En eso pensaba cuando Ángel abrió la puerta del despacho.
Conseguido. Dos pájaros de un tiro. Aquel motero, que se había atrevido a parar en el pueblo, había muerto. Y la próxima candidata había pasado la primera prueba. No había tiempo que perder.
—Albornoz —ordenó a Ariadna en cuanto entró en su despacho.
La mujer fue al armario y sacó un albornoz del mismo color morado que su túnica. El color de la congregación.
—Enhorabuena, Ángel —dijo mientras le colocaba sobre los hombros la prenda y le acariciaba la cara con una mano.
Se dirigió hacia su mesa. Federico estaba esperándole justo al lado de la silla. Cómo odiaba que se pusiera ahí. Si no fuera por lo serio que se tomaba su trabajo aquel gordo, le habría ahogado con sus propias manos. Era un perdedor. Pero era justo por ello por lo que hacía medianamente bien su tarea.
—Ha sido una actuación magistral —le dijo con aquella sonrisa boba en la cara.
No se dignó ni a mirarle. Estar sumergido tanto tiempo bajo el agua siempre le agotaba. Había tenido que entrenar su capacidad pulmonar durante años. Pero era, sin lugar a dudas, la técnica de reclutamiento más eficaz de todas.
—Ariadna, ve a por la chica. Tú, largo.
El poder era maravilloso. Dios le había tocado con su gracia y le había convertido en el líder que era hoy. Siempre había tenido don de gentes. Desde pequeño. Ahora era capaz de vender arena en el desierto. Años de estudio del comportamiento humano le habían llevado a ser el líder de la congregación de Miadona. Ángel estaba preparándose para el día del Juicio. Quedaba ya poco, un par de años a lo sumo. Dios se lo había dicho. Él era el elegido. Le había encomendado reclutar a quinientas personas puras. El día que Dios decidiese acabar con la especie humana, los miadonos subirían al cielo y gobernarían con Cristo. Él sería la mano derecha de Jesús y juntos confeccionarían un nuevo mundo.
Se quitó el albornoz y recogió una camisa nueva. Se tenía que preparar para la segunda prueba de Raquel. Ella sería la miadona número cuatrocientos sesenta y dos, estaba convencido. Pero no lo tendría fácil. Debía vencer a otras dos contrincantes y no morir en el intento.
Ariadna acompañó a Raquel al despacho. A Ángel le encantaba el momento del reencuentro. Sus ojos siempre reflejaban un estado puro de incertidumbre. Eran como perritos que obedecen sin rechistar a su amo. Raquel anduvo hasta acercarse a unos pasos de él.
—¿Quién eres? —preguntó Raquel conmocionada—. Te he salvado la vida, ¿verdad? Estoy mareada, no sé…
—Tranquila, Raquel, te lo voy a explicar. —Ángel hizo un gesto a Ariadna para que le acercase una silla—. Siéntate, por favor.
Ángel permaneció en silencio. Sabía que el silencio era un cuchillo que destroza al oponente. Muy pocas personas pueden soportar que alguien esté cerca y no pronuncie una sola palabra. Desde pequeños asociamos el silencio a la culpabilidad. Sin embargo, Ángel sabía que, con el silencio, se alcanzaba la pureza del ser. El centro del alma.
Era entonces cuando sacaba ese cuchillo cuya finalidad no era otra que la de curar las heridas del pasado.
—Dime… ¿Qué pensaste cuando Ariadna te contó tantas cosas sobre ti?
Raquel le miraba fijamente. Desvió durante un par de segundos su mirada hacia Ariadna, pero sus ojos retornaron a él. No contestó.
—Sabemos mucho de tu vida. De tu familia —siguió.
Raquel abrió los ojos. Empezaba a reaccionar de lo sucedido.
—¡Tú has matado a mi hijo! —Le acusó mientras se levantaba. El gesto fue breve. Ariadna, con un empujón, le obligó a sentarse de nuevo—. ¡Hijoputa! Te salvé la vida… y tú habías matado a mi Álvaro.
