—No es un problema insuperable, créeme. —Hice una pausa y saqué una enorme jeringa con una larga aguja del equipo de instrumentos médicos que tenía junto a la Caja de Dios, el dispositivo que había usado para aplastar y rehacer la mente del infiltrado.
Constanza vio la jeringa.
—Es para mí, ¿no?
—No —dije mientras avanzaba hacia el tanque del delfín—. Es para Sleek. El querido y viejo Sleek, que me ha servido con tanta lealtad todos estos años.
—¿Vas a matarlo?
—Bueno, estoy seguro de que lo considerará como un acto de compasión a estas alturas. —Abrí la parte superior del tanque y arrugué la nariz ante el horrible olor que salía del agua salobre en la que yacía. Sleek se volvió a doblar y yo le puse una mano tranquilizadora en la región dorsal. La piel, antes suave y brillante como una piedra pulida, parecía de hormigón.
Le puse la inyección y la aguja atravesó un par de centímetros de grasa. Volvió a moverse, casi con fuerza, y después se quedó más quieto. Miré su ojo, pero parecía tan inexpresivo como siempre.
—Creo que está muerto.
—Pensaba que habías venido a matarme —dijo Constanza, incapaz de disimular el alivio nervioso en su voz.
Sonreí.
—¿Con una jeringa como esa? Debes estar de broma. No; esta es la tuya.
Cogí otra; una más pequeña.
Final del Camino, pensé tras cogerme a la barra de apoyo de la burbuja de observación en caída libre del
Santiago
. Era un nombre adecuado. El mundo colgaba bajo mis pies, como un farolillo de papel verde iluminado por una vela cada vez más oscura. Cisne, 61 Cygni-A, no era un sol brillante y, aunque el mundo realizaba una órbita cercana a la estrella enana, la luz del día no era la misma que Payaso me había mostrado en las imágenes de la Tierra. Era una iluminación plomiza y miserable. El espectro de la estrella era extremadamente rojo, aunque todavía parecía blanca a simple vista. Pero nada de aquello resultaba sorprendente. Antes de que la Flotilla dejara la Tierra, hacía ya un siglo y medio, ya se sabía cuánta energía recibiría el mundo en su órbita.
En lo más profundo del cargamento del
Santiago
, demasiado ligera para que mereciera la pena sacrificarla, había una cosa de belleza diáfana. Había equipos preparándola en aquellos mismos instantes. La habían extraído de la nave, la habían sujetado a un remolque de transporte orbital y la habían llevado más allá del campo de gravedad del planeta, hasta el punto de Lagrange entre Final del Camino y Cisne. Allí, colocada gracias a precisos ajustes de propulsión iónica, la cosa flotaría durante siglos. Al menos, aquel era el plan.
Desvié la mirada de la extremidad del planeta hacia el espacio interestelar. Las otras dos naves, el
Brasilia
y el
Bagdad
todavía estaban allí. Según nuestros últimos cálculos, llegarían tres meses más tarde, pero siempre había un inevitable margen de error.
No importaba.
La primera oleada de lanzaderas ya había realizado varios viajes de ida y vuelta a la superficie y ya se habían soltado muchos paquetes equipados con transpondedores, listos para que los encontráramos al cabo de unos meses. En aquellos momentos descendía una lanzadera; su forma triangular se recortaba oscura sobre una lengua de masa continental en el ecuador, a la que la sección geográfica llamaba la Península. Estaba seguro de que se les ocurriría algo menos literal al cabo de unas semanas. Solo hacían falta cinco vuelos más para transportar a los colonos que quedaban a la superficie. Otros cinco bastarían para transportar a la tripulación y al equipo pesado que no podía soltarse mediante paquetes de mercancía. El
Santiago
seguiría en órbita, un casco esquelético despojado de cualquier cosa remotamente útil.
Los propulsores de la lanzadera ardieron un instante para entrar en curso de inserción atmosférica. La observé disminuir de tamaño hasta que se perdió de vista. Unos minutos después, cerca del horizonte, me pareció ver el destello de la llama de reentrada al tocar el aire. No tardaría mucho en llegar al suelo. Habían establecido un campamento de aterrizaje preliminar, cerca de la punta sur de la Península. Pensábamos llamarla Nueva Santiago… pero eran los primeros días.
Y la Pupila de Cisne comenzaba a abrirse.
Obviamente estaba demasiado lejos para verla, pero la estructura plástica de un ángstrom de grosor estaba desplegándose en el punto de Lagrange.
La colocación era casi perfecta.
El haz de una linterna pareció caer sobre el mundo en sombras de abajo y proyectar una región elipsoidal de luz. El haz se movió, cazando… reformando. Cuando lo hubieran ajustado bien, doblaría la iluminación solar de la región de la Península.
Yo sabía que allí abajo había vida. Me pregunté cómo se ajustaría al cambio en la luz ambiental, pero no conseguí sentir demasiado interés.
