» ¡Mierda! —gritó acompañándolo de un puñetazo al aparato.
Suso miró a su alrededor en busca de algo útil. Vio el monitor con el que la recepcionista había apuntado sus datos. No había línea telefónica, pero quizás sí hubiese conexión a Internet. Apretó el botón del monitor y empezó a pulsar el teclado para que apareciese algo en pantalla. Nada. Decidió seguir con la mano el cable del teclado en busca de la torre, pero al llegar al final tampoco había nada.
» ¿Pero este sitio qué es?
No se lo pensó más. Regresó a la habitación para coger a su mujer y a su hijo, y marcharse de aquel lugar al que jamás deberían haber ido.
Suso golpeó la puerta de la habitación 314. Cuando escuchó unos pasos acercarse, le confirmó a su mujer que era él y Raquel abrió la puerta despacio.
—¡Nos vamos de aquí! —informó—. Este sitio es un puto desastre.
—¿Qué… qué ha pasado? ¿Qué te ha dicho la recepcionista?
—¿La recepcionista? Abajo no había nadie.
Raquel se llevó las manos a la boca. Suso observó que en los ojos de su mujer se reflejaba una profunda tristeza que tardaría tiempo en desaparecer. Pero también comprobó que estaba más calmada y centrada. Eso le tranquilizó y sonrió por ello.
—Vámonos.
—Espera un momento, deja que me cambie —dijo señalando el pijama manchado de sangre que todavía no se había quitado.
—¡No hay tiempo! ¡Vámonos!
—Pues no pienso ir así a las tres de la mañana.
Raquel se dio la vuelta y se vistió con una camiseta blanca ajustada y los mismos shorts que había traído puestos y que encontró tirados en el suelo.
—¿Te queda mucho?
—No estoy tardando, ¿vale? —Raquel se iba a colocar las deportivas, pero, quedándose en sandalias, las arrojó a un lado—. ¿Qué te pasa, Suso? Yo también he perdido a mi hijo, ¿sabes? No te comportes así conmigo.
—Perdona —se disculpó Suso. Sabía que estaba pagando el nerviosismo con su mujer, y no se lo merecía.
Recogieron finalmente todas sus pertenencias entre los dos. De nuevo le tocó a Suso cargar con las maletas. Raquel cogió en brazos el cuerpo de Alvarito. Había dejado de arrojar sangre por la brecha de la cabeza y, a pesar del poco tiempo que había pasado desde el disparo, mostraba una palidez que se contraponía con la piel morena de su madre.
Llegaron al hall del hotel y salieron a la fría noche. Suso apuntó con las llaves para abrir el todoterreno, pero el silencio de la noche no fue quebrado por ningún pitido. Sí lo hizo el impacto de las llaves en el suelo.
—¿Y el todoterreno? —preguntó Raquel.
Suso se vino abajo y, dejando atrás las maletas, se encaminó al lugar donde había dejado su vehículo no hacía más de una hora atrás. Lo único que encontró fue el hueco del aparcamiento.
—No… ¡NO! —aulló apretando con tanta fuerza sus puños que se clavó las uñas en la piel—. ¡Maldita sea! Que pare esta condenada broma de una vez.
Raquel, que aún cargaba con su hijo, se le acercó y le rozó la oreja. Se trataba de un gesto tierno que le hacía cada vez que se enfadaba con ella, con el trabajo o con su suegra.
—¿Qué vamos a hacer, Suso? No pienso dejar aquí a mi hijo.
El silencio volvió a reinar la calle principal de Miadona. De repente, en la acera de enfrente, vieron cómo se encendía la luz de un restaurante. Suso y Raquel se miraron.
—Me voy a acercar a pedir ayuda —decidió Suso que ya había superado la desaparición del todoterreno y estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta.
—Voy contigo.
—No, quédate aquí. Quédate en esta zona en penumbras, y si ves a alguien llámame enseguida. No me fío nada de este maldito lugar.