Rompió a llorar. A pesar de que ya no le miraba a la cara, notaba su dolor y su odio repartidos a partes iguales.
—Raquel, no te confundas, cielo. Tú no me has salvado sólo a mi. Nos has salvado a los dos. Tu elección demuestra que eres pura de corazón.
—Vete a la mierda.
Ángel se acercó a ella y le dio una bofetada. Acto seguido le cogió de los hombros.
—Ese no es el camino, Raquel. Que tu dolor no enturbie tu pureza. Te llevo observando desde hace muchos meses. Desde el primer momento en que te vi supe que valías para esta congregación. —Raquel le miraba confusa. No estaba entendiendo ni una palabra, lo que era perfecto—. Mi trabajo es buscar personas como tú, que se unan a mi causa. Valientes que luchen contra todo el mal que hay en el mundo y que se está extendiendo como un cáncer.
—¿El mal en el mundo? Tú no estás bien de la cabeza.
Nueva bofetada.
—Has sido elegida para contribuir en un plan divino. Los miadonos estamos destinados al cielo y pocos son los seleccionados para el plan de Dios. —Hizo una pausa para que Raquel captase algo de su mensaje—. Dime Raquel, ¿no sientes que en tu vida ha fallado algo? ¿Acaso no te dolió todo lo que te dijo Ariadna? Porque sabías que no había sido culpa tuya. Han sido los que te han rodeado quienes te han traído a esta silla. Dentro de ti hay un diamante, y los que han estado contigo durante toda tu vida lo han triturado hasta convertirlo en polvo.
—No… no es verdad.
—No niegues lo que sabes que es cierto. Tu padre, tu madre o tu marido. Todos te dicen lo que tienes que hacer y decir. Estás manipulada y eres consciente de ello.
Ángel iba elevando el tono en cada palabra. Estaba llegando al momento clave para la aceptación de los hechos. Raquel miraba hacia el suelo. Estaba avergonzada.
—Eres pura, Raquel. Te has dejado atrapar porque tu interior es sano. Ellos se han aprovechado de tu corazón. Pero eso se ha acabado.
Ángel cogió con dulzura la mandíbula de Raquel para que le mirase. Ella lloraba. Hizo un gesto a Ariadna para que se acercase a un pequeño arcón situado a un lado de la habitación.
—Raquel, olvida el pasado y empieza desde cero con nosotros. Una nueva vida en la que tú eres la protagonista. Este es tu momento. Quiero que olvides a tus padres. Que olvides a tu marido. —Se echó a un lado para dejar paso a Ariadna—. Pero no quiero que olvides a tu hijo.
La mujer traía en brazos el cadáver de Alvarito. Raquel se levantó y quiso gritar, pero sólo salió un pequeño sollozo. Se dirigió hacia su hijo y nadie se lo impidió.
—¡Álvaro! No…
Raquel cogió en su regazo al pequeño. Estaba desnudo. El tacto de su piel era viscoso. Le habían impregnado con un mejunje que retrasaba su descomposición. Observó el blanco mortecino de su piel que dejaba paso a tonalidades moradas en algunas zonas. Ya había olvidado el frío de su cuerpo, así como aquella abertura oscura en su pequeño cráneo.
—Vuelve a la silla, Raquel, y atiéndeme.
Notó cómo las piernas de la madre temblaban y se podía llegar a caer. Aguantando su peso, la guió de vuelta a la silla para terminar de una vez con el reclutamiento.
—Aquí tienes a tu hijo —le dijo entregándole el cuerpo sin vida—. Como te he dicho no quiero que lo olvides. Porque su muerte va a significar tu salvación. ¿Entiendes? —Esperó a que asintiese—. Y sólo te voy a pedir una cosa más, Raquel. Algo que me demostrará que estás con nosotros. Un pequeño detalle que hará que realmente lleves a tu hijo dentro de tu ser.