Mi brazalete de comunicaciones pitó. Miré hacia abajo mientras me preguntaba cuál de los integrantes de mi tripulación habría tenido el valor de interrumpir aquel momento de triunfo. Pero el brazalete solo me informó de que había un mensaje grabado esperándome en mis habitaciones. Molesto pero curioso, salí de la burbuja de observación a través de una junta de precintos y ruedas de transferencia hasta llegar a la zona giratoria principal de nuestra gran nave. Al estar ya en una zona con gravedad, caminé con libertad y tranquilidad, sin permitir que la menor sombra de duda se reflejara en mi cara. De vez en cuando pasaban junto a mí miembros de la tripulación y oficiales superiores, y me saludaban; a veces hasta se ofrecían a estrecharme la mano. El humor general era de júbilo absoluto. Habíamos cruzado el espacio interestelar y llegado a salvo a un nuevo mundo; y yo los había llevado hasta allí antes que nuestros rivales.
Me detuve a hablar con algunos de ellos (era vital afianzar alianzas, porque nos esperaban tiempos difíciles), pero todo el tiempo con la mente puesta en el mensaje grabado, preguntándome qué podría significar.
Pronto lo descubrí.
—Supongo que ya me has matado —dijo Constanza—. O que, al menos, me has hecho desaparecer para siempre. No; no digas nada… no es una grabación interactiva y no te quitaré mucho de tu preciado tiempo. —Miraba su cara en la pantalla de mi habitación: una cara que parecía ligeramente más joven que la última vez que la había visto. Ella siguió hablando—. Grabé esto hace algún tiempo, como ya habrás adivinado. Lo descargué en la red de datos del
Santiago
y tuve que intervenir una vez cada seis meses para evitar que te lo entregaran. Sabía que me estaba convirtiendo en una espina cada vez más molesta en tu costado, así que pensé que había muchas posibilidades de que encontraras pronto la forma de deshacerte de mí.
Sonreí a pesar de mí mismo al recordar cómo había exigido saber cuánto tiempo llevaba prisionera.
—Bien hecho, Constanza.
—Me he asegurado de que una copia de esto llegue a algunos miembros de la tripulación y a oficiales de alto rango, Sky. Por supuesto, realmente no espero que me tomen en serio. Seguro que has manipulado los hechos en torno a mi desaparición. Eso no importa; basta con haber plantado la semilla de la duda. Seguirás teniendo tus aliados y tus admiradores, Sky, pero no me sorprendería que no todos estén preparados para aceptar tu liderazgo con obediencia ciega.
—¿Eso es todo? —pregunté.
—Y hay una última cosa —dijo, casi como si esperara que yo hablase en ese momento—. A lo largo de los años he recopilado un buen montón de pruebas contra ti, Sky. La mayoría son circunstanciales; la mayoría están abiertas a varias interpretaciones, pero es el trabajo de toda una vida y sería una pena malgastarlo. Así que, antes de grabar este mensaje, cogí lo que tenía y lo escondí en un lugar pequeño y difícil de encontrar —hizo una pausa—. ¿Hemos llegado ya a la órbita de Final del Camino, Sky? Si es así, no tiene mucho sentido que busques los materiales. Seguro que ya deben estar en la superficie.
—No.
Constanza sonrió.
—Puedes esconderte, Sky, pero siempre estaré ahí, atormentándote. No importa lo mucho que intentes enterrar el pasado; no importa lo bien que te reconviertas en héroe… ese paquete siempre estará ahí, esperando a que alguien lo encuentre.
Tarde, mucho más tarde, me encontraba tropezando por el interior de la selva. Correr me resultaba difícil, pero no tenía nada que ver con mi edad. La peor parte era mantener el equilibrio con un solo brazo, mi cuerpo siempre olvidaba aquella necesaria geometría. Había perdido el brazo en los primeros días del asentamiento. Había sido un accidente terrible, aunque el dolor ya solo era un recuerdo abstracto. Mi brazo había quedado incinerado; reducido a un muñón negro y crujiente cuando lo puse delante de la boca abierta de un soplete de fusión.
Por supuesto, en realidad no había sido un accidente.
Sabía desde hacía años que tendría que hacerlo, pero lo había estado retrasando hasta que estuvimos en el planeta. Tenía que perder el brazo de forma que no pudiera salvarlo ninguna intervención médica, lo que descartaba una amputación limpia e indolora. De igual modo, tenía que poder sobrevivir a la pérdida.
Me habían hospitalizado durante tres meses después del accidente, pero había salido de aquella. Y después había reanudado mis tareas, mientras se corría la voz por el planeta (y llegaba hasta mis enemigos) de lo que había pasado. Poco a poco la conciencia colectiva asumió que yo solo tenía un brazo. Pasaron los años y aquel hecho se hizo tan obvio que casi nadie lo mencionaba ya. Y nadie sospechó nunca que perder aquel brazo no era más que un diminuto detalle de un plan mayor; una precaución tomada años o décadas antes de que llegara a resultar útil. Bueno, pues ya había llegado el momento de sentirme agradecido por aquella previsión. Era un fugitivo, aunque me acercaba a mi ochenta cumpleaños.