Raquel se dirigió hacia la zona que había señalado su marido y dejó en el suelo a Alvarito. Suso cruzó la calle mirando a ambos lados. No vio a nadie por ninguna parte, lo cual tampoco lo tranquilizaba. Era tarde, pero también era verano para que no hubiese nadie por las calles.
Al llegar a la entrada del restaurante golpeó la puerta y la empujó. Observó que ésta cedía sin problemas, así que accedió a su interior.
Se trataba de un local amplio, de paredes amarillas y bien iluminado. Las mesas redondas se repartían por todo el lugar y las sillas estaban colocadas bocabajo encima de sus respectivas mesas. Parecía que hubiesen limpiado hacía poco, o por lo menos en el suelo no se podía encontrar ninguna mancha. Al final del restaurante se levantaba la barra. Detrás de ella un hombre se afanaba en limpiar un vaso con un paño del mismo color de las paredes.
—Perdone, señor —avisó Suso tras optar por confiar en aquel tipo—. Por favor, tiene que ayudarme… han asesinado a mi hijo.
Suso se fue acercando a la barra. Sin embargo, el propietario del local ni siquiera se inmutó. Continuó sacando brillo al vaso.
—¿Disculpe? ¿Me ha oído? —Suso hizo una pausa—. Necesito ayuda. ¿Es que no me escucha?
El hombre dejó el vaso y lo cambió por otro. Pero no desvió la mirada hacia Suso ni una vez. Suso continuó acercándose.
—¡Oiga! ¿Es que en este pueblo no hay nada normal? ¡Eh! ¿No me oye?
Al dar Suso un nuevo paso, el hombre arrojó el vaso hacia un lado, estrellándolo contra el suelo y rompiéndolo en miles de pedazos. Fue entonces cuando levantó la mirada hacia el individuo que había irrumpido en su negocio, y consiguiendo así que Suso se quedase quieto. Esa posición no duró mucho, ya que en menos de un segundo aquel hombre había sacado una escopeta y, con un rápido movimiento, la había cargado.
—¡Joder! —Gritó Suso asustado, mientras se lanzaba detrás de una mesa.
El dueño del restaurante no tardó en disparar su escopeta hacia el lugar que había ocupado Suso momentos antes. Mientras volvía a recargar, Suso salió de su escondite para refugiarse tras una mesa más cercana a la salida. En el viaje vio que el hombre había salido de detrás de la barra y se acercaba a él.
Otro disparo.
Una nueva oportunidad para escapar.
—¡Pare! —Intentó convencer Suso—. ¡Pare, por favor!
Un nuevo disparo que sonó demasiado cerca.
Suso decidió hacer un último esfuerzo para salir del local. Al atravesar la puerta casi le alcanzaron los perdigones de la escopeta, pero ninguno le tocó. Una vez fuera, le hizo gestos a Raquel para que se ocultase, y él giró hacia la derecha en busca de un escondite. Antes de que el pistolero saliese de su local, Suso encontró un portal abierto y entró. Desde allí pudo ver como aquel hombre se dirigía hacia el centro de la calzada y desde allí disparaba un par de veces al cielo. Al ver que nada se movía, el hombre decidió volver dentro, pero Suso no salió de allí hasta que pasaron más de cinco minutos. Entonces echó valor y fue hacia su mujer.
Raquel le salió al encuentro cargada con su hijo. Alvarito parecía que dormía con la cabeza apoyada en el hombro de su madre. Pero Suso era más que consciente de que su hijo estaba muerto.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué le has hecho a ese hombre para que te disparase de esa manera?
—¿Yo? ¡Yo no he hecho nada! ¡Este pueblo está loco! ¡Quiero irme de aquí ya!
Suso rompió a llorar. Raquel se acercó a él.
—Suso, no te puedes venir abajo. Tú no puedes hacer eso. —Raquel también empezó a llorar—. Por favor, sácanos de aquí. No te puedes venir abajo.
