, Constanza? —Ajusté el ángulo de su camilla para que pudiera quedar de cara al infiltrado. El quimérico era mío por completo y ya no hacía falta atarlo. A pesar de todo, para estar más tranquilo, lo mantenía encadenado a la pared.
—Se parece a ti —dijo Constanza pensativa.
—Tiene veinte músculos faciales más que nosotros —dije con orgullo paternal—. Puede tirar de su piel, darle la configuración que desee y dejarla así. Y no ha envejecido mucho desde que lo traje aquí. Creo que puede hacerse pasar por mí. —Me restregué la cara y sentí la rugosidad de los cosméticos que tenía que llevar para compensar mi juventud antinatural—. Y hará cualquier cosa, cualquier cosa que yo le pida. ¿Verdad, Sky?
—Sí —respondió el quimérico.
—¿Qué planeas? ¿Usarlo como señuelo?
—Si llegamos a ese punto —dije—. Aunque, francamente, lo dudo.
—Pero solo tiene un brazo. Nunca lo confundirán contigo.
Volví a girar a Constanza hasta la posición que tenía antes de mi llegada.