—Yo me quedo aquí. Tú debes ir hasta la puerta y hacer lo que te he dicho.
—¿Qué hay dentro?
—Deja de hacer preguntas y confía en nosotros. Ya descubrirás lo que hay tras esa puerta. Será tu última prueba.
—Estoy cansada. —Las lágrimas iban a empezar a brotar de nuevo—. ¿No ha sido ya suficiente lo que os he demostrado? Estoy cansada de pruebas…
Ariadna volvió a señalar hacia el fondo del pasillo y le dio un beso.
—Debes destruir cualquier huella de tu pasado. No es más que eso, querida. Serás libre cuando termines.
Y se marchó dejándola sola en medio de ningún sitio.
Ángel pulsó el botón. La magia de la electricidad conseguía que ese simple gesto hiciese que una pequeña bombilla pasase de desprender un color rojo a uno verde. Y no sólo eso, sino que llegaba a ser capaz de obligar a otra persona que abriese una puerta y entrase en aquella habitación. Seguro que Dios debía sentir algo parecido cuando, desde arriba, movía los hilos de la humanidad.
No tardó ni un segundo. Raquel giró el picaporte y entró. Su cara reflejaba miedo. Ángel articuló un saludo sin emitir ningún sonido. Con un cortés gesto la invitó a entrar.
La sala estaba prácticamente en penumbras. Un foco iluminaba la mitad de la habitación por la que entró Raquel. La otra mitad estaba a oscuras. Era imprescindible que Raquel no viese a su marido hasta que se sintiese segura en la sala. Pegado a la pared, justo en la zona en la que la oscuridad empezaba a reinar, Ángel se preparaba para el acto final.
—Hola Raquel —la saludó.
—Hola Ángel. He entrado porque Ariadna me dijo que…
—No te preocupes —cortó con suavidad—, no has hecho nada malo. Ni lo vas a hacer. ¿Te ha comentado Ariadna algo?
—Sí, bueno, me dijo que esta sería la última prueba. Ojalá lo fuera —dijo con miedo—, porque me siento realmente mal…
—Y lo es, Raquel. Ariadna jamás miente. Nadie en Miadona te va a mentir ya más. Ahora somos tu familia. No lo olvides.
Raquel negó con la cabeza. Perfecto.
—¿Te ha dicho Ariadna que con esta prueba romperás tu lazo con tu pasado? ¿Con todos aquellos que han controlado cada uno de tus actos?
—Sí —susurró Raquel, que cada vez parecía tener más sueño—, me dijo algo así.
—Pues observa.
Ángel pulsó un segundo botón. La otra mitad de la sala se iluminó y Raquel pudo ver a Suso, encadenado de manos y pies, sentado en el extremo opuesto de la habitación. Estaba inconsciente. Mostraba una herida de bala en el muslo derecho que aún sangraba. Además, le habían amordazado la boca con un trapo. Ya había subestimado a aquel tipo y no se podían permitir que lo echase todo a perder.
—¿Puedo ir? —le preguntó tímida.
Aquello le encantó. Estaba totalmente rendida a su mando. No cabía duda que había acertado con Raquel.
—Claro —sonrió—, despiértalo.
Raquel echó a correr. Al acercarse a su marido casi se tira en sus brazos. Sin embargo, de una forma tan delicada que sólo el amor puede conseguir, Raquel abrazó a Suso. Le acariciaba la cara para despertarlo, y le susurraba palabras cariñosas que Ángel no podía escuchar. La escena se volvió aún más tierna cuando poco a poco, Suso abría los ojos y descubría a su mujer delante de él. Aquello era perfecto.
—Suso, ¿cómo estás? —decía llorando e intentando arrancarle la mordaza, sin éxito—, ¿qué te ha pasado?
Los ojos de Suso expresaban la mezcla de sentimientos: alegría de ver a su mujer en buenas condiciones; dolor por la el disparo recibido en la pierna; desconcierto al verse maniatado en un lugar desconocido; o impotencia al querer hablar a su mujer y no poder.
—Ayúdale, Ángel —le decía con lágrimas en los ojos—. Le han herido… ayúdale.
Ángel se fue acercando. Tenía que vivir aquello de cerca. Miró de reojo la cámara situada en el techo, sabiendo que Ariadna lo observaba todo desde la sala contigua.
—Ayúdale, Ángel —le repitió cuando se encontraba justo al lado.
—¿No has aprendido nada, Raquel? Yo no voy a ayudar a tu marido.
El matrimonio escuchaba atento a cada palabra. Sabía que en la mente de Suso estarían apareciendo mil formas de insultarlo o de dañarlo. Pero quien controlaba la situación era él, como siempre desde que llegó a Miadona. Él era el elegido.
—Ayúdale, por favor… te lo ruego. Es lo único que me queda.
Ángel negaba con la cabeza.
—Que no, Raquel, que sólo me importas tú. Que no se te olvide. Tú eres la mujer que busco, y él es tu conexión con el pasado.
Suso cambiaba la dirección de su mirada de Raquel a Ángel, para volver a su mujer. Entre el dolor de su pierna y las palabras de Ángel, no tardaría en volver a desmayarse. Tenía que darse prisa.
—Es tu última prueba —continuó—. Libertad o control. Futuro o pasado. Tú eliges, Raquel. —Se sacó una pequeña pistola del bolsillo del pantalón, le quitó el seguro y se la entregó a Raquel—. Para quedarte con nosotros debes acabar con tu anterior vida. Tú decides.