Suso la abrazó. Tenía razón. Ya lloraría cuando estuvieran lejos de allí. Pero es que no tenía ni idea de qué hacer.
—Dame a Alvarito —le pidió, cogiendo a sus hijo por las axilas—. Vámonos de aquí. Vayamos a la autovía. Reza porque allí haya cobertura o que pase alguien.
—¿Y nuestras cosas? ¿Las dejamos ahí?
Suso empezó a andar pero se detuvo.
—Hemos perdido ya lo que más queríamos— y reemprendió la marcha.
***
Repartidas por cada rincón del pueblo, miles de cámaras convertían a Miadona en un Gran Hermano auténtico. Federico Figueroa miraba divertido una de las pantallas desde las que se controlaba la vida en riguroso directo. Sentado en la butaca del despacho, Federico había podido comprobar que el plan estaba saliendo tal como se había previsto. Apagó la pantalla y buscó su intercomunicador. El matrimonio se disponía a abandonar el pueblo y había que impedir que llegasen a la autovía. Todo se iría al traste si la mujer escapaba. No lo podían permitir.
Federico había visto la llegada del matrimonio, cómo habían subido a la habitación 314 y la tranquilidad con la que se preparaban para pasar la noche. Había disfrutado sobremanera cuando la mujer se había desnudado para tomar la ducha, y se había excitado aún más cuando los sesos del niño salían disparados por toda la habitación tras el disparo de Mateo. Gracias a Jesús que no había entrado nadie en el despacho justo en esos momentos o no habría podido levantarse.
Federico desplazó hacia atrás la butaca y se levantó con esfuerzo, debido a su enorme barriga. Su exceso de grasa, su calvicie y su pequeña estatura le daban un aspecto ridículo, y Federico lo sabía. De no haber sido su hermano quien gobernaba Miadona, Federico no habría disfrutado jamás de los placeres y privilegios que poseía en estos momentos. Su madre ya le decía de pequeño que nunca sería tan inteligente como su hermano mayor. Y no le faltaba razón. Antes de llegar a Miadona no había acabado nada de lo que se había propuesto en su vida. Era el típico tipo que nadie le dirige la mirada cuando va por la calle. Un fracasado. Un don nadie, que, por mucho que se esfuerce, acabará solo.
Pero todo había cambiado cuando un par de meses antes recibió la visita de su hermano. Su vida se transformó por completo. Ahora estaba por encima de muchas cabezas que le hacían la pelota y que le temían al pasar. Gracias a su hermano podía escoger cada noche a una mujer del pueblo y llevársela a la cama. Gracias a él, la gente se paraba a saludarle al encontrárselo por la calle. Así que no podía fallar a su hermano. La mujer no saldría de Miadona, por Jesús que no lo haría.
Cogió el intercomunicador y marcó con precaución con sus gordos pulgares. Al segundo tono una voz femenina respondió.
—¿Sí, señor?
—Ponte en marcha. ¡RÁPIDO!
La luz de la luna iluminaba la calzada que les había llevado a Miadona y que ahora recorrían en sentido contrario. Suso iba con paso decidido. Estaba cansado. Le dolían los brazos de cargar con el cuerpo de su hijo. Pero no detuvo su marcha hacia la autovía. Tan ensimismado iba en sus pensamientos que no se dio cuenta de que estaba dejando atrás a su mujer.
—¡Suso! —le gritó Raquel —. Espera, ¿quieres?
—¿No puedes ir más rápido? —Dijo dándose la vuelta.
—¿Recuerdas que no me dejaste ponerme mis deportivas? Ahora no quieras que vaya a tu ritmo con unas sandalias de playa.
Cuando Raquel llegó a la altura de Suso, este vio que volvía a llorar. No le importó. Se giró y continuó su camino.