Ariadna se acercó a Raquel con paso elegante.
—¿Qué vas a hacer?
—No tienes nada que temer —le susurró Ariadna.
Con una mano tranquilizó a Raquel secando con delicadeza sus lágrimas. Con la otra agarró el meñique de Alvarito. Antes de que Raquel comprendiese su propósito, el semblante de Ariadna se oscureció. Un movimiento brusco fue acompañado de un horripilante chasquido que petrificó a Raquel en su asiento. No se atrevía a mirar. Su cerebro no era capaz de asimilar que aquella exuberante mujer hubiese arrancado el pequeño dedo de la mano de su hijo y se lo estuviese mostrando con una siniestra sonrisa.
—Trágatelo.
Aquello la enloqueció. Empezó a negar explosivamente la cabeza. No iba a hacer tal monstruosidad. La sola imagen del dedito separado de su mano le provocaba arcadas. Que no cayese ni una gota de sangre de él le recordaba que aquello que estaba abrazando no era más que el cadáver de su hijo.
—No pienso hacerlo —le dijo con una voz que apenas oyó la propia Raquel—. ¿Por qué has hecho eso? Es sólo un niño… ¡Le has arrancado el meñique a mi niño!
Un caudal de lágrimas volvió a regar el rostro de Raquel. Apretó contra su pecho al niño porque se sentía indefensa ante aquellas personas. Ariadna hizo que se separase de él agarrándole del mentón.
—Trágatelo —repitió.
—No… ¡no puedo!
—Raquel —intervino Ángel tras haber estado observando la escena—, es lo único que te estamos pidiendo. ¿Acaso Abraham dudó ante Dios cuando le pidió que matase a su hijo? Nosotros lo hemos hecho por ti y encima te hacemos este maravilloso regalo que es llevarlo en tu interior. Para que recuerdes. Una nueva vida a cambio de este sacrificio. Tu pasado desaparecerá cuando lleves este pedacito de él en tu interior.
Ariadna le acercó el meñique a la boca.
—Trágatelo.
Raquel separó indecisa los labios. En primer lugar besó aquel dedo que tantas veces había acariciado. Un dedo que estaba lleno de vida apenas un par de días antes y que ahora reposaba en sus labios, separado del resto de su cuerpo. Sacó la lengua y, como si de una oblea se tratase, se lo tragó.
—Muy bien, Raquel —la felicitó ángel—, muy bien.
Mientras Raquel notaba como aquel dedo atravesaba su esófago, Ariadna se puso en cuclillas y la abrazó. Por extraño que pareciese, Raquel pensaba que había hecho lo correcto.
Había recorrido un par de calles cuando Suso se encontró la primera dificultad. El mapa que había cogido de la casa rosa no se correspondía con la ciudad. Un edificio de madera construido en mitad del camino impedía continuar en dirección al ayuntamiento. Ese era su primer destino. Suponía que desde allí debía controlarse cada movimiento, como ocurría en cualquier lugar medianamente civilizado.
Sin embargo, el camino que había trazado bajo aquel sol abrasador se veía interrumpido por esa extraña construcción. Era grande el contraste entre la oscura madera y las paredes de colores claros de las casas que se sucedían por las aceras de Miadona. De una única planta, el edificio ocupaba la calle desde un lado hasta el otro, impidiendo poder bordearlo de ninguna manera. Una puerta frontal le invitaba a entrar, a pesar de estar cerrada. Las ventanas no permitirían ver el interior. No porque estuviesen cerradas, sino debido a que ninguna luz iluminaba lo que hubiese dentro.
Tenía que tomar una decisión: daba media vuelta y buscaba un nuevo recorrido, o investigaba qué hacía aquella especie de cabaña gigante cortando la calle.