La mirada dubitativa de Raquel contrastaba con el miedo de Suso. Los ojos de su marido, tan abiertos que parecían querer salirse, suplicaban por su vida. Suso gritaba tras la mordaza el nombre de su mujer, pero sólo se escuchaba un sonido áspero tras el vendaje. Por su parte, Raquel decidía que hacer. La elección debía ser rápida y Ángel sabía como acelerar el resultado.
—No dudaste tanto con el meñique de tu hijo —soltó.
Un remolino de sentimientos debían estar pasando por la mente de Raquel. Pero su simpleza haría desechar los más significativos de su amor hacia Suso para quedarse con su deseo de vivir una nueva vida. Ángel había presenciado tantas veces este momento que mantenía una cuenta atrás.
Cinco…
Raquel miró a Ángel para obtener su aprobación.
Cuatro…
Empezó a levantar el arma.
Tres…
Dirigió una última mirada al que había sido su amor.
Dos…
Pronunció un frágil ‘lo siento’ para disculparse a sí misma.
Uno…
Cruel disparo que ensordeció a los presentes y acabó con una vida.
Alberto iba a reventar. Sentado en el asiento del copiloto, le pedía a José Antonio que encontrase rápido un lugar donde poder evacuar.
—Pero, ¿por qué no cagas ahí en medio del campo? —Le decía riendo.
—Que no lo voy a hacer debajo de un olivo, y punto.
—Por Dios, el señor marqués.
De la parte de atrás llegó un ronquido. Esteban cerraba el grupo de tres amigos que se dirigían a la costa a emborracharse. Aunque este último ya les había cogido la delantera. Llevaba tanto alcohol en el cuerpo que estaba medio inconsciente. José Antonio miraba divertido por el retrovisor los bandazos que daba el cuello inerte de su amigo. Un hilillo de saliva le caía desde la barbilla a la camiseta.
—¡Mira esa señal! Aquí mismo, al lado, hay un pueblo. Coge el desvío.
—¿Miadona? ¿Es ahí donde su ilustre culo piensa cagar, señor marqués?
—¡Calla la puta boca y presta atención a la carretera! —le gritó desesperado. Los retorcijones eran cada vez más fuertes—. Al final… ¡ay! Al final te pasas.
Cinco minutos después el coche circulaba por la calle principal de Miadona. José Antonio miraba de un lado a otro de la calle.
—Tío, ¿dónde está la gente?
—¿Qué cojones me importa? —Alberto ya no podía más. Hacía grandes esfuerzos para no hacérselo dentro del coche—. Aparca ahí mismo. Allí parece que hay un restaurante.
—Joder, macho, ¡qué dolor de cabeza! —Esteban se estaba despertando y se estiraba a la par que agarraba de la cabeza a sus amigos—. ¿Qué puto sitio es este? ¿Ya hemos llegado?
—Aquí nuestro amigo, que no es capaz de cagar si no es sentado en una taza.
—Pues me va a venir bien, porque yo me estoy meando.
—¿Otro marqués en mi coche? —dijo riéndose mientras levantaba el freno de manos—. Venga niños, daos prisa.
Alberto no esperó a que terminara la frase. De hecho, había abierto la puerta y salido aún con el motor en marcha. Por su parte, a Esteban le estaba pasando factura tanto alcohol y no era capaz de mantenerse en pie por sí solo.
—¡Eh! ¡Alberto! Ayuda a Esteban, tío.
—¡Que me cago, joder!
Alberto retrocedió hasta su amigo y le agarró por debajo del brazo.
—Pero en el baño ya me apaño solo, ¿sabes?
—¡Calla y date prisa!
Con el esfuerzo de llevar sujetando a su amigo, Alberto se empezó a cagar en los calzoncillos. El calor que su propia mierda le estaba produciendo en las nalgas le puso aún más nervioso. Tendría que quitarse la ropa interior dentro y ponerla en remojo.
Entraron en el restaurante a trompicones. Debido al calor del día y de la hora que ya era, la frente de Alberto estaba bañada en sudor, que iba directo a sus ojos. A pesar de ello se fijó en lo limpio que parecía el lugar y rezó porque el baño estuviese igual. No se veía ningún cliente por las mesas. Había un camarero situado al fondo, detrás de la barra, que se afanaba en secar unos vasos mientras les miraba con semblante serio. Alberto dejó la educación a un lado. No tenía tiempo de saludar al camarero. De hecho ya notaba un nuevo retorcijón que no iba a poder retener. Así que se adentró en el local en busca del cartel que anunciara el baño.
—Tío —le susurró Esteban—, mira.
Alberto sonrió por primera vez en varias horas pensando que su amigo borracho había localizado el baño. Pero siguió la mirada de Esteban, y ésta se dirigía hacia la barra. Hacia el camarero para ser exactos. Este había dejado su labor para sujetar una escopeta que les apuntaba directamente a ellos. Un suave chasquido les avisó de que había cargado el arma.
No les dio tiempo a reaccionar. El disparo se produjo justo cuando Alberto se terminaba de cagar encima.
JESÚS MATE, autor y editor de
Ciudad Piloto
, ha puesto su ilusión en esta plataforma para dar a conocer su trabajo como escritor.
Es autor de
Los números de las sensaciones,
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