Las cosas habían ido bastante bien durante los primeros años de la colonia. El mensaje de Constanza desde la tumba había impedido que disfrutara de todo durante un tiempo, pero pronto la necesidad de la gente por tener un héroe sobrepasó cualquier duda persistente que se pudiera albergar sobre mi aptitud para el cargo. Había perdido algunos simpatizantes, pero había ganado la buena voluntad de la turba en general, un intercambio que consideraba aceptable. El paquete escondido de Constanza nunca había salido a la luz y, conforme pasaba el tiempo, comencé a sospechar que nunca había existido; que todo había sido un arma psicológica diseñada para ponerme nervioso.
Aquellos primeros días habían sido embriagadores. El período de gracia de tres meses que le había concedido al
Santiago
nos había bastado para establecer una red de pequeños campamentos en la superficie. Teníamos tres colonias principales bien fortificadas para cuando las demás naves frenaron en órbita sobre ellas. Nueva Valparaíso, cerca del ecuador
(algún día será un buen lugar para montar un ascensor espacial
, pensé) fue la última. Otras le seguirían. Había sido un buen comienzo, y entonces me había parecido imposible que la gente (salvo unas cuantas excepciones leales) se pudiera volver en mi contra de una forma tan cruel.
Pero lo hizo.
Podía ver algo más adelante, a través del denso follaje de la selva tropical. Una luz. Me pareció totalmente artificial… quizá los aliados con los que se suponía que debía encontrarme. Al menos, esperaba que así fuera. Ya no tenía muchos aliados. Los pocos que quedaban en la estructura ortodoxa del poder habían conseguido sacarme de prisión antes del juicio, pero no habían podido ayudarme a llegar a un santuario. Lo más probable era que aquellos amigos pronto acabaran ejecutados por traición. Que así fuera. Habían realizado un sacrificio necesario. No esperaba menos.
Al principio ni siquiera había sido una guerra.
El
Brasilia
y el
Bagdad
habían llegado a la órbita y se habían encontrado con el casco vacío del
Santiago
. Durante largos meses no había pasado nada, las dos naves aliadas habían guardado un frío silencio y habían observado. Después, habían enviado un par de lanzaderas en trayectorias que las llevarían hasta latitudes septentrionales de la Península. Me hubiera gustado disponer de una pizca de antimateria en la vieja nave solo para poder encender su motor durante un segundo y atravesar las lanzaderas con aquella lanza asesina. Pero nunca había aprendido el truco de apagar un depósito de antimateria.
Las lanzaderas habían descendido y después habían hecho varios viajes de vuelta a la órbita para bajar a los durmientes.
Más largos meses de espera.
Y después habían comenzado los ataques: incursiones que se movían hacia nosotros desde el norte para golpear las nuevas colonias del
Santiago
. Qué más daba que solo hubiera unas tres mil personas en todo el planeta. Bastaba para una pequeña guerra… y al principio había sido tranquila, le había dado tiempo a ambos bandos para asentarse, consolidarse… reproducirse.
En realidad no se le parecía en nada a una guerra.
Pero mi propio bando todavía intentaba ejecutarme por crímenes de guerra. No era que les interesara hacer las paces con el enemigo (habían pasado demasiadas cosas), sino que me culpaban por haber provocado aquella situación. Me matarían y después volverían a la batalla.
Desagradecidos hijos de puta. Lo habían retorcido todo. Hasta le habían cambiado el nombre al planeta, como una especie de broma. Ya no era Final del Camino.
Borde del Firmamento.
Por la ventaja que les había concedido para que llegaran los primeros.
[7]
Lo odiaba. Sabía lo que querían decir con aquello: era un enfermizo reconocimiento del crimen necesario; un recordatorio de lo que les había llevado hasta allí.
Pero el nombre parecía estar pegando fuerte.
Me detuve; no solo para recuperar el aliento. Lo cierto era que nunca me había gustado la jungla. Se oían rumores sobre ella, de cosas que se deslizaban por el suelo. Pero nadie en quien yo confiara había visto una. Solo eran historias por aquel entonces, nada más.
Solo historias.
Pero seguía haciendo calor. La luz que había visto antes ya no estaba. Podría haber quedado obstruida por un grupo de árboles muy pegados… o quizá me la había imaginado desde el principio. Estaba oscuro y todo parecía igual. El cielo se oscurecía. (61 Cygni B, normalmente la estrella más brillante del cielo aparte de Cisne, estaba por debajo del horizonte) y la jungla pronto no sería más que una extensión en penumbra de aquella negrura.