—¿Has comprobado si tenemos cobertura? —Le preguntó para que dejase de llorar y pensase en otra cosa. Pero provocó todo lo contrario.
—¡Dejé todas mis cosas en mitad del pueblo, Suso!
—¿Qué? ¡Mierda, Raquel! ¿Tu documentación también? —Raquel asintió llorando con más intensidad—. Tienes que tener más cabeza… Venga, no te preocupes. Ya vendremos con la policía mañana. Tenemos que salir de aquí.
Con cuidado de no dejar caer a Alvarito, Suso besó a su mujer en una mejilla.
—Coge mi móvil. Está en el bolsillo derecho de las calzonas.
Raquel sacó el aparato, comprobó que seguía sin aparecer ni una sola barrita y continuaron andando.
Cientos de olivos se repartían por ambos lados de la carretera y observaban en su eterno silencio como aquel matrimonio continuaba su marcha. Varios pares de lagartijas se atrevieron a cruzarse por delante de ellos para perderse después por pequeñas rendijas que eran imperceptibles en aquella oscuridad. Los matojos que poblaban las lindes de los campos, resecos por el calor, parecían entonar un canto cada vez que una pequeña ráfaga de viento hacía aparición en aquella calurosa noche de finales de agosto.
Raquel detuvo su paso.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué te paras?
—Shhh —le mandó callar.
Suso volvió con su mujer y miró en la dirección en la que esta lo hacía. Allí, entre los olivos, se levantaba una pequeña cabaña de madera.
—¿Por qué no nos acercamos? -sugirió Raquel—. Quizás haya alguien dentro que nos pueda ayudar.
—¿Estás loca? —Dijo utilizando el mismo tono de voz de su mujer—. No pienso entrar en ese maldito campo. Estamos aún muy cerca del pueblo.
—Pues iré yo.
—¡Que no! Que vamos a continuar. Ya casi hemos llegado a…
—Shhh.
—¿Qué ocurre ahora?
Raquel señaló, en esta ocasión, hacia la dirección que llevaban. Un par de focos se veían de lejos aproximarse.
—¿Un coche? —Preguntó contento Suso—. Toma, lo voy a parar.
Suso le dio el cuerpo de su hijo a Raquel y se adentró en el carril por el que venía el coche. Empezó a agitar los brazos en el aire esperando que le viese.
—¿Y si es alguien del pueblo?
Suso pensó en ello en aquel momento. Había desconfiado de aquella cabaña en mitad del campo, y, sin embargo, vio un coche venir y se lanzó como loco a pararlo. Pero ya era demasiado tarde. El coche se había detenido algunos metros delante de ellos, había parado el motor, y había mantenido los focos encendidos apuntándoles directamente. Suso se puso delante de su mujer para protegerla de un posible disparo. Era increíble: en una noche había tenido tantas experiencias con armas de fuego como a lo largo de toda su vida.
La puerta del piloto se abrió, pero en lugar de una detonación sonó la voz de una mujer.
—¿Hola? ¿Están bien?
Suso se colocó la mano delante de los ojos para protegerse de la potencia de los focos. Dio un paso adelante para intentar hablar con aquella mujer.
—Por favor, señorita, ¿podría ayudarnos?
—¿Qué les pasa? —La conductora también dio un paso hacia ellos, pero seguían sin poder verle el rostro—. ¿Qué hacen a estas horas de la noche andando por ahí?
Raquel se adelantó hacia el coche.
—Ayúdenos. ¡Han matado a mi hijo!
—¡Raquel, espera! —Le avisó en voz baja para que sólo lo escuchase ella, pero su mujer siguió andando.
—¿Están de broma? —Preguntó la conductora con voz de preocupación. A Suso aquella voz le resultó familiar, pero no sabía exactamente de dónde.
—No es broma, de verdad —contestó Raquel que estaba a apenas un metro de la mujer. Suso tuvo que acercarse también—. Un hombre ha disparado a mi hijo. Ayúdenos, por favor.