No tuvo que pensar mucho. La puerta del edificio se abrió y una mujer salió con paso decidido hacia fuera. Hablaba, pero no a él, sino a un intercomunicador. La mujer no le prestaba atención. Suso iba vestido como uno de los vigilantes. Le bastaba con no llamar la atención para pasar desapercibido. Así que se encaminó hacia la puerta como si hubiese hecho aquello cientos de veces.
—¿Cómo? Lucas no ha faltado jamás a su puesto de trabajo —decía ella.
Ya empezaban a extrañarse que no respondiese el vigilante al que había asesinado. Quizás eso hiciera que se centrasen en encontrar al tal Lucas y se olvidasen de buscarlo a él. De ilusiones también se vivía.
—Pues no sé —seguía hablando con su intercomunicador—. Tardaré un par de minutos en llegar a su puesto —decía enfadada—. ¡No! No pienso correr con este calor.
Suso iba a cruzarse con la mujer en cuestión de segundos. Con la mirada baja para que no le viese la cara ni el cuello, aceleró el paso.
—¿Cómo? —el tono cambió radicalmente—. ¿Cómo has podido matar al viejo? ¡Eres idiota!
Aquel cruce le estaba reportando mucha información. Pelayo había muerto. Enterarse de ello fue un horrendo golpe. Tanto fue así que se atrevió a mirar a la mujer y el tiempo se paró cuando ella también le miró. No porque ella le reconociera, ya que estaba inmersa en su conversación. Fue al contrario. Suso sabía perfectamente quién era aquella mujer. Empezó a encajar piezas mientras se adentraba en el edificio.
Raquel miraba con preocupación a las dos mujeres que en esos momentos la acompañaban. Ariadna la había llevado hasta unos nuevos calabozos, la encerró en la celda que quedaba vacía, la presentó como la tercera candidata y se marchó. Ángel le había comentado que tendría que enfrentarse a otras dos mujeres, pero no le había avisado que tendría que compartir espacio con ellas antes de la prueba. Raquel estaba tensa, mientras que las otras dos mujeres parecían más tranquilas. No sabía cuánto tiempo llevarían encerradas y no se lo iba a preguntar. Si sólo una de ellas iba a resultar vencedora, no quería establecer ningún tipo de relación. Ya lo pasó mal en la última ocasión.
Una de las mujeres la llamó. Raquel intentó pasar de ella.
—¡Eh! ¡Tú! ¿Estás sorda?
Raquel la miró. Vestía un traje parecido al que ella llevaba, sólo que en su parte frontal aparecía el número uno y en el de Raquel había un tres. Era guapa. Tenía el pelo suelto y unos ojos grandes y llamativos. Ojos que ahora la desafiaban a un enfrentamiento. Pero a Raquel no le importaba. Las que se hacían notar desde el principio siempre eran las más cobardes.
Miró a la otra mujer. Con el dos en el pecho, permanecía sentada en el suelo con los ojos cerrados. Le recordó a la actitud de Ángel. Quizás fuese otra infiltrada, pero esta vez no iba a caer en la misma trampa. No era fea, pero su pelo dejaba mucho que desear. Además, tenía un ligero sobrepeso que se pronunciaba en los muslos. La típica mosquita muerta, como otras muchas que se había encontrado a lo largo de su vida. Eran las más envidiosas, las más mentirosas y las peores consejeras. Era un bicho y la había calado a tiempo. Desde el comienzo. Con sólo ver sus pintas.
La número uno seguía gritándole. Se empezaba a enfadar y soltaba insultos bastantes ofensivos. Raquel imitó a la número dos. Se sentó en el suelo y cerró los ojos. No iba a dejar que esas dos le quitaran su puesto en la congregación.
Había sufrido mucho por culpa de los miadonos. Pero eso no quitaba su deseo de unirse a ellos. Mataría a las dos mujeres si con ello la aceptaban. Las ahogaría, aplastaría o envenenaría. Si el premio era una nueva vida en la que Raquel fuese por fin la protagonista, haría todo lo que fuese necesario por conseguirlo. Absolutamente todo.